OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ALMA MATINAL

      

       

LAS NOVELAS DE LEONHARD FRANK1

I: "KARL Y ANA"

¿Por qué no hablar de Karl y Ana, de Leo­nhard Frank, a propósito de los libros de guerra alemanes? Karl y Ana, novela y drama, no es catalogable entre los libros de guerra. Pero como Siegfried de Giraudoux, obra con la que se emparenta lejanamente en la historia, Karl y Ana no podría haber sido escrita sin la guerra. Mi intento de lograr una interpretación poco heterodoxa del caso del profesor Canella,2 co­rresponde a los días en que leí Karl y Ana. Yo buscaba entonces la explicación de este caso, tan indescifrable para la policía italiana, en la nove­la de Giraudoux, aunque no fuera sino para decepcionar a los que no creen que yo pueda entender sino marxistamente y, en todo caso, co­mo una ilustración de la teoría de la lucha de clases, L'apres-midi d'un faune de Debussy. Karl y Ana me confirmaba en la sospecha de que Siegfried era el primer espécimen de una nume­rosa variedad bélica.

Leonhard Frank no tiene todavía en el público hispano-americano la popularidad que con un libro ha ganado Erich María Remarque. No pien­so que esto sea debido exclusivamente a la magnífica maquinaria de réclame de Ullstein cuyo perfecto funcionamiento aseguró a Sin novedad en el frente un tiraje de 600,000 ejemplares en Alemania. De Leonhard Frank no se había traducido (en 1929) al español3, sino una de sus primeras novelas La partida de bandoleros. Se trata, sin embargo, 'de uno de los más grandes novelistas de lengua alemana.

El de Karl y Ana es generalmente clasificado como caso pirandelliano. El problema psicológico podría haber sido del gusto del autor de Cada uno a su manera. Pero no se define nada con colocar Karl y Ana bajo el signo de Pirandello y Freud. Leonhard Frank emplea en esta novela —trasladada con gran fortuna a la escena— la más estricta técnica freudista: verbigracia en la descripción de los sueños. Puede ser que con esto tengan que ver algo Zurich y Viena, ciudades que lo han familiarizado con el psicoanálisis. Pero la realización artística en esta novela, como en todas las suyas, no debe nada a Pirandello ni a Freud: es toda de Leonhard Frank. Pirandello no habría podido dar a Karl y Ana ese clima poético, ese tono lírico que Frank obtiene con tan espontáneo don. Karl y Ana habrían tenido, en una obra pirandelliana, ese acento de befa y de caricatura de que Pirandello, profundamente italiano en su filiación de autor para marionetas, no puede prescindir. Leonhard Frank emplea, en cambio, en la creación de estos personajes, los matices más puros de la ternura.

Karl y Richard, dos soldados alemanes prisioneros de los rusos desde el comienzo de la guerra pasan cuatro años en un campo de concentración. Los dos son obreros, los dos tienen la misma edad, la misma talla y la tez morena de los metalúrgicos. Los diferencia el estado civil y la experiencia amorosa. Richard es casado, hacía muy poco que había desposado a una sólida, intacta y hacendosa muchacha de veintitrés años y se había instalado con ella en un pequeño departamento en la ciudad, cuando la guerra lo llevó al frente oriental. Karl y Richard, durante el verano, labran la tierra. Leonhard Frank nos ahorra la descripción de sus inviernos. Podemos imaginarlos como una larga y aburrida velada en la que las fantasías, los deseos y la sangre de los dos soldados carecen totalmente de estimulantes. El invierno en una "isba" del confín de la Rusia europea debe ser para dos obreros de usina, jóvenes y ardientes, una morosa noche polar en la que se congelan todos los recuerdos. En primavera, con el deshielo, empiezan a fluir de nuevo. Pero únicamente en verano, el olor y la temperatura de la tierra asoleada, les devuelven toda su potencia. Richard, en este tiempo, no ha cesado de hablar a Karl de su mujer. Le ha contado toda su vida con ella. Le ha hecho de ella un retrato meticuloso, al que una evocación animada por el deseo ha dado una plasticidad perfecta y excitante. Poco a poco, Karl ha ido interesándose por esa mujer hasta enamorarse de ella. La ausencia de Ana llena la vigilia y el sueño de los dos hombres. Los dos sienten la nostalgia de su carne lozana, de su temperamento recatado, de su belleza tranquila y modesta. Karl no ignora nada de Ana. Le basta cerrar los ojos para representársela exactamente. Richard se la ha descrito prolijamente hasta comunicarle agrandada su impaciencia por retornar a ella. Karl sabe que tiene el pecho muy blanco, las caderas y el vientre algo morenos como el cobre claro. El departamento, el menaje le eran también familiares. Sabía cuándo y cómo Richard había comprado cada uno de los enseres. Los muebles habían sido adquiridos a plazos y Ana debería haberse impuesto muchas economías y muchas fatigas para pagarlos. Una ausencia de cuatro años y una camaradería de guerra en la frontera de Asia relevan a un prisionero de toda reserva pudorosa acerca de su esposa y de su hogar. Karl sabía que el atizador tenía un mango de cobre y Ana "tres pequeños lunares brunos como terciopelo".

Con el cuarto verano, la confidencia había agotado sus secretos. La nostalgia de los dos prisioneros estaba en su grado extremo de intensidad. Expedido Richard con varios prisio­neros a otro lugar, Karl se fuga del campo de concentración. Lo lleva a Alemania el deseo de Ana, la mujer de Richard. No se propone con­quistarla con una farsa. "Su naturaleza estaba nostálgicamente tendida hacia un ser para el cual él podía ser la vida y que podía también ser la vida para él. Tenía el mismo oficio, la misma talla, el color de los cabellos y de los ojos, el tinte oscuro propio de los obreros me­talúrgicos y aún, como Richard, las cejas par­ticularmente tupidas y arqueadas; pero Karl no recordaba esto sino de una manera superficial. Conocía el pasado de Ana cerca de Richard con detalles tan exactos como si lo hubiera vivido. Estaba pleno de esta mujer. Ella se había trans­formado, en su imaginación, en el país natal, en aquello que todo ser busca al lado de otro ser. El la amaba". Y, cuando llega donde Ana, este sentimiento hace invencible y natural su pre­sencia, su entrada en una intimidad en la que nada ignora. Karl ha tomado de Richard, en su luengo coloquio, algo que no es sólo psíquico sino físico. Era tan fuerte y vital el sentimiento que lo ponía delante de esta mujer, que Ana no podía resistirle. La escena de este encuentro, de tan rápidas transiciones psicológicas, está escri­ta con la maestría única de Leonhard Frank. Na­da nos sorprende en el desenlace. Todas las palabras, todos los gestos corresponden a lo que una profunda intuición nos hace esperar.

"¿Y bien Ana, no me crees?... Y yo que no conozco sino a ti en el mundo"... Sobre su sonrisa pasó la corriente cálida de la vida, todas las desgracias y todas las venturas; y la menti­ra se convirtió para él en la verdad cuando agre­gó: "Tú eres mi mujer".

"Ana sabía que este hombre no decía la verdad y al mismo tiempo presentía en sus pala­bras un sentimiento verdadero. Con las manos cruzadas sobre el pecho estaba ahí desamparada, puesto que el extraño que estaba sentado sobre la silla, no le era absolutamente extraño".

Una carta de la administración militar había comunicado a Ana que Richard había muerto el 4 de Setiembre de 1914. Karl podía destruir esta prueba débil y formal con la convicción serena del que posee la verdad. Cuando en Ana se rebelaba tímidamente la razón, el desembarazo y la soltura con que este hombre, impregnado de su intimidad, se movía en su presencia y reconocía todos los objetos, contenían y relajaba su reacción. Dos elementos se combinaban y se alternaban en la fusión de ambos destinos. Karl no tenía el propósito de triunfar de la resistencia de esta mujer por la simulación. Pero, cuan- do ella recordó con amor a su marido, a quien no había podido olvidar, los celos se apoderaron de Karl, que empezó a mentir de una manera consciente "empujado por el miedo de perder a esta mujer que creía ya conquistada".

Karl ocupa sin violencia el lugar de Richard. Todos los impulsos vitales de Ana se rebelan de golpe contra su larga soledad. Karl la conquista con un amor, que en parte es el de Richard. Karl y Ana se aman. Para los vecinos, él es Richard que ha regresado. Y cuando toda ficción es ya innecesaria entre los dos, la verdad de su amor basta para unirlos definitivamente. El regreso de Richard no puede ya nada contra este vínculo de carne y de espíritu.

Pero no es sólo en el Siegfried moderno, inverosímil y humorístico de Giraudoux en el que Karl nos hace pensar por abstracta asociación de casos post-bélicos. Benjamín Cremieux se remonta, —en una crítica de La Nouvelle Revue Francaise sobre la pieza teatral—, hasta el Siegfried mitológico. Piensa, asistiendo al drama de Karl, en el más antiguo y clásico Siegfried germano. "Bajo su aspecto modesto y despojado, bajo el feldgrau de Karl, percibe a Siegfried — describe— y esta Ana, que él viene a buscar al fondo de la humilde cocina es Brunhilda. El dúo de amor que canta es el de Tristán e Isolda y Richard es un irrisorio rey Mark que ha vertido a Karl en palabras el filtro de amor. Es toda la profunda Germania la que viene a nosotros una vez más, la Alemania a la vez sobrehumanamente pura y espesamente, cósmicamente animal".

II: "EL BURGUES"

La novela de guerra alemana, en boga en nuestros días, no será nunca inteligible en todos sus detalles a los lectores que conozcan mal la psicología de la burguesía de la Alemania contemporánea. Leonhard Frank, autor de uno de los primeros libros de guerra, nos puede servir de guía en uno de los sectores de esta indagación. Su novela El Burgués, una de sus obras maestras, tiene las más genuinas cualidades de biografía espiritual, de croquis psíquico de la burguesía alemana en su edad crítica.

No es ésta una burguesía balzaciana, de franceses de sangre impetuosa y juicio equilibrado; no es una burguesía ibseniana de protestantes heroicos y mujeres apasionadas. Jurgen Kolbenreiher tiene un vago pero cierto parentesco con Jimmy Herf, el protagonista de Manhattan Transfer.

El burgués novelesco, el burgués espécimen de nuestra época, no es el conformista, el normal, que cumple su misión capitalista de acumulación con perfecta salud moral y seguro equilibrio físico. Este género enrarece, a medida que se acentúa el declinio de la burguesía. La literatura, al menos, ha agotado casi la descripción de sus variedades. Tenemos millares de acabadas biografías de industriales, banqueros, funcionarios que emplean sin drama interior su voluntad de potencia. La burguesía, en tanto, es cada vez menos dueña de su propio espíritu. Están muy relajados los resortes de su mecanismo mental. Le es humanamente difícil retener en sus rangos a los individuos de mayor impulso. Una clase que ha cumplido su misión histórica, y a la que ninguna empresa heroicamente creadora promete ya su futuro, no dispone de los elementos intelectuales y psicológicos necesarios para preservarse de una superproducción de no conformistas". El "no conformismo" en tiempos de regular crecimiento capitalista, prestaba a la salud burguesa servicios de reactivo. Tenía por objeto estimular su energía moral e intelectual como una secreción excitante. Henry Thoreau, rebelándose con extremo individualismo contra el pago de impuestos, no pone mismamente en peligro el equilibrio de una sociedad liberal y puritana: es un signo de vitalidad y de juventud del individualismo de la futura democracia de Roosevelt y Hoover.

Jurgen Kolbenreiher, en el comienzo de la novela, es un tímido alumno de liceo que, en el umbral de una librería, con el dinero en la mano, no osa entrar a adquirir el volumen de filosofía que ha escogido en la vitrina. Sobre Kolbenreiher pesa una opresora educación burguesa que reprime todas sus inquietudes instintivas. Vigilan su adolescencia su padre, burgués implacable, y una hermana de éste que exagera su ortodoxia de clase con rutina regañona de tía vieja y soltera. La gravedad contemplativa de Jurgen, su aire distraído, sus salidas heréticas disgustan y preocupan a su padre. Los Kolbenreiher pertenecen a una antigua familia burguesa que en el Siglo XV dio a su ciudad un burgomaestre. La inquietud absurda de Jurgen, adolescente de optimismo prematuramente insidia do por la filosofía, atenta contra una sólida tradición de adustos negociantes. El viejo Kolbenreiher ha decidido dedicar a su hijo a una carrera administrativa. Un joven de buena familia, inepto para los negocios, no puede aspirar a otra cosa. Jurgen será un pequeño juez de provincia, de humor oscuro y descontento. Para la tía, tutora de Jurgen a la muerte de su padre, ésta es la más sagrada de las disposiciones testaméntarias. La tía se impone la tarea de velar por la educación de Jurgen de modo que nada lo desde su destino de juez de paz. A esta tarea se consagra con el mismo rigor monótono que al crochet y a la administración de sus fincas y valores.

Leonhard Frank sigue en sus páginas sagaces y concisas el curso de esta adolescencia torturada y difícil. Podría ensayarse útiles confrontaciones entre la adolescencia de Jurgen Kolbenreiher y la del protagonista de Ernest Glaesser. Leonhard Frank desde La partida de bandoleros se revela biógrafo extraordinariamente penetrante de la juventud alemana. Todo lo que la pedagogía seca y ciega de una tía solterona y rígida, fiel a su tradición burguesa, puede hacer por deformar y anular un alma adolescente, está reflejado en el relato de la juventud de Jurgen. Juventud ensombrecida por la larga e inexorable pesadilla de su conflicto con esta educación de punto de crochet que se propone aprehenderlo en propia individualidad.

Jurgen se revela contra esta tía, que intenta dictar a su existencia una regla y un horario estrictos, fijar sus horas de sueño, proscribir poco a poco de sus lecturas y de su ocio la filosofía y los ideales. Pero la rebelión contra la tía y su horrible crochet cotidiano no es posible sino como rebelión contra todo el orden social que representa esta vieja, sus principios y sus casas de alquiler. Jurgen no pueden emanciparse de su gris destino de juez de paz y de parsimonioso administrador de su renta, sin emanciparse de toda la tradición de los Kolbenreiher. Desde el liceo, Jurgen se había preguntado ¿por qué el mejor alumno de su clase, por ser hijo de un cartero, impedido por su pobreza de continuar sus estudios, tendría que empujar una carretilla de mano o recoger boñiga de la calle? "¿Por qué, desde los catorce años hasta su muerte, los mil setecientos obreros del señor Homes, están obligados a trabajar de la mañana a la tarde en su fábrica de papel, mientras millares de muchachos y muchachas que trabajan poco o nada, que se visten bien y se cuidan, pueden pasearse todos los días?'' Jurgen se había planteado la cuestión de la desigualdad social en estos términos elementales. Pero sólo encuentra una respuesta racional a sus interrogaciones cuando su impulso centrífugo lo lleva al estudio del ingeniero socialista, licenciado de la fábrica de uno de sus condiscípulos por sus principios subversivos. El ingeniero es el líder del movimiento socialista local. Jurgen asiste a las reuniones obreras. En las asambleas, en la redacción del periódico socialista halla a Catherine Lenz, otra rebelde de su generación y de su clase, que ha roto con su familia y ha abandonado su hogar para vivir según su propio sentido de la vida. Jurgen deja también su casa y sus odiosos, deberes. Conoce la ventura de amar a una mujer que siente y piensa como él; se une a Catherine, más fuerte, más neta que él, heroína modesta y anónima, de la fuerte estirpe de Rosa de Luxemburgo y de Larissa Reissner. Y ya no le será posible olvidar en su vida "esa mañana en que por primera vez, ha sentido la tranquila seguridad de no estar ya violentado por nada extraño a él y de ser el amo absoluto de su vida sentimental".

Pero Jurgen no es sino un joven idealista, en el que las raíces de su clase no pueden desaparecer fácilmente. Para militar gozosa y perseverantemente en el movimiento socialista le falta la disciplina del obrero, confinado desde su origen dentro de los límites de su existencia proletaria. Le falta la voluntad firme, el instinto seguro de Catherine Lenz. Jurgen no resiste a la dura prueba de la miseria y la estrechez de una vida de agitador. Es, en el fondo, un egocéntrico, un romántico que no puede imaginarse sino de protagonista de una escena brillante. Su lastre sentimental le impide darse hasta el fin a su nuevo destino, forjarse una nueva existencia como Catherine. Sus más secretos impulsos lo conminan a la deserción, a la fuga. Por esta vía llega a una tentativa de suicidio. En el instante decisivo, se aferra a la vida. Pero desde ese instante se inicia su retorno a cuanto ha abandonado; bienestar, confort. Una condiscípula de Catherine, inteligente, hermosa, sin prejuicios, rebelde también a su manera, que lo ama acica­teada por un sentimiento de curiosidad y admi­ración, es una tentación a la que inconsciente­mente sucumbe. Desesperado, después de una escena dolorosa con Catherine, busca fugitivo la muerte en los rieles de un tranvía. Cuando se despierta, dos días más tarde, en la alcoba de su tía, vendadas la cabeza y las piernas, Elizabeth, la hija del banquero, vela a su cabecera.

Es así como Jurgen regresa a la existencia a la que ha querido escapar. Ya no será juez de paz. Su rebelión ha tornado a la tía complacien­te. Se casará con Elizabeth y reemplazará a su suegro en la banca. Trascurren algunos años. Pe­ro Jurgen no logra ya restituirse, reintegrarse espiritualmente a la clase de la que en su época romántica y juvenil ha desertado. Ni Elizabeth ni los placeres, ni su colección de objetos de ar­te, bastan a su equilibrio espiritual. Elizabeth es una mujer egoísta y banal que lo engaña pa­ra distraerse del aburrimiento de una existen­cia burguesa. Y, poco a poco, el joven Jurgen rei­vindica sus derechos, retorna a su vez exigente y acusador. El conflicto entre los dos Kolbenreiher estalla violento, implacable. El banquero Kolben­reiher confronta su caso con el de las gentes que lo circundan. "No importa —se dice— el hecho es que sin objeto, sin idea, sin razones de exis­tencia, yo no puedo continuar viviendo. No pue­do soportarlo. Es un estado simplemente intole­rable. Es en esto que tú te distingues del burgués puro. Este soporta admirablemente tal estado. ¿No es su objetó poseer, poseer, poseer, poseer siempre más? Y él se mantiene generalmente en buena salud". ¿Cómo puede un hombre renun­ciar a existir hasta el punto de aceptar necesa­riamente un destino como el qué la vieja tía ha soñado siempre para el último Kolbenreiher? La. explicación es fácil: "Más del noventa y nueve por ciento de tus contemporáneos que charlan incesantemente sobre el "alma" no son absoluta­mente incomodados por la suya". Este conflicto empuja a Kolbenreiher con velocidad vertiginosa hacia la locura. ¿No está ya loco el banquero Kolbenreiher? Ninguno de sus familiares lo duda, al escucharle frases incoherentes, frases absurdas como ésta: "Mi villa, mis tres inmuebles de alquiler, toda mi cartera, mi situación, mi crédito, la consideración de que yo disfruto, os doy todo a cambio de esto: yo". Su vecino, un anticuario, sonríe: "Compra de ideales bien conservados. Estilo Luis XVI". Jurgen huye. Viaja desalentado, desesperadamente, en busca de su yo perdido. Parece que la última estación de su vida va a ser la locura. Los manicomios del siglo veinte albergan muchos Jurgen. Pero Jurgen recorre al final de este viaje, el camino de su primera evasión. Se encamina al barrio de los obreros. Entra al local, donde escuchara en su juventud al ingeniero y donde se escuchara a sí mismo, razonando marxistamente. En la puerta, un adolescente de 14 años ofrece a Jurgen un folleto.

—"¿Quién habla esta tarde?"

—"Mi madre, la camarada Lenz".

"...Temblando, él mira al hijo de Catherine, cuyo exterior recuerda exactamente al alumno de liceo Jurgen que, delante de la librería, no tenía valor de entrar a comprar el volumen".

Leonhard Frank no hace propaganda. Su novela es una pura creación artística. La emoción de su relato no suena jamás a falso. Y todo transcurre en ese tiempo alucinante, suprarrealista, poético, de sus novelas tan densas de humanidad y de misterio. 

 


NOTAS:

1 Reunimos, bajo un título común los comentarios he­chos a las novelas de Leonhard Frank, pues el gusto por el tema de la guerra en la novela contemporánea como la declarada coincidencia con una de sus creaciones, permiten presumir que proyectase reunirlos en un ensayo donde, ade­más, pudiese aparecer el juicio sobre El hombre es bueno. Los comentarios aquí reunidos, sobre Karl y Ana y El bur­gués, fueron sucesivamente publicados en Variedades: Lima, 13 y 20 de Noviembre de 1929.

2 Desarrollado en La Novela y la Vida, ensayo de novela aparecido en Mundial, publicado en el volumen 4 de esta colección de obras completas.

3 Corregido por nosotros teniendo en cuenta la posterior difusión de Leonhard Frank en castellano.