OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

HISTORIA DE LA CRISIS MUNDIAL

  

 

CUARTA CONFERENCIA1

LA INTERVENCION DE ITALIA EN LA GUERRA

YO no olvido durante mis lecciones que este curso es, ante todo, un curso popular, un curso de vulgarización. Trato de emplear siempre un lenguaje sencillo y claro y no un lenguaje complicado y técnico. Pero, con todo, al hablar de tópicos políticos, económicos, sociales no se puede prescindir de ciertos términos que tal vez no son comprensibles a todos. Yo uso lo menos que puedo la terminología técnica; pero en muchos casos tengo que usarla, aunque siempre con mucha parquedad.

Mi deseo es que esta clase sea accesible no sólo a los iniciados en ciencias sociales y ciencias económicas sino a todos los trabajadores de espíritu atento y estudioso. Y, por eso, cuando uso léxico oscuro, cuando uso términos poco usuales en el lenguaje vulgar, lo llago con mucha medida. Y trato de que estos períodos de mis lecciones resulten, en el peor de los casos, paréntesis pasajeros, cuya comprensión no sea indispensable para seguir y asimilar las ideas generales del curso. Esta advertencia me parece útil, de una parte para que los iniciados en ciencias sociales y económicas se expliquen por qué, en muchos casos, no recurro a una terminología técnica que consentiría mayor concisión en la exposición de las ideas y en el comentario de los fenómenos; y de otra parte, no obstante mi voluntad, por qué no puedo en muchos casos emplear un lenguaje popular y elemental.

A los no iniciados debo recordarles también que éstas son clases y no discurso. Por fuerza tienen que parecer a veces un poco áridas.

En las anteriores conferencias, primero al examinar la mentalidad de ambos grupos belige­rantes y, luego, al examinar la conducta de los partidos socialistas y organizaciones sindical; hemos determinado el carácter de la guerra mundial.

Y hemos visto por qué sus más profundos co­mentadores la han llamado guerra absoluta. Gue­rra absoluta, esto es guerra de naciones, guerra de pueblos y no guerra de ejércitos. Adriano Tilgher llega a la siguiente conclusión: «La guerra absoluta ha sido vencida por aquellos gobiernos que han sabido conducirla con su mentalidad adecuada, dándole fines capaces de resultar mi­tos, estados de ánimo, pasiones y sentimientos populares, en este sentido nadie más que Wil­son, con su predicación cuáquero-democrática2 ha contribuido a reforzar los pueblos de la En­tente en la persuasión inconmovible de la justicia de su causa y en el propósito de continuar la guerra hasta la victoria final. Quien, en cam­bio, ha conducido la guerra absoluta con men­talidad de guerra diplomática o relativa o ha si­do vencido (Rusia, Austria, Alemania) o ha co­rrido gran riesgo de serlo (Italia)».

Esta conclusión de Adriano Tilgher define muy bien la significación principal de la intervención de los Estados Unidos, así como la fisonomía de la guerra italiana. Me ha parecido, por esto, oportuno, citarla al iniciar la clase de esta noche, en la cual nos ocuparemos, primeramente, de la intervención italiana y de la intervención norteamericana.

Italia intervino en la guerra, más en virtud de causas económicas que en virtud de causas diplomáticas y políticas. Su suelo no le permi­tía alimentar con sus propios productos agríco­las sino, escasamente, a dos tercios de su po­blación.

Italia tenía que importar trigo y otros artículos indispensables a un tercio de su población, y tenía, al mismo tiempo, que exportar las manu­facturas, las mercaderías, los productos de su trabajo y de su industria en proporción sufi­ciente para pagar ese trigo y esos artículos ali­menticios y materias primas que le faltaban. Por consiguiente, Italia estaba a merced como está también hoy, de la potencia dueña del dominio de los mares. Sus importaciones y sus exportaciones, indispensables a su vida, dependían, en una palabra, de Inglaterra.

Italia carecía de libertad de acción. Su neu­tralidad era imposible. Italia no podía ser, como Suiza, como Holanda, una espectadora de la guerra. Su rol en la política europea era dema­siado considerable para que, desencadenada una guerra continental, no la arrastrase. No habién­dose puesto al lado de los austro-húngaros, era inevitable para Italia ponerse al lado de los alia­dos. Italia era verdadera prisionera de las na­ciones aliadas.

Estas circunstancias condujeron a Italia a la intervención. Las razones diplomáticas eran, comparativamente, de menor cuantía. Probable­mente no habrían bastado para obligar a Ita­lia a la intervención. Pero sirvieron, por su­puesto, para que los elementos intervencionistas crearan una corriente de opinión favorable a la guerra. Los elementos intervencionistas eran en Italia de dos clases. Los unos se inspiraban en ideales nacionalistas y revanchistas y veían en la guerra ocasión de reincorporar a la nación italiana los territorios irredentos de Trento y Trieste. Veían, además, en la guerra, una aven­tura militar, fácil y gloriosa, destinada a engrandecer la posición de Italia en Europa y en el mundo. Los otros elementos intervencionistas se inspiraban en ideales democráticos, análogos a los que más tarde patrocinó Wilson, y veían en la guerra una cruzada contra el militarismo pru­siano y por la libertad de los pueblos. El go­bierno italiano tuvo en cuenta los ideales de los nacionalistas al concertar la intervención de Italia en la guerra.

Entre los aliados e Italia se suscribió el pacto a secreto de Londres. Este pacto secreto, este céle­bre Pacto de Londres, publicado después por los, bolcheviques, establecía la parte que tocaría a Italia en los frutos de la victoria. Este pacto, en suma, empequeñecía la entrada de Italia en la guerra. Italia no intervenía en la guerra en el nombre de un gran ideal, en el nombre de un gran mito, sino en el nombre de un interés na­cional. Pero esta era la verdad oculta de las cosas. La verdad oficial era otra. Conforme a la verdad oficial, Italia se batía por la libertad de los pueblos débiles, etc. En una palabra, pa­ra el uso interno se adoptaban las razones de los intervencionistas nacionalistas y revanchistas; para el uso externo se adoptaban las razones de los intervencionistas democráticos: Y se callaba la razón fundamental: la necesidad en que Italia se encontraba o se hallaba de intervenir en la contienda, en la imposibilidad material de per­manecer neutral. Por eso dice Adríano Tilgher que, en un principio, la guerra italiana fue con­ducida con mentalidad de guerra relativa, de guerra diplomática. Las consecuencias de esta política se hicieron sentir muy pronto.

Durante la primera fase de la guerra italiana, hubo en Italia una fuerte corriente de opinión neutralista. No solamente eran adversos a la guerra los socialistas. También lo eran los giolittianos, Giolitti y sus partidarios, o sea un nu­meroso grupo burgués. Justamente la existencia de este núcleo de opinión burguesa neutralista consintió a los socialistas actuar con mayor li­bertad, con mayor eficacia, dentro de un am­biente bélico menos asfixiantemente bélico que los socialistas de los otros países beligerantes. Los socialistas aprovecharon de esta división del frente burgués para afirmar la voluntad pacifis­ta del proletariado.

La "unión sagrada", la fusión de todos los par­tidos en uno solo, el Partido de la Defensa Na­cional, no era, pues, completa en Italia. El pue­blo italiano no sentía unánimemente la guerra. Fueron estas causas políticas, estas causas psico­lógicas, más que toda causa militar, las que originaron la derrota de Caporetto,3 la retirada desastrosa de las tropas italianas ante la ofensiva austro-húngara. Y la prueba dé esto la tenemos en la segunda fase de la guerra italiana.

Después de Caporetto, hubo una reacción en la política, en la opinión italiana. El pueblo em­pezó a sentir de veras la necesidad de empeñar en la guerra todos sus recursos.

Los neutralistas giolittianos se adhirieron a la "unión sagrada". Y desde ese momento no fue ya sólo el ejército italiano, respaldado por un gobierno y una corriente de opinión intervensionista quien combatió contra los austro-alema­nes. Fue casi todo el pueblo italiano. La guerra dejó de ser para Italia guerra relativa. Y em­pezó a ser guerra absoluta.

Comentadores superficiales que atribuyeron a la derrota de Caporetto causas exclusivamente militares, atribuyeron luego a la reacción ita­liana causas militares también. Dieron una im­portancia exagerada a las tropas y a los recursos militares enviados por Francia al frente italia­no. Pero la historia objetiva y. documentada de la guerra italiana nos enseña que estos refuer­zos fueron, en verdad, muy limitados y estuvie­ron destinados, más que a robustecer numéricamente el ejército italiano, a robustecerlo moral­mente. Resulta en efecto que Italia, en cambio de los refuerzos franceses recibidos, envió a Francia algunos refuerzos italianos.

Hubo canje de tropas entre el frente italiano y el frente francés. Todo esto tuvo una impor­tancia secundaria en la reorganización del frente italiano. La reacción italiana no fue una reacción militar; fue una reacción moral, una reacción política.           

Mientras fue débil el frente político italiano, fue débil también el frente militar. Desde que empezó a ser fuerte el frente político, empezó a ser fuerte también el frente militar. Porque, así en este aspecto de la guerra mundial, como en todos sus otros grandes aspectos, los factores po­líticos, los factores morales, los factores psicoló­gicos tuvieron mayor trascendencia que los fac­tores militares.

La confirmación de esta tesis la encontrare­mos en el examen de la eficacia de la interven­ción americana. Los Estados Unidos aportaron a los aliados no sólo un valioso concurso moral y político.

Los discursos y las proclamas de Wilson de­bilitaron el frente alemán más que los soldados norteamericanos y más que los materiales de guerra americanos, es decir, norteamericanos.

Así lo acreditan los documentos de la derrota alemana. Así lo establecen varios libros autori­zados, entre los cuales citaré, por ser uno de los más conocidos, el libro de Francisco Nitti Eu­ropa sin paz.4 Los discursos y las proclamas de Wilson socavaron profundamente el frente aus­tro-alemán. Wilson hablaba del pueblo alemán como de un pueblo hermano. Wilson decía: «No­sotros no hacemos la guerra contra el pueblo alemán, sino contra el militarismo prusiano». Wil­son prometía al pueblo alemán una paz sin ane­xiones ni indemnizaciones.

Esta propaganda, que repercutió en todo el mundo, creando un gran volumen de opinión en favor de la causa aliada, repercutió también en Alemania y Austria. El pueblo alemán sintió que la guerra no era ya una guerra de defensa na­cional. Austria, naturalmente, fue conmovida mu­cho más que Alemania por la propaganda wil­soniana. La propaganda wilsoniana estimuló en Bohemia, en Hungría, en todos los pueblos in­corporados por la fuerza al Imperio Austro-Húngaro, sus antiguos ideales de independencia nacional.

Los efectos de este debilitamiento del frente político alemán y del frente político austríaco tenían que manifestarse, necesariamente, a ren­glón seguido del primer quebranto militar. Y así fue. Mientras el gobierno alemán y el gobier­no austriaco pudieron mantener con vida la es­peranza de la victoria, pudieron, también, con­servar la adhesión de sus pueblos a la guerra. Apenas esa esperanza empezó a desaparecer las cosas cambiaron.

El gobierno alemán y el gobierno austriaco perdieron el control de las masas, minadas por la propaganda wilsoniana.

La ofensiva de los italianos en el Piave en­contró un ejército enemigo poco dispuesto a ba­tirse hasta el sacrificio. Divisiones enteras de checoeslavos capitularon. El frente austriaco se deshizo. Y este desastre militar y moral reso­nó inmediatamente en el frente alemán. El fren­te alemán estaba, no obstante la vigorosa ofen­siva alemana, militarmente intacto. Pero el frente alemán estaba, en cambio, política y moral­mente quebrantado y franqueado.

Hay documentos que describen el estado de ánimo de Alemania en los días que precedieron a la capitulación. Entre esos documentos citaré las Memorias de Ludendorff, las Memorias de Hin­denburg y las Memorias de Erzberger, el líder del Centro Católico alemán, asesinado por un nacionalista, por su adhesión a la Revolución y a la República Alemana y a la paz de Versalles. Tanto Ludendorff como Hindenburg y como Erz­berger nos enteran de que el Kaiser, consideran­do únicamente el aspecto militar de la situación, alentó hasta el último momento la esperanza de una reacción del ejército alemán que permi­tiese obtener la paz en las mejores condiciones.

El Kaiser pensaba: «Nuestro frente militar no ha sido roto». Quienes lo rodeaban sabían  que ese frente militar, inexpugnable aparentemente al enemigo, estaba ganado por su propaganda política. No había sido aún roto materialmente; pero sí invalidado moralmente. Ese frente mi­litar no estaba dispuesto a obedecer a sus ge­neralísimos y a su gobierno. En las trincheras germinaba la revolución.

Hasta ahora los alemanes pangermanistas, los alemanes nacionalistas afirman orgullosamente: «Alemania no fue vencida militarmente». Es que esos pangermanistas, esos nacionalistas, tie­nen el viejo concepto de la guerra relativa, de la guerra militar, de la guerra diplomática. Ellos no ven del cuadro final de la guerra sino lo que el Kaiser vio entonces: el frente militar alemán intacto.

Su error es el mismo error de los comentado­res superficiales que vieron en la derrota italia­na de Caporetto únicamente las causas militares y que vieron, más tarde, en la reorganización del frente italiano, únicamente causas militares. Esos nacionalistas, esos pangermanistas, son im­permeables al nuevo concepto de la guerra absoluta.

Poco importa que la derrota de Alemania no fuese una derrota militar. En la guerra absoluta la derrota no puede ser una derrota militar sino una derrota al mismo tiempo política, moral, ideo­lógica, porque en la guerra absoluta los factores militares están subordinados a los factores po­líticos, morales e ideológicos. En la guerra abso­luta la derrota no se llama derrota militar, aun­que no deje de serlo; se llama derrota, simple­mente. Derrota sin adjetivo, porque su defini­ción única es la derrota integral.

Los grandes críticos de la guerra mundial no son, por esto, críticos militares. No son los ge­neralísimos de la victoria ni los generalísimos de la derrota. No son Foch ni Hindenburg, Díaz ni Ludendorff. Los grandes críticos de la guerra mundial, son filósofos, políticos, sociólogos. Por primera vez la victoria ha sido cuestión de estra­tegia ideológica y no de estrategia militar. Desde ese punto de vista, vasto y panorámico, puede decirse, pues, que el generalísimo de la victoria ha sido Wilson. Y este concepto resume el valor de la intervención de los Estados Unidos.

No haremos ahora el examen del programa wilsoniano; no haremos ahora la crítica de la gran ilusión de la Liga de las Naciones. De acuer­do con el programa de este curso, que agrupa los grandes aspectos de la crisis mundial, con cierta arbitrariedad cronológica, necesaria para la mejor apreciación panorámica, dejaremos estas cosas para la clase relativa a la paz de Versalles.

Mi objeto en esta clase ha sido sólo el de fi­jar rápidamente el valor de la intervención de los Estados Unidos como factor de la victoria de los aliados.

La ideología de la intervención americana, la ideología de Wilson,5 requiere examen aparte. Y este examen particular tiene que ser conectado con el examen de la paz de Versalles y de sus consecuencias económicas y políticas.

Hoy dedicaremos los minutos que aún nos que­dan al estudio de aquel otro trascendental fe­nómeno de la guerra: la revolución rusa y la derrota rusa. Echaremos una ojeada a los pre­liminares y a la fase social-democrática de la Revolución rusa. Veremos cómo se llegó al go­bierno de Kerensky.

En la conferencia anterior, al exponer la con­ducta de los partidos socialistas de los países be­ligerantes, dije cuál había sido la posición de los socialistas rusos frente a la conflagración.

En Rusia, la mayoría del movimiento obrero y socialista fue contraria a la guerra. El grupo acaudillado por Plejanov no creía que la victo­ria robustecería al zarismo; pero la mayoría so­cialista y sindicalista comprendió que le tocaba combatir en dos frentes: contra el imperialismo alemán y contra el zarismo.

Muchos socialistas rusos fueron fieles a la declaración del Congreso de Suttgart que fijó así el deber de los socialistas ante la guerra: tra­bajar por la paz y aprovechar de las consecuen­cias económicas y políticas de la guerra para agi­tar al pueblo y apresurar la caída del régimen capitalista.

El gobierno zarista, es casi inútil decirlo, con­ducía la guerra con el criterio de guerra relati­va, de guerra militar, de guerra diplomática. La guerra rusa no contaba con la adhesión sólida del pueblo ruso. El frente político interno era en Rusia menos fuerte que en ningún otro país beligerante. Rusia fue, sin duda, por estas razones, la primera vencida.

Dentro de la burguesía rusa había elementos democráticos y pacifistas inconciliables con el zarismo, Y dentro de la corte del Zar había conspiradores germanófilos que complotaban en favor de Alemania. Todas estas circunstancias hacían inevitables la derrota y la revolución rusas.

Un interesante documento de los días que precedieron a la Revolución es el libro de Mauricio Paleologue. La Rusia de los Zares durante la Gran Guerra, Mauricio Paleologue era el embajador de Francia ante el Zar. Fue un explorador cercano de la caída del absolutismo ruso. Asistió a este espectáculo desde un palco de avant scene.6

Las páginas del libro de Mauricio Paleologue describen el ambiente oficial ruso del período de incubación revolucionaria. Los hombres del zarismo presintieron anticipadamente la crisis. La presintieron igualmente los representantes diplomáticos, de las potencias aliadas. Y el empeño de unos y otros se dirigió no a conjurarla, porque habría sido vano intento, sino a encauzarla en la forma menos dañina a sus respectivos intereses.

Los embajadores aliados en Petrogrado trataban con los miembros aliadófilos del régimen zarista y con los elementos aliadófilos de la democracia y de la socialdemocracia rusa.

Paleologue nos cuenta cómo en su mesa comían Milukoff, el líder de los Kadetes,7 y otros líderes de la democracia rusa.

El régimen zarista carecía de autoridad moral y de capacidad política para manejar con acierto los negocios de la guerra. Cerca de la Zarina intrigaba una camarilla germanófila. La Zarina, de temperamento místico y fanático, era gobernada por el monje Rasputín, por aquella extraña figura, alrededor de la cual se tejieron tantas leyendas y se urdieron tantas fantasías.

El ejército se hallaba en condiciones morales y materiales desastrosas. Sus servicios de aprovisionamiento, amunicionamiento, transporte, fun­cionaban caóticamente. El descontento se exten­día entre los soldados. El Zar, personaje imbécil y medioeval, no permitía ni tampoco percibía la vecindad de la catástrofe.

Dentro de esta situación se produjo el asesinato del monje Rasputín favorito de la Zarina, papa negro del zarismo. El Zar ordenó la prisión del príncipe Dimitri, acusado del asesinato de Ras­putín. Y comenzó entonces un conflicto entre el Zar y los personajes aliadófilos de la Corte que, avisadamente, presentían los peligros y las ame­nazas del porvenir. La nobleza demandó la li­bertad del príncipe Dimitri. El Zar se negó di­ciendo: «Un asesinato es siempre un asesinato».

Eran días de gran inquietud para la aristo­cracia rusa, que arrojaba sobre la Zarina la res­ponsabilidad de la situación. Algunos parientes del Zar se atrevieron a pedirle el alejamiento de la Zarina de la Corte.

El Zar resolvió tomar una actitud medioeval­mente caballeresca e hidalga. Pensó que todos se confabulaban contra la Zarina porque era extranjera y porque era mujer. Y resolvió cu­brir las responsabilidades de la Zarina con su propia responsabilidad. La suerte del Imperio Ruso estaba en manos de este hombre insensato y enfermo. La Zarina, alucinada y delirante, dia­logaba con el espíritu de Rasputín y recogía sus inspiraciones.

El monje Rasputín, a través de la Zarina, inspiraba desde ultratumba al Zar de todas las Rusias. No había casi en Rusia quien no se die­se cuenta de que una crisis política y social te­nía necesariamente que explosionar de un momento a otro.

Vale la pena relatar una curiosa anécdota de la corte rusa. Paleologue, el embajador francés, y su secretario, estuvieron invitados a almorzar el 10 de enero de 1917, el año de la Revolución, en el palacio de la gran duquesa María Pawlova, Paleologue y su secretario subieron la regia es­cala del palacio. Y al entrar en el gran salón no encontraron en él sino a una dama de honor de la gran duquesa: la señorita Olive. La señorita Olive, de pie ante la ventana del salón, contem­plaba pensativamente el panorama del Neva, en el cual se destacaban la catedral de San Pedro y San Pablo y las murallas de la Fortaleza, la prisión del Estado. Paleologue interrumpió cor­tésmente a la señorita Olive: «Yo acabo de sor­prender, si no vuestros pensamientos, al menos la dirección de vuestros pensamientos. Me parece que Ud. mira muy atentamente la prisión». Ella respondió: «Sí; yo contemplaba la prisión. En días como éstos no puede uno guardarse de mi­rarla». Y luego agregó, dirigiéndose al secreta­rio: «Señor de Chambrun, cuando yo esté allá, enfrente, sobre la paja de los calabozos, ¿vendrá Ud. a verme?».

La joven dama de honor, probablemente lec­tora voluptuosa y espeluznada de la historia de la Revolución Francesa, preveía que a la noble­za rusa le estaba deparado el mismo destino de la nobleza francesa del siglo dieciocho y que ella como, en otros tiempos, otras bellas y elegantes y finas damas de honor, estaba destinada a una trágica y sombría residencia en un calabozo de alguna Bastilla tétrica.

Los días de la autocracia rusa estaban conta­dos. La aristocracia y la burguesía trabajaban porque la caída del zarismo no fuese también su caída. Los representantes aliados trabajaban por­que la transición del régimen zarista a un régi­men nuevo no trajese un período de anarquía y de desorden que invalidase a Rusia como po­tencia aliada. Indirectamente, la aristocracia di­vorciada del Zar, la burguesía y los embajadores aliados no hacían otra cosa que apresurar la revolución. Interesados en canalizar la revolu­ción, en evitar sus desbordes y en limitar su magnitud, contribuían todos ellos a acrecentar los gérmenes revolucionarios. Y la revolución vino. El poder estuvo fugazmente en poder de un príncipe de la aristocracia aliadófila.

Pero la acción popular hizo que pasara en seguida a manos de hombres más próximos a los ideales revolucionarios de las masas. Se construyó a base de Socialistas Revolucionarios8 y de menchéviques,9 el gobierno de coalición de Kerensky. Kerensky era una figura anémica del revolucionárismo ruso. Miedoso de la revolución, temeroso de sus extremas consecuencias, no qui­so que su gobierno fuera un gobierno exclusiva­mente obrero, exclusivamente proletario, exclusi­vamente socialista. Hizo, por eso, un gobierno de coalición de los Socialistas Revolucionarios y de los mencheviques con los kadetes y los li­berales.10

Dentro de este ambiente indeciso, dentro de esta situación vacilante, dentro de este régimen estructuralmente precario y provisional, fue ger­minada, poco a poco, la Revolución Bolchevique,

En la próxima clase veremos cómo se preparó, cómo se produjo este gran acontecimiento, hacia el cual convergen las miradas del proletariado universal, que por encima de todas las divisiones y de todas las discrepancias de doc­trina contempla, en la Revolución rusa, el pri­mer paso de la humanidad hacia un régimen de fraternidad, de paz y de justicia.

 


NOTAS:

1 Pronunciada el viernes 6 de julio de 1923 en el local de la Federación de Estudiantes. Publicada en Amauta Nº 32, Lima agosto-setiembre de 1930. La Crónica en su edición del 8 de julio de 1923 dio una reseña periodística.

2 Cuáquero. Secta protestante fundada en Inglaterra en el siglo XVII, por Guillermo Fox, pero fue William Penn quien la introdujo en los Estados Unidos.

3 El 23 de setiembre de 1917, el ejército italiano sufrió un grave contraste militar frente al ejército alemán, al mando del General Otto von Bellow, en un frente de 25 kilómetros cuyo punto central era Caporetto, quedando en poder de éste 200,000 prisioneros italianas; 1800 ca­ñones y gran cantidad de pertrechos y municiones.

4 Ver el ensayo de José Carlos Mariátegui sobre F. Nitti en La Escena Contemporánea.

5 Ver el ensayo dedicado a Wilsoñ por José Carlos Mariátegui en La Escena Contemporánea.

6 Palco del proscenio.

7 Partido político burgués que anhelaba una Constitución liberal para Rusia Se llamaba Constitucional Demócrata.

8 Partido de tendencias utópicas y anárquicas que uti­lizaba el terrorismo como medio de acción.

9 Después del II Congreso de la Social-Democracia rusa, realizado en Londres, en 1903, se denominó men­cheviques (minoría) a quienes se opusieron a los partidarios de Lenin (bolcheviques: mayoría) que vencieron en la elección de los organismos centrales del Partido.

10 Sector político que bregaba por dar una Constitución a la Rusia zarista.