OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL II

  

LA ESCENA PORTUGUESA*

 

Sería injusto pensar, a propósito del recien­te golpe de estado portugués, que el Portugal está imitando a la España de Primo de Rivera y Martínez Anido. Al Portugal no se le puede negar el mérito de ser, en este siglo, bastante más original que España en su política y sus instituciones. Mientras los republicanos españo­les no han sabido ni han podido hacer nada mejor que transigir con la monarquía borbó­nica, los republicanos portugueses han logrado, primero, fundar su república y, en seguida, de­fenderla contra la nostalgia de la dinastía de los Braganza. España, por germanofilia de su monarquía, no quiso salir de la neutralidad. El Portugal, por aliadofilia de la república, inter­vino en la guerra. 

Estos contrastes no son en sí mismos, evi­dentemente, una prueba de progresismo del Portugal y de conservantismo de España. Una república, muchas veces, no vale más que una monarquía. No es raro que valga aún menos. Y la participación en la gran guerra ha dejado de ser considerada como una benemerencia desde que se fueron a pique, tragadas por los vórtices de los imperialismos, los beatos principios del Presidente Wilson. 

Pero aquí no se trata sino de constatar el derecho del Portugal a sentirse diferente de Es­paña. Los antecedentes del reciente golpe mili­tar —dirán con razón los portugueses— no es­tán en la gesta del general Primo de Rivera sino en la propia historia del Portugal. Todos los cambios de gobierno que ha experimentado el Portugal desde el derribamiento de la monarquía en 1910, han reposado en un pronunciamiento militar. En sólo los años 1920 y 1921 se realizaron en el Portugal tres golpes de mano militares. La renovación del gobierno ha dependido casi siempre de la decisión de un manípulo de belicosos oficiales. Y los oficiales se han divididos en republicanos y monarquistas y subdivididos en varias filiaciones menores, más o menos contingentes y accidentales. 

El último pronunciamiento se distingue, empero, de los anteriores, aunque no sea sino formalmente. Esta vez el ejército no ha puesto el peso de sus armas del lado de una de las facciones políticas. Ha establecido una dictadura marcial que, por su lenguaje al menos, no carece de parecido con la de España. Este régimen, por otra parte, se declara por encima de todos los partidos y se atribuye la representación de los intereses nacionales. Y aquí el parentesco de las dos dictaduras aparece incuestionable. Las dos pertenecen incontestablemente a la misma familia histórica. 

No sabemos todavía si, como es característico en todo movimiento fascista, los autores del golpe de estado del Portugal achacan todas las desgracias de la patria a la política y al parlamentarismo. En el Portugal las quejas contra el parlamentarismo, en los labios de los oficiales, sería festivamente injustas. Pues en el Portugal, de la inestabilidad de los gobiernos el más responsable no ha sido nunca el parlamento sino, en todo caso, el ejército. Nadie puede pretender que en el Portugal haya habido un parlamentarismo excesivo. (Aunque si se quiere confrontar este aspecto de la política de uno y otro país, resulta que tampoco en España existió parlamentarismo ni excesivo ni verdadero. Y que en España la vida de los gabinetes encontró frecuentemente en las deliberaciones de las "juntas de defensa" mayor amenaza que en los debates del parlamento. La liquidación de la empresa de Marruecos, reclamada por el pue­blo, ¿no fue siempre estorbada por el temor al ejército?) 

La guerra dejó al Portugal graves problemas financieros. No todo fue laureles y honores. El comercio de sardinas y de vinos obtuvo, duran­te la guerra, pingües beneficios; pero el Estado, embarcado en una serie de empréstitos consu­midos en la costosa aventura, quedó completa­mente exangüe. La república, responsable de la intervención, se vio amenazada a consecuencia del malcontento nacido de la crisis económica. Los partidarios de la monarquía intentaron ex­plotar el mal humor popular. El gabinete se en­contró frente a un intrincado haz de problemas financieros y políticos. El presupuesto no con­seguía balancearse. Los déficits se acumulaban. La moneda se desvalorizaba a causa de la infla­ción y de la deuda pública. Y en esta atmósfe­ra se incubaban sucesivas conspiraciones. 

El golpe de estado militar demuestra que la crisis subsiste. Es en sus lineamientos esencia­les la misma crisis en que desde la guerra se debate el mundo occidental. Y ya sabemos que en ningún país la dictadura, más o menos mar­cial o más o menos fascista, ha sido una solu­ción. Al gobierno de Primo de Rivera todas sus fanfarronadas y todas sus violencias no le han servido para resolver ninguno de los viejos pro­blemas españoles. Apenas si le han bastado pa­ra ,crear algunos problemas nuevos. El del ré­gimen, verbigracia. Ningún liberal español hon­rado puede perdonar a la monarquía su compli­cidad con Primo de Rivera. Los políticos y es­critores exilados plantean abiertamente, como una cuestión básica, la cuestión del régimen. Afirman que con Primo de Rivera debe echarse a Alfonso XIII. 

En el Portugal la historia no puede ser distinta. De otro lado, en el Portugal la inestabilidad, la interinidad, parece desde hace mucho tiempo la característica sustantiva de todos los gobiernos. Ahí los malos gobiernos tienen siempre la ventaja de ser siempre breves. Un amigo un poco humorista que, justificando su indiferencia por la prensa, sostenía la posibilidad de suponer aproximadamente todas las novedades del cable, me decía una vez: —Apuesto que la novedad de hoy es un golpe de estado en Portugal—. Yo hubiera querido contradecirlo para defender mi costumbre de leer los diarios. Pero, desgraciadamente, lo que mi amigo suponía era esa vez cierto.

   


NOTA: 

* Publicado en Variedades, Lima, 19 de junio de 1926.