OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL II

  

ARISTIDES BRIAND*

 

El sino de este viejo protagonista de la polí­tica francesa parece ser el de la contradicción y el del conflicto consigo mismo. Briand es —co­mo dicen J. Kessel y G. Suárez— el hombre "que después de haber predicado la revuelta debió reprimirla, después de haber clamado contra el ejército debió hacer la guerra, después de ha­ber combatido un tratado de paz debió aplicarlo". Kessel y Suárez agregan, diseñando un so­brio y fuerte retrato, que Briand "tiene un aire despreocupado y sin embargo atento, cansado y sin embargo pronto para la acción, desencantado y sin embargo curioso". 

Este retrato histórico y psicológico de Briand podría ser, también, el de la democracia occiden­tal. ¿No ha tenido igualmente la democracia el extraño destino de renegar todos sus grandes principios, todas sus grandes afirmaciones? Briand es su personaje representativo. Briand, que como Viviani, como Clemenceau, como Millerand, como casi todos los mayores estadistas de los últimos veinte años de la historia de Francia, procede de ese socialismo que la crí­tica aguda y certera de George Sorel marcó a fuego.

En el socialismo, este parlamentario elocuen­te, cuyos ojos de desilusionado tienen a veces un resplandor dramático, debutó con una actitud extremista. Fue uno de los primeros teorizantes de la huelga general revolucionaria. Pero este ex­tremismo duró poco. Briand, nacido bajo el signo de la democracia, no estaba destinado a la misión ascética de un Sorel. Había en su espíritu la movilidad y la inconstancia que en Italia debían singularizar, más tarde, a Arturo Labriola, en su trayectoria del más intransigente sindicalismo revolucionario a la más blanda profesión social-democrática. 

Pocos años después de su gesto revolucionario, Briand se convertía, dentro del socialismo, eh el abogado sagaz y dúctil de la entrada de Millerand en el gabinete de Waldeck-Rousseau. Había encontrado ya su camino. En la deliberación y manipulación de las fórmulas equívocas, sobre las cuales se construyó en Francia la unidad socialista, había descubierto su innata aptitud de parlamentario. La hora era del parlamento, no de la revolución. ¿Qué cosa mejor que un parlamentario podía ser entonces, Briand? En el grupo de diputados del partido socialista, el puesto de líder pertenecía por antonomasia y para toda la vida a Jaurés. Por consiguiente, había que salir del socialismo. Millerand había señalado la vía. 

Briand, por la misma vía, encontró pronto su ministerio. El fenómeno dreyfussista aseguraba a las izquierdas, al radicalismo demo-masónico y pequeño burgués, un largo período de gobierno. Y sus experimentos, sus maniobras, sus fintas, reclamaban en algunos puestos de su batalla parlamentaria a hombres de filiación y estilo un poco rojos. A Briand se le llamó al poder para encargarle la aplicación de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. En consecuencia, por una larga temporada parlamentaria, si no el léxico socialista, Briand conservó .al menos una elocuencia, un ademán y una melena asaz jacobinos. 

Poco a poco, de su pasado no le quedó sino la melena. Como jefe del gobierno, le tocó, finalmente, sentirse responsable de la suerte de la burguesía. El teórico de la huelga general revo­lucionaria aceptó, en la historia de la Tercera República, el rol de represor de una huelga de ferroviarios. 

Vituperado por la extrema izquierda, calificado de "aventurero" por Jaurés, de quien había sido teniente en la plana mayor de "L'Humani­té", Briand se inscribió, definitivamente, en el elenco de las bonnes a tout faire de la Tercera República. Sin embargo, la "unión sagrada" mar­có, en su biografía, una estación adversa. Las de­rechas, usufructuarias principales de la guerra, miraban con recelo a este parlamentario orgáni­co que en su larga carrera política había hecho tan copioso uso de las palabras Libertad, Paz, Democracia, etc. 

En las elecciones de 1919 Briand fue naturalmente uno de los candidatos del bloque nacional. Pero el predominio espiritual de las derechas en este vasto conglomerado, entraba sus planes. Y Briand, por esto, empleó su astucia parlamen­taria en la empresa de dividirlo. A derecha, en el bloque nacional, había algunos jefes. Al cen­tro, en cambio, no había casi ninguno. La iz­quierda, batida en la persona de Caillaux, se contentaba con colaborar con cualquier gobierno que se tiñese de color republicano. Briand se da­ba cuenta de la facilidad de devenir la cabeza de esta mayoría acéfala. "Yo aconsejé al leader de la Entente republicana —ha contado el propio Briand— que se decidiera a una operación qui­rúrgica y a constituir dos grupos en lugar de uno. No estábamos en la cámara para actuar sentimentalmente". El proyecto naufragó. El blo­que nacional prefirió subsistir como había naci­do. Mas Briand logró siempre aprovecharse de su acefalía. Caído Leygues, sobre la base de esta heteróclita mayoría, constituyó por sétima vez en su vida, el gobierno de Francia. Su ministerio escolló en Cannes. No obstante su experiencia de piloto parlamentario, Briand no pudo evitar los arrecifes del belicismo declamatorio del bloque nacional que encontraban un apoyo activo en el presidente de la república, tentado por la am­bición de devenir en dictador de la victoria.

Pero con las elecciones de 1924 llegó su revan­cha. Su instinto electoral le había consentido asumir, oportunamente, una actitud de hombre de izquierda. El bloque de izquierdas lo contó entre sus diputados. Y, consiguientemente, en­tre sus líderes. El primer experimento guberna­mental le tocó a Herriot; el segundo a Painlevé. A la derecha del sabio geómetra, a quien la agre­siva prosa de León Daudet define como el solo presente cómico que las matemáticas han hecho a la humanidad, Briand aguardaba su turno. 

Situado a la derecha también, en el bloque radical-socialista Briand ha tenido a éste, en más de una ocasión, casi a merced de su pequeño grupo de diputados. Y durante algunos meses, maniobrando diestramente en un mar en borras­ca, ha sabido conservar a flote su octavo ministe­rio. Ha querido actuar una política más o me­nos derechista con un ministerio oficialmente sostenido por las izquierdas. Algo fatigado, sin duda, de contradecirse un tanto solo, ha preten­dido que con él se contradijera una entera coa­lición, de la cual forma parte el partido socialis­ta oficial que, en los tiempos de Guesde, Vaillant y Jaurés, lo reprobó y condenó por una desvia­ción después de todo menos grave. 

Ha dejado creer, finalmente, que estaba dis­puesto, en última instancia, a imponer a Francia su dictadura. Poincaré se ha sonreído de esta posibilidad. ¿Briand, dictador? imposible. Un parlamentario clásico, no puede asestar un golpe de muerte al parlamentarismo francés. Cuando Francia se decida por un dictador, lo elegirá, como es lógico, en la derecha. (El Gene­ral Lyautey, desocupado desde el fin de su regen­cia en Marruecos, se encuentra, por ejemplo, dis­ponible). Esto es muy cierto. Pero es también muy sensible. Porque, después de sus variadas contradicciones, nada coronaría mejor la carrera del demócrata, del republicano, del parlamenta­rio, que un golpe de estado contra la democracia, contra la república y contra el parlamento.

 


NOTA: 

* Publicado en Variedades, Lima, 13 de Marzo de 1926.