Leon Trotsky

HABLAR PARA NO DECIR NADA

 


Escrito: 10 de julio de 1919
Fuente digital de esta edicion: en el Mia.org
Traduccion: Izquierda Revolucionaria.


 

Aun cuando publica buen número de artículos especiales de indudable utilidad, la revista Asuntos Militares no logra encontrar su equilibrio. No hay de qué asombrarse. Acontecimientos que no habían sido previstos por los colaboradores de la revista se han desarrollado en todo el mundo, de modo especial en nuestro país, y muchos de esos colaboradores pensaron que, ya que no hay esquema alguno que sea aplicable a tales acontecimientos, más valía dejar a un lado todo criterio de apreciación y aguardar pacientemente hasta poder ver cuál sería la salida del trastorno: todo resultaba incomprensible. Con el correr del tiempo, no obstante, de aquel inmenso caos comenzaron a despuntar ciertas características que los colaboradores de Asuntos Militares no habían previsto para nada. La inteligencia humana suele ser pasiva y bastante perezosa; capta con mayor facilidad lo que ya conoce, lo que no exige reflexiones suplementarias. Es lo que ocurre hoy. Convencidos desde luego de que sus conocimientos no serían rechazados, y reconociendo en seguida en la nueva organización rasgos que les eran familiares, muchísimos especialistas se apresuraron a sacar la conclusión de que nada nuevo hay bajo el sol y que por consiguiente las antiguas estructuras muy bien pueden servir aún de manera exitosa.

Pero hay más. Después de haber deducido que en fin de cuentas también en el campo militar todo terminaría por recaer en los antiguos usos, tomaron coraje y decidieron esperar muy santamente la restauración. Con esta consigna, algunos colaboradores de Asuntos Militares corrieron a poner sobre el tapete sus concepciones generales, francamente polvorientas, sobre todo las relacionadas con el lugar que la guerra y el ejército ocupan en la historia de la evolución humana. Ni que decir tiene que se toman a sí mismos por "especialistas" también en este terreno. ¡Error fatal! Un buen artillero o un intendente, están muy lejos de ser llamados siempre a juzgar a los filósofos de la historia. Con dos o tres ejemplos, he aquí la prueba.

En su número 15-16, Asuntos Militares publica en lugar destacado un artículo del ciudadano F. Herschelman titulado "¿Será la guerra posible en el futuro?" Comenzando por el título, todo en el artículo es falso. En cuanto al fondo, el autor se pregunta si las guerras son inevitables en el futuro y llega a la conclusión de que sí. Hay, como todo el mundo sabe, una abundante literatura a este respecto. El problema ha pasado hoy del terreno literario al del combate, adquiriendo abiertamente en todos los países el aspecto de guerra civil. En Rusia el poder está en manos de un partido político cuyo programa define con precisión y claridad las características sociales e históricas de las guerras, pasadas o actuales, y detalla con tanta claridad como exactitud las condiciones en que las guerras pasarán a ser no solo inútiles, sino además imposibles. Nadie le pide al ciudadano Herschelman que adopte el punto de vista comunista. Pero cuando un especialista en materia militar emprende el análisis de la guerra en una revista oficiosa -¡y en 1919, no en 1914!- parece que estamos en el derecho de exigir que el susodicho especialista conozca por lo menos los rudimentos del programa que es doctrina oficial del régimen y en el que descansa toda nuestra política interior e internacional. El autor del artículo no alude siquiera a él. De acuerdo con la tradición, comienza por el principio, es decir, arranca de un postulado de la peor trivialidad extraído de la escolástica impotencia histórica de Leer y que estipula que "la lucha es el atributo de todo lo que vive".

Basado en la más amplia y hasta ilimitada interpretación de la palabra "lucha", ese aforismo suprime con absoluta simplicidad el conjunto de la historia humana, disolviéndola, sin residuo, en la biología. Cuando hablamos, sin jugar con las palabras, de guerra, sobreentendemos un enfrentamiento sistemático de grupos humanos organizados por el Estado y que utilizan los medios técnicos de que disponen en nombre de propósitos fijados por el poder político que los representa. Es del todo evidente que nada semejante existe al margen de la sociedad humana. Si la lucha es propia de todo lo que vive, la guerra en cambio es un fenómeno puramente histórico y humano. Quien no se da cuenta de ello se halla aún muy lejos del umbral mismo del problema.

En otros tiempos los hombres se comían entre ellos. En ciertas regiones el canibalismo se ha conservado hasta nuestros días. Cierto es que los achantis no publican revistas militares; si lo hicieran, ahora bien, presumiblemente sus teóricos en la materia escribirían: "Esperar que la gente renuncie al canibalismo es vano puesto que la lucha es el atributo de todo lo que vive". Con permiso del ciudadano Herschelman, podríamos replicar al sabio antropófago que no se trata por ahora de la lucha en general, sino de una de sus formas singulares, que se expresa en la oportunidad por el hombre al acecho de su semejante.

Ni se discute que el canibalismo desapareció, no por efecto de la persuasión, sino como consecuencia de las modificaciones del orden social; en efecto, cuando se patentizó que resultaba más ventajoso transformar a los prisioneros en esclavos, la antropofagia, esto es, el canibalismo, desapareció. ¿Y la lucha? Pues bien, la lucha prosiguió. Pero no estamos hablando de lucha, sino de canibalismo.

Antaño, el macho peleaba con otro macho por una hembra. Como el ciudadano Herschelman sin duda sabe, ese medio ya no tiene vigencia en nuestros días, aun cuando la lucha sea el atributo de todo lo que vive. Los arreglos de cuentas en los bosques o las cavernas fueron reemplazados por torneos de caballería en presencia de las damas. Sin embargo, torneos y duelos pertenecen hoy al pasado o se han trasformado, en conjunto, en vulgar eco de la mascarada de los antiguos, sangrientos choques. Para comprender este proceso hay que seguir de cerca la evolución de la economía, las relaciones entre varones y mujeres, las fundamentales modificaciones sobrevenidas en la vida familiar y tribunal, la aparición y la evolución de las clases, el condicionamiento histórico de las opiniones y los prejuicios de los caballeros y la nobleza, el papel del duelo corno elemento de la ideología de clase, la desaparición del fundamento social de las clases privilegiadas, la trasformación del duelo en una supervivencia inútil, etcétera. Sobre la base de un aforismo carente de sentido -la lucha es el atributo de todo lo que vive- no se puede ir muy lejos, ni en este terreno, ni en ningún otro.

Las tribus y los clanes eslavos peleaban entre sí. En tiempos del feudalismo los principados peleaban entre sí.

Las tribus alemanas hacían otro tanto, tal como los principados feudales de la futura Francia unificada. Las luchas sangrientas entre feudales o las guerras que oponían entre sí a las provincias o las ciudades a los ejércitos de caballeros estaban a la orden del día, no porque "la lucha sea el atributo de todo lo que vive", sino porque se hallaban determinadas por ciertas relaciones sociales de la época: desaparecieron al mismo tiempo que éstas. Los motivos que impulsaban a los moscovitas a pelear contra los habitantes de Kíev, a los prusianos contra los sajones, a los normandos contra los borgoñones, eran en su época tan profundos y rigurosos como las causas que originaron la última guerra entre alemanes e ingleses. Por consiguiente. no se trata, una vez más, de una simple ley de la naturaleza en su condición de tal, sino de leyes específicas que definen la evolución de la sociedad humana. Incluso sin apartarnos del campo más general de las consideraciones históricas, permítaseme formular una pregunta. Si el hombre superó la fase de la guerra entre Borgoña y Normandía, entre Sajonia y Prusia, entre los principados de Kíev y Moscú, ¿por qué no habría de superar la fase de los enfrentamientos entre Inglaterra y Alemania, entre Rusia y Japón? Desde luego, la lucha, en el más amplio sentido de la palabra, proseguirá; ello no obstante, la guerra, que no es más que una forma particular de la lucha, solo apareció en la época en que el hombre comenzó a construir su sociedad y a utilizar armas. La guerra, forma especial de lucha, ha seguido el curso de las modificaciones de la sociedad humana, y en determinadas circunstancias históricas puede desaparecer por completo.

Las guerras feudales se debían de manera esencial al aislamiento de la economía medieval. Cada región consideraba a su vecina como un mundo retraído en sí mismo del que se podía sacar provecho. Y en sus nidos de águila los caballeros observaban con mirada rapaz el enriquecimiento de las ciudades que se desarrollaban. La posterior evolución unificó provincias y regiones en un todo. Con posterioridad a una implacable lucha interna y externa, Francia unificada, Italia unificada y Alemania unificada se desarrollaron sobre una nueva base económica. Y habiendo la unidad económica transformado así grandes países en un organismo económico único, las guerras pasaron a ser imposibles dentro de los límites de la nueva, ensanchada formación histórica: la nación y el estado.

Sin embargo, la evolución de las relaciones económicas no se detuvo allí. Hacía ya tiempo que la industria había sobrepasado su marco nacional y vinculado a todo el mundo con las cadenas de la interdependencia. No solo Borgoña o Normandía, Sajonia o Prusia, Moscú o Kíev, sino además Francia, Alemania y Rusia dejaron hace ya mucho de ser mundos que se basten a sí solos, para convertirse en partes dependientes de la economía mundial. Demasiado bien lo sentimos hoy en día, en este período de bloqueo militar, cuando no recibimos los productos industriales alemanes o ingleses que nos son indispensables. Y por otra parte también los obreros alemanes o ingleses sienten la ruptura mecánica de un todo económico, puesto que no reciben el trigo del Don ni la manteca siberiana.

Los fundamentos de la economía han pasado a ser mundiales. La percepción de los beneficios, es decir, el derecho de escoger lo mejor de la economía mundial, no ha dejado de estar por ello en manos de las clases burguesas de determinadas naciones. Así pues, si las raíces de las guerras actuales hay que buscarlas en la "naturaleza", no ha de ser ello en la naturaleza biológica, ni aun en la naturaleza humana en general, sino en la "naturaleza" social de la naciente burguesía, que después se desarrolló como clase explotadora, usurpadora, dirigente, logrera y asoladora, compeliendo a las masas trabajadoras a guerrear en nombre de sus objetivos. La economía mundial, estrechamente ligada en un todo, crea inauditas fuentes de enriquecimiento y poder. La burguesía de cada nación querría ser la única en beneficiarse con esas fuentes, desorganizando con ello mismo la economía mundial, como lo hicieron los feudales en la época de transición hacia un nuevo régimen.

Una clase destinada a sembrar siempre más desorden en la economía no puede mantenerse mucho tiempo en el poder. De ahí que la propia burguesía se vea compelida a buscar una salida y cree la Sociedad de las Naciones. La idea de Wilson consiste en revisar la economía mundial unificada mediante la creación de una especie de sociedad de bandidaje por acciones, a fin de que los beneficios se distribuyan entre los capitalistas de todos los países sin necesidad de pelear entre ellos. Claro está, Wilson entiende reservar con ello la mayoría de las acciones para sus propios bolsistas de Nueva York o Chicago, de los que no quieren oír hablar los bandidos de Londres, París, Tokio y demás.

En ese enfrentamiento de los apetitos burgueses estriba la dificultad de los gobiernos burgueses para encontrar una solución al problema de la "Sociedad de las Naciones". Se puede asegurar, no obstante, que después de la experiencia de la guerra actual los medios capitalistas de los países más importantes tendrían que haber creado las condiciones de una explotación más o menos centralizarla y unificada del mundo entero sin recurrir a la guerra, de la misma manera como la burguesía hubo de liquidar las guerras feudales dentro de los límites del territorio nacional. Ahora bien, la burguesía habría podido llevar a cabo esta tarea si la clase obrera no se hubiese vuelto contra ella, tal como también ella se opuso en su tiempo a las fuerzas feudales. La guerra civil que acaba de culminar en Rusia con la victoria del proletariado tendrá un fin semejante en todos los demás países. Es una guerra que nos lleva a la siguiente conclusión: el proletariado tiene en sus manos la solución del problema que se le plantea hoy a la humanidad -problema de vida o muerte-, a saber, la transformación de toda la superficie terrestre, de sus riquezas naturales y de todo cuanto ha sido creado por el trabajo del hombre en una economía mundial, mejor sistematizado en función de un solo y mismo pensamiento y en la que la distribución de los bienes se efectúe como en una gran cooperativa.

El ciudadano Herschelman no tiene, sin duda, la menor idea de todo esto. Ha descubierto un opúsculo cualquiera de un tal profesor Danievsky titulado El sistema del equilibrio político, del legitimismo y de los comienzos de la nación y, apoyándose en unas cuantas conclusiones raquíticas del jurista oficial, desemboca en la inevitabilidad de las guerras hasta la consumación de los siglos. En las columnas de la revista del Ejército Rojo obrero y campesino - ¡en mayo de 1919!- el editorial expone con toda gravedad que el comienzo de la legitimidad no preserva de la guerra... La legitimidad es el reconocimiento de la inmutabilidad de toda la porquería monárquica y de clases y castas que se ha acumulado sobre la tierra. Tratar de probar que el reconocimiento de los derechos eternos del poder de los Hohenzoll o los Romanov, o bien de los usureros parisienses, no preserva de las guerras significa, simplemente, hablar para no decir nada. Y esto es válido asimismo para la teoría del pretendido "equilibrio político". Nadie ha demostrado mejor que el marxismo (comunismo) la falsedad y la inanidad de esta teoría. La fullería diplomática del "equilibrio" no era más que la fachada de una diabólica competencia del armamentismo de una y otra parte, de las aspiraciones de Inglaterra a debilitar a Francia y Alemania, de las de Alemania a debilitar a Francia, etc.

Dos locomotoras lanzadas en sentido contrario por una misma vía: tal es la significación de la teoría del mundo armado por el "equilibrio europeo", una teoría cuya falsedad ha sido demostrada por los marxistas mucho antes de que se derrumbara en el lodo y la sangre.

únicamente los ilusos pequeños burgueses y los burgueses charlatanes pueden hablar del principio nacional como fundamento de la paz eterna. Cuando el desarrollo de la industria exigió la transformación de la provincia en una unidad nacional mucho más vasta, las guerras se entablaron bajo la bandera de la nación. Las guerras contemporáneas no suponen el principio nacional. Ya no se trata de guerras civiles. Kolchak vende la Siberia a Estados Unidos y Denikin se halla dispuesto a enfeudar las tres cuartas partes del pueblo ruso a Inglaterra y Francia, con tal que se lo deje seguir robando cómodamente al cuarto restante. El principio nacional ya no desempeña siquiera papel alguno en las guerras internacionales. Inglaterra y Francia se reparten las colonias alemanas y descuartizan a Asia. Estados Unidos mete su nariz en los asuntos europeos, mientras que Italia se apropia de los eslavos. Servia, medio sofocada, todavía da con el medio de estrangular a los búlgaros. En el mejor de los casos, el principio nacional no es más que un pretexto. En rigor se trata de soberanía mundial, es decir, de la denominación económica de todo el mundo. Después de una superficial crítica de la legitimidad, de la teoría del equilibrio político y del principio nacional, el ciudadano Herschelman no tiene siquiera la ocurrencia de mencionar el problema de la salida de la guerra. Y sin embargo esto es lo que se está hoy resolviendo en la arena.

La clase obrera, después de haber desalojado a la burguesía del timón nacional y tomado las riendas del poder, prepara la creación de la República Federativa Soviética Europea y Mundial, que descansará en una economía mundial unificada.

La guerra ha sido y seguirá siendo una forma armada de la explotación o de la lucha contra la explotación. La dominación federativo del proletariado como transición hacia una comuna mundial significa la supresión de la explotación del hombre por el hombre y, por lo tanto, la liquidación de los enfrentamientos armados. La guerra desaparecerá, como el canibalismo. La lucha, por su parte, continuará, pero habrá de ser la lucha colectiva de la humanidad contra las fuerzas enemigas de la naturaleza. ●

10 de julio de 1919