La Edad de Oro

Por Suzi Weissman | Jacobin, 18 de diciembre de 2017

Traducción: Juan Fajardo para  marxists.org

 

 

Entre octubre de 1917 y abril de 1918 el gobierno bolchevique implementó la plataforma más radicalmente democrática en la historia

 

 

Víctor Serge comenzó a escribir su Año Uno de la Revolución Rusa en Leningrado en 1928, poco más de una década después de la  victoriosa revolución.

El año anterior, el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) había expulsado a su Oposición de Izquierda, y entre ellos a Serge. Tres meses más tarde, el régimen de Stalin arrestó a Serge y lo detuvo por siete a ocho semanas. Poco después él sufrió una oclusión intestinal que casi lo mató. Mientras se recuperaba, Serge se comprometió a atestiguar y escribir un “testimonio útil” sobre aquellos tiempos.

La Oposición de Izquierda, cuyo miembro mejor conocido fue Leon Trotsky, se formó en 1923 para combatir el creciente poder y privilegios de la burocracia, los cuales se estaban expandiendo como un cáncer en el partido y el estado. Protestó contra la desaparición de la democracia, la agobiante dictadura de la burocracia, la falta de una política industrial estable, y el estrecho nacionalismo de Stalin, el cual representaba no solo un rechazo del carácter internacionalista de la Revolución Rusa, sino también del marxismo en sí. La Oposición de Izquierda apuntó a revertir una corriente política que había ya llevado la revolución lejos de sus metas primigenias.

En Año Uno, Serge entabla una defensa de la revolución y sus ideales que era ferozmente partidaria pero a la vez rigurosa y honesta. A diferencia de sus otros escritos, esta historia no está basada en sus experiencias personales. Serge, nacido en Bélgica, hijo de narodiniks rusos en el exilio, había viajado políticamente y geográficamente desde su juventud socialista en Bélgica al anarquismo individualista como “ilegalista” en Francia, al anarcosindicalismo en España.

Estaba en Barcelona cuando las mujeres y los hombres de Petrogrado abandonaron sus fabricas por las calles, derrocando a la autocracia rusa en lo que se luego se conocería como la Revolución de Febrero. Serge partió hacia la Rusia revolucionaria pero fue detenido por quince meses en un campo de concentración francés por “sospechoso bolchevique”. Finalmente fue intercambiado en un trueque de prisioneros al final de la I Guerra Mundial y no llegó a la Unión Soviética hasta inicios del año segundo.

Serge basó su historia en el testimonio de los partícipes tanto como en una amplia selección de documentos y textos primarios. Es obra de un historiador dedicado, diciendo verdades frente a una rápidamente creciente montaña de mentiras y distorsiones acerca del nuevo régimen y de sus críticos.

La premisa central de Año Uno es que la revolución fue expresión de una ola sin precedentes de auto-organización obrera y de democracia, de creciente poder soviético. Incluso a finales de los 1920s se sentía obligado a desmontar la emergente mitología –propagada por la contrarrevolución global– de que la Revolución de Octubre representaba un golpe de estado realizado por una pequeña minoría de conspiradores quienes pretendían establecer un monopolio sobre el poder desde el comienzo.

El libro de Sege, y por cierto toda su obra, formula un argumento sistemático a favor de la visión contraria –que la revolución representó la victoria política de las instituciones democráticas de masas, las cuales estaban comprometidas a realizar el programa bolchevique y soviético de transformación sociopolítica. Fue así, dijo, aunque aquellas instituciones se habían empezado a podrir desde temprano, tal como lo hizo en proceso revolucionario mismo. La abundancia de estudios que ha surgido desde entonces acerca de la revolución y de sus años primigenios ha vindicado las tesis de Serge.

Inspirándome en Serge y en estudios más recientes, yo arguyo que la insurrección de octubre fue la culminación de un proceso de expasión de la auto-gestión obrera y de democracia obrera sin precedentes en la historia, que lanzó un periodo de avance revolucionario de masas sin paralelo en la historia mundial. Podemos concebir esta “Edad de Oro” de la Revolución Rusa en los siguientes términos: la revolución progresó en la medida que se extendió la democracia obrera; floreció y dio fruto mientras que el poder de los obreros, instanciado en las instituciones democráticas, se mantuvo y se reproducía; y, comenzó a declinar a medida que la democracia fue debilitada, socavada, y eventualmente “desangrada”.

De febrero a octubre, los soviets se convirtieron en los organismos críticos en el proceso revolucionario en maduración, la concretización de la democracia obrera, cada vez más hegemónicos en cuanto al poder político. A lo largo de ese mismo periodo los bolcheviques incrementaron su influencia entre la clase obrera y el campesinado –cuyas propias iniciativas y acción de masas las impulsaban hacia el bolchevismo.

Para el verano y otoño de 1917 los bolcheviques habían obtenido mayorías en los soviets urbanos y rurales a lo largo del país porque su programa coincidía con las reivindicaciones de los obreros, campesinos y soldados, y porque su organización era lo suficientemente flexible como para rápidamente incorporar nuevos activistas y responder a sus iniciativas.

Cuando los bolcheviques dirigieron el derrocamiento insurreccional del Gobierno Provisional a finales de octubre de 1917, no cabía duda de que apuntaban a realizar los intereses de la población en su conjunto. La insurrección abrió el camino a una sucesión de victorias formales e informales contra los intereses de los capitalistas y los terratenientes feudales.

Los bolcheviques tenían la determinación de llevar a cabo su programa de brindar paz, tierra, y pan, y de poner las fábricas bajo control obrero. Aquellas eran las demandas del pueblo, expresadas por medio de los soviets.

Sin embargo, como es hoy bien sabido, el profundo subdesarrollo económico, social y geopolítico de Rusia imponía una traba. Aun en este periodo más creativo de la revolución, los pasos tomados para realizar sus promesas imponían, sin advertirlo, barreras que impedían mayor avance o desencadenaban procesos de reacción. El progreso de la revolución era simultáneamente un proceso de auto-limitación a medida que sus éxitos establecían obstáculos a mayores avances.

 

De la Insurrección a la Edad de Oro

Cuando el tsar abdicó en febrero de 1917, escribió Serge, “lo improbable se hizo realidad”. El tren de la revolución estaba en marcha y no podía detenerse a medio camino: los campesinos tomarían la tierra, los obreros las fábricas, y la humanidad tomaría un gran salto hacia adelante.

Trabajadores alrededor del mundo recibieron la revolución con júbilo porque representaba sus más amplias aspiraciones, “una nueva democracia de trabajadores libres, tal como nunca antes había sido visto”. Cientos de miles de obreros, campesinos y soldados tomaron su destino en sus propias manos, organizándose colectivamente para formar comités y consejos –llamados soviets en ruso– y para desarrollar políticas, dirigentes y poder propios.

Pese a interrupciones importantes, el periodo entre el derrocamiento revolucionario en febrero y la insurrección en octubre vio el crecer continuo del poder democrático de las instituciones obreras y campesinas.

Las interacciones entre las masas cada vez más radicales y los bolcheviques –quienes, en el verano y otoño de 1917, habían empezado a lograr grandes mayorías en soviets a lo largo de Rusia– revolucionaron aquellos consejos. Pero ello iba en ambos sentidos. A medida que los obreros, soldados y campesinos asumían iniciativas políticas radicales, penetraban cada vez más en el partido bolchevique, siendo a la vez influenciados por activistas del partido.

Desde este punto de vista, vemos que los bolcheviques ganaron porque respondieron rápidamente a las demandas del pueblo, a sus objetivos, y sus inquietudes. Los obreros hicieron del partido bolchevique su organización, incluso cuando colaboraban directamente con miembros de otros partidos. En palabras de Víctor Serge, los bolcheviques fueron “grandes solo en la medida en que encarnaban a las masas”.

Para fines de septiembre de 1917, las mayorías bolcheviques en los soviets en toda Rusia significaban que podían contar con decisivo apoyo en el Segundo Congreso Pan-Ruso de los Soviets, programado a comenzar el 25 de octubre. Una mayoría imponente de obreros y campesinos darían ahora su apoyo a la insurrección.

Los Socialistas Revolucionarios de Izquierda (SRs) habían llegado a la misma conclusión que los bolcheviques y la mayoría de los soviets: tenían que romper con las clases propietarias y con las “clases medias ilustradas”. Se unieron a los bolcheviques en el nuevo gobierno de coalición después de la insurrección.

Para completar la imagen del poder obrero-campesino, los SRs de Izquierda y el congreso campesino nacional, que ellos dominaban, decidieron unificar su comité ejecutivo con el Comité Central y Ejecutivo de Diputados de Obreros y Soldados (TsIK), confirmando la alianza entre obreros y campesinos detrás del nuevo gobierno.

El 22 de octubre –cuando la reunión del Soviet de Petrogrado devino un plebiscito sobre la insurrección– asambleas de masas llenaban al tope todos los salones.

Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado, dirigía la organización práctica de la insurrección. John Reed (autor de Diez días que estremecieron al mundo) diría que la gente en su entorno parecía “en éxtasis”. Trotsky leyó una resolución declarando que estaban listos para luchar por los obreros y campesinos hasta la última gota de sangre y preguntó quién estaba a favor. La inmensa multitud alzó sus manos como si fuera una sola persona y mantuvo sus manos en alto. Como contaría Serge, Trotsky dijo:

“’Que este voto sea vuestro juramento. Jurád dar toda vuestra fuerza … en apoyo al soviet, el cual se compromete a ganar la revolución y daros tierra, pan y paz.’ La inmensa multitud aprobó e hizo el juramento. La escena se repitió en todo Petrogrado: miles, decenas de miles, cientos de miles. Era la insurrección.”

La revolución en sí, el 25 de octubre, fue anticlimática y casi sin violencia, por lo menos en Petrogrado. Trotsky había una vez descrito la revolución como una lucha por el ejército –aquel que tiene al ejército gana. Según esa medida, los bolcheviques triunfaron. Guarniciones enteras apoyaban al partido y a la revolución. Ya, el 21 de octubre, la guarnición de Petrogrado había reconocido al soviet como su “autoridad suprema”.

Mientras los bolcheviques y su Guardia Roja marchaban hacia el Palacio de Invierno, donde esperaban los trece ministros del Gobierno Provisional, el regimiento de élite que custodiaba el palacio se pasó al lado de los revolucionarios, como también lo hizo el batallón femenino. Los famosos marineros de Kronstadt a bordo del crucero Aurora comenzaron a disparar sus cañones –icon cartuchos de fogueo! La Guardia Roja removió a los ministros del gobierno provisional bajo escolta sin represalias ni violencia. En el Congreso de los Soviets, Lenin subió a la palestra y dijo, “Procederemos a construir el orden socialista.”

La revolución en Petrogrado fue bien organizada y ganó fácilmente. Los Guardias Rojos, a quienes Serge describió como “simplemente obreros con un fusil al hombro”, consistía de mujeres y jóvenes, y también hombres, disciplinados, muchas veces elegidos por comités de fábrica y organizaciones locales. En Moscú la insurrección fue menos preparada y enfrentó mayor resistencia. Los dueños de las fábricas combatieron agresivamente contra los obreros, y el soviet de Moscú no había formado Guardias Rojos. Los combates callejeros duraron seis días y cientos murieron antes de que la Guardia Blanca se rindiera. Como en Petrogrado, las fuerzas contrarrevolucionarias fueron liberadas y su seguridad garantizada.

Octubre inauguró una sociedad revolucionario cuya semejanza jamás ha sido vista. Por poco duradera que fuera, por un breve momento una clase diferente estuvo en el poder, organizada colectivamente en consejos profundamente democráticos, e implementó el programa más radical jamás imaginado. Lejos de dictarle al pueblo, los bolcheviques típicamente aprobaban iniciativas elevadas desde abajo sin intento alguno de diluir o moderarlas –y ello les dio legitimidad democrática.

Los días siguientes a la revolución trajeron consigo el decreto sobre la tierra que expropiaba a los terratenientes e hizo a los campesinos amos de sus parcelas; la inicitiva por la paz que concluyó con el Tratado de Brest-Litovsk y el retiro de Rusia de la I Guerra Mundial; la Declaración de los Derechos de los Pueblos de Rusia, la cual garantizaba la igualdad, la soberanía, y el derecho a la auto-determinación, incluyendo el derecho de formar estados independientes, como lo hizo Finlandia; la abolición de los privilegios religiosos; el libre desarrollo para todas las minorías nacionales y étnicas; y un llamado a los trabajadores islámicos de Rusia y el oriente:

“De hoy en adelante vuestras creencias y vuestras costumbres, vuestras instituciones nacionales y culturales, son declaradas libres e inviolables. Id, organizad vuestra vida nacional libremente y sin trabas … [D]ebéis convertiros en amos de vuestros países … Vuestro destino está en vuestras manos.”

Entre tanto, el nuevo gobierno puso al pueblo armado a cargo de la ley y el orden, reemplazando a la policía y al ejército permanente.

La primera constitución soviética, elaborada por Yakov Sverdlov, garantizaba toda libertad a aquel que trabajase. Para contrarrestar el mito de que los bolcheviques establecieron desde el comienzo un estado burocrático y totalitario, Serge observó que “nadie pensó en luchar por un estado totalitario; los hombres lucharon y murieron por un nuevo tipo de libertad.”

La manera en que el nuevo régimen se ocupó de la prensa es ejemplo de esa libertad. Los bolcheviques deseaban arrebatarle el control de la prensa a la burguesía. Trotsky insistió que “todo grupo de ciudadanos debería tener imprentas y papel a su disposición”, y Lenin hizo una propuesta que todo grupo de ciudadanos apoyado por diez a quince mil obreros debía tener el derecho a emitir un periódico si deseara hacerlo.

Las fábricas fueron entregadas a soviets de trabajadores. El decreto del 14 de noviembre invitó a los obreros a “hacer uso de sus propios comités para controlar la producción, contabilidad y financiamiento de las empresas en que laboran,” lo cual hizo de las ocupaciones de los talleres la base del control obrero. Los trabajadores exigieron acceso a los secretos de sus compañías –“libretas abiertas” se convirtió en su consigna– e hicieron que los antiguos capataces le enseñaran los secretos de la producción. La jornada de ocho horas fue garantizada el día siguiente a la insurrección.

El decreto del 10 de noviembre instó a los soviets municipales a resolver la crisis de vivienda “tomando sus propias medidas” con derecho a “requisicionar, embargar y confiscar predios”. El nuevo gobierno canceló deudas y nacionalizó bancos, trusts, y cárteles.

En palabras de John Reed, la llamada “conspiración bolchevique fue literalmente cargada al poder por una colosal y creciente ola de sentimiento público.” El gobierno soviético trabajó rápidamente para hacer realidad las demandas revolucionarias y para extenderle la democracia y el control a la población a lo largo del antiguo imperio.

Con ese fin, los soviets confiscaron las fábricas Putilov y la Compañía Eléctrica 1886 y abolieron el secreto comercial; aplicaron la jornada de ocho horas en los ferrocarriles y pusieron fin a los intereses y el pago de dividendos sobre bonos. Abolieron el sistema de rangos en ambos, el ejército y la sociedad civil, quitaron la educación de manos de la iglesia, e instituyeron el matrimonio civil y el divorcio.

Aquellas medidas radicales fueron los comienzos creativos de una forma de control democrático enteramente nueva.

 

La Asamblea Constituyente

Después de febrero, imperó un poder dual entre el Gobierno Provisional y los soviets. Hacía tiempo que los os bolcheviques clamaban por la elección de una Asamblea Constituyente –un paso singular en esa época– pero presionado por las clases adineradas, el Gobierno Provisional temía sus resultados, así que paraba postergando la votación.

Octubre alteró fundamentalmente las condiciones políticas rusas, pero las elecciones a la Asamblea Constituyente se llevaron a cabo menos de un mes más tarde.

Todos los partidos y todas las clases participaron, aunque con expectativas diversas y mutuamente contrarias. Los SRs, con amplio apoyo del campesinado, creían que ganarían una mayoría en este nuevo cuerpo legislativo y así convertirse en el partido gobernante.

Desafortunadamente, las listas electorales, ya pasadas, no coincidían con la transformación pos-revolucionaria del país. Los SRs ganaron la mayoría de los votos, con 58 por ciento, pero su lista única no reflejaba la escisión entre los SRs y los SRs de Izquierda, quienes ahora apoyaban al Partido Bolchevique (el cual recibió el 25 porciento). Los mencheviques recibieron apenas el 4 porciento y los kadetes y demás partidos burgueses ganaron 13 porciento. Los resultados presentaron retos inmediatos a ambos, la democracia y al poder soviético.

La Asamblea Constituyente largo tiempo había sido la meta de los SR y de los mencheviques, pero, a pesar de su mayoría, no podían revocar la Revolución de Octubre, rechazar los soviets, o limitar el papel de los bolcheviques en el nuevo gobierno –maniobras que, en efecto, estarían en contra del poder soviético de los obreros y campesinos.

El dilema no podría ser más claro: los bolcheviques habían obtenido el liderazgo en los soviets democráticamente y el programa bolchevique era el único que podría cumplir el programa revolucionario de paz, tierra y pan. La Asamblea Constituyente no representaba el programa revolucionario: se oponía a él.

Para los bolcheviques la crisis era aguda –habían logrado el poder pero ahora podrían perder el control. Las áreas rurales habían votado por los SRs y las ciudades industriales votaron por los bolcheviques. Lenin había supuesto que el proletariado en el poder se ganaría al campesinado pero no estaba preparado para que la mayoría SR en la Asamblea Constituyente inclinase la balanza en contra de la revolución. Presentó sus ideas en Pravda, contraponiendo la democracia soviética a la parlamentaria:

“La Asamblea Constituyente ha realizado la forma más elevada de democracia posible en una república burguesa, y por ende, tenía su lugar legítimo en el programa de la Social-Democracia. Sin embargo, los soviets eran una forma más alta de democracia y la única forma que asegure una transición ininterrumpida al Socialismo.”

Víctor Serge describió la táctica empleada por los bolcheviques para vencer aquel reto. Sverdlov tomó la Declaración de los Derechos de las Masas Trabajadoras y Explotadas, preparadas por Lenin para el Ejecutivo Pan-Ruso de los Soviets, y se la propuso a la Asamblea Constituyente.

La resolución transparentemente ataba aquel organismo a la revolución socialista, llamando a la asamblea a:

“[A]probar la nacionalización de la tierra, ‘distribuida a los trabajadores sin pago sobre la base de igualdad de acceso y de uso’; aprobar las leyes soviéticas sobre el control obrero de la producción … aprobar la nacionalización de los bancos; … [aprobar la] expropiación de los medios de producción y de transporte … y el desarme total de las clases adineradas.”

También definía la tarea de la Asamblea Constituyente como la elaboración en general de los principios para una completa transformación socialista.

La mayoría SRista se negó a considerar la declaración, pero discutieron toda la noche hasta que la propuesta de disolver la Asamblea Constituyente surgió a eso de la 4 AM. El decreto, emitido la noche del 6 de enero de 1918, declaraba, “el parlamentarismo burgués … es completamente incompatible con la construcción del socialismo.”

Dadas las circunstancias, tenían pocas alternativas. O los bolcheviques y los SRs de Izquierda se resignaban y aceptaban lo que vendría –lo que probablemente conduciría a su propia destrucción– o actuaban como lo hicieron en la historia real, al disolver la Asamblea Constituyente con todas las consecuencias de ello.

 

Tierra para los campesinos

El decreto sobre la tierra que redactó Lenin el 26 de octubre provino de 242 decretos que los soviets campesinos ya habían emitido, representando el programa agrario Socialista Revolucionario. Ahora los bolcheviques lo pondrían en práctica, con el apoyo de los SRs de Izquierda.

La primera clausula del decreto: “Queda abolido, sin compensación, el derecho de propiedad de los terratenientes sobre la tierra.” Las haciendas, incluyendo todo ganado, asimismo la propiedad de la iglesia y monasterios, le pertenecían ahora a los soviets campesinos. Aquella declaratoria representaba un punto alto de la democracia y unió al campesinado en torno a los soviets, a los cuales veían ahora como una expresión del poder de las masas. No abolió la propiedad privada, pero sí expropió a los terratenientes.

Tal como el decreto sobre el control obrero, el decreto sobre la tierra avaló iniciativas ya emprendidas desde abajo. En el momento de la insurrección los campesinos habían ocupado las grandes estancias. Los trabajadores en el gobierno estaban completando la “revolución burguesa” al otorgar derechos de propiedad a los campesinos y con liberarlos de la subyugación. Hacer cualquier otra cosa –como nacionalizar la tierra– habría sido no-democrático. Comentó Lenin:

“Como gobierno democrático, no podemos simplemente ignorar los deseos de las masas populares, aunque estemos en desacuerdo con ellos. … En el desarrollo de nuevas formas de gobierno, debemos seguir las exigencias de la vida y dejar plena libertad para la actividad creativa de las masas populares. … Así que los campesinos quieren resolver la cuestión agraria ellos mismos. ¡Que no haya enmiendas a su plan! … [L]o principal es que ellos tengan la firme aseguración que no habrán más terratenientes y que pueden emprender organizar sus propias vidas.”

Pero, si bien el darle la tierra a los campesinos representa una de las mayores victorias democráticas del nuevo gobierno, también constituyó una de las más grandes barreras a empujar la revolución más adelante.

Una aplastante mayoría del campesinado veía ahora cumplida su exigencia central. El 80 al 90 porciento de la población estaba ahora comprometida a defender la revolución porque ella había satisfecho su principal reivindicación de clase. Al mismo tiempo, la toma de la tierra tenia consecuencias conservadoras. La gran mayoría de la gente rural había devenido pequeños propietarios y se opondrían a la propiedad colectiva en la agricultura.

Debido a que los minifundios campesinos no podía significativamente aumentar la productividad agrícola, la agricultura soviética no podía producir el tipo de excedentes necesarios para mantener a la nación. Pero, cualquier intento de adoptar formas de propiedad socialistas iría en contra de los intereses de la mayoría.

La decisión maniató la habilidad del gobierno revolucionario de moverse más a la izquierda sobre una base democrática. La ayuda de revoluciones exitosas en el extranjero sería aún más crítica.

 

La guerra y la paz

Como Comisario de Asuntos Exteriores, en noviembre de 1917, Trotsky llevó una delegación a negociar el retiro de Rusia de la I Guerra Mundial. El resultado fue el Tratado de Brest-Litovsk, llamado por muchos la paz vergonzante por las concesiones que los bolcheviques aceptaron para lograr la retirada.

El partido se dividió respecto a las negociaciones. Lenin estaba dispuesto a ceder territorio por la paz; los Comunistas de Izquierda querían empezar una guerra revolucionaria contra Alemania; y Trotsky aconsejaba buscar evasivas, en esperanza de prolongar las negociaciones en anticipo del una insurrección obrera en Alemania.

Lenin ganó el debate. Stalin mantuvo silencio a lo largo de él. La discusión fue la mejor hora del bolchevismo –desarrollaron un debate público sobre un tema polémico, eligieron democráticamente entre las tres posiciones principales, y cerraron filas para aceptar la decisión.

Lenin prevaleció porque basó sus argumentos en lo que él llamaba hechos firmes, en lugar de sentimientos izquierdistas. En contra de los Comunistas de Izquierda de su propio partido y de los SRs de Izquierda, quienes soñaban con lanzar una nueva guerra contra Alemania, Lenin les hizo recordar que el viejo ejército ya no existía y el nuevo recién estaba en formación. Más aun, el pueblo estaba cansado de guerra y a los soldados que abandonaron sus puestos para plegarse a la revolución escasamente se les podría pedir que retornasen al frente para una nueva guerra. Lenin no sobreestimaba las fuerzas alemanas: simplemente comprendía el estado de las rusas.

La posición de Trotsky, compartida por muchos bolcheviques, tenía sentido. Extender la revolución hacia otros países era de suma importancia para su supervivencia y el proletariado occidental miraba hacia los bolcheviques por liderazgo y ayuda. Aguantar, opinaba Trotsky, fortalecería a la clase trabajadora occidental, quienes veían una paz por separado como una capitulación ante el imperialismo alemán –por no mencionar una innecesaria continuación de la guerra en el Frente Occidental.

Lenin, de ninguna manera abandonaría la revolución mundial. En cambio, era aun la meta suprema de su política. Veía en la propuesta de paz la chispa que encendería la revolución alemana. Explicaba: “Quiero perder espacio para ganar tiempo.” Sus críticos desde la izquierda le advertían en contra de intentar preservar la revolución a cualquier precio puesto que las políticas económicas les costó su independencia a los soviets. Lenin respondió: “Sin la revolución alemana, pereceremos.”

No hay manera de endulzar los desastrosos términos de Brest-Litovsk. Rusia perdió Polonia y las regiones bálticas, así como inmensos tramos de Ucrania: 27 porciento de su área sembrada, 26 porciento de su población –de los cuales el 40 era proletariado industrial– un tercio de sus productos agrícolas promedios (pero 55 porciento del trigo), tres cuartos de su hierro y acero, y 26 porciento de su vías férreas. Hubo otro gran sacrificio: la pérdida de la Comuna Finlandesa, que fue ahogada en sangre en 1918.

Por ello, Brest-Litovsk presagiaba un problema fundamental. Los bolcheviques requerían de paz para construir una nueva sociedad revolucionaria en casa –¡a fin de cuentas, la Revolución de Octubre había sido realizada en nombre de la paz! Pero, al cesar hostilidades con Alemania, habían abandonado otra meta aun más esencial: abiertamente extender apoyo a los obreros alemanes en la realización de su propia revolución con debilitar el ejército.

La ayuda iba en ambos sentidos. Los bolcheviques necesitaban la ayuda que ciertamente llegaría de revoluciones en el más avanzado occidente, principalmente Alemania. Aislados en el poder y en el mundo, no podían tener éxito por sí solos, tampoco imponer cambio revolucionario en otros países.

Los bolcheviques no podían forzar revoluciones en otros lares y su revolución no podía sobrevivir sin más estados obreros. Solo podían ayudar a la revolución mundial como ejemplo, y ello significaba construir una sociedad más radicalmente democrática, gobernada desde abajo por soviets autogestionarios, que servirían de faros a seguir para los obreros de todo el mundo.

 

La autodeterminación y sus consecuencias

Si lograr la paz y la entrega de la tierra cumplían las metas de la revolución a la vez que erigían barreras a su mayor progreso, lo mismo se puede decir de la promesa bolchevique de auto-determinación. Ese compromiso por la democracia inspiró al resto del mundo, pero en el caso de Finlandia, también le abrió la puerta a la contrarrevolución

Finlandia había sido una parte bastante autónoma del imperio ruso desde 1809, pero siguiendo a la Revolución de Octubre, haciendo mención del principio bolchevique de la auto-determinación, los finlandeses avanzaron con su reclamo por la independencia. El 18 de diciembre el Sovnarkon (Consejo de Comisarios del Pueblo) adoptó la resolución que reconocía la independencia nacional de Finlandia. Tristemente, aquel decreto no le concedió libertad a los obreros finlandeses sino a la burguesía.

La revolución rusa había polarizado Finlandia, y la independencia hizo más notoria esa división de clase. Lenin y Trotsky habían albergado la esperanza de que los trabajadores finlandeses se les unieran en la revolución, como la primera estación en el paso de la revolución hacia el oeste. En cambio, el liderazgo social-democrático de Finlandia dio apoyo de facto al anhelo de la burguesía finlandesa por la independencia y no llevó a cabo una revolución. Los soviets tuvieron entonces que extender reconocimiento al senado burgués finlandés en vez de a un gobierno obrero.

Los social-demócratas finlandeses, formados en el molde de la social-democracia alemana, habían obtenido la mayoría en el parlamento en 1916. Instituyeron el jornal de ocho horas y demás legislación social, elevando la posibilidad de que el socialismo se podría conquistar por medio de las urnas.

Pero crecieron las tensiones y se declaró una huelga política el 14 de noviembre de 1917, apenas unas semanas después de que ocurriera la Revolución de Octubre, a solo unas millas de distancia. Temiendo represión, los social-demócratas tomaron los principales pueblos y todo el sur de Finlandia.

El partido vaciló entre tácticas parlamentarias y extra-parlamentarias. Siguiendo el ejemplo bolchevique, introdujeron el control obrero en las industrias y tomaron los bancos. Organizaciones obreras formaron Guardias Rojas para defender sus éxitos. Sobrevinieron enfrentamientos sangrientos.

Serge la llamó una revolución abortada, culpando a los social-demócratas finlandeses por ser indecisos. O. W. Kuusinen, uno de los principales líderes de la social-democracia finlandesa, le dio la razón. Como diría él, más tarde: “Deseando no arriesgar nuestras conquistas democráticas y con la esperanza de maniobrar por este hito en nuestra historia con nuestra habilidad parlamentaria, decidimos evadir la revolución.”

Finlandia no tenía ni ejército ni fuerza policial, así que la burguesía formó guardias civiles, a veces llamadas brigadas de bomberos. El general Gustaf Mannerheim, anteriormente general del ejército ruso, asumió el mando de estas fuerzas, conocidas como los Blancos. Con ayuda del exterior –principalmente de Alemania– aplastó a los Rojos. Los blancos apuntaron a liberar Finlandia del poderío ruso y a defender a la burguesía del cada vez más radical movimiento obrero.

Por su lado, los Rojos, liderados por los social-demócratas, habían esperado ayuda por parte de sus camaradas bolcheviques, pero ella nunca llegó. Aunque algunos rusos pelearon junto a los Rojos finlandeses, su número fue reducido. Para hacerle juego a las fuerzas de Mannerheim los Rojos necesitaban tropas soviéticas, pero ellas tuvieron que retirarse según los términos del Tratado de Brest-Litovsk.

Lenin prometió fusiles y cañones pero estos no llegaron sino hasta después de que se iniciaran las hostilidades. Con respetar el derecho de los finlandeses a la autodeterminación, y su propio compromiso por la paz, los bolcheviques sellaron el destino de la revolución finlandesa.

La guerra de 1918 entre los Rojos y los Blancos fue corta y sangrienta. Las tropas de Mannerheim tomaron Helsinki a inicios de abril luego de una masacre que mató más que nada a mujeres y niños. Feroces combates se desataron en Tampere el 16 de marzo. Al final, los Blancos capturaron el pueblo durante la Semana Santa.

Los obreros fueron reunidos y llevados a campos de concentración, donde muchos fueron fusilados. Unos ochenta mil Rojos fueron enviados a esos campos, donde el hambre y las enfermedades acabaron con doce mil personas.

El terror que siguió resultó en más de treinta mil muertos, veinticinco mil de los cuales fueron Rojos. La matanza, que según Serge observó, solo había sido igualada por la masacre de la Comuna de Paris, costó la vida de uno de cada cuatro trabajadores finlandeses.

En su exposición de la tragedia en Año Uno, Serge hizo una observación final: la carnicería que sucedió en abril de 1918. Hasta entonces, la revolución rusa había tratado sus enemigos con blandura y no había recurrido al terror. “La victoriosa burguesía de una pequeña nación que se contaba entre las más ilustradas de Europa” le había recordado al proletariado ruso que “¡Ay de los vencidos! es la ley número uno de la guerra social.”

La derrota en Finlandia trajo múltiples consecuencias para la revolución rusa: la auto-determinación impidió que los soviéticos interviniesen para asegurar la victoria de la Comuna Finlandesa; gracias al Tratado de Brest-Litovsk, los bolcheviques no pudieron ayudar a extender la revolución a algún país occidental; el salvajismo de la burguesía demostró el alto costo que pagarían las revoluciónes derrotadas, forzando a los bolcheviques a abandonar la clemencia y a emplear el terror frente al terror; y, Finlandia presagió sucesivas derrotas en Alemania, Hungría y Polonia.

En consecuencia, la búsqueda bolchevique de una extensión de la revolución rusa se volcó hacia el oriente con la convocatoria del Congreso de Nacionalidades Oprimidas y de Trabajadores de Oriente en Bakú. Las fallidas comunas de Baviera, Bakú y Hungría remataron las lecciones de Finlandia.

En un sentido crítico, octubre 1917 – abril 1918 representó el punto más elevado de la revolución. Esos seis meses realizaron al máximo los anhelos socialistas y democráticos de los obreros, campesinos y soldados. Pero también inmediatamente echaron a andar procesos complejos que permitieron que los bolcheviques fueran aislados y atrapados en un patrón de espera a lo largo de los años 1920.