Violencia y revolución en 1917

Por Mike Haynes | Jacobin, 17 de julio de 2017

Traducción: Juan Fajardo para  marxists.org

 

Barricades in Moscow, autumn 1917

 

La violencia revolucionaria de 1917 es infima en comparación a aquella en los frentes de la Gran Guerra.

 

 

Vivimos en un mundo de violencia y no podemos evitar tratarla políticamente.

En 1917 la violencia de la guerra se expandió por doquier. Como escribiera Trotsky, al final de su Historia de la Revolución Rusa:

«¿No es sorprendente que los que se indignan más frecuentemente de las víctimas de las revoluciones sociales, sean esos mismos que, si no han sido directamente los causantes de la guerra mundial, han preparado y glorificado a sus víctimas, o incluso se han resignado a verlas morir?»

Cálculos ubican el número de muertes militares y civiles durante la I Guerra Mundial entre los quince y dieciocho millones. A fines de 1917 un medico socialista calculó que «la desembocada carrera de la carroza de la muerte» había llevado a «6.364 muertes diarias, 12.726 heridos y 6.364 lisiados.» Su precisión es probablemente espuria pero su apreciación de la escala no lo es. La gente moría por el combate en sí, pero también por el hambre y la enfermedad que lo acompañaban.

La Revolución de Febrero estalló en la 135ª semana de la guerra. Octubre llegó en la semana 170. En los casi 250 días entre ellas –tiempo que algunos historiadores presentan como un período de matanza revolucionaria, con quizá unas 2.500 muertes– un estremecedor 1.5 millónes o más murieron en Europa.

Murieron menos en los frentes orientales entre febrero y octubre pero la cifra aún sobrepasó los 100.000. En gran medida esa relativa paz ocurrió porque las tropas rusas habían empezado a desvanecerse, a veces disparando contra quienes intentaran detenerlos. Asesinatos cometidos para escapar a la muerte, para evitar que otros mueran: la violencia es asunto complejo. 

Y va en diversas direcciones.

En mayo de 1917 las lavanderas de Petrogrado iniciaron una huelga. Trataron de forzar a todas a abandonar sus puestos con echar agua sobre las estufas y las planchas. Por su parte, algunos dueños de lavanderías usan agua hirviente en contra de las huelguistas, amenzandolas con hierros candentes, atizadores, e incluso revólveres.

Como ninguna revolución es jamás libre de sangre, hay más pero mucha de esa violencia vino más tarde, cuando el viejo orden, desorientado en un principio, empieza a contraatacar.

El patrón de la violencia en 1917 era modesto comparado a la brutalidad de la I Guerra Mundial o de la guerra civil que vendría. Incluso podemos encontrar instancias de revolucionarios actuando con generosidad para con sus enemigos –actos tontos puesto que aquellos que liberaban prontamente integraban la contrarrevolución armada.

Es muy simple decir que «la violencia engendra violencia.» Hacemos mejor con penetrar algunos de los mitos acerca de la revolución y su violencia.

 

La sangrienta revolución pacífica

La Revolución de Febrero pareció obtener el más amplio apoyo pero fue extremadamente violento en comparación a otros hechos de ese año. Las tropas y la policía dispararon contra las multitudes, y algunos en estas devolvieron el fuego. Soldados dispararon contra otros soldados.

La mayoría de las historias ponen el número de muertos en Petrogrado alrededor de 1.500, pero probablemente subestiman el número total. Aquellos que cayeron al servicio de la revolución fueron recompensados con el memorial de masas más grande que la ciudad jamás haya presenciado. Acudió casi la mitad de la población –un millón de personas.

El viejo orden había desaparecido. La gente lloraba y celebraba con un nuevo sentimiento de hermandad. Aún hoy tenemos la tendencia a ver Febrero a través de lentes color de rosa. Quizá porque el sentimiento cambiaría tan rápidamente en los meses que vendrían.

El nuevo gobierno provisional –muy a la izquierda del resto del mundo– quería establecer la más avanzada forma imaginable de democracia liberal, pero tenía que hacerlo entre las ruinas del antiguo régimen zarista.

Aleksandr Kérensky escribió más tarde que «a lo largo de toda la extensión del suelo ruso no solo no existía ningún gobierno sino que literalmente no había un sólo policía.» Las cárceles había sido abiertas en febrero y, no solo presos políticos, sino también miles de criminales había sido liberados. Depósitos de armas fueron saqueados.

El gobierno trató de desarrollar nuevas políticas, nuevas instituciones, y nuevas organizaciones, incluyendo milicias populares para mantener la paz. Ofreció amnistías, abolió la pena de muerta y otorgó el derecho de reunión.

También quería ser un puente entre los ricos y los pobres. Hemos ahí el problema: las élites deseaban un tipo de orden y el pueblo otro. Apenas días después de la abdicación del zar un oficial escribió, «ellos [los soldados comunes] piensan que las cosas deberían ir mejor para ellos y peor para nosotros.» Los dos lados chocaron sobre qué contaba como justicia y orden y sobre qué tipos de fuerza serían necesarias para logralos.

En abril el Príncipe L’vov, entonces Primer Ministro, emitía circulares rogando a la población a dejar de cometer crímenes. Es necesario, rezaba uno ellos, «poner fin a toda manifestación de violencia y robo con todo el poder de la ley.» Eso incluía robo callejero pero también significaba evitar que los campesinos «roben» la tierra de los hacendados.

Establecer el orden era casi imposible. Presiones locales empujaban a las nuevas autoridades a la acción –o a la inacción– en formas que socavaban las ordenes desde Petrogrado. Para octubre solo treintaisiete de las cincuenta provincias de Rusia europea tenían la nueva milicia de policía. Entretanto, la impaciencia crecía entre grandes secciones del ejército.

 

Un mundo al revés

En las jornadas de febrero un criminal astuto robó una vivienda declarando venir de un comité revolucionario. Pronto, otros siguieron su ejemplo. El índice de crímenes subió en todas partes.

En octubre, escribió John Reed, «las columnas de los diario [de Petrogrado] estaban llenas de historias de los más audaces robos y asesinatos, y los criminales iban sin ser molestados.» La gente dejó de portar objetos de valor y aseguró sus puertas. Los criminales se jactaban que eran ellos los que requerían protección policial porque eran los únicos que tuvieran algo que valdría la pena robar.

El colapso del ejército presentaba un problema aún mayor. Donde se mantenía era aún una fuerza para el orden pero el control se le escurrió al gobierno provisional y pasó a los revolucionarios. Entretanto, las deserciones masivas causaron violencia seria a medida que pandillas de soldados vagabundos trataban de volver a casa o a subsistir en los márgenes de la vida citadina.

El problema mayor, sin embargo, era que la revolución había puesto al mundo de cabeza. La vieja Rusia de respeto y obediencia había desaparecido. La gente había vestido en todas partes sus uniformes militares y civiles, sus galones y charreteras, sus botones, cordones y listones. Ahora no podían salir de sus casas sin correr el riesgo de violencia.

Al principio la élite veía los eventos en curso con perversa diversión. «La revolución era entendida por aquellos de los estadios inferiores como algo semejante a un carnaval de Pascua» –escribió un contemporáneo– «los sirvientes, por ejemplo, desaparecían por días, se paseaban con listones rojos, paseaban en automóviles, volvían a casa en la mañana sólo el tiempo necesario para asearse y luego volvían a salir para más diversión.»

Pero la actitud cambiaría cuando parecía que la revolución no se detendría. Las masas ya no parecían resignadas y patrióticas, agradecías hasta por migas. Ahora, reunidas en su harapos sucios y húmedos, empezaban a plantear reivindicaciones. Se quejaban, tosían, escupían, usaban lenguaje soez. En vez de «un mito patriótico» –decía Trotsky– el pueblo se había tornado una «terrible realidad.»

Puede percibirse el cambio de actitud en la manera en que los observadores describían a la gente común. Los héroes de febrero eran ahora descritos como una turba ignorante.

Cuando Vladimir Nabokov, un elegante Demócrata Constitucional, describió las Jornadas de Julio en Petrogrado escribió que la gente tenía «las mismas locas, atónitas y animalísticas caras que todos recordábamos de los días de febrero.» Representaban un temible «diluvio elemental.»

Sin un ápice de ironía los privilegiados decían «no hagáis con nosotros como nosotros hicimos con vosotros.»

Cuando las comunidades campesinas tomaban la tierra la repartían de manera igualitaria. En algunos casos le otorgaban al antiguo hacendado una parcela campesina. Habiendo visto incendiar la casa hacienda, él veía esto como un acto de humillación final, pero los campesinos lo veían como un gesto de justicia natural.

Cuando oficiales encarcelados se quejaron de las condiciones en la fortaleza de Kronstadt, sus nuevos carcelarios contestaron –«es cierto que los edificios carcelarios en Kronstadt son horribles pero esas son las mismas cárceles que el zarismo construyó para nosotros.»

A Trotsky –quien el gobierno provisional había aprisionado– le parecíó gracioso cuando, en octubre, los simpatizantes del gobierno le rogaron que no encarcelase a los ministros arrestados en el mismo sitio en que ellos lo habían mantenido a él. Les permitió arresto domiciliario por un tiempo.

La revolución de 1917 no se llevó a cabo en torno a abstractas cuestiones de ley y orden: la gente libró batallas verdaderas sobre la ley de quién y el orden de quién regiría el país.

 

¿Tierra de quién?

La ley emerge de estructuras sociales y políticas. Un diario insistió que «los principios más elementales de la sociedad [son] la seguridad personal y el respeto por la propiedad privada», pero una pancarta en una manifestación rezaba, «el derecho a la vida es más alto que los derechos de propiedad privada.»

En ninguna parte fue más agudo ese conflicto que en torno a la cuestión de la propiedad de la tierra.

La mayoría de los campesinos creían que los hacendados habían usado el poder del estado para arrebatarles la tierra. «Posesión de la tierra como propiedad es uno de los crímenes más innaturales [pero] este crimen es considerado un derecho según las leyes humanas,» –escribiría un campesino autodidacta. «La injusticia de la propiedad privada de la tierra está inevitablemente ligada a las muchas injusticias y actos malvados necesarios para su protección.» Retomar la tierra se volvió un acto de restitución.

Algunos miembros de la agencias locales del gobierno provisional compartían esa apreciación pero, para sorpresa de nadie, los terratenientes no. En Petrogrado el gobierno vacilaba y prometía reforma agraria legal en el futuro. Los radicales veían el asunto distintamente.

«La diferencia fundamental entre nosotros y nuestros adversarios es la manera de concebir qué es el orden y qué es la ley,» dijo Lenin.

«Hasta ahora el orden y la ley eran considerados como algo que convenía a los terratenientes y a los funcionarios. Pero nosotros afirmamos que el orden y la ley son algo que conviene a la mayoría del campesinado. … para nosotros lo que importa es la iniciativa revolucionaria y la ley debe ser su resultado. Si ustedes esperan hasta que la ley se escriba y no despliegan personalmente ninguna iniciativa revolucionaria, ustedes no tendrán ni ley ni tierra.»

Esta creencia exigía un nuevo sistema legal construido desde abajo.

En El estado y la revolución Lenin explayó sobre aquel extraordinario reclamo. Escribió que para tratar con excesos y crimen:

«No hace falta una máquina especial, un aparato especial de represión; esto lo hará el mismo pueblo armado, con la misma sencillez y facilidad con que un grupo cualquiera de personas civilizadas, incluso en la sociedad actual, separa a los que se están peleando o impide que se maltrate a una mujer.»

Máxim Gorky estuvo en desacuerdo, citando las veces que había visto a gente en aldeas campesinas unirse a la violencia, incluso contra las mujeres. Los historiadores en general han tomado el lado de Gorky, prestando escasa atención a lo que este conflicto entre lo viejo y lo nueva producía en la realidad.

Después de febrero emergieron nuevas fuerzas. Los soviets y los comités de fábrica incrementaron en número y empezaron a organizar fuerzas, por inadecuadamente de haya sido. En Kronstadt, al cual algunos veían como la encarnación de brutismo revolucionario, el soviet y los comités clausuraron los burdeles, prohibieron la intoxicación en público, e incluso declararon ilegales los juegos de naipes.

También se formaron milicias obreras, aparte de aquellas que obedecían al gobierno provisional. Estas milicias surgieron espontáneamente en Petrogrado y en algunos otros lares. Pravda, quizá con algo de exageración, insistió que por estos grupos «ha desaparecido de las calles el gamberrismo cual polvo soplado por aires de tormenta.»

Hacia fines de marzo, mientras el gobierno intentataba crear su propio cuerpo de policía, los obreros establecieron más unidades de la Guardia Roja, especialmente en Petrogrado. Su número ascendía y disminuía pero surgió en octubre.

Jóvenes e inexpertos, aunque probablemente más eficaces que la desmoralizada milicia cívica, estos oficiales sirvieron de ejemplo de un orden alternativo. «La prensa acusaba a la milicia de cometer violencias y llevar a cabo requisas y detenciones ilegales» –dijo Trotsky–

«Evidentemente, la milicia obrera ponía en práctica la coacción; no había sido creada para otra cosa. Pero lo imperdonable era que aplicase la violencia a los representantes de una clase que no estaba acostumbrada, ni quería acostumbrarse, a ser tratada así.»

Los revolucionarios contaron también con unidades militares pro-bolcheviques y, en Petrogrado, estas jugaron un papel clave en octubre.

El conflicto de perspectivas es evidente en como son descritos aquellos soldados. El gobierno provisional los llamó «inconfiables», pero para aquellos impulsando la revolución las únicas unidades «inconfiables» eran aquellas que aún apoyaban al gobierno.

 

Orden desde abajo

En su búsqueda del orden el gobierno provisional hizo recurso de la violencia. Penaron la agitación anti-bélica en el frente con trabajo forzado. Kerensky lanzó la ofensiva de junio con la esperanza de ayudar el esfuerzo bélico de los Aliados y de promover el orden domestico, pero muchos soldados se negaron a combatir. Luego, en julio, murieron cincuentaiséis personas en confusas manifestaciones callejeras en Petrogrado.

El gobierno calificó a la jornadas de julio como un intento de golpe. Detuvo a Trotsky y obligó a Lenin a esconderse. El ejército reintrodujo la pena capital en el frente pero realizó pocas ejecuciones porque las tropas mismas se oponían a ellas.

Las clases altas empezaron a ver al comandante-en-jefe, el general Kornilov, como un líder fuerte. Cuando su intentona por el poder fracasó , la situación se tornó más tensa aún. Las tomas de tierras se sucedían en el campo y el gobierno dispuso de sus pocas tropas confiables para ponerles fin.

Los eventos de octubre contrastaron dramáticamente con la violencia caótica de febrero. Tal vez quince personas murieron en Petrogrado, con otras cincuenta o más heridas. El gobierno provisional se había vuelto un cascarón vacío. «Apestamos a decadencia» –dijo un ministro. La violencia se contuvo gracias a la potencia en ascendencia: el soviet.

El sábado 22 de octubre, el régimen febrerista observó como cientos de miles colmaron las calles en apoyo al Día del Soviet de Petrogrado. Si hubiera estallado algún conflicto serio el gobierno caduco podría haber contado con, a lo más, veinticinco mil simpatizantes armados. Por lo menos cien mil soldados estaban dispuestos a luchar por el soviet.

En efecto, los revolucionarios realizaron la toma del poder de manera asombrosamente ordenada. El soviet de Petrogrado emitió afiches diciendo:

«El Soviet de Diputados de Obreros y Soldados de Petrogrado asume la tarea de mantener el orden revolucionario en la ciudad. … La guarnición de Petrogrado no permitirá violencia ni desordenes. Se invita a la población a arrestas a gamberros y a agitadores centenegristas y a llevarlos ante los comisarios soviéticos en el cuartel más cercano.»

El 26 de octubre el soviet instó al resto de Rusia a adoptar el nuevo orden: «Toda la Rusia revolucionaria y el mundo entero os observan.» En Petrogrado destruyeron bodegas de vino para limitar la borrachera entre los vencedores.

Fuertes combates se libraron en Moscú y perecieron varios centenares. Pero a lo largo de la mayor parte del país, diría Lenin más tarde, «entramos en cualquier pueblo que nos pareciera, proclamamos el gobierno soviético, y en cuestión de días nueve décimas de los obreros se pasaron a nuestro lado.»

El asunto se tornó más violento en la periferia, donde los simpatizantes del gobierno provisional podían utilizar a segmentos del antiguo ejército para resistir a la revolución. Fue ahí que corrió la mayor sangre.

 

Aprendiendo a ser cruel

Las revoluciones son actos violentos, pero la violencia tiene muchos lados. Para inicios de 1918 la revolución rusa parecía haber triunfado. Hizo un llamado por la paz y le pidió al pueblo que se levante y lo obtenga.

Pero, las potencias europeas no deseaban ni la paz ni una revolución exitosa a sus puertas, por lo cual las Potencias Centrales violaron el armisticio y desplegaron su propia violencia en el frente oriental. También apoyaron la violencia contrarrevolucionaria dentro de Rusia. En efecto, es difícil de concebir como la resultante guerra civil podría haberse sido mantenida sin ese apoyo externo.

A finales de 1917 el ex-comadante-en-jefe, el general Alekseev, llamó a las fuerzas anti-bolcheviques a reunirse en el Don y en el Kuban. Hasta febrero de 1918 tan solo 4.000 soldados se habían presentado. El año anterior la oficialdad rusa había sido de alrededor de 250.000. Evidentemente pocos estaban dispuestos a seguir peleando.

Sin extensa ayuda desde el exterior esos contrarrevolucionarios no hubieran poseído ni la confianza ni los medios suficientes para continuar su guerra. En aquel contexto, como dijera Trotsky, la revolución tuvo que aprender a ser cruel.