OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

CARTAS DE ITALIA

 

 

LOS AMANTES DE VENECIA1

 

Sobre el amor de Alfredo de Musset y Jorge Sand se ha escrito muchos libros. Los primeros fueron, naturalmente, uno de Alfredo de Musset y otro de Jorge Sand. Pero ni éstos, por razo­nes obvias, ni los demás que los han seguido, por razones abstrusas, son una historia comple­ta y verídica del famoso amor. El único libro que parece serlo es "Los Amantes de Venecia" de Charles Maurras, que acaba de ser reeditado.

En una estancia de un hotel del Lido, con las ventanas abiertas al panorama de Venecia y a la música de góndolas de la Laguna, he leído esta novísima edición de la obra de Maurras. Ha sido esta una lectura casual. Pero yo he resuelto imaginármela intencionada. Porque es absolutamente necesario que, en estos días de setiembre en que Venecia está poblada de gentes que vienen a veranear en la playa del Lido, y que no se preocupan de la historia de la república de los dux, algún peregrino más o menos sentimental se acuerde de los pobres amantes que aquí vivieron los capítulos más inten­sos de su novela.

El autor de "Los Amantes de Venecia" es el mismo Charles Maurras, que dirige "L'Action Francaise". El mismo escritor mancomunado con el insoportable chauvinista León Daudet en la literaria empresa de predicar a los franceses la vuelta a la monarquía. Es, por ende, un tipo a quien habitualmente detesto. Pero esta vez me resulta simpático. Su libro es agradable. Tan agradable, que leyéndole se olvida uno del edi­torialista de la absurda "Action Francaise".

Los otros biógrafos de los "Amantes de Venecia" no han sabido ser imparciales. Charles Maurras sabe serlo en todo su libro. No defien­de ni detracta a ninguno de los amantes. Su jus­ticia al hablar de uno y otro es tal, que los musetistas lo acusan de admirador de Jorge Sand y los sandistas de partidario de Musset.

La historia del amor de Musset y Jorge Sand apasiona todavía a mucha gente de Francia. Y en otros tiempos, como es sabido, apasionaba a más gente aún. Tiempos ha habido en que se po­lemizaba calurosamente sobre los más íntimos particulares del ilustre "menage". De un lado se sostenía, por ejemplo, cosas como ésta. Que Musset y Jorge Sand no debían ser llamados los "Amantes de Venecia", porque en Venecia, si bien habían estado juntos, no habían sido efectivamente amantes. Y de otro lado, como es natural, se sostenía lo contrario. Y se citaba testimonios que acreditaban que en Venecia Musset y la Sand habían compartido el mismo lecho más de una noche. Charles Maurras, pre­cisamente, habla de una carta de Jorge Sand, en que se alude a "que fue cerrada la puerta que comunicaba su dormitorio con el de Musset", para demostrar que esa puerta había estado abierta en un principio.

El libro de Maurras relata, repito, con mu­cha imparcialidad los diversos episodios del cé­lebre amor. Pero el autor no puede evitar que su obra pruebe que Musset hizo lamentablemen­te el ridículo. Y que, mientras Jorge Sand apa­rece en su obra como una mujer inteligente y simpática al par que pérfida y aviesa, Alfredo de Musset aparezca como un adolescente cande­lejón y tonto.

La novela de Alfredo de Musset y Jorge Sand puede sintetizarse así:

Jorge Sand fue amante de Musset antes de separarse oficialmente de su marido, el barón de Dudevant. Había ya sido amante de Jules Sandeau y de Merimée. Esta pluralidad de amantes no quiere decir, por supuesto, que Jorge Sand fuera una hetaira. Quiere decir que Jorge Sand tenía el corazón demasiado grande, generoso y hospitalario, esto es "casi incapaz del sentimiento que la generalidad de las gentes llaman amor". "Dos clases de personas —escribe Maurras— parecen ser inadaptadas al amor, las primeras por una falta de sensibili­dad; las segundas por un exceso de este don de sentir y de seguir el sentimiento".

Desde el primer capítulo aparecieron en la novela de amor de Musset y madame Dudevant las querellas y los pleitos. Cuando las dirigie­ron a Venecia, —después de haber saboreado el amor metropolitanamente en París y georgica­mente en Fontainebleau— no fue en viaje de lu­na de miel ni mucho menos. Como que hay quie­nes aseguran que habían ya dejado de ser amantes y que no eran sino dos buenos amigos. Venecia, como se sabe, ejercitó todo su encanto en el espíritu de Jorge Sand. Su inquieto cora­zón estaba, pues, muy propenso a palpitar por el primer veneciano plácido que se le aproximase. Este veneciano fue el doctor Pagello, llamado a asistir a Alfredo de Musset, atacado por una impertinente enfermedad. El doctor Pagello era un vigoroso y joven ejemplar de la fauna veneciana. Jorge Sand, aunque sinceramente preocupada por la mala salud de su amante y fatigada por las vigilias pasadas al pie de su lecho, no podía dejar de apreciar estas cualida­des. Y como tampoco podía limitarse a apre­ciarlas, se enamoró de ellas. Fue así como Jor­ge Sand, al mismo tiempo que moría de ansie­dad por Musset, moría de amor por el doctor Pagello. El pobre Musset, delirante en su ca­ma, no estaba en aptitud de advertirlo. Y ni aún el doctor Pagello, cuya temperatura y clarivi­dencia eran normales, supo advertirle oportunamente. Jorge Sand tuvo que declarársele en la forma más explícita posible. Su declaración no fue verbal sino escrita. No por ser la declara­ción de una escritora, sino por ser la declara­ción de una mujer que apenas hablaba el idio­ma del hombre amado.

Hay que felicitarse de que esta carta de Jor­ge Sand haya sido dada a luz, porque constitu­ya, sin duda alguna, su página más maravillo­sa. "Tú eres extranjero —dice en sustancia Jor­ge Sand a Pagello— tú no entiendes mi lengua y yo sé demasiado mal la tuya para que po­damos comprendernos. Y, siendo de patria, de razas, de costumbres diferentes, aunque pudié­semos comunicar nuestro pensamiento por el lenguaje, nuestros corazones continuarán siem­pre distantes el uno del otro". Luego ella interro­ga con vehemencia: "¿Quién eres tú? ¿Qué pue­des ser para mí? ¿Se te ha educado tal vez en la convicción de que las mujeres no tienen cora­zón? ¿Sabes tú que también tienen uno? ¿Eres tú, cristiano, musulmán civilizado, bárbaro? ¿Eres tú un hombre? ¿Qué hay en ese pecho masculino, en ese ojo de león, en esa frente so­berbia?". El cuestionario se hace, después, más concreto. Jorge Sand pregunta a Pagello si es idealista o carnal en amor, bruto o poeta; si, cuando su amante se duerme entre sus brazos, sabe quedar despierto para mirarla, rogar a Dios y llorar; si los placeres del amor lo dejan jadeante y embrutecido o si lo arrojan en un éxtasis divino. Enseguida ella le agrega: "Yo no sé si tu vida pasada, si tu carácter ni lo que los hombres que te conocen, piensan de ti. No importa. Yo te amo, yo te amo sin saber si yo podré estimarte, y yo te amo porque tú me gustas".

Pero donde están encerradas toda la belleza, toda la poesía, toda la emoción inmensas de la carta, es en las frases siguientes: "Si tu fueses un hombre de mi patria, yo te interrogaría y tú me responderías; pero yo seré tal vez más desventurada todavía, porque entonces, tú podrías engañarme. Tú, tú, como eres, no me mentirás, no me harás vanas promesas ni falsos juramen­tos. Tú me amarás como tú puedes amar. Lo que yo he buscado en vano en los otros, no lo en­contraré quizá en ti, pero podré creer que tú lo posees. Las miradas y las caricias de amor, que me han mentido siempre, tú me las dejarás explicar como yo quiera, sin añadir a ellas palabras mentirosas. Yo podré interpretar tu ensueño y hacer hablar elocuentemente tu silen­cío. Yo atribuiré a tus acciones la intención que yo te desearé. Yo no quisiera saber tu nom­bre. ¡Escóndeme tu alma! ¡Que yo pueda creerla siempre bella!". Esta carta fue escrita por Jorge Sand en presencia de Pagello. Pagello la miraba escribir y apasionadamente sin com­prender. Y cuando ella metió las hojas dentro de un sobre en blanco, y sin decirle una pala­bra, puso el sobre en sus manos, Pagello pre­guntó a quién debía entregarlo. Entonces Jor­ge Sand quitó el sobre de las manos para es­cribirle encima. "Al estúpido de Pagello".

Consecuencia natural de esta carta fue que Jorge Sand y el médico de Venecia se enten­dieran no sólo en el terreno sentimental sino en otros terrenos limítrofes. Musset, en tanto, mejoraba, lo que probablemente, eliminaba de la conciencia de madame Dudevant y de Page­llo todo remordimiento. Después de todo —pen­saba acaso— sea cierto que traicionaban a Musset; pero no era menos cierto que lo trai­cionaba después de haberle salvado la vida con su amor y sus desvelos. Pero, con la salud, Musset recuperó la facultad de darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Un día notó que al pasar tras un biombo Jorge Sand y Pagello se demoraban el tiempo necesario a dos amantes para abrazarse furtivamente. Otro día sor-prendió a Jorge Sand escribiendo a escondidas una carta. Otro día se fijó en que el saloncito donde Jorge Sand y Pagello habían tomado té la noche anterior sólo había una taza, lo que indicaba inequívocamente, que habían bebido amarteladamente de una misma taza de té. Es­tas cosas pusieron terriblemente furioso al convaleciente poeta. Pero Jorge Sand se dio maña para convencerlo de que ella era una mujer ado­rable y de que él era un loco y un miserable al dudar de su lealtad. Y de que debía pedirle perdón de rodillas. Jorge Sand consiguió finalmente que Alfredo de Musset se marchase solo a Francia y la dejase gustar libremente la viri­lidad de Pagello. Más todavía. Parece que Al­fredo de Musset, alma cándida y buena, en una escena preparada por Jorge Sand con refinada astucia, unió antes de partir las manos de su ex-amante y de su médico, diciéndoles: "Uste­des se aman. Sean felices". Lo cierto es que, después de su regreso a Francia. Musset mantu­vo tierna correspondencia con Jorge Sand, quien le encargó que le mandase de París un frasco de patchouli, su perfume preferido. Muy tarde comprendió Musset, el rol que Jorge Sand le había hecho jugar. Antes, los "Amantes de Venecia", cambiaron muchas cartas de recíprocas y románticas acusaciones. En las suyas Jorge Sand negó siempre haberse entregado a Pagello antes que Musset partiese. Se empeñó, además, en presentar a Musset como el que había arran­cado a Pagello la confesión de su amor por ella. Y sostuvo, especialmente, que fue muy due­ña de hacer lo que hizo, porque había dejado de pertenecer a Musset cuando abrió los bra­zos a Pagello. En una de sus cartas se encuen­tra esta pregunta: "¿Era yo tuya entonces?".

Yo creo que las gentes ilustres tienen, sin duda alguna, el mismo derecho que las gentes anónimas para que se respete la puerta de su corazón y de su dormitorio. Yo creo que no basta para descubrir así las intimidades espiri­tuales y físicas de dos amantes, la excusa de que se trata de dos escritores famosos. Pero carez­co de la austeridad necesaria para abstenerme, por mi parte, de contribuir con un artículo de periódico a la notoriedad de esas intimidades.

 


NOTA:

1 Fechado en Venecia, setiembre de 1920; publicado en El Tiempo, Lima, 11 de enero de 1921.