OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL II

  

LA CRISIS DE LA SOCIEDAD
DE LAS NACIONES*

 

Con motivo de la última malandanza de Gi­nebra se ha agitado en todo el mundo el debate sobre la Sociedad de las Naciones. Esta vez, una buena parte de la propia opinión demo-burguesa se ha manifestado propensa a convenir en la quiebra, en el fracaso de la ecuménica y univer­sitaria concepción de Wilson. Nunca se había percibido tan neta y claramente su crisis. 

pero, en realidad, el episodio de Ginebra no ha revelado nada nuevo. Es un síntoma de la crisis; no es la crisis misma. La situación de la Liga, antes de esta reciente desventura, no era sustancialmente mejor. La sensación de fraca­so depende de que la reunión de Ginebra, en concepto de los fautores de la Liga, debía haber marcado, con la incorporación de Alemania, un gran progreso hacia la realización de la idea wil­soniana. Descontando este hecho, inflaron anti­cipadamente su importancia. Por eso, aunque en Ginebra la entrada de Alemania no ha quedado sino diferida, la diplomacia mundial ha salido esta vez con una decepción insólita. 

La verdadera significación del incidente de Ginebra no está en lo que ha frustrado, que en verdad no ha sido mucho, sino en lo que ha descubierto o, más bien, evidenciado. Que el ingre­so de Alemania haya sido postergado por algu­nos meses, no tiene nada de alarmante y dramático. Pero no se puede decir lo mismo del conflicto de intereses y pasiones que ha causado la postergación. Ese conflicto demuestra incontestablemente que, de acuerdo con sus anti­guos hábitos diplomáticos, los Estados no van a la Liga para cooperar sino, más bien para com­batirse. O, por lo menos, simplemente, para de­fenderse. 

Según la doctrina wilsoniana, la Liga de las Naciones debía liquidar el sistema de alianzas y equilibrio internacionales que produjo la gran guerra. Mas, a despecho de la Liga, el sistema subsiste. Y la Liga se encuentra obligada a acep­tarlo en su propia constitución. 

El pleito por los sillones del consejo supre­mo de la Liga no tiene otro sentido. Francia que no quiere sentirse sola en el Consejo reclama un puesto en él para su aliada Polonia. Alema­nia rehúsa entrar al consejo si no es en condi­ciones de perfecta igualdad con las otras poten­cias que forman ya parte de él. Los puestos fi­jados por el tratado de Versalles resultan insu­ficientes. Las potencias que los han ocupado no se avienen a perderlos. En tanto, los candidatos a nuevos sillones aguardan a la puerta. Y un eventual aumento del número señalado en Versalles no tendría otra consecuencia que multi­plicarlos. 

El voto de un miembro del Consejo ha dete­nido la entrada de Alemania. Francia —la Francia del bloque nacional— responsable de la cláusula absurda que confiere este poder a un solo voto, puede haberse complacido de este alto su­frido por su adversaria en el umbral mismo de la Liga. Pero mañana, desde que Alemania in­grese en el Consejo, el poder de un voto solita­rio y recalcitrante en las deliberaciones de la Sociedad tiene que parecerle un poder excesivo. 

Se anuncia una revisión de los estatutos de la Sociedad de las Naciones. La enmienda de la Sociedad comenzó casi al día siguiente de su creación. Mas no como avance sino como retro­ceso. La Sociedad de las Naciones se aleja cada día más del ideal de Wilson. Su salvación pare­ce residir en la reducción de sus funciones, en la deformación de sus fines. Inglaterra declara oficialmente que el Consejo debe estar compues­to exclusivamente por las grandes potencias. Se ha excluido ya a la China. El humor de la di­plomacia europea se muestra crecientemente ad­verso a conceder a un lejano país de América o Asia o a un pequeño país de la misma Europa el derecho de intervenir en una cuestión decisiva acaso para el destino de Occidente. La conducta del Brasil en Ginebra no puede dejar de esti­mular este sentimiento. 

Si su consejo supremo se convierte en una conferencia de embajadores de las grandes po­tencias, como es el deseo de los conservadores británicos, ¿qué cosa quedará de la Sociedad de las Naciones? Un escritor reaccionario, Jacques Bainville, constata con razón que la "participa­ción de los Estados americanos o asiáticos tien­de a tonarse honoraria". Definiendo la actual situación de la Liga, Bainville observa que "más o menos reducida a un rol europeo, es un meca­nismo análogo a la corte de La Haya, la cual no impide ninguna guerra". 

Los que hablan del "espíritu de Locarno" tie­nen que aceptar, después de su derrota en Gi­nebra, que la difusión y la influencia en el mun­do de este espíritu de paz y de cooperación son aún muy limitadas. Italia que no parece extra­ña a la actitud del Brasil, es una de las gran­des potencias que, teóricamente, debían repre­sentar ese espíritu. Bien sabemos, sin embargo, que no hace otra cosa que sabotearlo. El fascis­mo es, por naturaleza, guerrero. Sus escritores se burlan acérrimamente de las ilusiones pacifis­tas. Y todo el porvenir del régimen fascista depende de la fortuna de la política internacional de Mussolini para la cual sería funesto un equi­librio que consagrase la jerarquía internacional establecida por los pactos de paz. Mussolini le ha prometido a su pueblo la restauración del Imperio romano. 

Los más iluminados y sinceros fautores de la Sociedad de las Naciones la destinan por largo tiempo a un oficio muy modesto si se le com­para con el que le asignó el pensamiento de Wilson. "El verdadero trabajo, la efectiva y fecunda actividad de la S.D.N. —escribe Georges Scelle— consiste hoy y consistirá por mucho tiempo en reconocer, analizar, organizar y de­sarrollar la solidaridad entre las diversas comu­nidades sociales, estatales, etc., que la componen. Para juzgar este rol importante dispone de organizaciones técnicas ya evolucionadas: orga­nización internacional del Trabajo, de las Co­municaciones, de la Higiene; organización eco­nómica y financiera que acaba de restaurar la economía austríaca; comisión de cooperación in­telectual; servicios diversos que colaboran en la obra social y humanitaria de la Sociedad". 

De esto a lo concebido por Wilson hay mucha distancia. Pero a nada más que a esto puede aspirar la civilización burguesa. Los servicios de estadística, de información y de estudio de la Liga, he ahí lo único que existe y funciona efec­tivamente. La Liga misma, como tal, no existe ni funciona sino en teoría. En la práctica, no es más que lo que acabamos de ver en la reu­nión de Ginebra.

 


NOTA: 

* Publicado en Variedades, Lima, 27 de Marzo de 1926.