Alexander Berkman

 

El atentado contra Henry Clay Frick

(Extractos de Memorias de un anarquista en prisión)

 


Publicado por vez primera: En 1912, como parte de A. Berkman, Prison Memoirs of an Anarchist, por Mother Earth Publishing Association
Traducción y HTML para marxists.org: Juan Fajardo, abril 2019.


 

 

 

El llamado de Homestead

 

Los obreros siderúrgicos habían laborado y sufrido resignadamente. De su carne y de su sangre creció la gran industria siderúrgica; su sangre engordó a la poderosa Compañía Carnegie. Pero, pacientemente habían esperado la prometida parte de la riqueza que estaban creando. Como rayo de un cielo despejado cayó el golpe: ¡los sueldos serán rebajados! Perentoriamente los magnates se negaron a continuar la escala previamente acordada como garantía de paz. La empresa Carnegie retó a la Asociación Amalgamada al haber presentado condiciones que sabía que los trabajadores no podrían aceptar. Previendo la negativa, hizo gala de preparativos cuasi-militares para aplastar el sindicato bajo su tacón de acero. Pero el pérfido Carnegie se retrajo de la tarea ….

Con palabras hábiles el gran filántropo había persuadido a los trabajadores a avalar la tarifa alta. Con cada producto de sus ingenios protegido, Andrew Carnegie aseguro una reducción de los aranceles sobre palanquillas a cambio de su generosa contribución al fondo electoral Republicano. En control total del mercado de palanquillas, la empresa Carnegie ingenió una depresión de los precios como aparente consecuencia del reducido arancel. Pero el precio al mercado de las palanquillas era el único índice de los sueldos de los obreros de los ingenios de Homestead. ¡Los sueldos de los obreros deben ser reducidos! La oferta de la Asociación Amalgamada de arbitrar la nueva escala fue recibida con desdeñosa negativa: no había nada que arbitrar; los hombres debían someterse incondicionalmente; el sindicato sería exterminado. Carnegie escogió a Henry C. Frick, el sangriento Frick de las regiones coqueras, para ejecutar su programa.

¿Acaso los oprimidos deben someterse por siempre? Los varones de Homestead se rebelaron: los obreros desdeñaron el ultimátum despótico. Cayó entonces el puño de Frick. ¡Era la guerra! La indignación se extendió por el país. Por todos lados la actitud tiránica de la Compañía Carnegie era amargamente denunciada, la despiadada brutalidad de Frick universalmente execrada. …

[N]o hay tiempo que perder en asestar un contundente golpe mientras la opinión pública está animada por las atrocidades de la Compañía Carnegie, por la brutalidad de Frick. …

Al volver a Pittsburgh en la noche me entero de que la conferencia entre la Compañía Carnegie y el Comité Asesor de los huelguistas ha concluido con la tajante negativa de Frick a considerar las demandas de los obreros. ¡No hay ya más esperanza! El amo está determinado a aplastar a sus esclavos rebeldes.

 

El atentado

 

La puerta a la oficina privada de Frick, a la izquierda de la recepción, se abre cuando emerge el auxiliar negro y capto un breve vistazo de una figura bien compuesta, de barba negra, en una mesa al fondo del salón.

“El Seño’ Frick está ocupado. No puede verlo ahora, seño’,” dice el negro, devolviéndome mi tarjeta.

Tomo la cartulina, la devuelvo a mi cartera y salgo lentamente de la sala de recepción. Pero, rápidamente retomando mis pasos, atravieso la rejilla que separa a los oficinistas de los visitantes y, apartando al sorprendido auxiliar, entro a la oficina de la izquierda y me encuentro frente a Frick.

Por un instante la luz del sol, entrando por las ventanas, me deslumbra. Noto dos hombres al extremo de la larga mesa.

“Fr-,” empiezo a decir. La mirada de terror en su cara me quita el habla. Es el pavor ante la presencia consciente de la muerte. “Él comprende,” atraviesa mi mente. Saco el revólver con un movimiento veloz. Mientras levanto el arma veo a Frick tomar con ambas manos el brazo del sillón e intentar ponerse de pie. Apunto a la cabeza. “Quizá usa armadura,” pienso. Con una mirada de horror él rápidamente aleja la cara mientras yo tiro del gatillo. Se da un destello y la sala, con sus techos altos, retumba con un estruendo como de cañón. Oigo un alarido agudo, punzante, y veo a Frick de rodillas, su cabeza contra el brazo del sillón. Me siento en calma y en control, atento a todo movimiento del hombre. Está tirado con la cabeza y los hombros bajo el gran sillón, sin hacer sonido ni movimiento.

“¿Muerto?”, me pregunto. Debo cerciorarme. Nos separan unos veinticinco pies. He tomado unos pasos hacia él cuando el otro hombre, cuya presencia había olvidado, se abalanza sobre mí. Lucho por soltarme. Parece delgado y pequeño. No le haría daño: mi asunto no es con él.

De pronto oigo el grito, “¡Asesino! ¡Auxilio!” Se me para el corazón cuando me doy cuenta de que es Frick el que grita.

“¿Vivo?”, me pregunto. Arrojo al extraño a un lado y disparo contra la figura gateante de Frick. El hombre me golpeó la mano, - ¡he fallado! Él se aferra a mí y luchamos a lo largo del cuarto. Trato de tumbarlo pero, avistando un espacio entre su brazo y su cuerpo, apoyo el revólver contra su costado y apunto hacia Frick, quien se encoje detrás del sillón. Jalo el gatillo. Hay un clic –¡pero ninguna explosión!

Tomo por el cuello al extraño, quien aun se aferra a mí, cuando súbitamente algo pesado me golpea en la parte posterior de la cabeza. Dolor agudo se me dispara por los ojos. Me hundo hacia el piso, apenas consciente de que el arma se me cae de las manos.

“¿Dónde está el martillo? ¡Golpéelo, carpintero!” Voces confusas suenan en mis oídos. Dolorosamente, me esfuerzo por ponerme de pie. El peso de múltiples cuerpos presiona sobre mí. Ahora -¡Es la voz de Frick! ¿No ha muerto? … gateo en dirección al sonido, arrastrando conmigo a los hombres que me sostienen. Debo sacar la daga de mi bolsillo -¡la tengo! Varias veces ataco con ella las piernas del hombre junto a la ventana. Oigo a Frick gritar de dolor –hay muchos gritos y pisotones- mis brazos son jalados y torcidos, y soy levantado físicamente del piso.

Me rodean policías, oficinistas, obreros en overoles. Un policía me levanta la cabeza por los cabellos y mis ojos encuentran los de Frick. Se para delante de mí, sostenido por varios hombres. Su rostro está pálido, gris; la barba negra está teñida de rojo y sangre brota de su cuello. Por un instante un sentimiento raro, como de vergüenza, se apodera de mí; pero al instante estoy lleno de ira por ese sentimiento tan indigno de un revolucionario. Con odio desafiante le miro directamente a la cara.

“Señor Frick, ¿identifica usted a este hombre como su atacante?”

Frick asiente débilmente.

 

La calle está bordeada por una densa y agitada multitud. Un joven, vestido de civil, que acompaña a la policía me pregunta, no sin compasión:

“¿Está herido? Está sangrando.”

Me paso la mano por la cara. No siento dolor pero hay una sensación peculiar por mis ojos.

“He perdido mis lentes,” comento sin querer.

“Tendrías una suerte maldita si no pierdes tu cabeza,” responde un policía.