OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL I

   

  

TCHITCHERIN Y LA POLITICA EXTERIOR DE LOS SOVIETS*

 

Rusia ha sido readmitida formalmente, después de siete años de ostracismo, en la sociedad internacional. Inglaterra, Italia, Noruega, han reconocido de jure, al gobierno de los soviets. Otras declaraciones de reconocimiento vendrán tras de éstas. Caerán en breve del todo las últimas murallas del cerco dentro del cual las potencias capitalistas intentaron encerrar y asfixiar al sovietismo. ¡Qué lejano y qué inverosímil parece ahora el eco de aquel obcecado Llamáis! con que respondiera Clemenceau en la cámara francesa a todos cuantos lo invitaban a tratar con Rusia! Francia se encamina hoy, poco a poco, a la reanudación de sus relaciones con Moscú. Ha dado ya, en esta vía, varios pasos iniciales. Una delegación de la Bolsa de París ha visitado Rusia con el objeto de averiguar las posibilidades de negocios que ahí existen. El senador De Monzie se ha hecho propugnador ardoroso de un arreglo franco-ruso. Rusia ha sido invitada a la feria de Lyon. Charles Gide ha representado a los cooperatistas franceses en el re­ciente jubileo de las cooperativas rusas y ha regresado a París lleno de simpatía por el Estado sovietal. 

La política exterior de los soviets rusos ha tenido, en suma, varios éxitos sensacionales. Estos éxitos renuevan la confluencia de la curio­sidad mundial alrededor de la figura del comi­sario de negocios extranjeros de Rusia. 

Ningún personaje de la diplomacia contemporánea es tan interesante y tan singular como Tchitcherin. Su método, su procedimiento, son característicamente revolucionarios e insólitos. Durante mucho tiempo los mensajes de Tchitcherin han sido los documentos más desconcertan­tes y estruendosos de la vida internacional. Sobre todo en los días de la gran ofensiva europea contra los soviets, la prosa de esos documentos era una prosa polémica, cáustica, agresiva.. El gobierno ruso carecía de órganos de comunicación oficial con los demás gobiernos. Se encontraba rigurosamente aislado, bloqueado. Tchit­cherin, consiguientemente, se dirigía a los gobiernos y a los pueblos no por medio de notas sino por medio de radiogramas. El ministerio de negocios extranjeros de Rusia funcionaba en una estación de telegrafía sin hilos. La diplomacia secreta, condenada teóricamente por Wilson, era prácticamente abolida por Tchitcherin. El minis­tro de negocios extranjeros de Rusia dialogaba con el mundo en voz alta, sin reservas, sin eufe­mismos, sin protocolo. Y no sólo el lenguaje de la diplomacia bolchevique tenía este carácter. Toda su técnica, todos sus sistemas, eran radicalmente nuevos, peculiarmente revolucionarios. Un día publicaban los soviets los papeles secretos de la diplomacia zarista y revelaban los tratados y los planes imperialistas de Rusia y de sus aliados. Otro día alentaban a los pueblos colo­niales a la revuelta contra las potencias de Occidente. El director de esta política exterior iconoclasta y bolchevique no era, sin embargo, un advenedizo de la diplomacia, un individuo sin entrenamiento ni antecedentes diplomáticos. Tchitcherin es —dato notorio— un diplomático de carrera. Antes de 1908, antes de que su filia­ción ideológica lo obligara a dejar la mullida vida mundana y a entregarse a la tumultuosa vida revolucionaria, Tchitcherin sirvió en la di­plomacia rusa. Además, aristócrata de nacimien­to, es un individuo de prestancia y educación mundanas. El bolchevismo de su diplomacia resulta, por tanto, un fenómeno muy espontáneo, muy sincero, muy original. 

La historia de la política exterior de los soviets se divide en dos capítulos. El primero es breve. Corresponde al paso de Trotsky por el comisariato de negocios extranjeros. Y se cierra con la resistencia de Trotsky a la aceptación por Rusia de las condiciones de paz del militarismo alemán.. Trotsky quiso entonces que Rusia asumiera ante Alemania una actitud tolstoyana: que rasgase el tratado marcialmente dictado por los generales de Alemania y que desafiase románticamente la invasión de su territorio. Lenin, con ese sagaz y vidente sentido del deber histórico de la revolución que casi todos sus críticos le reconocen, sostuvo la necesidad dolorosa e inevitable de capitular. Trotsky se trasladó en esa ocasión a un escenario más adecuado a su temperamento y a su capacidad organizadora: el ministerio de guerra. Y Tchitcherin se encargó del ministerio de negocios extranjeros. Timoneada por Tchitcherin, la política exterior de Rusia ha seguido, sin desviación y sin impaciencia, una dirección al mismo tiempo realista y rectilínea. La actitud de los soviets ante los estados capitalistas, durante estos cinco años de debate diplomático, no se ha modificado sustancialmente en ningún momento. Tchitcherin la definía y la explicaba así en julio de 1921: "Los fundamentos de nuestra política económica actual fueron establecidos desde el primer año de nuestra existencia. Esta idea de relaciones económicas ha sido siempre nuestra idea favorita. No hemos sido nosotros quienes hemos inventado el alambre con púas del cerco económico. El heroísmo del ejército rojo ha hecho caer esta barrera y, por consiguiente, el sistema contenido en el fondo de nuestro pensamiento, y que nosotros habíamos expresado varias veces en nuestras notas y declaraciones, vuelve a ser, del modo más natural, una realidad inmediata. La política misma de nuestros enemigos ha contribuido a este resultado. Los hombres de Estado más clarividentes del mundo capitalista, o sea los de Inglaterra, han comprendido desde hace largo tiempo que no conseguirían aplastar-nos por la fuerza de las armas. Esperan domes­ticarnos por el comercio. Esta es la táctica ofi­cialmente confesada por Lloyd George. Nosotros no tenemos sino que prestarnos a ella, puesto que desde un principio hemos querido relacio­nes comerciales. Hemos mordido voluntariamen­te el cebo. Nuestra vía se ha confundido con la de Lloyd George. Ambos queremos' comercio. Queremos, como dicen los ingleses, peace and trade. Son únicamente las perspectivas del porvenir las que difieren. Nosotros aguardamos la disgregación del sistema capitalista. Lloyd Geor­ge aguarda nuestro amansamiento. ¿Qué les im­porta a los ingleses que nuestras esperanzas sean otras, si prácticamente nosotros queremos la misma cosa que ellos? Comerciemos juntos, co­mo unos y otros deseamos, que en cuanto al buen fundamento de nuestras esperanzas el porvenir decidirá". 

Rusia ha conseguido hoy su reconocimiento por Inglaterra en condiciones mejores todavía de las que habría aceptado en 1919 ó 1921. Los términos del reconocimiento de Inglaterra no comportan para el gobierno de los soviets ningún sacrificio, ninguna obligación onerosa. Ramsay Mac Donald ha adoptado la siguiente fórmu­la: primero, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas; después, el arreglo de las cuestiones pendientes. El reconocimiento del gobierno comunista no ha sido el precio de especial concesiones de Rusia a Inglaterra. Y, en la primera cláusula del tratado Italo-Ruso. Italia

declara que reconoce ampliamente al gobierno de los soviets, sin que las demás cláusulas le aseguren en Rusia ventajas contrarias a la constitución comunista. 

Estos hechos son trascendentes porque el conflicto entre los estados capitalistas y la Ru­sia de los Soviets nace del carácter de la cons­titución rusa. Los soviets representan un régi­men antagónico y opuesto en su esencia al régimen capitalista. Constituyen la actuación del socialismo y de su doctrina sobre la propiedad. Los motivos concretos y sustantivos de la resistencia de los Estados capitalistas a la admisión de la Rusia sovietista en la sociedad internacional son, precisamente, estos dos: el repudio ruso de la deuda externa del zarismo y la sociali­zación de las tierras y de las fábricas sin indem­nización a los propietarios extranjeros. 

Conviene, acaso, recordar algunos aspectos de la beligerancia entre Rusia y la Entente. Apa­rentemente esta ruptura, o mejor dicho su vio­lencia, fue efecto de la defección de Rusia de la lucha contra Alemania. Mas la verdad es que los bolcheviques suscribieron el tratado de paz empujados por la actitud de la Entente respec­to a su gobierno. Durante los primeros meses de la revolución, los soviets se mostraron dispues­tos a llegar a un acuerdo con la Entente; pero demandaron, naturalmente, que la Entente de­clarase su programa de paz y que este progra­ma estuviese exento de toda intención imperia­lista. La diplomacia aliada se negó a toda discu­sión de estos tópicos. Sus embajadas se queda-ron en Rusia no para tratar con los soviets sino para sabotearlos y socabarlos, rehusando toda co­laboración con ellos y alentando todos los com­plots reaccionarios de la aristocracia y de la burguesía rusas. Unicamente el capitán Jacques Sadoul, adjunto de la embajada francesa, y algún otro diplomático aliado trabajaron lealmente por una inteligencia entre la Entente y los soviets. Los demás miembros de las emba­jadas miraban en los bolcheviques unos deten­tadores transitorios, anecdóticos y bizarros del gobierno de Rusia. 

La actitud aliada ante los soviets, en suma, estuvo dictada, integralmente, por razones po­líticas. Las democracias inglesa y francesa que no habían tenido inconveniente en aliarse con la autocracia zarista, se resistían a aceptar su sustitución por una dictadura proletaria. Ensa­yaron, por esto, todos los medios posibles para sofocar la revolución rusa. Abastecieron de armas y de dinero todas las tentativas revolu­cionarias. Movilizaron contra los soviets ejérci­tos polacos y tcheco-eslavos. Francia no tuvo re­paro en reconocer como gobierno legítimo de Rusia el del general Wrangel que, poco tiempo después de ese espaldarazo solemne, liquidó ridículamente su aventura reaccionaria. 

Sólo el fracaso sucesivo de todas estas expediciones y del bloqueo concebido por la imagi­nación felina de Clemenceau, indujo, poco a po­co, a las potencias aliadas a negociar y transigir con los bolcheviques. Inglaterra e Italia fueron las primeras en propugnar esta nueva política, cuya manifestación inaugural fue la invitación de Rusia a la conferencia de Génova. La confe­rencia de Génova, una vez eliminada de su pro­grama la cuestión de las reparaciones, resultó entera aunque baldíamente destinada a la cues­tión rusa. Francia se opuso ahí obstinadamente a todo arreglo con Rusia que no reposase sobre una rendición total de los soviets. Pero, al mar­gen de la conferencia, se produjo un aconteci­miento importante. Alemania suscribió en Rapallo un tratado de paz y de amistad con Rusia. Ese tratado era el primer reconocimiento de los soviets por un Estado capitalista. Frustraba el frente único del régimen capitalista contra el bolchevismo. Luego, la conferencia de Génova tuvo como epílogo la reunión de La Haya, donde la esperanza de un acuerdo conjunto de Europa con Rusia se desvaneció totalmente. Ingla­terra anunció entonces su voluntad de entrar en negociaciones separadas con los soviets. La mis­ma idea se abrió paso en Italia. Los estados ca­pitalistas, convencidos de la solidez del nuevo régimen, sintieron crecientemente la necesidad de entenderse con él. Rusia es un inmenso depó­sito de materias primas y productos alimenticios y un rico mercado para los productos de la in­dustria occidental. En el comercio con Rusia, la industria inglesa y la industria italiana miran, un remedio para su crisis y su chômage

El factor principal de la nueva política de Europa ante los soviets rusos reside, así, en los intereses de la industria y del comercio europeos. Pero no es un factor negligible la presión socialista y democrática. Al sentimiento conservador le ha repugnado invariablemente el reconoci­miento de Rusia, aunque haya advertido su necesidad y su conveniencia. Ese acto no ha podido ser cumplido cómodamente por estadistas educados en el antiguo concepto jurídico de la propiedad. Acabamos de ver que Baldwin, en la cámara de los comunes, ha criticado a Mac Donald por el reconocimiento de Rusia. Lloyd George y Asquith habrían llegado al reconocimiento; pero después de algunos rodeos y con no pocas reservas. El Labour Party, en cambio, no ha tenido ningún embarazo mental ni doctrinario para tender la mano a Rusia porque, cualesquiera que sean su oportunismo, y su, minimalismo, es un partido socialista, en cuyo progra­ma, entre otras cosas, está inscrita la nacionali­zación de las minas y de los ferrocarriles. 

La trayectoria de la Revolución Rusa se ase­meja, desde este y otros puntos de vista, a la trayectoria de la Revolución Francesa. Pero el proceso de esta Revolución es más acelerado. La Revolución Rusa ha pasado ya el episodio de la Santa Alianza. Concluye su jornada guerrera. Y entra en un período en que los estados conservadores se avienen a una convivencia pa­cífica con los estados revolucionarios.

 


NOTA:

* Publicado en Variedades, Lima, 23 de Febrero de 1924