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León Trotsky

 

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

Tomo II

 

 

Capitulo XXIII

La insurrección de Octubre

 

 

Se impone hasta tal punto el aplicar a la revolución analogías derivadas de la historia natural, que algunas de ellas se han convertido en metáforas corrientes: "erupción volcánica", "parto de una nueva sociedad", "punto de ebullición"... Bajo la apariencia de una simple imagen literaria se disimula una percepción intuitiva de las leyes de la dialéctica, es decir, de la lógica del desarrollo.

Lo que la revolución en su conjunto es respecto a la evolución, la insurrección armada lo es en relación a la revolución misma: el punto crítico en que la cantidad acumulada se convierte por explosión en calidad. Pero la insurrección misma no es un acto homogéneo e indivisible: hay en ella puntos críticos, crisis e impulsos internos.

Tiene gran importancia, desde el punto de vista político y teórico, el corto período que precede inmediatamente al "punto de ebullición", es decir, la víspera de la insurrección. Se enseña en física que si se abandona de pronto una operación de calentar regularmente un líquido, éste conserva durante un cierto tiempo una temperatura invariable y entra en ebullición después de haber absorbido una cantidad complementaria de calor. El lenguaje corriente viene una vez más en nuestra ayuda, definiendo el estado de falsa tranquilidad y sosiego anterior al estallido como "la calma que precede a la tormenta".

Cuando la mayoría de los obreros y soldados de Petrogrado pasó indiscutiblemente al lado de los bolcheviques, la temperatura parecía haber alcanzado el punto de ebullición. Fue precisamente entonces cuando Lenin proclamó la necesidad de una insurrección inmediata. Pero lo sorprendente es que aún faltaba algo para la insurrección. Los obreros y, sobre todo, los soldados debían absorber todavía una nueva dosis de energía revolucionaria.

En las masas, no hay contradicción entre las palabras y los actos. Pero, para pasar de las palabras a los actos, aunque sólo sea en una huelga y con mayor razón en una insurrección, se producen inevitablemente fricciones íntimas y reagrupamientos moleculares: unos avanzan, otros tienen que quedarse atrás. La guerra civil, en sus primeros pasos, se caracteriza en general por una falta de resolución. Ambos campos, en cierto modo, pisan el mismo suelo nacional, no pueden liberarse de su propia periferia, con sus capas intermedias y sus disposiciones favorables a la conciliación.

La calma anterior a la tormenta, en las masas, indicaba una grave confusión en la capa dirigente. Los órganos y las instituciones que se habían formado en el período relativamente tranquilo de los preparativos -la revolución tiene sus períodos de reposo, así como la guerra tiene sus días de calma- resultan, aun en el partido mejor forjado, inadecuados o no del todo adecuados a los problemas de la insurrección: no se pueden evitar en el momento más crítico ciertos desplazamientos y reajustes. Los delegados del Soviet de Petrogrado, que habían votado por el poder de los soviets, distaban mucho de haberse convencido todos del hecho que la insurrección armada se había convertido en la tarea inmediata. Era necesario hacerles pasar por un nuevo camino, con los menores trastornos posibles, para transformar el Soviet en un aparato de insurrección. Dado el grado de maduración de la crisis, no hacía falta para ello ni meses, ni siquiera muchas semanas. Pero precisamente en los últimos días lo más peligroso era perder pie, dar la orden para el gran salto unos días antes de que el Soviet estuviese dispuesto a darlo, provocar una perturbación en las filas, separar el partido del Soviet, aunque sólo fuese por veinticuatro horas.

Lenin ha repetido más de una vez que las masas están infinitamente más a la izquierda que el partido, y éste más a la izquierda que su Comité central. En relación a la revolución en su conjunto, era absolutamente justo. Pero, incluso en esas relaciones recíprocas, hay profundas oscilaciones íntimas. En abril, en junio, en particular a comienzos de julio, los obreros y soldados empujaban impacientemente al partido por el camino de los actos decisivos. Después del aplastamiento de julio, las masas se habían hecho más prudentes. Tanto o más que antes, deseaban la insurrección. Pero se habían quemado los dedos y temían un nuevo fracaso. Durante los meses de julio, agosto y septiembre, el partido, de un día para otro, contenía a los obreros y soldados que los kornilovianos, por el contrario, provocaban de todas formas a salir a la calle. La experiencia política de los últimos meses había desarrollado enormemente los centros moderadores, no sólo entre los dirigentes, sino también entre los dirigidos. Los incesantes éxitos de la agitación mantenían, por otro lado, la inercia de la gente dispuesta a estar a la expectativa. Para las masas no bastaba ya una nueva orientación política: necesitaban rehacerse psicológicamente. Cuanto más mandan sobre los acontecimientos los dirigentes del partido revolucionario, más la insurrección engloba a las masas.

El problema difícil del paso de la política preparatoria a la técnica de la insurrección se planteaba en todo el país de diversas formas, pero en suma de la misma manera. Muralov cuenta que, en la organización militar moscovita de los bolcheviques, había unanimidad sobre la necesidad de tomar el poder; sin embargo, "cuando se intentó resolver concretamente la cuestión de saber cómo conquistar el poder, no se halló solución". Faltaba todavía el último eslabón de la cadena.

En los mismos días en que Petrogrado se encontraba amenazado por una evacuación de la guarnición, Moscú vivía en una atmósfera de incesantes conflictos huelguísticos. A iniciativa de los comités de fábrica, la fracción bolchevique del Soviet presentó un plan: resolver los conflictos económicos por medio de decretos. Los preparativos duraron bastante tiempo. Sólo el 23 de octubre los órganos del Soviet de Moscú adoptaron el "decreto revolucionario n.º 1": a partir de entonces no se podía contratarlo despedir a los obreros y empleados en las fábricas sin el consentimiento de los comités de fábrica. Esta decisión significaba que se empezaba a actuar como un poder de Estado. La inevitable resistencia del gobierno debía, según esperaban los autores de la iniciativa, agrupar más estrechamente a las masas en torno al Soviet y precipitar un conflicto abierto. Ese proyecto no se pudo poner a prueba, ya que la insurrección de Petrogrado dio a Moscú y al resto del país un motivo mucho más imperioso para sublevarse: había que apoyar inmediatamente al gobierno soviético que acababa de formarse.

El bando qué practica la ofensiva tiene interés, en general, en mostrarse a la defensiva. Un partido revolucionario está interesado en encontrar una cobertura legal. El inminente Congreso de los soviets, que de hecho sería un congreso insurreccional, era al mismo tiempo el detentor, a los ojos de las masas populares, si no de toda la soberanía, al menos de una buena parte de ésta. Era, pues, el levantamiento de uno de los elementos del doble poder contra el otro. Recurriendo ante el Congreso como ante la fuente del poder, el Comité militar revolucionario acusaba de antemano al gobierno de preparar un atentado contra los soviets. Esa acusación se derivaba de la situación misma. Si realmente el gobierno no tenía la intención de capitular sin lucha, debía, pues, prepararse para su propia defensa. Pero, por eso mismo, estaba sujeto a la acusación de haber intrigado contra el órgano supremo de los obreros, soldados y campesinos. Luchando contra el Congreso de los soviets que debía derrocar a Kerenski, el gobierno se lanzaba contra la fuente misma del poder del que había surgido Kerenski.

Sería un error grosero no ver en esto más que sutilezas jurídicas, indiferentes al pueblo; al contrario, es precisamente bajo este aspecto como los acontecimientos esenciales de la revolución se reflejaban en la conciencia de las masas. Había que sacar todo el provecho posible de ese encadenamiento excepcionalmente ventajoso. Dando un gran sentido político al deseo muy natural de los soldados de no dejar los cuarteles por las trincheras y movilizando a la guarnición para la defensa del Congreso de los soviets, la dirección revolucionaria no se ataba las manos en absoluto respecto a la fecha de la insurrección. La elección del día y de la hora dependía de la marcha ulterior del conflicto. La libertad de maniobra estaba del lado del más fuerte.

"Vencer primero a Kerenski y convocar luego el Congreso", repetía Lenin, temiendo ver la insurrección sustituida por un juego constitucional. Lenin, evidentemente, no había tenido tiempo aún de apreciar un nuevo factor que surgía en la preparación del levantamiento y que cambiaba todo su carácter, es decir: un grave conflicto entre la guarnición de Petrogrado y el gobierno. Si el Congreso de los soviets debe resolver el problema del poder; si el gobierno quiere dividir a la guarnición para impedir que el Congreso tome el poder; si la guarnición, sin esperar al Congreso de los soviets, se niega a someterse al gobierno, todo esto significa en suma que la insurrección ha comenzado, anticipándose al Congreso de los soviets, aunque bajo el manto de su autoridad. Sería, por consiguiente, erróneo hacer una distinción entre los preparativos de la insurrección y los del Congreso de los soviets.

Lo mejor sería comprender las particularidades de la insurrección de Octubre comparándola con la de Febrero. Si recurrimos a esa comparación, no cabe admitir, como en otros casos, la identidad convencional de todas las condiciones; son idénticas en realidad, ya que se trata en los dos casos de Petrogrado: el mismo terreno de lucha, los mismos agrupamientos sociales, el mismo proletariado y la misma guarnición. La victoria-se obtiene, en los dos casos, porque la mayoría de los regimientos de reserva pasan al bando de los obreros. Pero ¡qué enorme diferencia, pese a estos rasgos generales esenciales! Completándose históricamente en esos ocho meses que las separan, las dos insurrecciones de Petrogrado, por sus contrastes, parecen hechas de antemano para ayudar a comprender mejor la naturaleza de una insurrección en general.

Suele decirse que la insurrección de Febrero fue un levantamiento de fuerzas elementales. Ya hemos expuesto en su lugar todas las reservas indispensables a esta definición. Pero es exacto, en todo caso, que en Febrero nadie se anticipó a indicar el camino de la insurrección; nadie votaba en las fábricas y los cuarteles sobre la cuestión de la revolución; nadie, desde arriba, llamaba a la insurrección. La irritación que se había acumulado durante años estalló de forma inesperada incluso, en gran medida, para las masas mismas.

Las cosas sucedieron de otro modo en Octubre. Durante ocho meses las masas habían vivido una vida política intensa. No solamente provocaban acontecimientos, sino que aprendían a comprender su ligazón; después de cada acción, valoraban críticamente los resultados. El parlamentarismo soviético se convirtió en el mecanismo cotidiano de la vida política del pueblo. Si resolvían votando las cuestiones de huelga, manifestaciones en la calle, envío de regimientos al frente, ¿podían las masas renunciar a resolver por ellas mismas el problema de la insurrección?

De esta conquista inapreciable y en suma única de la revolución de Febrero provenían, sin embargo, nuevas dificultades. No se podía llamar a las masas al combate en nombre del Soviet sin haber planteado categóricamente la cuestión ante el Soviet, es decir, sin haber hecho del problema de la insurrección el objeto de debates abiertos, e incluso con la participación de los representantes del campo enemigo. La necesidad de crear un órgano soviético especial, lo más disimuladamente posible, para dirigir la insurrección, era evidente. Pero esto imponía también el camino democrático con todas sus ventajas y todas sus demoras. La decisión tomada por el Comité militar revolucionario, fechada el 9 de octubre, no entra en aplicación definitivamente más que el 20. Sin embargo, la principal dificultad no estaba ahí. Utilizar la mayoría en el Soviet y crear un comité compuesto únicamente de bolcheviques, sería provocar el descontento de los sin partido, sin contar el de los socialistas revolucionarios de izquierda y de determinados grupos anarquistas. Los bolcheviques del Comité militar revolucionario se sometían a la decisión de su partido, pero no todos ellos sin resistencia. Sin embargo, no se podía exigir ninguna disciplina a los sin partido y a los socialistas revolucionarios de izquierda. Obtener de ellos una decisión a priori a favor de la insurrección para un día fijo hubiera sido inconcebible, y el simple hecho de plantear ante ellos el problema hubiera sido extremadamente imprudente. Por medio del Comité militar revolucionario, únicamente se podía arrastrar a las masas hacia la insurrección, agravando día tras día la situación y haciendo que el conflicto terminase siendo inevitable.

¿No hubiera sido más sencillo, en ese caso, llamar a la insurrección en nombre del partido, directamente? Son indudables las serias ventajas de semejante procedimiento. Pero quizás los inconvenientes no son menos evidentes. Entre los millones de hombres sobre los cuales el partido tenía previsto apoyarse, era preciso distinguir sin embargo tres sectores: uno que apoyaba ya a los bolcheviques en todas las circunstancias; otro, el más numeroso, que apoyaba a los bolcheviques allí donde éstos actuaban por medio de los soviets; el tercero, que seguía a los soviets, aunque en éstos los bolcheviques fuesen mayoritarios.

Esos tres sectores se distinguían no sólo por su nivel político, sino, en gran parte también, por su composición social. Detrás de los bolcheviques, en tanto que partido, marchaban en primera fila los obreros industriales, proletarios por herencia de Petrogrado. Detrás de los bolcheviques, en la medida que tuviesen el respaldo legal de los soviets, marchaba la mayoría de los soldados. Detrás de los soviets, independientemente o a pesar del hecho que los bolcheviques hubieran alcanzado una fuerte influencia, marchaban las formaciones más conservadoras de la clase obrera, los ex mencheviques y socialistas revolucionarios, temerosos de separarse del resto de la masa; los elementos más conservadores del ejército, incluidos los cosacos; los campesinos que habían roto con la dirección del partido socialista revolucionario para ligarse a su ala izquierda.

Sería un error evidente identificar la fuerza del partido bolchevique a la de los soviets que él dirigía: esta última fuerza era mucho mayor que la primera; sin embargo, si faltaba la primera, se volvía impotente. Esto no tiene nada de misterioso. La relación entre el partido y el Soviet procedía de una inevitable incompatibilidad, en una época revolucionaria, entre la formidable influencia política del bolchevismo y la endeblez de su fuerza organizativa. Una palanca exactamente aplicada da a una mano la posibilidad de levantar un peso que supera con mucho la fuerza viva que despliega. Pero, si la mano falta, la palanca no es más que una pértiga inanimada.

En la Conferencia regional de Moscú de los bolcheviques, a finales de septiembre, uno de los delegados declaraba: "En Egorievsk, la influencia de los bolcheviques no se pone en cuestión. Pero la organización del partido, por sí misma, es débil. Está muy abandonada; no hay afiliaciones regulares ni cotizaciones de miembros". La desproporción entre la influencia y la organización, no siempre tan manifiesta, constituía un fenómeno general. Las grandes masas conocían las consignas bolcheviques y la organización soviética. Esas consignas y la organización se fusionaron para ellas definitivamente a finales de septiembre y comienzos de octubre. El pueblo aguardaba la opinión de los soviets sobre cuándo y cómo aplicar el programa de los bolcheviques.

El mismo partido educaba metódicamente a las masas en ese espíritu. Cuando en Kiev se extendió el rumor de los preparativos de la insurrección, el Comité ejecutivo bolchevique opuso inmediatamente un mentís rotundo: "Ninguna manifestación ha de hacerse si no es convocada por los soviets... ¡No marchar sin el Soviet!" Desmintiendo, el 18 de octubre, los rumores que corrían sobre una insurrección fijada, según decían, para el 22, Trotsky decía: "El Soviet es una institución electiva y... no puede adoptar resoluciones que no fueran conocidas por los obreros y soldados..." Fórmulas de este tipo, repetidas cotidianamente y confirmadas por la práctica, eran acogidas favorablemente.

En la Conferencia militar de los bolcheviques de Moscú, celebrada en octubre, el alférez Berzin resumía así los informes de los delegados: "Es difícil decir si las tropas marcharán al llamamiento del Comité bolchevique de Moscú. Pero si las convoca el Soviet, todos marcharán probablemente." Ahora bien, la guarnición de Moscú, desde septiembre, había votado en un noventa por ciento a favor de los bolcheviques. En la Conferencia del 16 de octubre, en Petrogrado, Boki, en nombre del Comité del partido, informaba que en el distrito de Moscú "marcharán si les convoca el Soviet, pero no el partido"; en el barrio de Nevski, "todos marcharán detrás del Soviet". Volodarski resumía inmediatamente el estado de ánimo de Petrogrado de la manera siguiente: "La impresión general es la de que nadie se impacienta por salir a la calle, pero, que, si les convoca el Soviet, todos estarán presentes." Olga Ravich corrige esta afirmación: "Algunos afirman que también marcharán si les convoca el partido." En la Conferencia de la guarnición de Petrogrado, el 18, los delegados informaron que sus regimientos esperaban para avanzar un llamamiento del Soviet; nadie hablaba del partido, aunque los bolcheviques estaban a la cabeza de numerosos contingentes: sólo se podía mantener la unidad en los cuarteles estableciendo una ligazón entre los simpatizantes, los vacilantes y los elementos semihostiles, a través de la disciplina del Soviet. El regimiento de Granaderos llegó a declarar que sólo marcharía si se lo ordenaba el Congreso de los soviets. El mismo hecho de que los agitadores y organizadores, al enjuiciar el estado de ánimo de las masas, diferenciaran siempre entre el Soviet y el partido, demuestra qué gran importancia tenía esta cuestión desde el punto de vista del llamamiento a la insurrección.

El chófer Mitrevich cuenta que en un equipo de camiones, donde se conseguía obtener una resolución a favor de la insurrección, los bolcheviques hicieron adoptar una propuesta de compromiso: "No marcharemos ni a favor de los bolcheviques ni de los mencheviques, pero... sin ninguna dilación ejecutaremos todas las órdenes del II Congreso de los soviets." Los bolcheviques del equipo de camiones aplicaban en pequeño la misma táctica envolvente a la cual recurría el Comité militar revolucionario. Mitrevich no quiere demostrar nada, relata únicamente, y su testimonio es, por ello, aún más convincente.

Las tentativas para conducir la insurrección directamente por medio del partido no daban resultado en ningún sitio. Se ha conservado un testimonio de enorme interés, en relación a la preparación del levantamiento en Kinechma, punto importante de la industria textil. Cuando se planteó al orden del día la insurrección en la región moscovita, el Comité del partido en Kinechma eligió un triunvirato especial que fue denominado, no se sabe bien por qué, Directorio, a fin de estudiar las fuerzas militares, los medios con que se contaba para los preparativos de la insurrección armada. "Hay que señalar, sin embargo -escribe uno de los miembros del Directorio-, que los tres elegidos no hicieron gran cosa, según parece. Los acontecimientos se desarrollaron de manera un poco diferente... La huelga regional nos absorbió totalmente, y, al llegar el momento decisivo, el centro organizador fue trasladado al Comité de huelga y al Soviet..." En las modestas dimensiones de un movimiento provincial, se repetía lo mismo que en Petrogrado.

El partido ponía en movimiento al Soviet. El Soviet ponía en movimiento a los obreros, soldados y, parcialmente, a los campesinos. Lo que se ganaba en masa, se perdía en rapidez. Si representamos ese aparato de transmisión como un sistema de ruedas dentadas -comparación ya utilizada por Lenin, aunque en otra ocasión y en un período distinto-, puede decirse que una tentativa impaciente para ajustar la rueda del partido directamente a la rueda gigante de las masas presentaba el riesgo de romper los dientes de la rueda del partido sin conseguir, por lo tanto, una movilización suficiente de las masas.

Sin embargo, no menos real era el peligro contrario, el de dejar escapar una situación favorable como resultado de fricciones en el interior mismo del sistema soviético. Teóricamente hablando, el momento más favorable para la insurrección se localiza en un punto determinado en el tiempo. No se trata, por supuesto, de sorprender en la práctica ese punto ideal. La insurrección puede representarse, en cuanto a sus posibilidades de éxito, como una curva ascendente, que culminara en su punto ideal; pero también como una curva descendente si la relación de fuerzas no ha podido modificarse todavía radicalmente. En lugar de "un momento", resulta un espacio de tiempo que se puede medir en semanas y a veces en meses. Los bolcheviques podían tomar el poder en Petrogrado desde comienzos de julio. Pero, en ese caso, no lo habrían conservado. A partir de mediados de septiembre, ya podían esperar no sólo conquistar el poder, sino también conservarlo. Si, a finales de octubre, los bolcheviques hubieran atrasado la insurrección, es posible, pero no seguro, que aún les hubiera quedado cierto tiempo para recuperar el terreno perdido. Se puede admitir con ciertas reservas que, durante tres o cuatro meses, por ejemplo de septiembre a diciembre, las premisas políticas para una insurrección seguían existiendo: estaban ya maduras y aún no se habían descompuesto. Dentro de estos límites, más fáciles de precisar después que en el momento mismo de la acción, el partido gozaba de cierta libertad de elección engendrando inevitables y, a veces graves, diferencias de índole práctica.

Ya en las jornadas de la Conferencia democrática, Lenin proponía desencadenar la insurrección. A finales de septiembre, consideraba todo aplazamiento no sólo arriesgado, sino peligroso. "Aguardar al Congreso de los soviets -escribía a comienzos de octubre- es un juego pueril, vergonzoso, es traicionar a la revolución con formalismos." Es sin embargo dudoso que, entre los dirigentes bolcheviques, alguien se guiara en ese problema por consideraciones puramente formales. Cuando Zinóviev, por ejemplo, exigía una conferencia preparatoria con la fracción bolchevique del Congreso de los soviets, no buscaba una sanción formal, sino simplemente contaba con el apoyo político de los delegados de provincias contra el Comité central. Pero es un hecho que la subordinación del partido al Soviet y de éste al Congreso de los soviets aportaba al problema de la fecha de la insurrección un factor de imprecisión que alarmaba enormemente, y no sin razón, a Lenin.

La cuestión de saber cuándo se lanzará el llamamiento está estrechamente ligada a la de saber quién lo lanzará. Lenin no ignoraba las ventajas de un llamamiento en nombre del Soviet; pero veía, ante todo, las dificultades que surgirían en ese camino. Sobre todo a distancia, no podía dejar de temer que las interferencias entre los dirigentes del Soviet fueran aún más fuertes que en el Comité central, cuya política consideraba ya demasiado indecisa. Sobre el problema de saber quién empezaría, si el Soviet o el partido, Lenin tenía soluciones alternativas, pero, en las primeras semanas, se inclinaba resueltamente en favor de una iniciativa independiente del partido. No había en esto ni una sombra de oposición de principios: se trataba de abordar la cuestión de la insurrección sobre una sola y misma base, en circunstancias idénticas, con los mismos fines. Pero la manera de hacerlo era, de todos modos, diferente.

La propuesta hecha por Lenin de rodear el teatro Alexandra y detener a los miembros de la Conferencia democrática suponía que el partido, y no el Soviet, debía estar a la cabeza de la insurrección, llamando directamente a las fábricas y a los cuarteles. Y no podía suceder de otro modo: era inconcebible que el Soviet aceptase un plan semejante. Lenin se daba cuenta perfectamente de que, incluso en las altas esferas del partido, su concepción encontraría resistencias; recomendaba de antemano a la fracción bolchevique de la Conferencia el "no preocuparse por el número": si se actúa decididamente desde arriba, el número será garantizado por la base. El audaz plan de Lenin presentaba las ventajas indiscutibles de la rapidez y del imprevisto. Pero ponía demasiado al descubierto al partido, con el peligro, dentro de ciertos límites, de oponerlo a las masas. Incluso el Soviet de Petrogrado, pillado de improviso, hubiera podido, ante el primer fracaso, dejar desvanecerse la mayoría bolchevique, que no era todavía demasiado estable.

La resolución del 10 de octubre propone a las organizaciones locales del partido que resuelvan prácticamente todas las cuestiones desde el punto de vista de la insurrección: en cuanto a los soviets, en tanto que órganos de la insurrección, no se les menciona en la resolución del Comité central. En la Conferencia del 16, Lenin decía: "Los hechos demuestran que tenemos la superioridad sobre el enemigo. ¿Por qué el Comité central no puede empezar?" De la boca de Lenin, la pregunta no tenía en absoluto un carácter retórico; significaba: ¿por qué perder el tiempo subordinándose a la mediación complicada del Soviet si el Comité central puede dar la señal inmediatamente? Sin embargo, la resolución propuesta por Lenin se terminaba esta vez con la expresión "de su confianza en que el Comité central y el Soviet indicarían oportunamente el momento propicio y los medios más convenientes de acción". La referencia hecha al Soviet, junto al partido, y la fórmula más abierta respecto a la fecha de la insurrección provenían de la resistencia de las masas que Lenin pulsaba por medio de los dirigentes del partido.

Al día siguiente, en una polémica con Zinóviev y Kámenev, Lenin resumía los debates de la víspera: "Todos están de acuerdo en que, al llamamiento de los soviets y para su defensa, los obreros marcharán como un solo hombre". Lo cual significaba: aunque todos no están de acuerdo con él, Lenin, en que puede lanzarse el llamamiento en nombre del partido, sí hay unanimidad en que puede ser lanzado en nombre de los soviets.

"¿Quién debe tomar el poder?, escribe Lenin en el atardecer del día 24. Esto no tiene importancia por el momento: lo haga el Comité militar revolucionario u "otra institución", que declare que entregará el poder solamente a los verdaderos representantes del pueblo..." "Otra institución", entre enigmáticas comillas, alude en el lenguaje conspirativo al Comité central de los bolcheviques. Lenin renueva aquí su propuesta de septiembre: actuar directamente en nombre del Comité central si la legalidad soviética impidiera al Comité militar revolucionario colocar al Congreso ante el hecho consumado de la insurrección.

Aunque toda esta lucha sobre los plazos y los métodos de la insurrección se prolongó varias semanas, los que participaron no se dieron todos cuenta de su significado e importancia. "Lenin proponía la toma del poder por los soviets, el de Leningrado o el de Moscú, y no a espaldas de los soviets, escribía Stalin en 1924. ¿Por qué Trotsky ha necesitado de esta leyenda tan extraña sobre Lenin?" Y además: "El partido conocía a Lenin como el más grande marxista de nuestro tiempo... ajeno a toda sombra de blanquismo." Mientras que Trotsky representaba "no al gigante Lenin, sino a una especie de enano blanquista..." ¡No solamente blanquista, sino enano! En realidad, la cuestión de saber en nombre de quién se hará la insurrección y en manos de qué institución será entregado el poder, no ha sido decidida de antemano por ninguna doctrina. Una vez dadas las condiciones generales de una insurrección, el levantamiento se presenta como un problema de carácter práctico que puede resolverse por diferentes medios. Sobre este aspecto, las diferencias en el interior del Comité central eran análogas a las controversias entre oficiales del Estado Mayor general, educados en una sola y única doctrina militar y que juzgan del mismo modo una situación estratégica en su conjunto, pero que proponen, para resolver el problema más inmediato, diversas variantes sin duda excepcionalmente importantes, pero parciales sin embargo. Mezclar en esto la cuestión del marxismo y del blanquismo es demostrar que no se comprende ni lo uno ni lo otro.

El profesor Pokrovski niega incluso el significado mismo del dilema: ¿el Soviet o el partido? Los soldados no son de ninguna manera formalistas, declara con ironía: no tenían necesidad de esperar al Congreso de los soviets para derribar a Kerenski. Por espiritual que sea esta forma de plantear el problema, deja un punto sin elucidar: ¿por qué crear los soviets, en suma, si el partido es suficiente? "Es curioso -continúa el profesor- que, de este esfuerzo por hacer todo más o menos legalmente, nada resultó legal desde el punto de vista soviético, y el poder en el último momento fue tomado no por el Soviet, sino por una organización manifiestamente "ilegal", constituida ad hoc." Pokrovski alega que Trotsky fue forzado, "en nombre del Comité militar revolucionario", y no en nombre del Soviet, a declarar inexistente el gobierno de Kerenski. ¡Argumento totalmente inesperado! El Comité militar revolucionario era un órgano electivo del Soviet. El papel dirigente del Comité en la insurrección no infringía de ningún modo la legalidad soviética, de la que el profesor se burla, y que a su vez era observada por las masas con mucho celo. El Consejo de Comisarios del pueblo fue constituido ad hoc también, lo cual no le impidió ser y seguir sien o e órgano del poder soviético, incluido Pokrovski mismo, en su calidad de adjunto del comisario de Instrucción pública.

La insurrección pudo mantenerse en el terreno de la legalidad soviética e incluso, en gran medida, dentro de los marcos tradicionales de la dualidad de poderes, gracias sobre todo a que la guarnición de Petrogrado estaba casi enteramente subordinada al Soviet ya antes del levantamiento. En numerosas Memorias, artículos de aniversario, en los primeros ensayos históricos, este hecho, confirmado por innumerables documentos, era considerado como algo indiscutible. "El conflicto en Petrogrado se desarrolló en torno al problema de la suerte de la guarnición", dice uno de los primeros folletos sobre Octubre, escrito por el autor del presente libro, en los descansos entre las sesiones de las negociaciones de Brest-Litovsk, cuando aún estaban frescos los recuerdos de esos acontecimientos, folleto que, en el partido, durante varios arios, fue presentado como un manual de Historia. "El problema básico, en torno al cual se formó y se organizó todo el movimiento en octubre -declara aún más claramente Sadovski, uno de los organizadores inmediatos de la insurrección-, fue el de la tentativa de hacer marchar a los regimientos de la guarnición de Petrogrado hacia el frente del norte..." Ninguno de los dirigentes inmediatos de la insurrección, que participaban en el coloquio organizado para reconstituir la marcha de los acontecimientos, presentó a Sadovski ninguna objeción o corrección. Sólo a partir de 1924 se descubrió de repente que Trotsky sobreestimaba a la guarnición campesina en detrimento de los obreros de Petrogrado: descubrimiento científico ideal para complementarlo con la acusación de haber subestimado a la clase campesina.

Decenas de jóvenes historiadores, con el profesor Pokrovski a la cabeza, nos han explicado, estos últimos años, la importancia del proletariado para una revolución proletaria, indignados viendo que no hablábamos de los obreros allí donde decíamos soldados, y convenciéndonos de haber analizado la marcha real de los acontecimientos en lugar de haber repetido lecciones escolares. Pokrovski resume esta crítica en los siguientes términos: "Aunque Trotsky sabe muy bien que fue el partido quien decidió pasar a la lucha armada... y aunque, evidentemente, todo pretexto que se esgrimiese sólo podía tener una importancia secundaria, sin embargo, asigna a la guarnición de Petrogrado el papel central en la escena... como si no hubiera sido posible la insurrección faltando ésta." Para nuestro historiador, lo único que importa es "la decisión del partido" de cara a la insurrección; pero la cuestión de saber cómo se produjo el levantamiento en realidad es "secundaria": siempre se encontrará un pretexto. Pokrovski llama "pretexto" al medio de conquistar a las tropas, es decir, de resolver precisamente el problema del cual depende la suerte de cualquier insurrección. No hay duda que la revolución proletaria se habría producido aun no habiendo surgido el conflicto sobre la evacuación de la guarnición; en esto, el profesor tiene razón. Pero hubiera sido otra insurrección y hubiera exigido una exposición histórica diferente. Pero nosotros sólo tenemos a la vista los acontecimientos tal como se produjeron.

Uno de los organizadores, más tarde historiador de la Guardia Roja, Malajovski, insiste por su parte en afirmar que fueron precisamente los obreros armados, diferenciándose de la guarnición semiapática, los que mostraron iniciativa, resolución y firmeza durante el levantamiento. "Los destacamentos de la Guardia Roja -escribe- ocupan, durante la insurrección de Octubre, las instituciones gubernamentales, el correo y el telégrafo, son ellos también quienes se encuentran en primera fila en el momento del combate..., etc." Todo eso es indiscutible. Pero no es difícil, sin embargo, comprender que si los guardias rojos pudieron tan fácilmente "ocupar" las instituciones, fue en realidad debido a que la guarnición estaba de acuerdo con ellos, les apoyaba, o bien, al menos, no se les opuso. Fue esto lo que decidió la suerte de la insurrección.

El simple hecho de preguntar quién, si los soldados o los obreros, era más importante para la insurrección, muestra un nivel teórico tan lamentable que casi no permite la discusión. La revolución de Octubre era la lucha del proletariado contra la burguesía por el poder. Pero fue el mujik quien, a fin de cuentas, decidió el desenlace de la lucha. Ese esquema general, aplicable a todo el país, encontró en Petrogrado su expresión más acabada. Lo que dio a la insurrección en la capital el carácter de un golpe rápidamente hecho con un mínimo de víctimas fue la combinación del complot revolucionario, de la insurrección proletaria y de la lucha de la guarnición campesina por su propia salvaguarda. El partido dirigía la insurrección; la principal fuerza motriz era el proletariado; los destacamentos obreros armados constituían la fuerza de choque; pero el desenlace de la lucha dependía de la guarnición campesina, difícil de mover.

Es en este sentido precisamente en el que el paralelo entre las insurrecciones de Febrero y de Octubre resulta particularmente irreemplazable. En vísperas del derrocamiento de la monarquía, la guarnición representaba una incógnita para ambas partes. Los soldados mismos no sabían aún cómo iban a reaccionar ante el levantamiento de los obreros. Solamente la huelga general pudo establecer las condiciones necesarias para que se produjera el contacto masivo entre obreros y soldados, permitiendo que fuesen puestos a prueba estos últimos y que pasasen a las filas de los obreros. Ese fue el contenido dramatice de las cinco jornadas de Febrero.

En vísperas del derrocamiento del gobierno provisional, la aplastante mayoría de la guarnición se mantenía abiertamente al lado de los obreros. En ninguna parte del país el gobierno se sentía tan aislado como en su residencia: no fue por error que intentó huir de ella. Pero fue en vano: la capital hostil no le dejaba partir. Intentando sin éxito echar fuera a los regimientos revolucionarios, el gobierno se vio definitivamente derrotado.

Explicar la política pasiva de Kerenski ante la insurrección por sus cualidades personales tan sólo, es ver las cosas artificialmente. Kerenski no estaba solo. Había en el gobierno hombres como Palchinski, llenos de energía. Los líderes del Comité ejecutivo sabían muy bien que la victoria de los bolcheviques significaría su muerte política. Todos, separadamente o juntos, se encontraron paralizados, se sumieron, como Kerenski, en la penosa torpeza de quien, a pesar de la inminencia del peligro, se siente incapaz de alzar la mano para defenderse.

La fraternización de obreros y soldados no procedía en Octubre de un conflicto abierto en las calles tal como había sucedido en Febrero, sino que precedió a la insurrección. Si los bolcheviques no llamaban esta vez a la huelga general, no es porque no pudieran, sino porque no la consideraban necesaria. El Comité militar revolucionario, ya antes de la insurrección, se sentía dueño de la situación: conocía cada contingente de la guarnición, su estado de ánimo, los agrupamientos que se producían en su interior; recibía diariamente informes no falsificados, explicando lo que sucedía; en cualquier momento podía enviar un comisario plenipotenciario o un motociclista transmitiendo una orden a un regimiento; podía llamar por teléfono al Comité de un efectivo o enviar una orden de servicio a una compañía. El Comité militar revolucionario jugaba, en relación a las tropas, el papel de un Estado Mayor gubernamental y no el de un Estado Mayor de conspiradores.

Es cierto que los puestos de mando del Estado seguían en manos del gobierno. Pero ya habían perdido sus bases de apoyo. Los ministerios y los Estados Mayores se erigían en el vacío. El teléfono y el telégrafo seguían sirviendo al gobierno, lo mismo que el Banco del Estado. Pero el gobierno no tenía ya las fuerzas militares indispensables para retener en sus manos esas instituciones. El palacio de Invierno y el Instituto Smolni parecían haber cambiado de sitio. El Comité militar revolucionario colocaba al gobierno fantasma ante una situación tal que este último no podía intentar nada sin haber destruido previamente la guarnición. Pero todo intento de ataque por parte de Kerenski contra las tropas no hacía más que acelerar el desenlace.

Sin embargo, el problema del levantamiento seguía aún sin solucionar. El Comité militar revolucionario tenía en sus manos el resorte y todo el mecanismo del reloj. Pero le faltaban la esfera y las agujas. Y sin estos detalles, un reloj no tiene ninguna utilidad. Privado del teléfono, del telégrafo, de un Banco, de un Estado Mayor, el Comité militar revolucionario no podía gobernar. Disponía de casi todas las premisas reales y de los elementos del poder, pero no del poder mismo.

En Febrero, los obreros no pensaban en apoderarse del Banco y del palacio de Invierno, sino en eliminar la resistencia del ejército. No luchaban para conquistar determinados puestos de mando, sino para ganarse el alma del soldado. Una vez conseguido esto, los demás problemas se resolvieron por sí mismos: habiendo perdido sus batallones de la Guardia, la monarquía ni siquiera intentó ya defender sus palacios ni sus Estados Mayores.

En Octubre, el gobierno de Kerenski, después de haber dejado escapar para siempre el alma del soldado, se aferró aún a los puestos de mando. Entre sus manos, los Estados Mayores, los Bancos, los teléfonos sólo constituían la fachada del poder. Pasando a manos de los soviets, esos establecimientos debían asegurar la posesión integra del poder. Esa era la situación en vísperas de la insurrección: determinaba las modalidades de acción en las últimas veinticuatro horas.

Casi no hubo manifestaciones, combates callejeros, barricadas, todo lo que se entiende normalmente por "insurrección"; la revolución no necesitaba resolver un problema ya resuelto. La toma del aparato gubernamental podía efectuarse a través de un plan, con ayuda de destacamentos armados poco numerosos, a partir de un centro único. Los cuarteles, la fortaleza, los depósitos, todos los establecimientos donde actuaban los obreros y soldados podían ser tomados desde el interior mismo. Pero ni el palacio de Invierno, ni el Preparlamento, ni el Estado Mayor de la región, ni los ministerios, ni las escuelas de junkers podían ser tomados desde el interior. Igualmente en lo que se refiere a los teléfonos, los telégrafos, el correo, el Banco del Estado: los empleados de esos establecimientos, aunque pensaban poco en la combinación general de fuerzas, eran sin embargo los dueños detrás de esos muros, que además estaban muy protegidos. Había que penetrar desde fuera hasta las altas esferas de la burocracia. Aquí la violencia sustituía a la ocupación a través de medios políticos. Pero como la pérdida reciente por parte del gobierno de sus bases militares había hecho casi imposible la resistencia, estos últimos puestos de mando fueron tomados en general sin choques.

Pero, con todo, esto no se realizó sin algunos combates: hubo que tomar por asalto el palacio de Invierno. Pero el hecho mismo de que la resistencia del gobierno se limitara a la defensa del palacio define claramente el lugar que el 25 de octubre ocupa en el desarrollo de la lucha. El palacio de Invierno aparece de este modo como el último reducto de un régimen políticamente deshecho y definitivamente desarmado durante los últimos quince días.

Los elementos del complot, entendiendo como tales el plan y una dirección centralizada, ocupaban un lugar insignificante en la revolución de Febrero. Esto se debía a la debilidad y a la disgregación de los grupos revolucionarios bajo la pesada carga del zarismo y de la guerra. La tarea era aún mayor para las masas. Los insurrectos tenían su experiencia política, sus tradiciones, sus consignas, sus líderes anónimos. Pero si los elementos de dirección diseminados en el levantamiento fueron suficientes para derrocar a la monarquía, distaron mucho de ser suficientemente numerosos para asegurar a los vencedores los frutos de su propia victoria.

En Octubre, la calma en las calles, la ausencia de multitudes, la falta de combates dieron pretexto a los adversarios para hablar de la conspiración de una minoría insignificante, de la aventura de un puñado de bolcheviques. Esta fórmula se repitió muchas veces durante los días, meses y años siguientes a la insurrección. Evidentemente, para restablecer el buen renombre de la insurrección proletaria, Yaroslavski escribe del 25 de octubre: "Respondiendo al llamamiento del Comité militar revolucionario, masas compactas del proletariado de Petrogrado se pusieron bajo sus banderas e invadieron las calles de Petrogrado". El historiador oficial olvida explicar con qué fin el Comité militar revolucionario había llamado a las masas a la calle y qué habían hecho éstas precisamente allí.

De una combinación de fuerza y debilidad de la revolución de Febrero se derivó su idealización oficial, representándola como obra de toda la nación y oponiéndola a la insurrección de Octubre, considerada como un complot. Si los bolcheviques consiguieron reducir en el último momento la lucha por el poder a un "complot", no se debió a que fueran una pequeña minoría, sino, al contrario, al hecho de que tenían tras ellos, en los barrios obreros y en los cuarteles, a una aplastante mayoría, fuertemente agrupada, organizada y disciplinada.

No se puede comprender exactamente la insurrección de Octubre si sólo se examina su fase final. A final s de febrero, la partida de ajedrez de la insurrección se jugó desde el primer movimiento hasta el último, es decir, hasta el abandono del adversario; a finales de octubre, la partida principal pertenecía ya al pasado, y el día de la insurrección se trataba de resolver un problema bastante limitado: mate en dos jugadas. Es, por tanto, indispensable, fechar el período de la insurrección a partir del 9 de octubre, cuando surge el conflicto de la guarnición, o del 12, cuando se decidió crear el Comité militar revolucionario. La maniobra envolvente duró más de quince días. La fase más decisiva se prolongó cinco o seis días, desde el momento en que fue creado el Comité militar revolucionario. Durante todo este período actuaron directamente centenares de miles de soldados y obreros, formalmente a la defensiva, pero en realidad a la ofensiva. La etapa final, en el curso de la cual los insurrectos rechazaron definitivamente las formas convencionales de la dualidad de poderes, con su legalidad dudosa y su fraseología defensiva, duró exactamente veinticuatro horas: del 25, a las 2 de la mañana, hasta el 26, a las 2 de la mañana. En ese lapso de tiempo, el Comité militar revolucionario recurrió abiertamente a las armas para apoderarse de la ciudad y detener al gobierno: en las operaciones participaron, en total, sólo las fuerzas necesarias para cumplir una tarea limitada, en todo caso no más de veinticinco a treinta mil hombres.

Un autor italiano que escribe libros no sólo sobre Las noches de los eunucos, sino también sobre los más importantes problemas de Estado, visitó Moscú soviético en 1929, embarulló lo poco que había podido oír a izquierda y derecha y, basándose en todo ello, construyó un libro sobre La técnica del golpe de Estado. El nombre de este escritor, Malaparte, permite distinguirlo fácilmente de otro especialista en golpes de Estado que se llamaba Bonaparte.

Contrariamente a "la estrategia de Lenin", subordinada a las condiciones sociales y políticas de la Rusia de 1917, "la táctica de Trotsky, según Malaparte, no está relacionada con las condiciones generales del país". A las consideraciones de Lenin sobre las premisas políticas de la insurrección, el autor quiere que Trotsky responda: "Vuestra estrategia exige demasiadas condiciones favorables: la insurrección de nada necesita. Se basta a sí misma". Apenas se puede concebir un absurdo que se baste tan a sí mismo como éste. Malaparte repite varias veces que en Octubre la victoria se debió no a la estrategia de Lenin, sino a la táctica de Trotsky. Aún ahora, esta táctica amenazaría la tranquilidad de los Estados europeos. "La estrategia de Lenin no constituye un peligro inmediato para los gobiernos de Europa. El peligro actual -y permanente- para ellos está en la táctica de Trotsky." Concretando más todavía: "Poned a Poincaré en el lugar de Kerenski y el golpe de Estado bolchevique de octubre de 1917 triunfará de igual modo". Es inútil que intentemos distinguir para qué podía servir en general la estrategia de Lenin, que dependía de las condiciones históricas, si la táctica de Trotsky resolvía el mismo problema en todas las circunstancias. Queda Por añadir que tan notable libro ha sido publicado ya en varias lenguas. Es evidente que los hombres de Estado aprenden en él cómo eliminar los golpes de Estado. Les deseamos mucha suerte.

La crítica de las operaciones puramente militares del 25 de octubre no ha sido hecha hasta el presente. La literatura soviética ofrece material sobre este tema que tiene un carácter no crítico, sino apologético. Al lado de los escritos de los epígonos, aun la crítica de Sujánov, a pesar de todas sus contradicciones, se distingue con ventaja por una observación atenta de los hechos.

En su juicio sobre la organización del levantamiento de Octubre, Sujánov ha emitido, en dos arios, dos opiniones que parecen diametralmente opuestas. En el tomo dedicado a la revolución de Febrero, dice: "Describiré en su lugar, según mis recuerdos personales, la insurrección de Octubre ejecutada como sobre una partitura." Yaroslavski reproduce este juicio de Sujánov literalmente. "La insurrección de Petrogrado -escribe- estaba bien preparada y fue ejecutada por el partido como ante un cuaderno de música." Más resueltamente todavía, según parece, se expresa Claude Anet, observador hostil pero atento, aunque sin profundidad: "El golpe de Estado del 7 de noviembre -dice en sustancia- no inspira sino admiración. Ni una grieta, ni un fallo, el gobierno es derrocado sin haber tenido tiempo de gritar: ¡ay!". Sin embargo, en el tomo dedicado a la revolución de Octubre, Sujánov cuenta cómo Smolni, "a hurtadillas, tanteando, prudentemente y en desorden", emprendió la liquidación del gobierno provisional.

Se exagera tanto en el primero como en el segundo. Pero desde un punto de vista más amplio, se puede admitir que los dos juicios, por muy opuestos que sean, se apoyan en hechos concretos. El carácter racional de la insurrección de Octubre se derivó sobre todo de las relaciones objetivas, de la madurez de la revolución en su conjunto, del lugar que ocupa Petrogrado en el país, del lugar que ocupa el gobierno en Petrogrado, de todo el trabajo previo del partido y, por último, de la correcta política de la insurrección. Pero quedaba todavía un problema de técnica militar. En este punto, hubo un buen número de errores parciales, y, vistos en su totalidad, pueden dar la impresión de un trabajo hecho a ciegas.

Sujánov hace referencia varias veces a la impotencia, desde el punto de vista militar, de Smolni, incluso en las últimas jornadas que precedieron a la insurrección. En efecto, el 23 todavía el Estado Mayor de la revolución se encontraba apenas mejor defendido que el palacio de Invierno. El Comité militar revolucionario aseguraba su inmunidad fortaleciendo principalmente sus lazos con la guarnición y obtenía a través de ésta la posibilidad de vigilar todos los movimientos estratégicos del adversario. El Comité adoptó medidas más serias, desde el punto de vista de la técnica de la guerra, unas veinticuatro horas más pronto que las del gobierno. Sujánov afirma con seguridad que si el gobierno hubiera tomado la iniciativa, durante la jornada del 23 y en la noche del 23 al 24, habría podido coger a todo el Comité: "Un buen destacamento de quinientos hombres hubiera ya bastado para liquidar Smolni y todo lo que había dentro." Es posible. Pero, en primer lugar, el gobierno necesitaba para esto resolución, arrojo, es decir, una cualidad absolutamente ajena a su naturaleza. En segundo lugar, necesitaba "un buen destacamento de quinientos hombres". ¿Dónde conseguirlo? ¿Organizarlo con oficiales? Los hemos visto ya, a finales de agosto, en su papel de conspiradores: había que ir a buscarlos en los cabarets. Las compañías [drujini] de combate de los conciliadores se habían disgregado. En las escuelas de junkers todo problema grave provocaba nuevos agrupamientos. Las cosas iban aún peor entre los cosacos. Constituir un destacamento a través de una selección en los diversos contingentes era traicionarse a sí mismo diez veces antes de poder terminar la empresa.

Sin embargo, la sola existencia de un destacamento no hubiera sido decisiva. El primer disparo contra Smolni habría provocado una reacción violenta en los barrios obreros y en los cuarteles. A cualquier hora del día o de la noche, decenas de miles de hombres armados o a medio armar habrían corrido para ofrecer ayuda al centro amenazado de la revolución. Tampoco la toma misma del Comité militar revolucionario habría salvado al gobierno. Fuera de Smolni se encontraban Lenin y, con él, el Comité central y el Comité de Petrogrado. En la fortaleza de Pedro y Pablo había un segundo Estado Mayor, un tercero en el Aurora y otros más en los barrios. Las masas no se habrían quedado sin dirección. Además, los obreros y soldados, pese a las demoras, querían vencer a toda costa.

No cabe duda, sin embargo, de que debían haberse adoptado unos días antes medidas complementarias de prudencia estratégica. La crítica de Sujánov es correcta en ese sentido. El aparato militar de la revolución actuó torpemente, con retrasos y omisiones, y la dirección se dejaba inclinar demasiado a sustituir la política por la técnica. El ojo de Lenin hacía mucha falta en, Smolni. Los otros no habían aprendido todavía.

Sujánov tiene razón cuando dice que la toma del palacio de Invierno, durante la noche del 24 al 25 o durante la mañana de esa jornada, habría sido incomparablemente más fácil que por la tarde o por la noche. El palacio, lo mismo que el edificio vecino al Estado Mayor, estaba protegido por los grupos de junkers habituales: un ataque repentino hubiera podido triunfar casi con seguridad. Por la mañana, Kerenski salió en automóvil sin encontrar obstáculo: eso basta para probar que no se ejercía ninguna vigilancia seria sobre el palacio de Invierno. ¡Eso constituía una verdadera laguna!

La vigilancia del gobierno provisional había sido confiada -aunque demasiado tarde: ¡el 24!- a Sverdlov, ayudado por Laschevich y Blagonravov. Es dudoso que Sverdlov, que ya no sabía dónde poner la cabeza, se haya ocupado de esta nueva tarea. Es posible incluso que la resolución, inscrita sin embargo en el acta, haya sido olvidada en la fiebre de aquellas horas.

En el Comité militar revolucionario, a pesar de todo, se sobrestimaban los recursos militares del gobierno, en particular en lo que se refiere a la protección del palacio de Invierno. Si bien los dirigentes inmediatos del asedio conocían incluso las fuerzas interiores del palacio, podía temerse de todas formas que, ante la primera señal de alarma, llegasen refuerzos: junkers, cosacos, tropas de choque. El plan de la toma del palacio de invierno había sido elaborado al estilo de una vasta operación: cuando unos civiles o civiles a medias se dedican a resolver un problema puramente militar, se ven siempre inclinados a sutilezas estratégicas. Además de una pedantería excesiva, no podían dejar de mostrar en ese caso una incapacidad manifiesta.

La incoherencia mostrada durante la toma del palacio se explica, en cierto modo, por las cualidades personales de los principales dirigentes. Podvoiski, Antónov-Ovseenko, Chudnovski, son hombres de un temple heroico. Pero quizá haya que decir que no son en absoluto gente de método y disciplina en sus ideas. Podvoiski, que había mostrado gran entusiasmo durante las jornadas de Julio, se había vuelto mucho más circunspecto e incluso más escéptico ante las perspectivas en un futuro próximo. Pero, en el fondo, había seguido fiel a sí mismo: puesto a resolver cualquier tarea práctica, tiende orgánicamente a salirse de los marcos fijados, a ampliar el plan, a arrastrar a todo el mundo, a dar el máximo cuando un mínimo bastaría. Podemos encontrar fácilmente la marca de su espíritu en el carácter hiperbólico del plan. Antónov-Ovseenko es, por su carácter, un optimista impulsivo, mucho más capaz de improvisación que de cálculo. En calidad de antiguo oficial subalterno, poseía algunos conocimientos sobre el arte militar. Durante la gran guerra, como emigrado, había redactado los comentarios militares en el periódico Nache Slovo [Nuestra Palabra], que se publicaba en París, y más de una vez había mostrado su perspicacia en cuestiones de estrategia. Su diletantismo impresionista no podía hacer contrapeso a la elevación excesiva de Podvoiski. El tercero de los jefes militares, Chudnovski, había vivido varios meses en un frente pasivo, en calidad de agitador: a esto se limitaba su experiencia de hombre de guerra. Aunque inclinándose hacia el ala derecha, Chudnovski era sin embargo el primero en lanzarse a la batalla por donde se peleara más duramente. La bravura personal y la audacia política, como es sabido, no se encuentran siempre en equilibrio. Días después de la insurrección, Chudnovski fue herido en Petrogrado, en una escaramuza con los cosacos de Kerenski, y varios meses más tarde encontró la muerte en Ucrania. Es evidente que el expansivo e impulsivo Chudnovski no podía ofrecer lo que faltaba a los otros dirigentes. Ninguno de ellos estaba dispuesto a tener en cuenta los detalles, por la simple razón de que no estaban iniciados en los secretos del oficio. Viéndose débiles en sus servicios de exploradores, enlace y maniobra, los mariscales rojos sentían la necesidad de abrumar al palacio de Invierno con fuerzas tan superiores que la cuestión misma de una dirección práctica no se planteaba ya: las dimensiones desmesuradas, grandiosas, del plan equivalían casi a su ausencia. Lo que acabamos de decir no significa que, en la composición del Comité militar revolucionario, o bien en torno suyo, se pudiera encontrar jefes militares más experimentados; en todo caso, no se podían encontrar otros más dedicados y abnegados.

La lucha por la toma del palacio de Invierno empezó con la ocupación de todo el distrito en una amplia periferia. Dada la inexperiencia de los jefes, los enlaces defectuosos, la ineptitud de los destacamentos de guardias rojos, la falta de vigor de las fuerzas regulares, esta complicada operación se desarrollaba con una excesiva lentitud. En el mismo momento en que los destacamentos rojos cerraban poco a poco el cerco y acumulaban reservas a sus espaldas, compañías de junkers, sotnias de cosacos, Caballeros de San Jorge y un batallón de mujeres se abrían paso hacia el palacio. El puño de la defensa se formaba al mismo tiempo que el círculo de los asaltantes. Puede decirse que el problema mismo procede del medio demasiado indirecto que se empleó para resolverlo. Sin embargo, una audaz incursión nocturna o un intrépido ataque durante la jornada apenas habrían costado más víctimas que una operación que ya duraba demasiado. El efecto moral de la artillería del Aurora podía en todo caso verificarse doce o incluso veinticuatro horas antes: el crucero se mantenía preparado a la lucha en el Neva y los marineros de ningún modo se quejaban de no tener con qué engrasar sus piezas. Pero los dirigentes de la operación esperaban que el asunto se resolviera sin combate, enviaban parlamentarios, formulaban ultimátum y no tenían en cuenta los plazos fijados. No se les ocurrió inspeccionar en el momento oportuno la artillería de la fortaleza de Pedro y Pablo, precisamente porque pensaban poder prescindir de ella.

La falta de preparación de la dirección militar se manifestó de manera aún más evidente en Moscú, donde la relación de fuerzas era considerada tan favorable que Lenin recomendaba insistentemente empezar por Moscú: "La victoria está garantizada, no hay nadie para batirse." En realidad, fue precisamente en Moscú donde la insurrección tuvo un carácter de combates prolongados que duraron, incluidas las treguas, unos ocho días. "En el ardor de este trabajo -escribe Muralov, uno de los principales dirigentes de la insurrección moscovita- no siempre mostrábamos firmeza y resolución en todos los puntos. A pesar de que disponíamos de una superioridad numérica aplastante -diez veces la cifra del adversario-, dejamos prolongarse los combates durante toda una semana... como consecuencia de nuestra poca habilidad para dirigir a las masas combatientes, de la falta de disciplina de estas últimas y de la ignorancia completa de la táctica de los combates callejeros, tanto por parte de los jefes como de los soldados." Muralov tiene la costumbre de llamar las cosas por su nombre: por eso actualmente está deportado en Siberia. Pero, evitando descargar su responsabilidad sobre otros, Muralov atribuye al mando militar los principales errores de la dirección política que, en Moscú, se distinguía por su inconsistencia y se dejaba influir fácilmente por elementos conciliadores. No hay que olvidar tampoco que los obreros del viejo Moscú, del textil y de la piel, se hallaban en extremo retraso en relación al proletariado de Petrogrado. En febrero, Moscú no había tenido que sublevarse: el derrocamiento de la monarquía fue enteramente obra de Petrogrado. En julio, Moscú permaneció de nuevo tranquila. Todo esto se notó cuando llegó octubre: los obreros y soldados carecían de experiencia de combate.

La técnica de la insurrección consuma lo que la política no ha hecho. El gigantesco crecimiento del bolchevismo distraía indudablemente la atención sobre el aspecto militar del problema: las advertencias apasionadas de Lenin tenían suficiente fundamento. La dirección militar se mostró incomparablemente más débil que la dirección política. ¿Acaso podía suceder de otro modo? Durante meses y meses aún, el nuevo poder revolucionario manifestará una extrema ineptitud cada vez que se haga indispensable el recurso de las armas.

Y, sin embargo, las autoridades militares del campo gubernamental apreciaban de manera enormemente aduladora la dirección militar de la insurrección. "Los insurrectos mantienen el orden y la disciplina -declaraba por hilo directo el Ministerio de la Guerra al Gran Cuartel General poco después de la caída del palacio-, no ha habido ni saqueos ni pogromos; al contrario, patrullas de insurrectos han detenido a soldados que titubeaban... El plan de la insurrección estaba indudablemente elaborado de antemano y fue aplicado con persistencia y buen orden ... " No estaba totalmente regulado "según la partitura", como escribieron Sujánov y Yaroslavski, pero no había tampoco tanto "desorden" como afirmó más tarde el primero de estos dos autores.

Además, ante el juicio crítico más severo, toda empresa se mide por su éxito.

 

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