Los epígonos conspiran

Corrían las primeras semanas del año 23. Avecinábase el 12.º congreso del partido. No había apenas esperanzas de que Lenin pudiese tomar parte en él. Esto planteaba, con carácter apremiante, la cuestión de quién había de pronunciar ante la asamblea el discurso-resumen acerca de la situación política. Al tratarse de esto en la sesión del Buró político, Stalin dijo: "Trotsky, naturalmente." Inmediatamente esta opinión fué sostenida por Kalinin, Rikof y Kamenef, aunque éste lo hacía visiblemente de mala gana. Yo me opuse. Al partido no podía producirle buena impresión que ninguno de nosotros intentase sustituir a Lenin. Por una vez, no tendríamos más remedio que prescindir del discurso político de orientación, limitándonos a exponer lo estrictamente necesario a propósito de algunos puntos concretos del orden del día. Además, advertí que entre nosotros mediaban diferencias en la manera de apreciar los problemas económicos.
-¿Cuáles son esas diferencias?-me replicó Stalin, y Kalinin añadió:
-En casi todos los asuntos, el Buró Político acepta las proposiciones de usted.
Zinovief estaba de vacaciones en el Cáucaso. La cuestión se quedó sobre el tapete. Desde luego, accedí a exponer ante el Congreso la situación de la industria.
Stalin, que sabía la tormenta que sobre su cabeza iba a desencadenar Lenin, procuraba hacerme la corte por todos los medios. Dijo y repitió que el discurso político debía correr a cargo de la persona más popular e influyente del Comité central después de Lenin, que era Trotsky; que el partido lo esperaba así y que no se sabría explicar el que así no fuese. Y el caso es que sus esfuerzos por aparecer gatunamente amable conmigo me lo hacían más insoportable todavía que cuando abiertamente daba rienda suelta a su hostilidad, pues los motivos de aquellas carantoñas resaltaban con demasiada evidencia.
Zinovief regresó del Cáucaso. A mis espaldas estaban celebrándose constantes deliberaciones fraccionales, en que por aquel entonces tomaban parte todavía pocas personas. Zinovief hizo manifestación de sus deseos de encargarse del discurso político. Kamenef preguntó a los "viejos bolcheviques" de mayor intimidad, la mayoría de los cuales habían vivido alejados del partido por espacio de diez a quince años:
-¿Vamos a tolerar, realmente, que Trotsky se erija en jefe exclusivo del partido y del Estado?
Recatándose por los rincones, empezaban a hurgar en el pasado y a traer a la memoria las antiguas diferencias que me habían mantenido separado de Lenin. Era la especialidad de Zinovief. Entre tanto, el estado de Lenin se había agravado bruscamente; por este lado no amenazaba, pues, ningún "peligro". El trío adoptó la decisión de que el discurso político correría a cargo de Zinovief. Al formularse la propuesta ante el Buró político, después de bien madurada entre bastidores, yo no contradije. Todo aquello tenía un marcado carácter de interinidad. Diferencias manifiestas de criterio no las había, y no se veía tampoco que el "trío" siguiese una línea política definida. Al principio, habíanse aprobado sin debate mis tesis sobre la industria. Más tarde, cuando comprendieron que ya no había que temer que Lenin se reintegrase al trabajo, los del trío, temerosos de que el congreso del partido fuese a prepararse demasiado pacíficamente, dieron un viraje brusco. Ahora, esforzábanse en aprovechar todas las ocasiones para enfrentarme con los dirigentes del partido. En los últimos momentos, cuando ya el congreso estaba a punto de reunirse. Kamenef presentó una enmienda a mi proposición, ya aprobada, que hacía referencia a la clase campesina. No hay para qué detenerse a analizar aquí aquella enmienda, que no tenía contenido alguno teórico ni político, sino un carácter de pura provocación. Su finalidad era servir de punto de apoyo para las acusaciones que habían de hacérseme-aunque de momento no saliesen de entre bastidores-por mi "menosprecio" de los campesinos. Tres años después, cuando había roto con Stalin, Kamenef me contó, con ese cinismo bonachón que le caracteriza, cómo se había guisado aquella acusación, que, naturalmente, ninguno de sus autores tomaba en serio.
El querer operar en política con criterios morales abstractos es una empresa condenada de antemano al fracaso. En política no hay más moral que la que se desprende de la política misma, como una de sus funciones. Pero, sólo la política que se pone al servicio dc, una gran misión histórica es capaz de atenerse para sus actos a métodos morales que no admitan tacha. Al descender el nivel de los problemas políticos, desciende también, inevitablemente, su nivel moral. Es sabido que Fígaro se negaba a establecer ningún género de diferencia entre la política y la intriga. ¡Y eso que vivió antes de la era del parlamentarismo! Cuando esos predicadores moralistas de la democracia, burguesa quieren encontrar en la dictadura revolucionaria, como tal, la fuente de costumbres políticas degeneradas, no le queda a uno más que alzarse piadosamente de hombros. Sería muy instructivo poder tomar y proyectar una película del parlamentarismo moderno, aunque sólo abarcase los episodios de un año; siempre y cuando que el aparato de toma de vistas no se colocase precisamente junto al sitial del presidente del Parlamento, en el momento de ser aprobada una proposición patriótica, sino en otros lugares muy distintos: en los despachos de los banqueros y los industriales, en los rincones de las redacciones periodísticas, junto a los príncipes de la Iglesia; en los salones de las damas de la política, en los ministerios, etc., permitiendo también que la óptica de la cámara cinematográfica echase una mirada que otra a la correspondencia secreta de los caudillos de los partidos... Lo que sí puede decirse, porque es cierto, es que a una dictadura revolucionaria se la debe medir con un rasero más exigente, en punto a costumbres políticas, que a los hábitos parlamentarios. Las armas y los métodos de la dictadura reclaman, aunque sólo sea por su aguzado filo, una asepsia mucho más cuidadosa. Una zapatilla sucia no tiene gran importancia. Pero una navaja de afeitar sucia es harto peligrosa. Los métodos seguidos por el "trío" significaban ya, de suyo, un descenso en el nivel político.
La dificultad de mayor monta con que se encontraban los conspiradores era el tener que darme la batalla abiertamente, a la faz de las masas. Zinovief y Kamenef eran conocidos de la clase obrera, que gustaba de oírles hablar. En el seno del partido, no gozaban de autoridad moral alguna. Estaba demasiado fresca en el recuerdo todavía la conducta seguida por ellos en el año 17. A Stalin apenas lo conocía nadie, fuera del puñado de viejos bolcheviques que le rodeaba. Algunos de mis amigos me decían:
-¡Verá usted cómo no se atreven a manifestarse contra usted a la luz del día! En la conciencia del pueblo, el nombre de usted se halla inseparablemente unido al de Lenin. ¡Es muy difícil borrar de un manotazo los recuerdos de la revolución de Octubre, del ejército rojo y de la guerra civil!
Yo no compartía esta opinión. La autoridad personal tiene en política, sobre todo en política revolucionaria, una importancia muy grande, imponente acaso, pero nunca decisiva. Son procesos mucho más profundos, procesos de masas, los que deciden en última instancia la suerte de las autoridades personales. Cuando la revolución seguía una línea ascensional, las calumnias lanzadas contra los caudillos del bolchevismo no hicieron más que fortalecer el prestigio de los bolcheviques. Ahora que la revolución iba en descenso, la campaña de difamación seguida contra las mismas personas, podía ser un arma de triunfo en manos de la reacción termidoriana.
La marcha objetiva de las cosas, dentro del país y en la Palestra mundial, era favorable a mis adversarios. Y, sin embargo, no fue empresa fácil la suya. Los libros comunistas, la Prensa, los agitadores vivían con la mirada puesta en el ayer, en que resaltaban unidos los, nombres de Lenin y Trotsky. Hubo que dar un viraje de 180 grados, no de una vez, naturalmente, sino en varias etapas. Para que se vea lo brusco que el viraje tenía que ser, voy a reproducir aquí algunas muestras, que dan idea del tono en que venía expresándose la Prensa del partido respecto a los caudillos de la revolución.
El día 14 de octubre de 1922, cuando Lenin se hubo reintegrado al trabajo después del primer ataque, he aquí lo que escribía Radek para la Pravda:
"Si del camarada Lenin podemos decir que es el cerebro de la revolución, que impera por el mecanismo de transmisión de la voluntad, el camarada Trotsky es la voluntad férrea, domada por el cerebro. Los discursos de Trotsky son como la voz de la campana que llama al trabajo. En ellos resalta con una gran claridad toda su importancia y razón de ser, la razón de ser de nuestra labor en los años próximos"... Y así sucesivamente. Hay que reconocer que la expansividad personal de Radek es algo proverbial: es un hombre que sabe hacer las cosas así y que sabe hacerlas también de otros modos. Pero lo que importa es el hecho de que esas palabras se publicasen en el órgano central del partido, cuando aún vivía Lenin, sin que nadie las encontrara disonantes.
En el año 23, cuando la conspiración del "trío" empezaba a ser ya franca y manifiesta. Lunatcharsky fué uno de los primeros que empezaron a incensar la autoridad de Zinovief. Pero veamos de qué modo. "Cierto-escribía, trazando su silueta-que Lenin y Trotsky son las figuras más populares (con popularidad hecha de admiración o de odio) de nuestra época, acaso en toda la redondez del globo. A su lado, Zinovief, se queda un poco en segundo plano; pero Lenin y Trotsky venían siendo ya considerados en nuestras filas hacía tanto tiempo como personas de dotes tan extraordinarias; eran tan indiscutidos como caudillos, que a nadie podía causar asombro la enorme personalidad que adquirieron con la revolución."
Si traigo aquí estos panegíricos enfáticos, de gusto tan dudoso, es pura y exclusivamente porque los necesito como elementos de juicio, para trazar un panorama completo; a modo, si se quiere, de las declaraciones de los testigos en un juicio oral.
Con verdadera repugnancia ya, véome obligado a citar a un tercer testigo: a Iaroslavsky, cuyas adulaciones son acaso más ofensivas aún de lo que puedan serlo sus calumnias. Este sujeto tiene al presente gran predicamento dentro del partido, y por su mezquino formato espiritual se puede medir todo el abismo de decadencia a que han llegado allí las cosas. Iaroslavsky pudo escalar la altura que hoy ocupa, tomando por escalones las difamaciones vertidas contra mí. Este falsificador oficial de la historia del partido se dedica a pintar el pasado como una cadena ininterrumpida de duelos entre Lenin y yo. ¡Y no digamos en lo que se refiere a la clase campesina, que yo, por lo visto, me harté de "menospreciar"', de "ignorar", de cuya existencia ni siquiera "tenía noción!" Y el que tal dice es el mismo que en el mes de febrero del año 23, es decir, en un momento en que tenía que conocer perfectamente mis relaciones con Lenin y mi actitud ante el problema campesino, hablaba de mi pasado, en un largo artículo dedicado a las primeras manifestaciones de mi actividad literaria (1902), en los términos siguientes:
"El brillante talento literario y publicista del camarada Trotsky le conquistó en el mundo entero el título de "rey de los polemistas", como hubo de llamarle en una ocasión el autor inglés Bernard Shaw. Quien haya seguido sus publicaciones en el transcurso de un cuarto de siglo, tenía que convencerse de que este talento se había de poner de manifiesto muy especialmente...", etc., etc.
"Seguramente que muchos conocen el retrato célebre de Trotsky en su juventud... (etc.). Debajo de aquella espaciosa frente, hervía ya por aquel entonces un río desbordado de imágenes, de pensamientos, de sentimientos, que desviaban a Trotsky de vez en cuando de la gran calzada histórica, que le obligaban unas veces a dar un gran rodeo, y otras, por el contrario, a romper sin miedo por entre lo que parecía impenetrable. Pero en todas estas rebuscas por encontrar el camino acertado, vemos delante de nosotros a un hombre entregado en cuerpo y alma a la revolución, con todas las dotes del tribuno, con una palabra tajante y flexible como el acero, que se clava en el adversario...", etc.
"Los siberianos-sigue desbocándose Iaroslavsky, unas líneas más abajo-leían con entusiasmo aquellos brillantes artículos, y los esperaban con impaciencia. Sólo unos pocos sabían quién era el autor, y los que conocían a Trotsky estaban muy lejos de pensar, en aquella época, que llegaría a ser uno de los caudillos más prestigiosos del ejército más revolucionario y de la revolución más avanzada del mundo."
Veamos ahora qué hay de verdad en mi "ignorancia" del problema campesino. Aquí, Iaroslavski se embrolla todavía más. Resulta que mi carrera de escritor empezó precisamente con un trabajo consagrado a la aldea. Oigámosle:
"Aislado en aquella aldea siberiana, Trotsky no paró hasta penetrar en todos los detalles de la vida aldeana. A lo primero que consagró su atención fué a la organización administrativa de la aldea en Siberia.
En una serie de correspondencias enviadas al periódico, traza una pintura brillante de esta organización..." Y más adelante: "En torno suyo, Trotsky no veía más que la aldea. Sufría con sus miserias. Le oprimía aquella tiniebla y aquella ausencia de todo derecho." Iaroslavsky acababa pidiendo que mis artículos sobre la aldea pasasen a las antologías. Y esto ocurría en febrero de 1923, es decir, en el mismo mes en que se inventaba la versión de mi indiferencia ante los problemas del campo. Lo que ocurría era que el autor de ese artículo se encontraba, a la sazón, en Siberia y no podía, por este motivo, estar iniciado en el nuevo rumbo que tomaba el "leninismo".
La última muestra que voy a exhibir procede del propio Stalin. Ya al celebrarse el primer aniversario de la revolución de Octubre, publicó un artículo que no' tenía más finalidad que atacarme veladamente. Para explicarse esto, precisa recordar que durante el período de preparación de la revolución de Octubre, Lenin hubo de ir a esconderse a Finlandia, que Kamenef, Zinovief, Rikof y Kalinin se oponían al alzamiento armado, y que de Stalin no había ser viviente que pudiera dar la menor noticia. El resultado de todo esto fué que el partido asociase el movimiento de Octubre muy principalmente a mi nombre. Pues bien; en el primer aniversario, Stalin procuraba disipar esta idea, contraponiendo la dirección colectiva del. Comité central a la mía. Sin embargo, para dar un cierto aire de justificación a sus palabras, veíase obligado a escribir lo que sigue:
"Toda la labor práctica de preparación del movimiento corrió directamente a cargo del presidente del Soviet de Petrogrado, Trotsky. Y puede afirmarse con absoluta seguridad que si la guarnición se pasó tan rápidamente al lado de los Soviets y los trabajos del Comité revolucionario de Guerra se organizaron tan acertadamente, el partido lo debe, muy en primer término, al camarada Trotsky."
El que Stalin escribiese en tales términos, debíase pura y exclusivamente a que en aquel entonces hasta a él se le hacía imposible escribir de otro modo. Tenían que pasar varios años de furiosa batida para que Stalin pudiera atreverse a decir en voz alta: "Ni en el partido ni en la revolución de Octubre tuvo ni pudo tener el camarada Trotsky papel alguno importante..." Cuando alguien le hizo notar la contradicción, limítese a contestar con una tosca grosería.
El "trío" no podía enfrentarse conmigo en nada. Por eso su táctica era enfrentarme con Lenin. Pero para esto era necesario que Lenin se viese privado de toda posibilidad de enfrentarse, a su vez, con el "trío". En otros términos, la campaña preparada por el "trío", para llegar a un remate victorioso, necesitaba que Lenin estuviese desahuciado o embalsamado ya en el mausoleo. Mas tampoco esto bastaba. Hacía falta que yo me alejase del frente de combate mientras duraba la campaña. También esto lo consiguieron, en el otoño de 1923.
Yo no hago aquí filosofía de la historia, sino que me limito a relatar mi vida sobre el fondo de los acontecimientos, con los que hubo de estar relacionada. Pero no puedo por menos de notar incidentalmente con qué celo lo fortuito se pone siempre al servicio de lo racional. Hablando en términos generales, lo que ocurre es que el fondo racional de todo el proceso histórico se refleja y descompone en una serie de hechos casuales. Usando términos de biología, podríamos decir que las leyes racionales de la historia se van realizando a través de una selección natural de casualidades. Sobre esta base se desarrolla la actividad consciente del hombre, que consiste en someter los eventos casuales a una selección artificial. Pero aquí he de interrumpir por un momento el relato para decir algo acerca de mi amigo Iván Vasilievich Saizef, natural de la aldea de Kaloshino, situada junto al río Dubna. La comarca se llama Sabolotie, y es, como indica ya su nombre, rica en caza de pantanos. El río Dubna forma aquí una ancha pradería pantanosa, de cerca de cuarenta kilómetros de largo, con pantanos, lagos e islas separadas por canales y cercadas de juncos. En la primavera, se concentran en esta comarca bandadas de patos, de grullas, de ánades de todas las especies, de diversas variedades de chochas y toda esa suerte de bichos que pueblan las superficies pantanosas. Como a unos dos kilómetros de distancia, en el monte bajo, entre colinas de musgo y matas de arándanos, se hacen el amor los gallos monteses. Iván Vasilievich va haciendo deslizarse por el canal adentro, entre las orillas pantanosas, el estrecho bote, que tripula con un corto timón. El canal procede de hace muchos años, doscientos o trescientos, y todos los años hay que dragarlo para que el lodo no lo ciegue. Salimos de Kaloshino al filo de la media noche, para llegar a la cabaña antes de que salga el sol. A cada paso que damos, los pies se hunden en el suelo turboso y encenagado. Al principio, me daba miedo, pero ya la primera vez que vine me dijo Iván Vasilievich:
-Avanza sin miedo, que en el lago ya se han ahogado algunos, pero aquí, en los pantanos, todavía no se ha ahogado nadie.
El bote es tan ligero y zozobrante, que lo mejor, sobre todo cuando sopla el aire, es ir tumbado de espaldas sin moverse. Los boteros se ponen generalmente de rodillas, por lo que pueda ocurrir. Sólo Iván Vasilievich va erguido, todo lo alto que es, a pesar de que cojea de una pierna. Iván Vasilievich es el rey de los patos de esta comarca. Ya su padre, su abuelo y su bisabuelo, se dedicaron a la caza. Nada tendría de particular que un antepasado suyo suministrase los patos, los gansos y los cisnes para la cocina de Iván el Terrible. Los gallos monteses, los faisanes silvestres y las chochas no le interesan gran cosa.
-Eso no es de mi competencia-suele decir, concisamente.
En cambio, conoce al dedillo todo lo que a los patos se refiere: conoce sus plumas, el tono de su voz, su alma de pato. De pie en el bote, se agacha a cada poco a coger una pluma que flota en la superficie del agua, la examina y declara:
-Vamos a encaminarnos a Gushtchino, pues anoche durmieron allí los patos...
-¿Por qué lo sabes?
-¿No ves cómo las plumas flotan sobre el agua? Son plumas frescas, caídas del pájaro anoche, pues no están apenas mojadas, y los patos no han podido dirigirse más que a Gushtchino, como te lo digo.
Y mientras que los otros cazadores retornan con una o dos parejas, nosotros volvemos con diez, y a veces hasta con quince piezas cobradas. Para él el trabajo y para mí el honor, como con tanta frecuencia acontece en la vida. Llegados a la cabaña, hecha de juncos, Iván Vasilievich se lleva la mano sarmentosa a los labios y se pone a gorjear como una hembra de pato, y tan bien, tan dulcemente lo hace, que el pato más cauto y fogueado no sabe resistir a la tentación y viene a dar una vuelta en torno a la cabaña, girando en el aire, o se deja caer pesadamente sobre el agua a cinco pasos de distancia: la verdad es que da a uno vergüenza tirar así. Saizef lo observa todo, lo sabe todo, lo husmea todo.
-Prepárate-me susurra-que el pato se te viene a las manos.
Yo sólo alcanzo a ver allá lejos, encima del bosque, una mancha que aletea, pero Iván Vasilievich, el gran maestro de la patería, ya ha tenido tiempo de averiguar qué variedad de pato es aquel. Y en efecto, el pájaro se viene derecho a mí. Si uno yerra el tiro, Iván Vasilievich lanza un gemido apenas perceptible, muy cortés. Y, sin embargo, quisiera uno que se lo tragase la tierra antes que oír a sus espaldas aquel lamento.
Hasta la guerra, Saizef había trabajado en una fábrica de hilados. Actualmente, sigue pasando los inviernos en Moscú, trabajando de fogonero o en una fábrica de electricidad. En los primeros años después de la revolución, cuando todo el país estaba lleno de luchas y ardían los bosques y los terrenos turbosos, y los campos se veían calvos, los patos no volaban. Saizef maldecía del nuevo régimen; pero en el año 1920 volvieron los patos a transmigrar en grandes bandadas, y ya Iván Vasilievich reconoce plenamente la soberanía de los Soviets.
A dos kilómetros de aquí funcionó durante un año una pequeña fábrica de mechas de propiedad del Estado. La dirigía el antiguo fogonero de mi tren militar. La mujer y la hija de Saizef traían a casa todos los meses treinta rublos cada una, que ganaban en la fábrica.. Aquello era una riqueza fabulosa. Pero pronto la fábrica saturó de mechas toda la comarca y hubo de cerrar las puertas. Los patos volvieron A ser base del sustento de toda la familia. El día 1.º de mayo, Iván Vasilievich se vió acomodado en el escenario de un gran teatro de Moscú, entre los huéspedes de honor. Allí estaba, sentado en primera fila, con el pie cojeante recogido, un tanto perplejo, pero siempre digno, escuchando mi discurso. Le había llevado Muralof, con quien solíamos compartir las alegrías y las penalidades de la caza. Iván Vasilievich se volvió a Kaloshino, muy contento de mi discurso y contándoselo a todo el mundo en la aldea, pues lo había entendido todo perfectamente. Esto apretó todavía más los lazos amistosos que a los tres nos unían. Conviene advertir que los cazadores viejos, sobre todo los de las cercanías de Moscú, son gente poco de fiar, pues no en vano han estado en contacto durante muchos años ron los grandes señores: son maestros en adulaciones, mentiras y jactancias. Iván Vasilievich no es de éstos. Es un hombre sencillo, dotado de gran talento de observación y de dignidad personal. Y es que, en el fondo de su alma, no es un mercader, sino un artista de su profesión.
También Lenin se iba, algunas veces, a cazar con Saizef, e Iván Vasilievich enseñaba a todo el mundo el sitio donde, en el granero de madera, solía tenderse Lenin entre la paja. Lenin era muy aficionado, a la caza, aunque sólo salía muy de tarde en tarde. Y cazando, a pesar de la perseverancia enorme que tenía para las grandes cosas, se acaloraba extraordinariamente. Así como los estrategas geniales son generalmente malos jugadores de ajedrez, los genios políticos, que tienen gran pulso y mirada certera para sus blancos, suelen ser cazadores mediocres. Todavía me acuerdo de cuando me contó, con tono de desesperación, como algo que jamás podía ya repararse y de que la conciencia le acusaba, que, dando una batida al zorro, había errado el tiro a veinticinco pasos de la bestia. Yo le comprendí perfectamente, y sentí el corazón invadido de simpatía y de piedad.
No tuve nunca ocasión de salir de caza con él, a pesar de que llegamos a concertarnos muchas veces, fijando el día como cosa decidida. En los primeros años después de la revolución, no había ni que pensar en semejante cosa. Lenin salía alguna que otra vez al campo, pero yo no podía abandonar ni por un instante el tren, el cuartel general o el automóvil, y pasé todos aquellos años sin coger una sola vez la carabina. En los últimos tiempos, después de sofocada la guerra civil, siempre surgía algo imprevisto a interponerse en nuestros planes. Luego, vino su enfermedad. Poco antes de meterse en cama, nos habíamos concertado para reunirnos a cazar en el río Shosha en la provincia de Tver. Pero el auto en que iba Lenin se quedó parado en medio del campo, y yo no podía esperar más. Después de reponerse del primer ataque, riñó una batalla porque le permitiesen salir de caza. Por fin, cedieron los médicos, a condición de que no se fatigase demasiado. En una reunión que se celebraba, si mal no recuerdo, para asuntos agronómicos, Lenin fué a sentarse junto a Muralof y le preguntó:
-¿Creo que sale usted de caza muchas veces con Trotsky?
-Sí, alguna que otra vez.
-¿Y qué, cazan ustedes mucho?
-A veces, no se da mal.
-¿No quieren ustedes llevarme consigo?
-¿Puede usted?-le preguntó, prudentemente, Muralof.
-Sí que puedo; me han dado permiso... De modo que me llevan ustedes, ¿verdad?
-Con mucho gusto, por supuesto, Vladimiro Ilitch, ¿cómo no habíamos de llevarle?
-Entonces, ya les telefonearé; quedamos en eso.
-Le esperamos a usted.
Pero Ilitch no telefoneó. Fué la enfermedad la que llamó a su puerta. Y luego la muerte.
He tenido que dar todo este rodeo para contar cómo y por qué en aquel domingo del mes de octubre de 1923 me encontraba en Sabolotie, en los pantanos, entre los juncos. La noche había sido fría y la pasé sentado en zapatillas dentro de la tienda. Pero, a la mañana siguiente, el sol calentaba de firme y pronto la niebla se disipó sobre los pantanos. En la orilla, en una de las alturas, me esperaba el automóvil. Davidof, el chofer, que había hecho a mi lado toda la guerra civil, ardía, como siempre, de impaciencia por saber cuántas piezas habríamos cobrado. Desde el bote hasta el coche no habría más de cien pasos. Pero apenas pisé en el suelo, calzado como iba con zapatillas de fieltro, se me encharcaron los pies de agua. Antes de que pudiera alcanzar a saltos el automóvil, tenía los pies completamente helados. Me senté al lado del chofer, me descalcé y me calenté las piernas en el motor. Pero el enfriamiento se apoderé de mí y tuve que meterme en la cama. Después de la gripe, sobrevino una fiebre criptógena. Los médicos me prohibieron abandonar el lecho, que hube de guardar todo lo que quedaba de otoño y durante el invierno. Es decir, que mientras se desarrollaba toda la discusión en torno al "trotskismo", durante el año 23, yo tenía que estarme atado a la cama. Puede uno prever las revoluciones y las guerras. En cambio, no es tan fácil prever las consecuencias que pueden derivarse de una excursión de caza a los patos, en el otoño.
Lenin yacía enfermo en Gorki, yo en el Kremlin. Los epígonos extendieron el radio de la conspiración. En la primera época habían actuado taimadamente, bajo el manto de la lisonja, pero procurando mezclar en las alabanzas una dosis cada vez mayor de veneno. Hasta el más impaciente de todos los conjurados, que era Zinovief, embozaba las calumnias en bellos giros oratorios. "De todos es conocida la autoridad del camarada Trotsky-dijo Zinovief el día 15 de diciembre (1923), en una asamblea del partido, celebrada en Petrogrado-como lo son también sus méritos. Entre nosotros, esto no es menester proclamarlo, porque todos los conocernos. Pero no por ello las faltas dejan de ser faltas. Yo, siempre que cometí algunas, fui reconvenido duramente por el partido..." Y por ahí adelante, siempre en el mismo tono de cobarde acusación, que fué durante algún tiempo el diapasón de los conjurados. Su voz no cobró un tono de franqueza hasta que no tantearon todas las posibilidades y comprendieron que tenían las posiciones conquistadas
Nació toda una industria, consistente en la fabricación de prestigios artificialmente improvisados, en la invención de biografías fantásticas, en una campaña de propaganda caudillista: servicios todos ejecutados por encargo. Una rama de esa industria hubo de consagrarse, especialmente a la cuestión de las presidencias de honor. Desde Octubre, venía siguiéndose como práctica usual la de elegir a Lenin y a Trotsky para la presidencia de honor de las infinitas asambleas que se celebraban. El emparejamiento de estos dos nombres pasó a formar parte del lenguaje usual, de los artículos de periódico, de las poesías, de las canciones populares. No había más remedio que desarticular aquella pareja de nombres, aunque fuese por la fuerza, para poder enfrentarlos el uno al otro. A lo primero, se introdujo la norma de elegir a todos los vocales del Buró político para las presidencias de honor. Luego, los fueron poniendo ya por orden alfabético. Más tarde, el orden alfabético se trastornó para establecer una nueva jerarquía de caudillaje, pasando a primer lugar el nombre de Zinovief. El ejemplo vino de Petrogrado. A poco, empezaron a componerse presidencias de honor de las que se había eliminado mí nombre. Al llegar esta supresión a conocimiento de la asamblea, resonaban protestas ruidosas. Muchas veces, el presidente veíase obligado a disculpar la mutilación diciendo que se trataba de un olvido. Los periódicos no decían, naturalmente, nada de esto. En seguida empezó a resaltar a la cabeza el nombre de Stalin. En los casos en que el presidente no conseguía imponer lo que se le ordenaba, se encargaba de corregirle la noticia que se publicaba en los periódicos. Una persona hacía carrera o perdía la que tuviese, según que su nombre figurase o no en el cuadro de honor de la presidencia. Y esta labor, obstinada y sistemática más que ninguna otra, pretendía justificarse hablando de la necesidad de combatir el "culto al caudillismo". En la conferencia de Moscú del año 1924, Preobrachensky lanzó a los epígonos estas palabras: "Sí, también nosotros somos contrarios al "culto al caudillismo", pero nos oponemos a que se sustituya el culto a un caudillo por el culto a otros de menor cuantía."
"Aquellos fueron días terribles-cuenta mi mujer en su Diario-; días en que L. D. hubo de luchar duramente contra los vocales del Buró político. Era él solo, y enfermo, a luchar contra todos. A causa de su enfermedad, las sesiones se celebraban en nuestro domicilio. Sentada en la alcoba de al lado, le oía hablar. Hablaba con todo su ser, y parecía, por la pasión y la "sangre" con que hablaba, como si con cada uno de aquellos discursos diese una parte de sus fuerzas. Y luego, venían las réplicas frías e inertes de los otros. Ya estaba todo convenido de antemano, ¿para qué excitarse? Al terminar aquellas sesiones, a L. D. le subía bruscamente la temperatura, y tenía que salir del despacho empapado de sudor hasta los huesos, a cambiarse de ropa y meterse en la cama. Había que poner a secar la ropa interior y el traje, que estaba como si saliese de un río. Las sesiones se celebraban con gran frecuencia en el cuarto de L. D., donde estaba aquella alfombra vieja y descolorida con la que yo soñaba todas las noches como si fuera una pantera viviente; las sesiones celebradas durante el día, convertíanse por la noche en terribles pesadillas. Así fué la primera etapa de la lucha, hasta que el combate salió a la luz pública..."
Los secretos de esta etapa hubieron de descubrirse más tarde, por los mismos que habían llevado la conspiración, al sobrevenir la ruptura de Zinovief y Kamenef con Stalin. Era, una conspiración en toda regla. Se organizó un Buró político secreto de "siete cabezas", integrado por todos, los vocales del Buro oficial menos yo. Para sustituirme a mí, echaron mano de Kuibyschef, actual presidente del Consejo supremo de Economía. Todos los asuntos eran despachados de antemano por esta central secreta, cuyos componentes habían concertado un seguro mutuo, para caso de peligro. Habíanse obligado entre sí a no entablar polémicas unos con otros, y a valerse de todas las ocasiones para actuar todos juntos contra mí. En las organizaciones locales se montaron también centros secretos, sometidos al negociado de Moscú por la más estricta disciplina. La correspondencia se mantenía por medio de una cifra especial. Era una organización clandestina y firmemente articulada que se levantaba dentro del partido y que en un principio sólo se enderezaba contra una persona. La selección de los elementos que habían de ocupar cargos de responsabilidad en el partido o en el Estado, se hacía ateniéndose celosísimamente a un criterio normativo: contra Trotsky. Durante el "interregno" abierto por la enfermedad de Lenin y que se iba alargando, esta labor se llevó de un modo infatigable, aunque por procedimientos cautelosos y velados, para dejar los puentes minados pero en pie, en caso de que Lenin recobrase la salud. Los conspiradores entendíanse por señas. A los candidatos que aspiraban a un cargo se les exigía que adivinasen lo que de ellos se esperaba. El que lo "adivinaba", hacía carrera, y así surgió ese procedimiento especial de ganar ascensos y escalar cumbres a que más tarde había de darse el nombre, bastante sincero de "antitrotskismo". Hasta que no murió Lenin, no puedo campar plenamente por sus respetos esta conspiración, saliendo descaradamente a la luz del día. El proceso de selección de personas descendió un escalón más. Ahora, ya nadie podía ocupar el puesto de director de fábrica, de secretario de célula sindical, de presidente del Comité ejecutivo de una aldea, de tenedor de libros, de mecanógrafo, sin hacer profesión de fe antitrotskista.
Los afiliados al partido que se atrevían a alzar la voz contra esta conjura, no tardaban en caer, víctimas de pérfidos ataques, que, naturalmente, se disfrazaban bajo otros pretextos, no pocas veces inventados. En cambio, aquellos elementos moralmente vacilantes a quienes en el primer quinquenio de los Soviets se había mantenido alejados del partido sin el miramiento, empezaron a conquistar posiciones, sin que para ello tuvieran que hacer más méritos que mostrar su hostilidad contra Trotsky. La campaña prosiguió desde fines del año 23 en todos los demás partidos afiliados a la Internacional comunista: unos directivos eran sustituidos y los otros ascendían, con sólo que se declarasen partidarios de Trotsky o adversos a él. Hízose una selección artificial, que no era precisamente de los mejores, sino de los más adaptables. Todo tendía a sustituir a los hombres capaces e independientes por las mediocridades que debían a la administración todo lo que eran. Y como la más perfecta expresión de aquella mediocridad administrativa, alzóse en el horizonte la estrella de Stalin.

Nombre deribado de la palabra "boloto": pantano.
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