El destierro

Acerca de nuestra deportación al Asia central, me limitaré a reproducir, íntegramente, los apuntes del Diario de mi mujer.
El día 16 de enero de 1927, desde las primeras horas de la mañana, nos pusimos a recoger y empaquetar las cosas. Tengo temperatura, y entre la fiebre y la debilidad se me va la cabeza en este caos de los objetos que acaban de traer del Kremlin y de los demás que hay que empaquetar para llevar con nosotros. Aquello era una algarabía de muebles, cajones, ropas y libros. Póngase, además, la sucesión constante de visitas, de amigos, que venían a despedirse. Nuestro médico y amigo F. A. Guetier nos aconseja candorosamente que aplacemos el viaje a causa de mi enfriamiento. No tiene la menor idea de la causa a que este viaje responde y de lo que significaría aplazarlo. Confiemos en que me repondré un poco en el tren, pues en las condiciones de los "últimos días" era completamente imposible reponerse en casa. Desfilan por allí una serie de caras nuevas, muchas de las cuales era la primera vez que las veía. Abrazos, apretones de manos, manifestaciones de simpatía, votos porque nos fuese bien. Vienen a aumentar aquel caos los envíos de flores, de libros, de dulces, de cosas calientes, etcétera. Va expirando el último día de batida, de tensión, de excitación. Ya se han llevado a la estación todas nuestras cosas. Los amigos se han trasladado también a la estación para despedimos. La familia está toda reunida en el comedor, preparada para el viaje. Esperamos a los agentes de la GPU. Miramos al reloj... Son las nueve, las nueve y media..., no aparece nadie. Las diez, la hora de salida del tren. ¿Qué ocurre? ¿Es que han cambiado de plan? Suena el teléfono. De la GPU. comunican que el viaje queda aplazado. No nos dan razones.
-¿Por mucho tiempo?- pregunta L. D.
-Por dos días-le contestan-, hasta pasado mañana.
A la media hora, empiezan a llegar los amigos de la estación. Primero los jóvenes, luego Rakovsky y otros. Nos dicen que en la estación se había formado una manifestación gigantesca. La gente nos esperaba gritando: ¡Viva Trotsky! Pero Trotsky no aparecía. ¿Dónde estaba? Delante del departamento que se nos había destinado, se apelotonaba una muchedumbre excitada. Unos cuantos jóvenes alzaron sobre el techo del vagón un retrato grande de L. D., que fue saludado con vivas estentóreos. El tren gimió, dio una arrancada, otra, una sacudida, y de pronto se quedó parado. Los manifestantes corrían delante de la máquina y se aferraban a los coches, hasta que consiguieron detener el tren, siempre vitoreando a Trotsky. Entre la muchedumbre empezó a correr el rumor de que los agentes d e la GPU. tenían escondido al viajero en el vagón y que le impedían asomarse para saludar a la multitud. En la estación reinaba una excitación indescriptible. Se produjeron choques con la milicia y los agentes de la GPU., que causaron heridos en los dos bandos; practicáronse varias detenciones. Era ya pasada hora y media de la de salida, y el tren no conseguía arrancar. Al cabo de un rato, volvieron a traernos el equipaje de la estación. A cada paso estaban telefoneando los amigos para preguntarnos si estábamos en casa e informarnos de lo ocurrido en la estación. No pudimos acostarnos hasta mucho después de las doce. Rendidos por las emociones del día anterior, nos quedamos dormidos hasta cerca de mediodía. Nadie llamaba a la puerta. Todo estaba tranquilo. La mujer de nuestro hijo mayor se fué al trabajo; aún quedaban dos días. Pero acabábamos de desayunarnos cuando llamaron. Primero se presentó F. W. Beloborodova y luego M. M. Joffe. Volvieron a llamar y la casa se nos llenó de agentes de la GPU., de uniforme y de paisano. Comunicaron a L. D. la orden de detención y de inmediata conducción con una escolta a Alma-Ata. ¿Y los dos días de que nos hablara ayer la GPU? ¡Una mentira más! Esta astucia de guerra tenía por finalidad evitar que se repitiesen las manifestaciones de despedida. El timbre del teléfono suena incesantemente. Pero un agente apostado junto a él nos impide, con un gesto bonachón, atender a las llamadas. Por una casualidad, conseguimos comunicar con Beloborodof, dándole cuenta de que teníamos la casa ocupada por la GPU, y de que pretendían sacarnos de ella por la fuerza. Más tarde, supimos que habían encargado a Bujarin de "dirigir políticamente" el transporte de L. D. En aquello se veía la mano de Stalin y sus maquinaciones... Los agentes estaban visiblemente emocionados. L. D. se negó a partir voluntariamente y aprovechó la ocasión para poner en claro la realidad de la situación. El Buró político aspiraba dar al destierro-al menos, al de los elementos más destacados de la oposición-la apariencia de un pacto voluntario. Así se les había hecho creer a los obreros. Tenía, pues, su importancia el poder destruir esta leyenda y presentar las cosas en su verdadera faz, dándoles además una forma que hiciese imposible silenciarlas o falsearlas. Esto fué lo que decidió a L. D. a obligar al adversario a que le aplicase la fuerza. Nos metimos con las dos visitas en un cuarto y cerramos por dentro. Las negociaciones cm los agentes se entablaron a través de una puerta cerrada. No sabían que hacer, vacilaban, todo se volvían sostener conferencias telefónicas con sus superiores y recibir instrucciones, hasta, que al cabo declararon que echarían abajo la puerta, pues no tenían más remedio que ejecutar las órdenes recibidas. Entre tanto, L. D. dictaba las instrucciones a que habría de atenerse en lo futuro la oposición. No abrimos. Dieron un mazazo a la puerta y un trozo de ella saltó hecho astillas. Asomó una manga de uniforme.
-¡Dispare usted contra mí, camarada Trotsky, dispare usted!-gritaba, todo excitado, Kitchkin, un antiguo oficial que había acompañado a L. D. muchas veces en sus viajes al frente.
-¡No diga usted tonterías, Kitchkin-le contestó serenamente L. D.-, que nadie pretende disparar contra usted, pues sabemos que no hace más que cumplir las órdenes que le dan!
Abrieron la puerta y entraron al cuarto, todos excitados y confusos. Al ver que L. D. estaba en zapatillas, los agentes le buscaron las botas y se las calzaron. Luego, se fueron a buscar el abrigo y la gorra de piel y se los pusieron también. L. D. se negaba a dar un paso. En vista de esto, le cogieron en brazos y se lo llevaron. Yo me eché encima, corriendo, el abrigo de pieles, y me calcé las sobrebotas. Bajamos a la carrera. Al salir oí detrás de mí un portazo. Detrás de la puerta se oía ruido. Llamé a gritos a los agentes que se llevaban a L. D. por las escaleras abajo y los mandé que dejasen salir a los chicos. El mayor había de acompañarnos al destierro. Se abre la puerta y salen los chicos, y con ellos, Beloborodova, Joffe y las dos amigas que habían ido a visitarnos. Todos se colaron por la puerta entreabierta. Sergioska echó mano a sus trucos de deportista. Al bajar por la escalera, Liova fué llamando a todas las puertas y gritando:
-¡Que se llevan al camarada Trotsky!
Por las puertas y por el hueco de la escalera se asoman una serie, de caras asustadas. En esta casa no viven más que altos funcionarios soviéticos. El automóvil va abarrotado. Las piernas de Sergioska no encuentran sitio dónde acomodarse. Beloborodova nos acompaña. Cruzamos las calles de Moscú. Está cayendo una terrible helada. Sergioska va descubierto. Con las prisas, no le ha dado tiempo a coger la gorra; todo el mundo está sin galochas y sin guantes. No llevamos una sola maleta; ni siquiera un maletín de mano. El auto no se dirige a la estación de Kazán, sino que toma una dirección distinta, camino de la estación de Iaroslavia, como pronto hubimos de comprender. Sergioska, intenta saltar del automóvil para ir a dar aviso a nuestra nuera de que nos llevan conducidos. Pero los agentes le cogen fuertemente de la mano y se vuelven a L. D., rogándole que le persuada a no salir del coche. Llegamos a la estación, que está completamente desierta. Los agentes sacan a L. D. del automóvil en brazos, como antes le sacaran de casa. Liova grita a los pocos obreros ferroviarios que hay por allí: ¡Camaradas, mirad cómo se llevan al camarada Trotsky! Un agente, de la GPU., que en otros tiempos acompañó varias veces a L. D. yendo de caza, coge a Liova por el cuello, gritando: "¡Cállate, mocoso!" Sergioska le contesta con una bofetada de deportista. Estamos ya en el departamento. En las ventanillas y en las puertas montan la guardia varios centinelas. Los demás departamentos van llenos de agentes de la GPU. ¿Adónde nos llevan? No lo sabemos. Vamos sin equipa e alguno. La locomotora se pone en marcha, arrastrando nuestro vagón, al que se reduce todo el tren. Son las dos de la tarde. Averiguamos que nos llevan, dando un rodeo, a una pequeña estación, donde empalmarán nuestro coche al tren correo que hace el recorrido de Moscú, saliendo de la estación de Kazán, hasta Tachkent. Hacía las cinco nos despedimos de Sergioska y de Beloborodova, que se vuelven a Moscú en el tren descendente. Seguimos viaje. Yo iba tiritando de frío. L. D. iba de buen humor, casi alegre. La situación se había aclarado. La atmósfera era tranquila. Los centinelas de vista eran atentos y corteses. Nos comunicaron que el equipaje llegaría en el próximo tren y que nos alcanzaría en Frunse (la última estación del ferrocarril), es decir, al noveno día de viaje. íbamos sin ropa y sin libros. Sermux y Posnansky habían clasificado atenta y amorosamente los libros, separando cuidadosamente los destinados al viaje y los que habían de servirnos para los primeros días después de llegar al punto de destino. Sermux, que conoce bien los hábitos y los gustos de L. D., había empaquetado celosamente los materiales de escribir. Este colaborador acompañó a L. D. como taquígrafo y secretario en muchos de sus viajes, durante los años de la revolución. En los viajes, L. D. trabajaba con energía redoblada, aprovechando la circunstancia de verse libre de visitas y llamadas telefónicas, asistido principalmente, primero por Glasmann y más tarde por Sermux. De pronto, nos veíamos lanzados a un largo viaje sin un libro, sin un lápiz, sin una hoja de papel. Sergioska nos había buscado, antes de salir de Moscú, el libro de Semionof-Tianchanski, una obra científica sobre el Turquestán. Queríamos informarnos por el camino acerca de nuestra futura residencia, de la que no sabíamos apenas nada. Pero el libro de Semionof-Tianchanski se había quedado con los otros en Moscú, metido en la maleta. Y allí nos íbamos, sentados en el departamento, con una mano encima de otra, como si hiciésemos un viaje en tranvía. Por la noche, nos tendíamos a descansar en los bancos,, con la cabeza apoyada en el brazo. En la Puerta del departamento, que quedaba entreabierta, montaba la guardia sin perdemos de vista un centinela.
¿Qué nos esperaba? ¿Qué faz iba a presentar nuestro viaje? ¿Y el destierro? ¿Con qué condiciones de vida nos íbamos a encontrar allí? Los comienzos no prometían nada bueno. Pero, a pesar de todo, no perdíamos la serenidad. El coche se columpiaba ligeramente. íbamos tendidos en los bancos. La puerta entreabierta nos recordaba constantemente que íbamos allí en calidad de prisioneros. Estábamos fatigados de todas las emociones y sorpresas del viaje, de la incertidumbre y la tensión de espíritu de los últimos días; ahora, descansábamos. Reinaba un gran silencio. Los centinelas no hablaban. Yo me sentía mal. L. D. hacía todo lo posible por aliviarme el malestar, pero no disponía más que de su buen humor que, poco a poco, iba comunicándome. Acabamos por no darnos cuenta del ambiente que nos rodeaba y gozamos del descanso. Liova iba en el departamento de al lado. En Moscú se había consagrado por entero a los trabajos de la oposición. Ahora partía con nosotros al destierro, para ayudarnos en todo lo que pudiera, sin haber tenido siquiera tiempo para despedirse de su mujer. A partir de este momento, era el único medio de que disponíamos para comunicarnos con el mundo exterior. En el coche reinaba una oscuridad casi completa, pues las velas de estearina que alumbraban encima de la puerta no daban más que un débil resplandor. Nos íbamos adentrando por el Oriente.
Cuanto más nos alejábamos de Moscú, más atenta se mostraba con nosotros la escolta. En Samara bajó a comprarnos ropa interior para la muda, jabón, cepillos de dientes y algunos otros objetos de que necesitábamos. En las estaciones nos servían de comer a nosotros y a los centinelas. L. D., que tiene que seguir un régimen riguroso de alimentación, comía ahora de todo lo que nos daban, y nos infundía ánimos a mí y a Liova. Yo observaba aquel apetito con asombro y con miedo. Los objetos de uso doméstico que nos habían comprado en Samara fueron bautizados cada cual con su nombre. Había, por ejemplo, un pañuelo de bolsillo que se llamaba Menchinsky, y unos calcetines a los que habíamos puesto por nombre Jagoda (que así se llamaba el sustituto de Menchinsky). Con esto, aquellos objetos cobraban un carácter alegre. El tren se detenía largamente a cada paso por las tormentas de nieve. Pero día por día, nos íbamos internando, poco a poco. Asia adentro.
Antes de partir, L. D. había pedido que dejasen ir con él a dos de sus antiguos colaboradores. Pero no lo autorizaron. En vista de esto, Sermux y Posnansky decidieron ponerse en viaje por su cuenta y se embarcaron en el mismo tren en que habíamos de ir nosotros. Se habían acomodado en otro coche; habían sido testigos de la manifestación, pero no abandonaron su puesto, pues creían que nosotros íbamos en el tren. Al cabo de algún tiempo, descubrieron que no íbamos allí, se bajaron en Arissi y esperaron al tren próximo. Nos encontramos allí con ellos. Es decir, el único que los vió fué Liova, que gozaba de una cierta libertad de movimientos; pero todos tuvimos, al saberlo, una gran alegría. Reproduzco a continuación un apunte tomado por mi chico a raíz de aquello: "Por la mañana, fui a la sala de espera, con la esperanza de encontrarme allí a los camaradas de cuya suerte habíamos venido hablando, preocupados, durante todo el trayecto. Y, en efecto, allí estaban los dos, en la fonda, sentados en una mesita, jugando al ajedrez. Sería difícil pintar la alegría que tuve al verlos. Les hice seña de que no se acercasen, pues apenas presentarme yo comenzó a maniobrar en la fonda, como de costumbre, la GPU. Volví corriendo al tren a dar cuenta del descubrimiento. Alegría general. Ni el propio L. D. les podía tomar a mal aquello, a pesar de que habían faltado a sus instrucciones, quedándose a esperarlos aquí, en vez de seguir viaje. Esto les exponía a peligros inútiles. Después de cambiar impresiones con L. D., escribí una esquela, con el propósito de entregársela al caer las sombras de la noche. En ella les daba las siguientes instrucciones: Posnansky debe continuar viaje solo hasta Tachkent y esperar allí hasta que le avisemos. Sermux continuará viaje directo hasta Alma-Ata, sin ponerse en contacto con nosotros. Conseguí citar a Posnansky y tener una entrevista con él en un rincón oculto detrás de la estación, que no estaba alumbrado por ningún farol. Se presentó en el lugar convenido, pero no pudimos vemos de pronto; cuando conseguimos encontrarnos, estábamos los dos excitadísimos y nos pusimos a hablar a toda velocidad, interrumpiéndonos el uno al otro. Los agentes-le dije-hicieron saltar la puerta y le sacaron en brazos. Pero él no comprendía. ¿Quién saltó la puerta y por qué y a quién sacaron en brazos? Pero no había tiempo para hablar con más claridad, pues podían descubrimos. De modo que la entrevista resultó estéril..."
Después de la revelación que nos hizo Liova en Arissi, seguimos viaje, ya con la conciencia de que iba en el mismo tren que nosotros un amigo leal. Esto nos daba ánimos. Al décimo día, nos encontramos con el equipaje. Lo primero que hicimos fué sacar el libro de Semionof-Tianchanski. Nos pusimos a leer con gran interés la descripción que hacía de Alma-Ata, su naturaleza, sus gentes, sus pomaradas, y nos enteramos, que era lo más importante, de que había caza en abundancia. L. D. sacó, muy contento, los utensilios de escribir que le había preparado Sermux. Llegamos a Frunse (Pichpek) por la mañana temprano. Era la última estación de ferrocarril. Hacía mucho frío. La nieve, blanca, limpia, apetitosa, sobre la que se derramaban los rayos del sol, cegaba los ojos. Nos trajeron abrigos de pieles, de los que usan los campesinos, y botas de fieltro. A pesar de que las ropas me agobiaban, todavía tuve frío por el camino. El autobús se desplazaba lentamente sobre la calzada crujiente, cubierta de nieve; el aire de hielo le mordía a uno la cara. A los treinta kilómetros de camino, nos detuvimos. Estaba oscuro y parecía que habíamos hecho alto en la estepa nevada. Dos soldados de la escolta (nos acompañaban de doce a quince hombres) se acercaron a nosotros, a comunicarnos, con cierta timidez, que allí no había grandes "comodidades" para pasar la noche. Nos apeamos pesadamente del autobús y, a tientas en la noche, dimos con la puerta baja del edificio en que estaba la estafeta de Correos, donde nos desprendimos, muy contentos, de las pesadas envolturas. El local estaba frío, sin calefacción. Las ventanucas practicadas en las paredes, tapiadas completamente por el hielo, para desdicha nuestra. Nos calentamos con té y comimos algo. Conversamos con la hostelera de la estafeta, que era una mujer cosaca. L. D. se informó de la vida en aquella comarca y le hizo algunas preguntas, de pasada, acerca de la caza que había por allí. Todo presentaba un aire de misterio. Y lo peor era la incertidumbre de cómo acabaría aquella aventura. Nos pusimos a preparar modo de dormir. La escolta fue a buscar albergue por la vecindad. Liova se instaló sobre un banco. L. D. y yo hicimos cama en la mesa grande, tendidos sobre los abrigos de pieles de los aldeanos. Al vernos acostados en aquel cuarto oscuro y frío, pegando casi al techo, no pude por menos de echarme a reír, exclamando:
-¡Esta alcoba no se parece en nada a las del Kremlin!
L. D. y Liova me hicieron coro. Al amanecer seguimos viaje. Nos quedaba todavía la parte más dura del camino, que era la que remontaba las montañas del Kurdai. Helaba de un modo terrible. El pesado ropaje era una carga agobiadora: parecía como si llevásemos encima un muro. En el siguiente alto, trabamos conversación con el chófer y un agente de la GPU que había salido a nuestro encuentro desde Alma-Alta. Poco a poco, iban abriéndose ante nosotros los horizontes de aquella vida desconocida y extraña. El camino era difícil para el automóvil. La calzada estaba devastada por las nieves. Pero el chófer guiaba diestramente, pues conocía bien todos los secretos del camino, y de vez en cuando entraba en calor con un trago de vodka. Conforme iba anocheciendo, hacíase más intensa la helada. Alentado por la conciencia de que en aquel desierto de nieve todo dependía de él, el chófer daba rienda suelta a sus murmuraciones, criticando desembarazadamente a las autoridades y al régimen... El agente de la autoridad de Alma-Ata, que iba sentado a su lado, procuraba contestarle con buenas palabras, deseoso de salir con bien de aquel trance. Hacia las tres de la mañana, en medio de la más completa oscuridad, el coche hizo alto. Habíamos llegado. ¿Pero a dónde? Según se averiguó después, a la calzada de Gogol, delante del hotel "Dchetysu" que procedía realmente de los tiempos del novelista. Nos dieron dos cuartos. El cuarto inmediato al nuestro fue requisado por la escolta y por los agentes locales de GPU. Al revisar Liova los equipajes, se encontró con que, dos maletas con ropa y libros se habían caído por el camino, entre la nieve. Habíamos vuelto a quedarnos sin el libro de Semionof-Tianchanski. Se habían perdido también los mapas y libros de L. D. sobre China y la India, así como los utensilios de escribir. Quince pares de ojos no habían sido bastantes a evitar que se cayesen las maletas...
Liova se lanzó a la calle a la mañana siguiente a enterarse de las cosas. Dió varias vueltas inspeccionando la villa y se informó, en primer término, del estado del Correo y el Telégrafo, que, a partir de aquel momento, habían de ser el centro de nuestra vida. Dió también con una botica. Revolvió infatigablemente hasta reunir los objetos más necesarios, tales como plumas, lápices, pan, manteca. En los primeros días, ni L. D. ni yo salíamos del cuarto; más tarde, lo abandonábamos para dar unas vueltas al atardecer. Era nuestro chico el que nos servía de enlace con el mundo exterior. La comida nos la traían de la fonda más próxima. Liova se pasaba días enteros sin aparecer. Esperábamos siempre su regreso con gran impaciencia. Al cabo, se presentaba trayéndonos periódicos y dándonos toda clase de detalles interesantes acerca de los usos y costumbres de la villa. Estábamos inquietos sin saber dónde podría estar escondido Sermux. Por fin, al cuarto día, oímos en el pasillo su voz, aquella voz para nosotros tan grata. Nos pusimos a escuchar detrás de la puerta, con gran emoción, las palabras y los pasos de nuestro amigo. Su aparición abría ante nosotros nuevas perspectivas. Consiguió que le diesen un cuarto pegando al nuestro. Salí al pasillo, le vi, y me saludó con un gesto mudo. No nos atrevíamos todavía a entrar en conversación, pero estábamos muy contentos con tenerle cerca. Al día siguiente, pudo deslizarse furtivamente en nuestro cuarto, le comunicamos en pocas palabras todo lo ocurrido y nos pusimos a concertar medidas para el porvenir común. Pero este porvenir había de ser muy breve. Al día siguiente, hacia las diez de la noche, sobrevino el desenlace. El hotel permanecía silencioso. Yo estaba con L. D. en el cuarto, con la puerta que daba al frío pasillo abierta, pues la estufa de hierro despedía un calor insoportable. Liova se había metido en su habitación. Sentimos unos pasos suaves, cautelosos, blandos, como de botas de fieltro, en el pasillo y nos pusimos los tres a escuchar (pues también Liova se puso al acecho, según después averiguamos, adivinando en seguida lo que pasaba). ¡Ahí están!: tal fué la idea que cruzó como un rayo por nuestra mente. Oímos cómo entraban, sin llamar, en el cuarto de Sermux, cómo le decían:
-¡Dése usted prisa! Y su voz que contestaba:
-¿Por lo menos, me permitirán ustedes que me calce las botas?
Le habían sorprendido, sin duda, en zapatillas. Volvieron a oírse los pasos cautelosos y retornó el silencio profundo de antes. Poco después, el portero cerró la puerta del cuarto de Sermux. A éste, no volvimos a verle. Le tuvieron recluído varias semanas en los calabozos de la GPU de Alma-Ata, mezclado con criminales de delitos comunes y pasando hambre o poco menos, hasta que le reexpidieron a Moscú con veinticinco copeques por día para que se mantuviese. Una cantidad que no le habría alcanzado ni para pan. Más tarde, supimos que a Posnansky le habían detenido en Tachkent, enviándole también a Moscú. Pasados unos tres meses, tuvimos noticias de ellos, ya desde el destierro. Por una feliz casualidad, se encontraron en el mismo coche, en el tren, en que les llevaban conducidos hacia Oriente; iban sentados frente a frente. Después de haber pasado una temporada separados, volvían a reunirse, para separarse de nuevo a los pocos días, pues iban destinados a dos lugares distintos.
L. D. se quedó, pues, sin colaboradores ni auxiliares para sus trabajos. Sus adversarios se vengaban así cruelmente de la lealtad con que, los dos habían servido a su lado a la revolución. A Glasmann, aquel hombre modesto a quien tanto queríamos, le habían obligado ya, fuerza de acosarlo, a suicidarse en 1924. A Sermux y a Posnansky los mandaron al destierro. A Butof, aquel silencioso trabajador Butof, le encarcelaron, y como quisieran obligarle a prestar falso testimonio le forzaron a defenderse por la huelga del hambre, huelga que terminó con su muerte en el hospital de la cárcel. Con esto, quedaba aniquilado el "secretariado", al que los enemigos de L. D. perseguían con un odio fanático como a la fuente de todo mal. El adversario creía haber desarmado por entero y para siempre a L. D. en aquel lejano rincón de Alma-Ata. Woroshilof se jactaba públicamente de ello diciendo: "Si se muere allí, el mundo tardará en enterarse." Pero L. D. no estaba desarmado. Entre los tres formábamos un pequeño balansterio. Sobre nuestro chico pesaba, principalmente, la tarea de sostener las comunicaciones con el mundo exterior. Era el que dirigía nuestra correspondencia. L. D. te llamaba algunas veces "Ministro de Negocios Extranjeros" y otras "Ministro de Comunicaciones". Pronto la correspondencia adquirió un volumen considerable y seguía pesando, en su parte principal, sobre Liova. Asimismo corría de su cargo el montar el servicio de vigilancia. Además, reunía el material de que necesitaba L. D. para sus trabajos. Revolvía en los antiguos fondos de las bibliotecas, conseguía periódicos extranjeros, sacaba extractos. él era el encargado de entablar todo género de negociaciones con las autoridades locales, de organizar las cacerías, de cuidar del perro de caza y de la escopeta, y todavía le quedaba tiempo para dedicarse a estudiar celosamente Geografía económica e idiomas extranjeros. A las pocas semanas de llegar a Alma-Ata, L. D había reanudado todos sus trabajos científicos y políticos. Poco tiempo después, Liova descubrió también una mecanógrafa. La GPU la dejó trabajar con nosotros, con la obligación, seguramente, de informarles de todo cuanto le diésemos a escribir. Sería divertidísimo, probablemente, oír lo que esta pobre chica, tan poco experta en la lucha contra el trotskismo, pudiera contarles.
La nieve, en Alma-Ata, es muy hermosa, blanca, limpia, seca; como allí hay muy poco tráfico, conserva su frescura durante todo el invierno. En la primavera, vienen a sustituirla las rojas amapolas, que florecen en muchedumbre gigantesca, formando sábanas imponentes de varios kilómetros, de un rojo resplandeciente. En el verano, las manzanas, las famosas manzanas de Alma-Ata, grandes y coloradas. La villa carecía de conducción de aguas, de luz, de calles pavimentadas. En el centro, a lo largo de la plaza, toda sucia, sentados delante de las tiendas, tomaban el sol los kirgises, tentándose el cuerpo en busca de insectos. La malaria hacía grandes estragos. De vez en cuando, se presentaban también casos de peste. En el verano, había muchos perros rabiosos. Los periódicos daban también cuenta, bastante frecuentemente, de casos de lepra. A pesar de todo esto, no pasamos mal el verano. Alquilamos a un hortelano una cabaña que daba vista a las montañas cubiertas de nieve, las últimas estribaciones del Tian-Chan. Observábamos atentamente, día por día, en unión del casero y de su familia, cómo iba madurando la fruta y colaborábamos intensamente en la recolección. La huerta se nos presentó en varias fases. Primero, cubierta de flores blancas. Luego, con las ramas de los árboles doblándose pesadamente y apoyadas en puntales. Luego, la fruta extendida como una alfombra de colores debajo de los árboles, sobre una capa de paja, y las ramas libres de la carga, que volvían a erguirse. La huerta, en aquellos días, olía a manzanas y peras maduras, y por encima de nuestras cabezas giraban, zumbando, las abejas y las avispas. Pusimos fruta en conserva.
Durante los meses de junio y julio, trabajamos intensamente en la huerta, bajo los pomares, y en la cabaña, debajo del techo de junco; la máquina de escribir tecleaba infatigable, produciendo un ruido que era bastante desacostumbrado en aquellos parajes. L. D. dictaba su trabajo de crítica al programa de la Internacional comunista, corregía las cuartillas y una vez corregidas, mandaba volver a copiarlas. Recibíamos una correspondencia voluminosa, diez a quince cartas al día, con todo género de tesis, críticas, polémicas intestinas, novedades de Moscú; llegaban también una porción de telegramas de carácter político y preguntando por nuestra salud. Los grandes problemas mundiales se mezclaban con los pequeños asuntos de carácter local, que, vistos desde aquí, no dejaban de presentar ciertas proporciones grandiosas. Las cartas de Sosnovsky trataban siempre de asuntos cotidianos y se distinguían por su ingenio y agudeza. Las magníficas cartas de Rakovsky eran copiadas y enviadas a los amigos. Aquel cuartito de techo bajo estaba lleno de mesas cubiertas de originales, de carteras con papeles, de periódicos, de extractos y recortes. Liova se pasaba días enteros sin salir de su cuarto, que caía al lado de la cuadra, escribiendo a máquina, corrigiendo lo escrito por la mecanógrafa, poniendo direcciones en los sobres, preparando el correo, recibiendo las cartas que llegaban y buscando las citas que necesitaba su padre. Nos traía el correo de la villa un propio, medio tullido, a caballo. Al atardecer, L. D., muchos días, cogía la escopeta y se iba con el perro al monte, acompañado unas veces por mí y otras por Liova. Volvíamos con las codornices, las palomas, las gallinas monteses o los faisanes que habíamos cobrado. Todo iba bien, hasta que no volvía a presentarse el consabido ataque periódico de la malaria.
Así pasamos un año entero en Alma-Ata, la ciudad de los terremotos y las inundaciones, al pie de las últimas estribaciones del Tian-Chan, junto a la frontera china, a 250 kilómetros del ferrocarril y a 4.000 kilómetros de Moscú, rodeados de cartas, libros y la naturaleza.
A pesar de que no dábamos un solo paso sin tropezar con un amigo secreto-todavía es demasiado pronto para hablar de esto-, vivíamos completamente aislados, exteriormente, de la gente que nos rodeaba, pues no había nadie que intentase acercarse a nosotros que no fuese castigado, a veces duramente...

Voy a completar las noticias de mi mujer con algunos extractos sacados de la correspondencia sostenida por entonces.
El día 28 de febrero, inmediatamente de llegar, escribí a algunos amigos, también desterrados. Al llegar a Alma-Ata, nos encontramos con que todas las viviendas estaban requisadas para el Gobierno de tan, que iba a trasladarse a esta villa de un día a otro. Hube de dirigir varios telegramas a los soberanos señores de Moscú para que, después de tres semanas de hotel, nos asignasen una casa. Fué necesario, comprar, por lo menos, los muebles más indispensables, restaurar el hogar, completamente deshecho y entregarse a una serie de trabajos de reconstrucción aunque no ateniéndonos, precisamente, al programa de la Economía centralizada. Estos trabajos pesaron por entero sobre Natalia Ivanovna y Liova, pero aun es hoy el día en que no están terminados, pues el hogar no se decide a calentarse...
Yo me ocupo mucho en estudiar las de Asia: Geografía, Economía, Historia. Me faltan los periódicos extranjeros. Ya he escrito a varias partes pidiendo que me los envíen, aunque no sean completamente nuevos. El correo se recibe con grandes retrasos, y, a lo que parece, muy irregularmente...
El papel que desempeña en la India el partido comunista no puede ser más oscuro. Los periódicos han dado noticias de la aparición de "partidos obreros y campesinos" en varias provincias. Ya, el solo nombre despierta legítima inquietud, pues así se tituló también en su tiempo el Kuomintang. ¡Ojalá que la historia no se repita!
Al fin, ha cobrado claro relieve el antagonismo entre Inglaterra y Norteamérica. Parece que hasta Stalin y Bujarin empiezan a darse cuenta de lo que ocurre. Sin embargo, nuestros periódicos simplifican la cosa demasiado, exponiendo la situación como si las diferencias anglo-americanas, ahora agudizadas, fueran a desencadenar inmediatamente la guerra. Es indudable que en este proceso histórico han de sobrevenir todavía varios virajes. La guerra sería un juego demasiado peligroso para las dos partes. Aún harán varias tentativas para llegar a una pacífica avenencia. Pero en general, es evidente que el curso que lleva el asunto avanza a pasos agigantados hacia un desenlace sangriento.
Durante el viaje, he leído por vez primera el Herr Vogt, de Marx. Para refutar una docena de afirmaciones calumniosas de Carlos Vogt, Marx escribe un libro de doscientas páginas de apretada letra impresa, reúne documentos y testimonios, analiza las pruebas por la vía directa e indirecta... Si nosotros hubiéramos de pararnos a refutar con tales proporciones las calumnias de los stalinistas, necesitaríamos editar una enciclopedia de miles de tomos..."
En abril compartí, por carta, con algunos "iniciados" las alegrías y las penalidades de la caza: Nos pusimos en camino, acompañados de mi hijo, en dirección del río Ilí, firmemente decididos a sacarle el mayor jugo posible a la temporada de primavera. Esta vez, llevamos con nosotros tiendas de campaña, fieltros, pieles y todo lo necesario para no tener que pernoctar en los "yourtos"... Pero volvió a nevar y cayeron grandes heladas. Aquellos días fueron días terribles de prueba. Por las noches, el frío alcanzaba hasta ocho y diez grados bajo cero. A pesar de eso, estuvimos nueve días seguidos sin entrar en una cabaña. Como íbamos muy abrigados por dentro y por fuera, apenas pasábamos frío. Pero las botas amanecían completamente heladas, y para poder calzarlas teníamos que calentarlas a la hoguera. En los primeros días, cazamos en los pantanos, y luego en el lago. Yo me avié una pequeña tienda sobre un montón de tierra, en la que pasaba de doce a catorce horas del día; Liova tenía el puesto entre los árboles, en plena junquera.
Como el tiempo era malo y el vuelo de los pájaros variaba mucho, la caza no fué muy abundante. Sólo pudimos cobrar unos cuarenta patos y algunos gansos. Y, sin embargo, el viaje me produjo una gran satisfacción, consistente, principalmente, en aquella conversión transitoria a la barbarie: era magnífico aquello de dormir al cielo raso, de comer al aire libre carne de cordero preparada en un cubo, aquello de no lavarse ni desnudarse, ni tenerse, por tanto, que vestir, de caer del caballo en el río (la única vez en que hube de quitarme la ropa bajo el ardiente sol de mediodía), tener que pasar casi las veinticuatro horas sobre una estrecha tabla entre el agua y la junquera; emociones todas que no tiene uno ocasiones frecuentes de experimentar. Regresé de la expedición sin el menor enfriamiento. Al día siguiente de estar en casa, cogí un resfriado, y hube de guardar cama durante ocho días...
Rakovsky se encarga de mandar periódicos extranjeros desde Moscú y Astrakán. Hoy he tenido carta suya. Está trabajando sobre el tema del saint-simonismo para el Instituto Marx-Engels. Además, se ocupa, en escribir sus Memorias. A poco que se conozca la vida de Rakovsky, se comprenderá lo interesante que el libro, cuando llegue a escribirlo, tiene que ser".
El día 24 de mayo escribí a Preobrachensky, que ya empezaba a flaquear: "He recibido sus tesis y no he escrito a nadie una palabra de esto. Anteayer recibí el telegrama siguiente de Kalpachovo: "Rechazar resueltamente propuestas y críticas Preobrachensky. Conteste en seguida. Smilga, Alskii, Netchaief." Ayer recibí este telegrama desde Usti-Kulom: "Tenemos por falsas las propuestas Preobrachensky. Beloborodof, Valentinof." De Rakovsky se recibió ayer una carta en que no habla de usted en términos muy halagüeños y expresa su actitud ante el "rumbo izquierdista" de Stalin con la fórmula inglesa que dice: "Espera y no te duermas." Ayer recibí también carta de Boloborodof y Valentinof. Los dos están muy intranquilos por no sé qué escrito enviado por Radek a Moscú lleno de pesimismo. Usted está completamente fuera de sí. Si reproduce usted fielmente la carta de Radek, estoy completamente de acuerdo con ellos. Le aconsejo toda intransigencia para con los impresionistas.
Desde que regresé de la caza, es decir, desde fines de marzo, no me he movido de casa; estoy constantemente con un libro o con la pluma en la mano, desde las siete o las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. Me propongo hacer un alto de varios días, y como ahora no hay caza, voy a ir a pescar al río Ili con Natalia Ivanovna y Sergioska (que está ahora aquí). Ya le informaremos a usted oportunamente. ¿Tiene usted una idea clara de lo ocurrido en las elecciones francesas? Yo no acabo de comprenderlo bien. La Pravda ni siquiera se ha cuidado de dar un estado comparativo entre los votos obtenidos en ésta y en las elecciones anteriores, de modo que no puede saberse si los sufragios comunistas han aumentado o disminuido. Voy a ver si puedo estudiar este asunto en los periódicos extranjeros y le escribiré a usted."
El día 26 de mayo, escribí a Michail Okudchava, un viejo bolchevique de Georgia: "En todos aquellos problemas que se le plantean al nuevo rumbo stalinista, Stalin se esfuerza indiscutiblemente en acercarse a nuestra posición. Pero en política no sólo importa el qué, sino que importa también el quién y el cómo. Las grandes batallas que han de decidir la suerte de la revolución no se han librado todavía...
Nosotros hemos pensado siempre, y así lo dijimos repetidas veces, que podía ocurrir que el proceso de decadencia política de la fracción gobernante no se ajustase completamente a una línea descendente e ininterrumpida. Este proceso de deslizamiento no se realiza en el vacío, sino en una sociedad de clase, con una serie de rozamientos internos bastante considerables. La gran masa del partido no es uniforme, sino que constituye más bien, en su gran mayoría, una materia política en bruto. Bajo la presión de los impulsos de clase de derecha e izquierda, son inevitables en ella los procesos diferenciales. La aguda crisis producida dentro de la historia del partido en este último período, cuyas consecuencias estamos pagando nosotros, no es más que el preludio del desarrollo que han de tomar en lo futuro los sucesos. Y así como el preludio de una ópera adelanta, en apretada síntesis, los temas musicales de la obra entera, nuestra "obertura política" ha esbozado las melodías que el porvenir se encargará de desarrollar en toda su extensión; es decir, dando entrada a las trompetas, a los contrabajos, a los timbales y a todos los demás instrumentos de la Música de clase. Los acontecimientos, tal como se han venido desenvolviendo, se han encargado de demostrar irrefutablemente que nosotros no sólo teníamos razón contra esos molinillos y veletas de Zinovief, Kamenef, Piatakof, etc., sino también contra los caros amigos de la "izquierda", esas cabezas embrolladas de los ultraizquierdistas, que propenden a confundir la obertura con la opera; es decir, que piensan que los procesos fundamentales por que están atravesando el partido y el Estado, se han cerrado ya y que el Termidor, de que no tuvieron idea hasta que nos oyeron hablar a nosotros de él, es un hecho consumado... No dejarse llevar de los nervios, no consumirse estérilmente ni a uno ni a los demás, aprender, esperar, observar sin perder detalle, y no consentir que nuestro rumbo político se altere por ninguna molestia y depresión personal: esta, y no otra, debe ser nuestra conducta."
El día 9 de junio falleció en Moscú mi hija Nina, que era, además, una rendida correligionaria. Tenía veintiséis años cuando murió. A su marido le habían encarcelado poco antes de desterrarme a mí. Ella siguió trabajando por la oposición, hasta que hubo de meterse en cama presa de la tisis galopante, que acabó con su vida en varias semanas. Una carta que me escribió tardó setenta y tres días en llegar a mis manos, cuando ya se había muerto.
Rakovsky me envió el 16 de junio el siguiente telegrama: "Recibidas ayer tus noticias sobre grave enfermedad Nina. He telegrafiado a Moscú a Alejandra Georgievna (su mujer). Hoy leo en los periódicos que la vida revolucionaria de Nina ha terminado. Estoy en todo contigo, querido amigo. Es terrible tener que vivir separados por una distancia tan insuperable. Te abrazo muchas veces cordialísimamente. Cristián."
Catorce días después llegó una carta suya:
"Mi querido amigo: Siento profunda y doloridamente lo de Ninoska, lo tuyo, lo de todos vosotros. Ya hace mucho tiempo que cargas con la pesada cruz del marxista revolucionario, pero ahora experimentas, por vez primera, el dolor indecible del padre. Estoy contigo de todo corazón y apenado de estar tan lejos...
Seguramente que Sergioska te ha contado las absurdas medidas que se han tomado contra tus amigos, después de la estúpida conducta que contigo se siguió en Moscú. Llegué a tu casa a la media hora de haberte sacado. En el recibimiento encontré a un grupo de amigos, mujeres la mayoría de ellos, entre los que se encontraba Muralof.
-¿Quién es aquí el ciudadano Rakovsky?-preguntó estentóreamente una voz.
-Yo soy, ¿qué se desea de mí?
-¡Sígame usted!
Me llevaron por un pasillo a un cuarto pequeño. Delante de la puerta me ordenaron:
-¡Manos arriba!
Y después de cachearme, me hicieron preso. No me soltaron hasta eso de las cinco. A Muralof le sometieron a los mismos métodos y le tuvieron preso hasta tarde de la noche... ¡Esta gente ha perdido la cabeza!-dije para mí, y no fue cólera lo que sentí, sino vergüenza por nuestros camaradas."
El día 14 de julio escribí a Rakovsky:
"Querido Cristián Georgievich: Hace una eternidad que no os escribo, a ti ni a los demás amigos, limitándome a enviaron diferentes papeles. A nuestro regreso de Ili, donde me cogió la noticia de que Nina estaba muy grave; nos trasladamos en seguida a una casa que habíamos alquilado para el verano. A los pocos días, llegó la nueva de la muerte de Nina... Ya comprenderás lo que esto significaba para nosotros... pero no había tiempo que perder, pues teníamos que preparar los documentos para el 6.º Congreso de la internacional comunista. En aquellas circunstancias, no era cosa fácil. Y, sin embargo, la necesidad de realizar aquel trabajo, costase lo que costase, nos alivió como un sinapismo y nos ayudó a sobrellevar las primeras semanas, que fueron terribles.
Esperábamos aquí a Sinuska (nuestra hija mayor), para el mes de julio. Pero no tuvimos más remedio, sintiéndolo mucho, que renunciar a su visita. Guetier insistió apremiantemente en la necesidad de mandarla a un sanatorio. Hacía ya tiempo que estaba enferma del pulmón, y la campaña que hubo de sostener atendiendo a su hermana durante los tres últimos meses, cuando ésta estaba ya desahuciada por los médicos, acabó de minar por entero su salud...
Pero hablemos de los trabajos referentes al congreso. Decidí comenzar por la crítica del proyecto del programa, llevando a ella todas las cuestiones que nos separan de la dirección oficial. El resultado de estos trabajos fué un libro de once pliegos impresos. En general, no he hecho más que resumir el fruto de nuestros trabajos colectivos del último quinquenio, desde que Lenin se apartó de la dirección del partido y el Poder cayó en manos de los ligeros epígonos, los cuales, después de vivir algún tiempo sobre los intereses del capital acumulado, cuando ya éstos no les bastaron, empezaron a meter mano también al capital.
La apelación al congreso me ha valido unas cuantas docenas de cartas y telegramas. El recuento de votos no ha terminado aún. Pero sabemos que de cada cien votos aproximadamente no se han pronunciado por las tesis de Preobrachensky más que unos tres...
Es muy probable que el bloque pactado por Stalin y Bujarin con Rikof pueda sostener todavía en este Congreso las apariencias de la unidad, para, de ese modo, hacer el último esfuerzo desesperado por echar encima de nosotros la "definitiva" losa sepulcral. Pero este nuevo esfuerzo y su inevitable esterilidad es, precisamente, lo que puede acelerar el proceso de desintegración dentro del bloque; pues al día siguiente de cerrarse el Congreso, surgirá de nuevo, y más sin recato que nunca, la pregunta de siempre: ¿Y ahora, qué? Ya veremos qué contestación le dan. Después de desaprovechar la situación revolucionaria de Alemania en el año 23, tuvimos como compensación, en los años 24 y 25, una violenta conversión ultraizquierdista. El rumbo ultraizquierdista de Zinovief subió, impulsado por un fermento ejemplar: la campaña contra los partidarios de la industrialización, la aventura de Raditch, La Follette, la internacional campesina, el Kuomintang, y por ahí adelante. Cuando el rumbo ultraizquierdista hubo fracasado por doquier experimentó un alza, siempre con el mismo fermento, el rumbo de derecha. No está fuera de lo posible la repetición sobre una escala más extensa del mismo fenómeno; es decir, de una nueva política ultraizquierdista, apoyada sobre las mismas circunstancias de oportunismo. Sin embargo, las fuerzas económicas latentes, podrán dar al traste nuevamente y de una manera brusca con esta orientación de ultraizquierda, imprimiéndole un viraje resueltamente derechista."
En el mes de agosto escribí a una serie de camaradas en los términos siguientes:
"Seguramente habréis notado que nuestra Prensa no da cuenta del eco que los sucesos ocurridos en el seno de nuestro partido ha despertado en los periódicos europeos y norteamericanos. Bastaba esto para sospechar, con ciertos visos de verdad, que ese eco no respondía a los deseos del "nuevo rumbo". Pero hoy, ya puedo deciros que no son sólo sospechas lo que poseo, sino un testimonio claro de la propia Prensa. El camarada Andreitchin me envía una página arrancada del número de febrero de la revista norteamericana The Nation. Después de describir concisamente los sucesos últimamente producidos aquí, el periódico, que es el órgano más prestigioso de la izquierda democrática, escribe:
"Todo lo que queda dicho nos lleva a formular, por encima de todas, esta pregunta: ¿Quién representa en Rusia la aplicación del programa bolchevista, y quién la indubitable reacción contra ella? El lector norteamericano ha creído siempre que Lenin y Trotsky sostenían la misma causa, y a idénticas conclusiones habían llegado también la prensa conservadora y los estadistas. Así, por ejemplo, el Times, de Nueva York, en el número del Año nuevo, expresaba como su motivo de mayor regocijo, el que Trotsky hubiera sido expulsado felizmente del partido comunista, declarando sin ambages que "la oposición eliminada era partidaria de eternizar aquellas ideas y estados de cosas que habían apartado a Rusia de la civilización occidental". En idéntico sentido se han expresado la mayoría de los grandes diarios europeos. Sir Austen Chamberlain dijo, durante la conferencia de Ginebra, si los informes de los periódicos no mienten, que Inglaterra no podía entablar ningún género de negociaciones con Rusia por la pura y sencilla razón de que "a Trotsky no se le había quitado todavía de en medio". Por el momento, tendrá que contentarse con que se le haya expulsado... Desde luego, los representantes todos de la reacción en Europa están de acuerdo en que el enemigo comunista peligroso no es precisamente Stalin, sino Trotsky. Y esto, nos parece a nosotros que es bastante significativo..."
He aquí ahora algunos datos estadísticos, sacados de los apuntes de Liova. Desde abril hasta octubre de 1928, expedimos desde Alma-Ata unas ochocientas cartas políticas, algunas de ellas con trabajos bastante extensos, y hacia quinientos cincuenta telegramas. Las cartas recibidas ascendieron a mil, en números redondos, incluyendo las grandes y las pequeñas, y los telegramas a setecientos, la mayoría de ellos colectivos. Esta correspondencia se cruzó, principalmente, dentro de la zona de los desterrados, pero éstos se encargaban de hacerla circular también por el país. En los períodos más favorables recibíamos a lo sumo la mitad de las cartas que se nos dirigían. Además, recibimos desde Moscú unas ocho o nueve veces, por medio de propios, envíos secretos; es decir, material y cartas clandestinas, y otras tantas veces hicimos nosotros envíos semejantes con destino a la capital. Estos envíos nos informaban de todo, y nos permitían adoptar una actitud frente a los sucesos más importantes, aunque con un retraso considerable muchas veces.
Mi salud empeoró al llegar el otoño. Pronto el rumor de mi enfermedad se corrió a Moscú. Los obreros, en sus reuniones, empezaron a interpelar al Gobierno. Pero los gaceteros oficiales se despacharon pintando mi salud de color de rosa.
El día 20 de septiembre, mi mujer envió a Uglanof, por entonces secretario de la organización de Moscú, el siguiente telegrama:
"En un discurso pronunciado en el pleno del Comité de Moscú, habla usted de la supuesta enfermedad de mi marido, L. D. Trotsky. Y como sobreviniesen las protestas y cuidados de innumerables camaradas, exclama usted con tono de indignación: ¡Hay que ver de qué recursos echan mano! De modo que, según sus palabras, los que se valen de recursos indignos no son los que mandan al destierro y ponen a merced de las enfermedades a los colaboradores de Lenin, sino a los que protestan contra eso. ¿Por qué razón y con qué derecho se cree usted autorizado a comunicar al partido, a los trabajadores y al mundo entero que las noticias que circulan acerca de la enfermedad de L. D. son falsas? Con eso, no hace usted más que engañar al partido. En el archivo del Comité central se custodian los dictámenes de nuestros mejores médicos acerca del estado de salud de L. D. Más de una vez hubieron de reunirse los médicos en consejo a instancias de Vladimiro Ilitch, a quien tenía enormemente preocupado el estado de salud de L. D. Los médicos reunidos en junta han dictaminado, aun después de morir Vladimiro Ilitch que L. D. padece de colitis y de podagra, causada ésta por la mala asimilación. Acaso tenga usted noticia de que en el mes de mayo de 1926 L. D. hubo de someterse en Berlín, sin resultado alguno, a una operación para curarse de la fiebre de que viene padeciendo desde hace varios años. La colitis y la podagra son enfermedades incurables, y si no lo fuesen, Alma-Ata no sería el punto más indicado para tratarlas. Estas enfermedades van agravándose con el tiempo. Lo único que pueden contener el avance de la enfermedad en un régimen conveniente de vida y una buena cura. En Alma-Ata no es posible atender a ninguna de las dos cosas. Acerca del régimen y la cura que se imponen puede informarle a usted el Comisario de Higiene, Semasko, que intervino repetidas veces en las juntas de médicos reunidas para examinar la salud de L. D. a requerimientos de Vladimiro Ilitch. Además, L. D. ha tenido aquí varios ataques de malaria, que influyen en la podagra y en la colitis y producen fuertes dolores periódicos de cabeza. Hay semanas y meses enteros en que la estancia aquí se hace más llevadera, pero luego vienen semanas y meses de grandes penalidades. Tal es la realidad. Ustedes han enviado a L. D. al destierro por "contrarrevolucionario", amparándose en el artículo 56. Procederían ustedes lógicamente si declarasen que no les interesaba en lo más mínimo su salud. Con esto, no harían más que proceder de un modo consecuente. Con esa consecuencia anonadora que, si no se le pone remedio, acabará por mandar a la sepultura, no sólo a los mejores revolucionarios, sino también al partido y a la propia revolución. Pero, por miedo seguramente a la clase obrera, les falta a ustedes valor para llegar a esa consecuencia. Y en lugar de decir que la enfermedad que padece Trotsky es favorable para la causa de ustedes, puesto que tarde o temprano le imposibilitará para pensar y escribir, lo que hacen es negar redondamente la existencia de la enfermedad. Es la misma táctica que siguen en sus discursos Kalinin, Molotof y otros. El hecho de que se les obligue a dar cuenta a las masas de este asunto e intenten ustedes salir del paso de una manera tan indigna, demuestra que la clase obrera no cree las mentiras políticas que le dicen acerca de Trotsky. Tampoco creerá la que hacen circular acerca de su salud. N. J. Sedova Trotskaia."


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