OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ALMA MATINAL

    

     

SIGNOS Y OBRAS

ROMAIN ROLLAND1

I

Al homenaje que, con ocasión de su sexagé­simo aniversario, tributan a Romain Rolland, las inteligencias libres de todos los pueblos, da fer­vorosamente su adhesión la nueva generación iberoamericana. Romain Rolland es no sólo uno de nuestros maestros sino también uno de nues­tros amigos. Su obra ha sido —es todavía— uno de los más puros estímulos de nuestra inquie­tud. Y él, que nos ha oído en las voces de Vas­concelos, de la Mistral, de Palacios y de Haya de la Torre, nos ha hablado con amor de la mi­sión de la América Indoibera.

Los hombres jóvenes de Hispano-América te­nemos el derecho de sentirnos sus discípulos. Cuando en su país se callaba su nombre, en es­tas naciones se le pronunciaba con devoción. Y ni las consagraciones, ni las exconfesiones de París han logrado jamás modificar nuestro criterio sobre el valor de la obra de Romain Ro­lland en la literatura francesa. La crítica de Pa­rís nos ha propuesto incesantemente otras obras; pero nosotros hemos elegido siempre la de Romain Rolland. La hemos reconocido superior y diversa de las que nos recomendaba una critica demasiado dominada por la preocu­pación decadente del estilo y de la forma.

No hemos confundido nunca el arte sano de Romain Rolland, nutrido de eternos ideales, hen­chido de alta humanidad, rico en valores peren­nes, con el arte mórbido de los literatos finise­culares en quienes tramonta, fatigada, una época.

II

La voz de Romain Rolland es la más noble vi­bración del alma europea en literatura contem­poránea. Romain Rolland pertenece a la estirpe de Goethe el guter Europaer de quien desciende ese patrimonio continental que inspiró y animó su protesta contra la guerra. Su obra traduce emociones universales. Su Jean Cristophe es un mensaje a la civilización. No se dirige a una es­tirpe ni a un pueblo. Se dirige a todos los hombres.

Pero la voz de Romain Rolland es, no obs­tante su universalidad, una voz de Francia. Su pueblo no puede renegarlo. Romain Rolland es­tá dentro de la buena tradición francesa. Quie­nes en Francia lo detractan o lo detestan le nie­gan precisamente esta cualidad. Mas sus razo­nes no prueban sino incapacidad espiritual y psicológica de entender a Rolland. Sus admira­dores de América sentimos en la obra de Ro­lland el acento de la verdadera Francia, de la Francia histórica. Y no nos equivocamos. La obra de Rolland no es, sin duda, parisiense, pe­ro sí francesa. Máximo Gorki acierta profunda­mente cuando refiriéndose a Colás Breugnon, lo llama "ese poema en prosa, tan puramente celta". En Colás Breugnon, escuchamos un eco de la sana risa de Rabelais. Y en otros trozos de la obra de Romain Rolland, encontramos tam­bién la huella profunda de un abolengo intelec­tual y espiritual genuinamente francés. El ad­mirable poema de la amistad de Jean Cristophe y Oliver, que llena tantas bellas páginas del Jean Cristophe, ¿no tiene tal vez su origen lejano en el más encumbrado pensamiento francés, en Montaigne? Henri Massis, el polemista reaccionario que durante la guerra acusó a Romain Rolland, a quien llama un diletante dé la fe, de actuar contra Francia, es seguramente más latino que el autor de Jean Cristophe pero no más francés, más galo. La tradición a la que Massis se muestra fiel es, ante todo, la tradición romana.

Romain Rolland no busca en la feria del boulevard parisiense, el alma de Francia. La busca en el pueblo, en el campo, en el village. Francia tiene sus bases, sus raíces en la aldea. París es la cúspide de una gran pirámide. La ciudad cambia incesantemente de gesto y de pasión; la aldea conserva mejor los ancestrales de la raza. Colás Breugnon, el borgoñón instintivamente volteriano, a quien un cierto escepticismo no impide amar y gustar gayamente la vida, es un personaje representativo de la vieja Francia rural. Y Romain Rolland proviene de esta Francia. En el riente y recio Colas Breugnon evoca a uno de sus antepasados.

III

Como Vasconcelos, Romain Rolland es un pesimista de la realidad y optimista del ideal. Su Jean Cristophe está escrito con ese escepticismo de las cosas que aparece siempre en el fondo de su pensamiento. Mas está escrito también con una fe acendrada en el espíritu. Jean Cristophe es un himno a la vida. Romain Rolland nos enseña en ese libro como en todos los suyos a mirar la realidad, tal como es, pero al mismo tiempo nos invita a afrontarla heroicamente.

Gabriela Mistral ha escrito alguna vez que Jean Cristophe es el libro más grande de la época. Yo no sé sino que es el libro que en los últimos años ha llevado más claridad a las almas y amor a los corazones. Traducido a múltiples lenguas, ha viajado por todo el mundo. Parece escrito sobre todo para los jóvenes. Tiene las cualidades de la obra de un artista y de un moralista. Su lectura ejerce una influencia tónica sobre los espíritus. No es una novela ni un poema, o más bien, es, a la vez, un poema y una novela. Es, como dice Romain Rolland, la vida de un hombre. ¿Qué necesidad tenéis de un nombre? —escribe en el prefacio del octavo volumen de la obra—. ¿Cuando veis un hombre le preguntáis si es una novela o un poema? Es un hombre lo que yo he creado. La vida de un hombre no se encierra en el cuadro de una forma literaria. Su ley está en ella; y cada vida tiene su ley. Su régimen es el de una fuerza de la naturaleza".

Diferente por su obra y por su vida, de la gran mayoría de los literatos contemporáneos, Romain Rolland nos ha dado en Jean Cristophe una alta lección de idealismo y de humanidad. En una época de libros tóxicos, Jean Cristophe se singulariza como un libro tónico. Representa una protesta, una reacción contra un mundo de alma crepuscular y desencantada. Romain Rolland nos expone así la intención y la génesis de su obra: "Yo estaba aislado. Yo me asfixiaba como tantos otros en Francia, dentro de un mundo moral enemigo; yo quería respirar, yo queda reaccionar contra una civilización malsana, contra un pensamiento corrompido por una falsa élite; yo quería decir a esta élite: "Tú mientes, tú no representas a Francia". Para esto necesitaba un héroe de ojos y de corazón puros con el alma bastante intacta para tener el derecho de hablar y la voz asaz fuerte para hacerse oír. Yo he construido pacientemente mi héroe. Antes de decidirme a escribir la primera línea de la obra, la he llevado en mí durante años".

Crear esta obra, crear este héroe, ha sido para Romain Rolland una liberación. Por esto,  su eco, es tan hondo en las almas, Jean Cristophe constituye para el que la lee una liberación. El proceso de creación de este libro maravilloso se repite en el lector poseído por el mismo exaltado ideal de belleza y de justicia. He aquí el valor fundamental de Jean Cristophe.

IV

La completa personalidad de Romain Rollanc no se deja aprehender en una sola fórmula, en una definición. Su fe tampoco. El ha escrito: "Se me demanda: decid vuestra fe. Escribidla. Mi pensamiento está en movimiento, deviene, vive". Más aún, no teme contradecirse. Ninguna con­tradicción puede ser en él una contradicción esencial; todas son formales. Este hombre que bus­ca incansablemente la verdad es siempre el mis­mo. Dialogan en su espíritu dos principios, uno de negación, otro de afirmación. Los dos se completan; los dos se integran. Romain Rolland es el apasionado, afirmativo, panteísta e impe­tuoso Cristophe; pero delicado, pesimista y ne­gativo Oliver. "Yo estoy —nos dice— hecho de tres cosas: un espíritu muy firme; un cuerpo muy débil y un corazón constante entregado a alguna pasión". Hace falta agregar que esta pa­sión es siempre alta y noblemente humana.

El espíritu de Romain Rolland es un espíri­tu fundamentalmente religioso. No está dentro de ninguna confesión, dentro de ningún credo. Su trabajo espiritual es heroico. Romain Rolland crea su fe a cada instante. "Yo no quiero ni puedo —declara— dar un credo metafísico. Yo me engañaría a mí mismo diciéndome qué sé o qué no sé. Yo puedo imaginar o esperar, pero no me imaginaré jamás dentro de las fronteras de una creencia, pues espero evolucionar hasta mi último día. Me reservo una libertad absolu­ta de renovación intelectual. Tengo muchos dio­ses en mi pantheon; mi primera idea es la 1ibertad". Su fe no reposa en un mito, en una creencia. Pero no por eso es en él menos religio­sa ni menos apasionada. El error de Romain Rolland consiste en creer que todos los hombres pueden crearse su fe libremente ellos mismos. Se equivoca a este respecto como se equivoca cuando condena tolstoyanamente la violencia. Pero ya sabemos que Romain Rolland es puramente un artista y un pensador. No es su pen­samiento político —que ignora y desdeña la política— lo que puede unirnos a él. Es su grande alma. (Romain Rolland es el Mahatma de occidente). Es su fe humana. Es la religiosidad de su acción y de su pensamiento.

V

Una obra última de Romain Rolland, El Juego del Amor y de la Muerte, es una obra de teatro. El autor de las Tragedias de la fe no figura habitualmente en el elenco de autores del teatro francés. Pocos, sin embargo, han realizado un esfuerzo tan elevado por renovar y animar este teatro. Pocos contribuyen tan noblemente a realzar, fuera de Francia, su —asaz— gastado prestigio. No son por cierto los nombres de Bataille, Capus, Bernstein, etc., los que en nuestros tiempos pueden representar el arte dramático de Francia. Son en todo caso los nombres de Rolland, Claudel y Crommelynk.

Romain Rolland participó hace más de veinticinco años en un hermoso experimento de creación del "teatro del pueblo", realizado, bajo los auspicios de La Revue d'Art dramatique, por un grupo de escritores jóvenes. Este grupo dirigió un llamamiento "a todos aquellos que se hacen del arte un ideal humano y de la vida un ideal fraternal, a todos aquellos que no quieren separar el sueño de la acción, lo verdadero de lo bello, el pueblo de la élite". "No se trata —continuaba el manifiesto— de una tentativa literaria. Es una cuestión de vida o muerte para el arte y para el pueblo. Pues si el arte no se abre al pueblo está condenado a desaparecer; y si el pueblo no encuentra el camino del arte, la humanidad abdica sus destinos".

Este experimento de renovación del teatro, que se alimentaba del mismo idealismo social del cual brotaron las universidades populares, no encontró en París un clima propicio para su desarrollo. No pudo, pues, prosperar. Pero de él quedó una obra: la de Romain Rolland.

En la formación de un teatro nuevo Romain Rolland había visto un ideal digno de su esfuerzo artístico. Acaso desde que, intacto todavía su candor de estudiante de provincia, sufrió su primer contacto con el teatro parisién, empezó a incubarse en su espíritu este propósito. La impresión de este contacto no pudo ser más ingrata. "Recuerdo —escribe Romain Rolland con su cristalina sinceridad— la indignación y el desprecio que sentí cuando, al venir a París por primera vez, descubrí el arte de los boulevards parisienses. Me ha pasado la indignación, pero el desprecio me ha quedado".

Mas esta repulsa en Romain Rolland tenía que ser fecunda. Sus pasiones, sus impulsos se resuelven siempre en amor, en creación. Tal vez porque el teatro fue lo primero que repudió en París, fue también lo primero que ganó sus potencias de artista. Puede decirse que Romain Rolland debutó en la literatura como dramaturgo. Saint Louis, drama "de la exaltación religiosa" (1897) y Aert, drama "de la exaltación nacional" (1898), esto es, sus dos primeras tragedias de la fe lo revelaron a un público que, en su mayoría, no era aún capaz de desertar de las salas de la comedia burguesa. Vinieron, después, Les Loups que, olvidado quizá en París, yo he visto representar en Berlín hace tres años y Le Triomphe de la Raison que completa el tríptico de las tragedias de la fe.

En un volumen, El Teatro de la Revolución, ha reunido Romain Rolland tres dramas de la epopeya revolucionaria del pueblo francés (Le 14 Juillet, Danton y Les Loups). Estos dramas, concebidos como piezas de un político de la revolución francesa, tienen ahora su continuación en Le Jeu de l'Amour et de la Mort. Otros trabajos han solicitado en el tiempo transcurrido desde el experimento del teatro del pueblo la energía y el esfuerzo de Romain Rolland. Sus obras de este tiempo (Juan Cristóbal, Colás Breugnon, El Alma Encantada) le han conquistado la gloria literaria que cien pueblos han consagrado plebiscitariamente. Pero no lo han distraído de la vieja y cara idea del político dramático. Su espíritu ha trabajado silenciosamente en esta concepción.

El Juego del Amor y de la Muerte es un capítulo del teatro de la revolución. El espíritu es el mismo, mas el acento ha cambiado. El artista, el pensador en los veinticinco años que nos separan aproximadamente de los primeros dramas, ha alcanzado toda su plenitud. Nos sentimos en una nueva estación, en una nueva jornada del viaje de Romain Rolland. La tormenta de la juventud se ha calmado. Los ojos del artista aprehenden serena y lúcidamente los contornos de la realidad. Esta integralidad se propone purificar y acrisolar la fe. Pero es quizá superior a la resistencia de los espíritus propensos a la duda. Romain Rolland nos da en este drama su más intensa lección de estoicismo.

El protagonista del drama, Jerome de Courvoisier, como nos advierte Rolland, "evoca por su nombre y por su carácter el martirio del último de los enciclopedistas y del genial Lavoisier. Pero la imagen dominante es aquí la del hombre de frente de vencedor y boca de vendo, Cordorcet, el volcán bajo la nieve como decía de él D'Alambert". "Fugitivo, acosado, se asila en la casa de Courvoisier, Vallée, el girondino cuya cabeza ha puesto a precio la Convención, el mismo Vallée que ama a la mujer de Courvoisier y es amado por ella. No busca un asilo en su casa; viene a confesar su amor. Es el proscrito perseguido, rechazado por todos sus amigos que, sabiéndose perdido, regresa de la Gironda a París, portando a través de toda la Francia su cabeza puesta a precio para que antes de caer besase la boca de la amada". Courvoisier, que se ha tornado sospechoso a la Convención, vuelve de la sesión que ha votado la muerte de Dantón. En su casa encuentra a Vallée denunciado ya al Comité de Salud Pública. Y, descubierto el amor del proscrito y de su mujer, resuelve sin vacilar su sacrificio. Un esbirro del Comité de Salud Pública halla en su escritorio un manuscrito que lo compromete irremisiblemente. Carnot, su amigo, acude a salvarlo. Le reclama el sacrificio de sus ideas a la revolución. Pero el filósofo rehusa; ha decidido el sacrificio de su vida, no el de sus ideas. Carnot le entrega entonces dos pasaportes para que antes de que la policía venga a prenderlo salga de París. Courvoisier da los pasaportes a Vallée y a su mujer. Pero Sofía de Courvoisier es también un alma heroica. Obliga a Vallée a la fuga. Y destruye su pasaporte para seguir la suerte de su marido. Courvoisier ha renunciado por ella a su vida. Ella renuncia por él a su amor. "¿Para qué nos ha sido dada la vida?", exclama Sofía cuando los pasos de los soldados suenan ya en la antesala: "Para vencerla", responde Courvoisier. En esta respuesta, que habíamos encontrado ya en L'Ame Encbanté, en esta estoica respuesta de la eterna interrogación, está la filosofía de la obra. Pero no toda la filosofía de Romain Rolland. Todo Romain Rolland no se entrega nunca en un libro, en una actitud, en una creación. En este hombre se realiza la unidad. Es todos los principios de la vida. Es como dice Waldo Frank, "un hombre integral de una época de caos".

 


NOTA:

1 Los Capítulos I-IV aparecieron en Variedades: Lima, 11 de Setiembre de 1926. Fueron trascritos en: Repertorio Americano: Tomo XIII, Nº  21 (págs. 329-33); San José de Costa Rica, 4 de Diciembre de 1926. Y en Boletín Bibliográ­fico publicado por la Biblioteca Central de la Universidad Mayor de San Marcos: Vol. II, Nº 4 (págs. 131-134); Lima, Diciembre de 1925.

El capítulo V apareció con el siguiente epígrafe: "El Jue­go del Amor y de la Muerte", de Romain Rolland. Fue pu­blicado en Variedades: Lima, 11 de Setiembre de 1926.