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León Trotsky


Tolstoi

 

 



Publicado por vez primera:  En Neue Zeit, el 15 de septiembre de 1908, en alemán, en ocasión de los ochenta años del nacimiento de Tolstoi.
Fuente de la traducción: "Tolstoi por Trotsky", Página 12 (Argentina), 29 de diciembre de 2008.
Esta edición: Marxists Internet Archive, junio 2014.




El terrateniente y el campesino, ésos son a fin de cuentas los únicos tipos que Tolstoi ha acogido en el santuario de su trabajo creador. Nunca, ni antes ni después de su crisis, se ha liberado ni ha tratado de liberarse del desprecio auténticamente feudal por todos los personajes que se interponen entre el terrateniente y el campesino u ocupan un lugar cualquiera fuera de esos dos polos sagrados del antiguo orden de cosas: el intendente alemán, el comerciante, el preceptor francés, el médico, el “intelectual” y, por último, el obrero de fábrica con su reloj y su cadena. No experimenta jamás la necesidad de estudiar estos tipos, de mirar en el fondo de su alma, de interrogarlos sobre sus creencias, y pasan ante sus ojos de artista como personajes sin importancia alguna y cómicos la mayor parte del tiempo. Cuando se le ocurre representar revolucionarios de los años ‘70 u ‘80, como en Resurrección, se contenta con variar en el nuevo medio sus viejos tipos de nobles y de campesinos, o nos da esquemas superficiales y cómicos. Su Novodvorof puede pretender representar el tipo de revolucionario ruso tanto como el Riccaut de la Marliniére de Lassin el de oficial francés.

 

La hostilidad de Tolstoi a la vida nueva

 

A principio de los años ‘60, cuando Rusia fue sumergida bajo la ola de las nuevas ideas y –lo que es más importante– de las nuevas condiciones sociales, Tolstoi tenía tras él, como hemos visto, un tercio de siglo. Desde el punto de vista psicológico y moral, se hallaba, pues, completamente formado. No es necesario decir aquí que Tolstoi no ha sido nunca un defensor de la servidumbre como lo era su amigo íntimo, Fet (Chenchín), el aristócrata y el fino lírico en cuya alma el amor hacia la naturaleza sabía codearse con la adoración por el látigo. Lo cierto es que Tolstoi experimentaba un odio profundo por las condiciones nuevas que estaban a punto de sustituir a las antiguas. Personalmente –escribía en 1861–, no veo a mi alrededor ningún endulzamiento de las costumbres, y no estimo necesario creer la palabra de quienes afirman lo contrario. Por ejemplo, no me parece que las relaciones entre los fabricantes y los obreros sean más humanas que las relaciones entre los nobles y los siervos.

El desorden y el caos por doquier y en todo, la decadencia de la vieja nobleza, la del campesinado, la confusión general, las cenizas y el polvo de la destrucción, la confusión y el desorden de la vida ciudadana, el cabaret y el cigarro en la aldea, la canción trivial del obrero fabril en lugar del noble canto popular, todo esto lo descorazonaba como aristócrata y como artista a un tiempo. Por esto se alejó moralmente de ese proceso formidable y le privó de una vez por todas de su aprobación de artista. No tenía necesidad de convertirse en defensor de la esclavitud, para ser con toda su alma partidario del retorno a esas condiciones sociales en las que veía la prudente simplicidad y encontraba la perfección artística. Allí, la vida se reproduce de generación en generación, de siglo en siglo, en una constante inmovilidad, y reina todopoderosa la santa necesidad. Todos los actos de la vida están determinados por el sol, la lluvia, el viento, el crecimiento de la hierba. En este orden de cosas no hay lugar para la razón o la voluntad personal. Todo está regulado, justificado, santificado de antemano. Sin responsabilidad alguna ni voluntad personal, y por tanto tampoco para la responsabilidad personal. Todo está regulado, justificado, santificado de antemano. Sin ninguna responsabilidad ni voluntad propias, el hombre vive simplemente en la obediencia, dice el notable poeta de El poder de la tierra, Glieb Uspensky, y es precisamente en esta obediencia constante, transformada en esfuerzos constantes, lo que constituye la vida, la cual en apariencia no lleva a resultado alguno, pero que, sin embargo, contiene en sí misma su resultado... Y, ¡oh milagro!, esta dependencia servil, sin reflexiones y sin elección, sin errores y por tanto sin remordimiento, es precisamente la que ha creado la “facilidad” moral de la existencia bajo la dura tutela de la “espiga de centeno”. Micula Selianinovich, el héroe campesino de la vieja leyenda popular, dice de sí mismo: “¡La Madre Tierra me ama!”.

Está ahí el mito religioso del “narodnitchestvo” ruso, del “populista” que dominó durante largos decenios el alma de la intelligentsia rusa. Completamente adversario de estas tendencias radicales, Tolstoi permaneció siempre fiel a sí mismo, y en el seno de la “narodnitchestvo”, representó el ala aristocrática, conservadora. Para poder pintar como artista la vida rusa, tal cual la conocía, comprendía y amaba, Tolstoi debía refugiarse en el pasado, a principios del siglo XX. Guerra y Paz (1867-1869) es, en este sentido, su mejor obra, aún inigualada.

Este carácter de masa, impersonal, de la vida y su santa irresponsabilidad lo encarnó Tolstoi en la persona de Karataiev, el tipo menos comprensible para el lector europeo y, en cualquier caso, el que más extraño le resulta. La vida de Karataiev, como él mismo percibía, no tenía sentido alguno como vida individual. Lo tenía como parte de un todo, que él sentía siempre como tal. Las inclinaciones, las amistades, el amor tal cual Pedro los comprende, eran ignorados por Karataiev totalmente, pero amaba y vivía en el amor de todo lo que encontraba en la vida y en particular en los hombres... Pedro (el conde Bezukhoi) sentía que Karataiev, pese a toda su ternura amistosa para con él, no se habría afligido un solo minuto si hubiera tenido que separarse de él. Es éste el estado en que el espíritu, para emplear el lenguaje de Hegel, no ha adquirido todavía la naturaleza íntima y en que aparece por consecuencia solamente como espiritualidad natural. Pese al carácter episódico de sus apariciones, Karataiev constituye el pivote filosófico, si no artístico, de todo el libro. Kutuzof, a quien Tolstoi hace un héroe nacional, es Karataiev en el papel de un general en jefe. Contrariamente a Napoleón, no tiene ni planes ni ambiciones propios. En su táctica semiconsciente, y por consecuencia salvadora, no se deja dirigir por la razón, sino por algo que está por encima de la razón, el sordo instinto de las condiciones físicas y las inspiraciones del espíritu popular. El zar Alejandro, en sus mejores momentos, al igual que el último de sus soldados, obedece indistintamente y de la misma forma a la profunda influencia de la tierra. Es en esta unidad moral donde precisamente reside todo lo patético de la obra.

 

Tolstoi, pintor de la vieja Rusia

 

Como esta vieja Rusia es miserable en el fondo, con su nobleza tan rudamente tratada por la Historia, sin orgullo pasado de casta, sin cruzadas, sin amor caballeresco, sin torneos, e incluso sin expediciones de bandidaje románticas por las carreteras. ¡Qué pobre es en belleza interior, qué profundamente degradada está la existencia borreguil y semianimal de sus masas campesinas!

¡Pero qué milagros de transformación no crea el genio! De la forma bruta de esta vida gris y sin color, él saca a la luz del día toda su belleza oculta. Con una calma olímpica, con un verdadero amor homérico por los hijos de su espíritu, consagra a todos y a todo su atención: el general en jefe, los servidores del terreno señorial, el caballo del simple soldado, la hija pequeña del conde, el mujik, el zar, la pulga en la camisa del soldado, el viejo francmasón, ninguno tiene privilegio ante él y cada uno recibe su parte. Paso a paso, rasgo a rasgo, pinta un inmenso fresco, cuyas partes todas están vinculadas por un lazo interior, indisoluble. Tolstoi crea, sin apresurarse, como la vida misma que desarrolla ante nuestros ojos. Rehace el libro enteramente siete veces. Lo que asombra más en este trabajo de creación titánica es, quizás, el hecho de que el artista no se otorga a sí mismo, y no permite tampoco al lector conceder su simpatía a tal o cual personaje. Jamás nos muestra, como hace Turgueniev, a sus héroes –a los que, por otra parte, no ama–, iluminados por luces de bengala o por el resplandor del magnesio, jamás busca para ellos una pose ventajosa. No oculta nada y nada pasa en silencio. Al inquieto buscador de verdad, Pedro, nos lo muestra al fin de la obra bajo el aspecto de un padre de familia tranquilo y satisfecho. A la pequeña Natacha Rostov, tan conmovedora en su delicadeza casi infantil, la transforma, con una ausencia de piedad completa, en una mujercita limitada con las manos llenas de pañales sucios. Es precisamente esta atención apasionada por todas las partes aisladas la que crea el poderoso patetismo del conjunto. Puede decirse de esta obra que toda ella está penetrada de panteísmo estético, que no conoce ni belleza, ni fealdad, ni grandeza, ni pequeñez porque para él sólo la vida en general es grande y bella, en la eterna sucesión de sus diversas manifestaciones. Es la verdadera estética rural, impiadosamente conservadora, según su naturaleza, y lo que acerca la obra épica de Tolstoi al Pentateuco y a la Ilíada.

Dos tentativas hechas con posterioridad por Tolstoi con vistas a situar sus tipos psicológicos preferidos en el marco del pasado, y especialmente en la época de Pedro I y de las decabristas, fracasaron a causa de la hostilidad del poeta hacia los influjos extranjeros que dan a estas dos épocas un carácter tan neto. Incluso allí donde Tolstoi se acerca más a nuestra época, como en Ana Karenina (1873), permanece completamente extraño a la perturbación introducida en la sociedad y despiadadamente fiel a su conservadurismo artístico, restringe la amplitud de su vuelo y no distingue de la masa de la vida rusa más que los oasis feudales que han permanecido intactos, con su viejo castillo señorial, los retratos de los antepasados y las bellas alamedas de tilos a cuya sombra se desarrolla, de generación en generación, el ciclo eterno del nacimiento, de la vida y de la muerte.

Tolstoi describe la vida moral de sus héroes igual que su mundo de existencia: tranquilamente, sin prisa, sin precipitar el curso interior de sus sentimientos, de sus pensamientos y de sus conversaciones. No se apresura jamás y nunca llega demasiado tarde. Tiene en sus manos los hilos a que está vinculada la suerte de un gran número de personajes y no pierde de vista a ninguno. Como un amo vigilante e infatigable, tiene en su cabeza la cuenta completa de todas las partes de sus inmensos bienes. Se diría que se contenta sólo con observar y que es la Naturaleza la que hace todo el trabajo. Echa la semilla en el suelo y espera, como un prudente cultivador, que mediante un proceso natural el tallo y la espiga broten fuera de tierra. Podría casi decirse que es un Karatiev de genio, con su resignación muda ante las leyes de la Naturaleza. No pondrá nunca las manos sobre la yema para desplegar violentamente las hojas. Espera hasta que la propia yema las despliegue bajo la acción del calor del sol. Porque odia profundamente la estética de las grandes ciudades, que por su ambición se devora a sí misma, violenta y martiriza la Naturaleza, al no pedirle más que extractos y esencias y al buscar en la paleta, con dedo convulso, colores que no contiene el espectro solar.

La lengua de Tolstoi es como su genio mismo, calma, poseída, concisa, aunque sin exceso, musculoso, a veces algo pesada y ruda, pero siempre sencilla y de una efectividad incomparable. Se distingue a un tiempo del estilo lírico, cómico, brillante y consciente de su belleza de Turgueniev, y del estilo retumbante, precipitado y áspero de Dostoievski.

En una de sus novelas, el urbano Dostoievski, ese genio de corazón incurablemente herido, el poeta voluptuoso de la crueldad y de la piedad, se opone a sí mismo de forma muy profunda y muy sorprendente, como el artista de las “novelas familiares rusas”, al conde Tolstoi, el poeta de las reformas caducas de un pasado noble: “Si yo fuera un novelista ruso y tuviese talento –dice por boca de uno de sus personajes–, escogería siempre mis héroes entre la nobleza rusa, porque sólo en ese medio cultivado encontramos al menos la apariencia exterior de una hermosa disciplina y de nobles motivos... Lo digo muy seriamente aunque no soy noble, como sabéis... Porque, creedme, es en esos medios donde se encuentra todo cuanto entre nosotros existe de belleza; al menos todo lo que es, en cierto modo, belleza acabada, completa. No digo esto porque esté completamente convencido de la perfección y de la justificación de esta belleza, sino porque nos ha dado, por ejemplo, formas fijas de honor y de deber que no se encuentran en ninguna parte de Rusia salvo entre la nobleza... La vía por la que ese novelista debería adentrarse –prosigue Dostoievski, que piensa irrefutablemente en Tolstoi sin nombrarlo– es a todas luces nítida: no podría escoger más que el género histórico, porque no hay en nuestra época bellas y nobles siluetas, y las que aún perviven en nuestros días han perdido ya, según la opinión actual, su antigua belleza”.

 

La crisis moral de Tolstoi

 

Al tiempo que desaparecían las “bellas siluetas” del pasado, no desaparecía sólo el objeto inmediato de la creación artística, sino también las bases mismas del fatalismo moral de Tolstoi y de su panteísmo estético comenzaban a oscilar: el santo “karataievismo” del alma de Tolstoi se derrumbaba. Todo lo que hasta entonces había constituido una parte integrante de un todo completo e indisoluble se transformó en un fragmento aislado y, por consiguiente, en una cuestión. La razón se convirtió en absurdo. Y como siempre, precisamente en el momento en que la vida perdía su viejo sentido, Tolstoi se interrogó sobre el sentido de la vida en general. Es entonces (en la segunda mitad de los años ‘70) cuando comienza la gran crisis moral, no en la vida de un Tolstoi adolescente, ¡sino de un Tolstoi de cincuenta años! Vuelve a Dios, acepta las enseñanzas de Cristo, rechaza la división del trabajo, la civilización, y aboga por el trabajo agrícola, la sencillez y el principio de la “no existencia del mal”.

Cuando más profunda era la crisis interior –se sabe que, por confesión propia, el poeta cincuentenario estuvo dándole vueltas durante mucho tiempo a la idea del suicidio–, tanto más sorprendente debe resultar que Tolstoi volviese a fin de cuentas a su punto de partida. El trabajo agrícola ¿no es la base sobre la que se desarrolla la epopeya de Guerra y Paz? El retorno a la sencillez, al principio de la fusión íntima con el alma popular, ¿no consiste en eso toda la fuerza de Kutuzov? El principio de la no resistencia al mal ¿no es lo que está en la base de la resignación fatalista de Karataiev? Si esto es así, ¿en qué consiste entonces la crisis de Tolstoi? En esto: en que todo lo que hasta entonces había permanecido secreto y oculto bajo la tierra aparece en adelante a la luz del día y pasa al campo de la conciencia. Habiendo desaparecido la espiritualidad natural con la “naturaleza”, a la que se había incorporado, el espíritu se esfuerza ahora por conseguir la naturaleza íntima. A la armonía automática, contra la que se ha rebelado el automatismo de la vida misma, tenía que defenderla y conservarla con ayuda de la fuerza consciente de la Idea. En su lucha por su propia conservación moral y estética, el artista llama en su ayuda al moralista.

¿Cuál de los dos Tolstoi –el poeta o el moralista– ha obtenido mayor popularidad en Europa? Esta cuestión no es fácil de zanjar. Lo que resulta incontestable en cualquier caso es que la sonrisa de condescendencia benévola del público burgués hacia la santa sencillez del viejo de Iasnaia-Poliana oculta un sentimiento de satisfacción moral particular. He ahí a un poeta célebre, a un millonario, a uno de los “nuestros”, es más, a un aristócrata que por motivos de orden moral lleva una blusa y zapatillas de paja trenzada y una sierra de madera. En ello se ve en cierto modo un acto mediante el cual el poeta toma sobre él los pecados de toda una clase, de toda una cultura. Naturalmente, esto no impide en modo alguno al filisteo mirar a Tolstoi desde la altura de su grandeza e incluso expresar algunas dudas sobre la integridad de sus facultades intelectuales. Así es, por ejemplo, como un hombre que no es ningún desconocido, Max Nordau, uno de esos señores que adoptan la filosofía del buen viejo Smile, sazonada con un poco de cinismo, con traje de arlequín de folletín de domingo, ha hecho, con la ayuda de su Lombroso de bolsillo, este descubrimiento notable: que León Tolstoi lleva en él todos los estigmas de la degeneración. Porque para esos mendigos la locura comienza donde cesa el beneficio.

 

La filosofía social de Tolstoi

 

Cualquiera que sea el modo en que sus admiradores burgueses lo juzguen, con suspicacia, con ironía o con benevolencia, siempre quedará para ellos un enigma psicológico. Si exceptuamos el corto número de sus discípulos –uno de ellos, Menchikov, juega ahora el papel de un Hammerstein ruso–, puede comprobarse que el moralista Tolstoi, durante los treinta últimos años de su vida, ha permanecido siempre completamente aislado. Es en realidad la situación trágica de un profeta que habla solo en el desierto. Desde la influencia de sus simpatías rurales conservadoras, Tolstoi defiende incansable y victoriosamente su mundo moral contra los peligros que lo amenazan por todas partes. De una vez para siempre traza una demarcación profunda entre él y todas las variantes del liberalismo burgués y rechaza en primer lugar la creencia, general en nuestra época, en el progreso. Por supuesto –exclama–, la luz eléctrica, el teléfono, las exposiciones, los conciertos, los teatros, las cajetillas de cigarros y las cerillas, los tirantes y los motores, todo eso es admirable. Pero malditos sean por toda la eternidad no sólo ellos, sino también los ferrocarriles y los tejidos de algodón en todo el mundo, si es que para su fabricación es preciso que las noventa y nueve centésimas partes de la Humanidad vivan en la esclavitud y mueran a millares en las fábricas.

La división del trabajo nos enriquece y embellece nuestra vida. Pero mutila el alma viva del hombre. ¡Abajo la división del trabajo!

¡El arte! El arte verdadero debe agrupar a todos los hombres en el amor de Dios y no dividirlos. Vuestro arte, por el contrario, está destinado sólo a un pequeño número de iniciados. Divide a los hombres, porque la mentira está en él, y Tolstoi rechaza virilmente el arte “mendaz”: Shakespeare, Goethe mismo, Wagner, Bšcklin.

Aleja de sí toda preocupación de enriquecimiento y se viste los hábitos del campesino, lo que para él simboliza su renuncia a la cultura. ¿Qué se oculta tras este símbolo? ¿Qué opone a la “mentira”, es decir, al proceso histórico?

Podemos resumir en las siguientes tesis la filosofía social de Tolstoi:

1. No son leyes sociológicas de una necesidad de bronce las que determinan la esclavitud de los hombres, sino los reglamentos jurídicos establecidos arbitrariamente por ellos.

2. La esclavitud moderna es la consecuencia de tres reglamentaciones jurídicas que conciernen a la tierra, a los impuestos y a la propiedad.

3. No sólo el gobierno ruso, sino cualquier gobierno, sea el que fuere, es una institución que tiene por objeto cometer impunemente los crímenes más espantosos, con la ayuda del poder del Estado.

4. El verdadero mejoramiento social se obtendrá únicamente mediante el perfeccionamiento moral y religioso de los individuos.

5. Para librarse de los gobiernos no es necesario combatirlos con medios exteriores, basta con no participar en ellos y no apoyarlos. Especialmente no hay que:

a) aceptar las obligaciones de un soldado, de un general, de un ministro, de un estadista, de un diputado;

b) suministrar voluntariamente al gobierno impuestos directos o indirectos;

c) utilizar las instituciones gubernamentales o solicitar una ayuda financiera cualquiera del gobierno;

d) hacer proteger su propiedad privada por alguna medida del poder del Estado.

Si dejamos a un lado de este esquema el punto relativo a la necesidad del perfeccionamiento moral y religioso de los individuos, que según toda apariencia ocupa un lugar aparte, obtenemos un programa anarquista bastante completo. En primer lugar, tenemos una concepción puramente mecánica de la sociedad como producto de una mala reglamentación jurídica. Luego, la negación formal del Estado y de la política; en general, por último, como método de lucha, la huelga general, el boicot, la revuelta de brazos cruzados.

Si excluimos las tesis moral y religiosa, excluimos de hecho el único nervio que religa todo este edificio nacionalista con su creador, es decir, el alma de Tolstoi. Para él, conforme a todas las condiciones de su desarrollo y de su situación propias, el deber no consiste en sustituir la anarquía “comunista” por el régimen capitalista, sino en defender el régimen de la comunidad campesina frente a cualquier influencia “exterior” perturbadora. En su “narodnitschestvo”, como en su anarquismo, Tolstoi representa el principio rural conservador. Al igual que la francmasonería primitiva, que se proponía restablecer y reforzar por medios ideológicos la vieja moral corporativa de ayuda mutua, arruinada bajo los golpes del desarrollo económico, Tolstoi querría resucitar por la fuerza de la idea moral y religiosa el modo de vida primitivo basado en las condiciones de la economía natural. Así es como se convierte en un anarquista conservador, porque lo que le importa, ante todo, es que el Estado no alcance, con las vergas de su militarismo y los escorpiones de su fisco, a la comunidad salvadora de Karataiev. La lucha universal entre los dos mundos antagonistas: el mundo burgués y el mundo socialista, de cuyo resultado depende el destino de la Humanidad misma, no existe para Tolstoi. El socialismo ha sido siempre para él una simple variante, de poco interés en su opinión, del liberalismo. A sus ojos, Marx y Bastiat son los representantes de un solo y mismo “principio mendaz”: de la cultura capitalista, del obrero sin tierra, de la presión del Estado. La Humanidad, una vez encarrilada por una vía falsa, poco importa que vaya más allá o más acá. La salvación no puede venir más que de un retorno completo hacia atrás.

Tolstoi no encuentra términos suficientemente despreciativos para fustigar a la ciencia, la cual dice que si continuamos viviendo durante largo tiempo de forma pecadora, según las leyes del progreso histórico, sociológico, etc., nuestra vida terminará por mejorar considerablemente.

El mal –dice Tolstoi– debe ser inmediatamente exterminado, y para ello basta reconocerlo como mal. Todos los sentimientos morales que vinculan a los hombres históricamente unos con otros, así como todas las ficciones religiosas y morales a las que estos vínculos han dado nacimiento se convierten en Tolstoi en los mandamientos más abstractos del amor, del éxtasis y de la no resistencia al mal, y como sus mandamientos están despojados por él de todo contenido histórico y por consiguiente de todo contenido, sea el que fuere, le parecen apropiados a todo tiempo y a todos los pueblos.

Tolstoi no reconoce la historia. Es la base de todo su pensamiento. La libertad mecánica de su negación, así como la ineficacia práctica de su prédica, reposan ahí. El único género de vida que acepta, el modo de vida primitivo de los cosacos cultivadores de vastas estepas del Ural, transcurre precisamente fuera de la historia. Se ha reproducido sin transformación alguna, como la vida de los enjambres de abejas o de los hormigueros. Lo que los hombres llaman historia le parece como el producto de la locura, del error, de la crueldad, que desfiguran el alma verdadera de la Humanidad. Con una lógica despiadada, al tiempo que rechaza la historia rechaza igualmente todas las consecuencias. Odia a los periódicos como documentos de la época actual. Todas las oleadas del océano mundial piensa detenerlas oponiéndole su viejo pecho.

Esta incomprensión total de que hace gala Tolstoi respecto a la historia explica su impotencia infantil en el terreno de las cuestiones sociales. Su filosofía es una auténtica pintura china. Las ideas de las épocas más diversas no están clasificadas por él según la perspectiva histórica: todas aparecen a la misma distancia del espectador. Se alza contra la guerra con ayuda de argumentos sacados de la lógica pura, y para darles mayor fuerza cita al mismo tiempo a Epícteto y a Molinari, a Lao-Tsé y a Federico II, al profeta Isaías y al folletinista Hardouin, el oráculo de los tenderos parisienses. Los escritores, los filósofos y los profetas no representan a sus ojos épocas determinadas, sino categorías eternas de la moral. Confucio es colocado por él en el mismo rango que Harnack y Schopenhauer se ve emparejado no sólo con Cristo, sino incluso con Moisés.

En esta lucha aislada y trágica contra la dialéctica de la historia a la que no sabe oponer más que sus sí o sus no, Tolstoi cae a cada instante en las contradicciones más insolubles. Y extrae la siguiente conclusión, digna a todas luces de su cabezonería genial: la contradicción fundamental que existe entre la situación de los hombres y su actividad moral es el signo más seguro de la verdad.

 

La revancha de la Historia

Pero este orgullo idealista lleva en sí mismo su castigo. En efecto, sería difícil nombrar un escritor que contra su voluntad haya sido tan cruelmente explotado por la Historia como Tolstoi.

El, el moralista místico, el enemigo de la política y de la revolución, nutrió durante largos años la conciencia revolucionaria aletargada de numerosos grupos del sectarismo popular. El, que reniega de toda la cultura capitalista, encuentra una acogida benevolente en la burguesía europea y americana, que halla en su prédica, a un tiempo, la expresión de su humanitarismo vacío y una defensa contra la filosofía de la revolución.

El, el anarquista conservador, el enemigo mortal del liberalismo, se ve transformado, con ocasión del ochenta aniversario de su nacimiento, en una bandera y un instrumento de una manifestación política ruidosa y tendenciosa del liberalismo ruso.

La Historia ha triunfado sobre él, pero no lo ha quebrado. Todavía hoy, llegado al término de su vida, ha conservado en toda su frescura su capacidad de indignación moral.

En la noche de la más miserable y más criminal reacción, que se propone ensombrecer para siempre el sol de nuestro país bajo la red apretada de sus cuerdas de patíbulo, en la atmósfera irrespirable de la cobardía descorazonadora de la opinión pública oficial, este último apóstol de la caridad cristiana, en quien revive el profeta de la cólera del Antiguo Testamento, lanza su grito obstinado: “No puedo callarme”. Como una maldición al rostro tanto de quienes cuelgan como de quienes se callan ante las horcas.

Y si no simpatiza con nuestras metas revolucionarias, sabemos que es porque la historia le ha negado toda comprensión de sus vías.

No lo condenaremos por ello. Y admiraremos siempre en él no sólo al genio, que vivirá tanto tiempo como el arte mismo, sino también el valor moral indomable que no le permite permanecer en el seno de su Iglesia hipócrita, de su sociedad, de su Estado, y que lo condenó a permanecer aislado entre sus innumerables admiradores.