OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

CARTAS DE ITALIA

 

 

REFLEXIONES SOBRE FLORENCIA1

 

El tranvía sube al Piazzale Michelangelo. El Piazzale Michelangelo es una terraza que Flo­rencia, vanidosa y coqueta como una mujer bo­nita, usa para contemplarse a sí misma desde cincuenta metros de altura, en medio de una alameda que asciende serpeando a las colinas de más allá del Arno, muy cerca de la solita­ria Basílica de San Uriniato, de la vieja torre donde Galileo, probablemente en una noche co­mo ésta, se apercibió de que la tierra daba vuel­tas. Viajan en el tranvía dos parejas de enamo­rados, de enamorados parecidas a todas las parejas de enamorados del mundo. Viaja, además, una inglesa que mira la luna con sus imperti­nentes por un ventanillo del tranvía. Yo había tenido la ambición insensata de ser el único en subir al Piazzale esta noche de luna. Había olvi­dado que la noche de luna en el Piazzale no podía ser atrayente sólo para mí. Que tenía que serlo también para otras gentes, para los ena­morados y las inglesas, por ejemplo. Y un mie­do ilógico se adueña de mí actualmente. ¿No su­birán hoy al Piazzale todos los enamorados y to­das las inglesas de Florencia?

Pienso, en seguida, que debe ser agradable estar enamorado esta noche. Lo mismo piensa, sin duda alguna, la inglesa que tan pertinazmen­te mira la luna. Yo debería enamorarme de la inglesa por algunos momentos. Pero no es po­sible, ni siquiera por algunos momentos enamo­rarse de una mujer que mira la luna con sus impertinentes. No es posible, ni razonable.

Me invade una tentación rara. La tentación de preguntarle a la inglesa. Señora, usted viene a "gozar del fresco", ¿no es cierto? Es que no sé por qué se me ocurre que esta inglesa no siente otro deseo que el de "gozar el fresco" y lamenta que en el Piazzano den "retreta". Lo que puede ser una suposición injusta y temeraria.

Nos acercamos al Piazzale. El tranvía entra chillando con todas sus fuerzas en la última curva de la ondulada alameda. La inglesa no mi­ra más la luna. Mira tal vez el tranviero. Apa­rece la silueta del David de Miguel Angel dominando el Piazzale silenciosa y evangélicamente.

Yo he visto muchas veces Florencia desde este mismo sitio. ¿Por qué entonces, me parece, que por primera vez la veo ahora? Seguramen­te porque por primera vez la veo de noche. Y de noche, este panorama de la ciudad es más vivo, más intenso, más comprensible que de día. De día hay algo que no permite apreciarlo ínte­gramente: la luz del sol. La luz del sol impide ver bien las cosas. ¡Es siempre tan violenta, tan extremada, tan excesiva! De noche, en cambio, la ciudad enciende sus propias luces. Sus pro­pias luces la dibujan, la dividen, la limitan, la coloran. Y, en las noches como ésta, la luz de la luna influye en el paisaje de la ciudad, pero influye sagaz, discreta y sabiamente. No lo cam­bia, no lo modifica. Lo hace plena y nítidamen­te visible, sobre un fondo luminoso y bajo un cielo plácido.

Las luces de una ciudad son admirablemen­te expresivas en las gradaciones de su distri­bución, de su intensidad, de su matiz. En los su­burbios se dispersan, se apagan, se desvanecen. En el centro se afestivan. Por ejemplo, nadie puede indicar mejor la plaza Víctor Manuel en el panorama nocturno de Florencia que ese nú­cleo de luces próximo al Domo. Mirar ese nú­cleo de luces es sentir toda la vista de la plaza Víctor Manuel, es asomarse a las terrazas llenas de gente de sus cafés-concierto. Es escuchar la música de Madame Thebes. Es percibir el silen­cio de un episodio cinematográfico en que Al­berto Capozi mata a Francisca Bertini o Fran­cisca Bertini mata a Alberto Capozi.

Además, cada una de las luces de la ciudad parece tener su personalidad y su fisonomía. No son iguales una a otras. Esa luz es blanca, res­plandeciente y vaporosa como una dama en tra­je de soirée. Es una luz de teatro, de music-hall o de carrousel. Esa otra es amarilla, miserable, anémica. Es una luz de arrabal, una luz en tor­no de la cual giran y giran sucios coleópteros y vagabundas libélulas. Esa otra es roja. Es una luz de vía férrea, eternamente vigilante y vagamente dramática como su vecino y amigo el ga­ritero. Esa otra es una luz que corre y grita ebria de gasolina. Es la luz de un automóvil. ¿Y esas otras luces que se reflejan en las aguas del Arno? ¿Son luces coquetas que se miran en el espejo? ¿O son luces suicidas que se arrojan en el río como se arroja a veces una virgen ro­mántica que se mata por amor o un pobre dia­blo que se mata por hambre? Son las luces más misteriosas, más conmovedoras, más inquietantes. Yo estoy seguro que en las noches de invier­no sufren frío. Yo las he visto entonces tem­blar con el fondo del agua torva.

¿Por qué estas luces metropolitanas despier­tan en mi alma el recuerdo de otras luces y, por ende, de otra noche de verano y de otro paisa­je sereno? Esas otras luces no eran luces de gas, de electricidad ni de petróleo. Eran las pequeñas, errantes, fugitivas y versátiles luces de las luciérnagas. Las únicas luces que alumbraban el bosque de abetos de Vallombrosa. Usted, Zi Uciceri, había perdido su collar. Usted no sabía dónde. Pero lo buscaba usted en el bosque porque suponía usted naturalmente, que si lo ha­bía perdido dentro del hotel no había peligro alguno. Nadie se lo robaría. En cambio, si lo ha­bía perdido en el bosque podrían robárselo, al amanecer, las cigarras. Tienen tan mala fama de ociosas las pobres cigarras. La noche estaba lle­na de luciérnagas. Y los ojos de usted, sus ro­mánticos ojos de alemana no encontraron el co­llar, pero soñaron acaso, que el bosque se trans­formaba en un bosque wagneriano donde erra­ba, sonámbula y angustiada, una princesa nibelunga. Usted semejaba, en verdad, la dulce pro­tagonista de una leyenda nórdica. Las luciérna­gas volaban con ese vuelo graciosamente incier­to, íntimamente leve, que describe la "Maripo­sa" de Grieg. Y había en su actividad una pro­sa rara como si también ellas buscaran algo. Buscaban el collar de usted probablemente. Porque las luciérnagas la amaban a usted esa noche. Yo lo dudé en un instante en que usted se inclinó a mirar el suelo. Yo había creído que en ese instante todas las luciérnagas del bosque, todas las luciérnagas del mundo, desde las más cercanas hasta las más distantes correrían a ilu­minar el trecho de ruta que los ojos de usted exploraban. Y me sorprendió que no fuera así. Que mientras usted escrutaba el suelo las lu­ciérnagas continuasen vagando sin concierto. Pero después pensé que era que las luciérnagas sa­bían que su collar no estaba donde usted se ha­bía detenido y por donde ya ellas habían pasado. Si usted hubiera adivinado mi pensamiento me hubiera dicho que yo disculpaba a las lu­ciérnagas. Y que las luciérnagas eran efectivamente descorteses y malas como yo había pen­sado al principio. Todo, por supuesto, para que yo le replicara que no, que usted se engañaba, que las luciérnagas la amaban con todo su co­razón porque usted era bella, muy bella, más noble que la noche melodiosa en el bosque in­somne.

Mi pensamiento abandona Vallombrosa, aban­dona sus luciérnagas, abandona a Zi Mimi y re­gresa a Florencia. Encuentra una insólita fuer­za invocadora en la cúpula de la catedral, en el campanario de Giotto y en la torre alineada del Palacio de la Señora. Y me atribuyo tam­bién a la noche. La noche borra un poco la Florencia moderna. Relieva, en tanto la Floren­cia antigua. De noche hay en Florencia algo de la Florencia de Lorenzo el Magnífico y de Ge­rónimo Savonarola. El alma de Florencia sale a la superficie. Y se muestra más y más a me­dida que cesa el ruido de los tranvías, de los automóviles y de todas esas abominables má­quinas que ahuyentan y espantan las sombras del pasado. En algunas callejas resucita furtivamente la Florencia de antes. Los viejos palacios recobran su fisonomía feudal. Se respira la atmósfera de la Edad Media. Se susurra sin que­rerlo un verso de la Divina Comedia. Y se siente el riesgo inminente de tropezarse con la som­bra del Dante al voltear una esquina.

Yo amo el Piazzale por sus cipreses. Por sus altos cipreses que señalan la ruta de San Urinia­to al Monte. Y que son como una teoría de mon­jes en marcha al convento. El ciprés es un árbol augusto. Es más bello que el Apolo de Belvede­re y más profundo que los Diálogos de Platón. Su línea es más elegante que la del pino. La lí­nea del pino es un poco geométrica. La línea del ciprés es siempre estatuaria. Y su color tiene la austeridad de su espíritu y la majestad de su forma. Es un verde solemne. Es un verde oscu­ro como el que se encuentra en los mármoles preciosos de la Capilla de los Médicis. Gótico, místico, ascético, su flacura evoca a veces la flacura de San Gerónimo y de Santa María Egipsíaca. Y como es el árbol del misterio, es el árbol de la noche. De noche su sombra semeja una sombra humana. Es la sombra de un magno Don Quijote, embozado y pensativo, sin escudero, sin armas, sin arnés y sin cabalgadura.

Pero en este Piazzale no hay sólo una hilera de cipreses. No sólo hay un David de bronce copia del David de mármol de Miguel Angel. Hay también un "tea-room". Yo sé que no exis­te un lugar bello e ilustre sin "tea-rooms". Y que es universal la tendencia de asociar el pla­cer estético y el té con pasteles. Pero, sin em­bargo, un "tea-room" en esta noche de luna me parece innecesario e impertinente. ¿Qué hace aquí un "tea-room", Dios mío? Suena en el "tea-room", como una carcajada, la música de un "One steap". Y esta música extingue de un gol-pe el silencio del Piazzale. A su conjuro aparece ululando un automóvil. El Piazzale se puebla de ruidos y de gentes. Y arriba, en el cielo, la luna se muere de tristeza.

 


NOTAS:

1 Fechado en Florencia, en 1920; publicado en El Tiempo, Lima, 2 de febrero de 1921.