OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

JOSE CARLOS MARIATEGUI

 

II

PERIODISTA A LOS DIEZ Y SIETE AÑOS

EL muchacho de catorce años —a esta edad se es todavía, el niño mimado que va al colegio y conoce lasa dulzuras de una vida fácil y sin preocupaciones— trabaja como un hombre en La Prensa. Y el trabajo tiempla sus nervios, agudiza su inteligencia —tan clara y penetran­te, le da conciencia de su responsabilidad, de su propio valor. La imprenta es, para José Car­los, la escuela, donde, sin maestros, va formán­dose su personalidad y desenvolviéndose sus fa­cultades  mentales.         

Es humilde su labor. Lleva al taller los origi­nales de escritores y periodistas, busca a éstos, en su casa, para que le entreguen el texto que ha de salir en el periódico. Y, a veces, también, corrige pruebas.

Tiene que caminar —caminatas difíciles para su pierna enferma— por todo Lima. A veces to­ma el tranvía y entonces lee, lee todo lo que puede. La lectura sigue siendo su mayor delei­te Y un día —alguna vez contó que, de niño, escribió en la escuela; cantos y poesías patrióti­cas y religiosas— el adolescente, sin renombre y sin protectores, se atreve a escribir una nota, un "suelto", como se dice en el argot de los pe­riódicos pero no firma ese "suelto". Tiene temor y vergüenza. No está aún seguro de sí mismo. Lo envía a la redacción del diario, en que tra­baja, así, sin firma. Y cual no será su sorpresa —sorpresa plena de alegría— al ver a los pocos días, su nota en las páginas de La Prensa. No la habían rechazado, no habían tirado al canasto el papel en que, cariñosamente, había puesto al­go de su espíritu, ya podía llamarse "perio­dista".

La ruta se había abierto para el adolescente y seguirá por ella con extraordinaria disposición, con firmeza y decisión, entregando al periodis­mo su ágil, mentalidad y la lucidez de su visión, que sabe enfocar la actualidad y sintetizar el acontecimiento con rápido y brillante estilo.

Es bella y noble: la adolescencia del que había de ser una gran figura americana. Así en su desamparo, en su pobreza, en su oscuridad, per­dido en los talleres de un diario caminando por la ciudad, los papeles y el libro bajo el brazo, frágil y pequeño, pero con un ensueño en la mirada, irradiando voluntad e inteligencia. No hay hechos excepcionales en esta adolescencia; ¿Qué significa un muchacho pobre, desconocido, enfermizo, modestamente trajeado que va de una calle a otra, llevando pruebas de imprenta? Un día el muchacho escribe una nota y el periódico donde gana su pan le publica su trabajo. Nada más. Pero en esta vida de adolescente esforzado e inquieto, que ya sabe del dolor y de la lucha ¡qué germen de heroísmo y de elevación espiri­tual! Ya el destino había escogido al adolescen­te José Carlos y, un día, América reconocerá en su dolor y en su tragedia el más puro de los mensajes del espíritu.

En La Prensa seguirá trabajando como re­dactor, José Carlos Mariátegui, durante tres años. Don Alberto Ulloa lo estima; ha valorizado las condiciones intelectuales del joven que comen­zó, como aprendiz de taller. Y Mariátegui ensa­ya su talento en notas y comentarios sobre po­lítica, en crónicas y reportajes. Cuando se habla de él, salta esta frase: "¿El cojito Mariátegui? Es inteligentísimo". Así se había impuesto la in­teligencia del "cojito", en Lima. Se sabe que es uno de los más finos y modernos redactores del diarismo limeño.

En La Prensa escriben Félix del Valle —el "chino"— ingenioso, indolente, sensible al arte; César Falcón, robusta mentalidad, escritor preo­cupado de problemas sociales; Abraham Valde­lomar, el artista que por sorprender a los medio­cres y fastidiar a los cretinos, él mismo se pro­clama genio, habla de su sastre y se besa las ma­nos, esas manos que escribirán las páginas aro­madas de lirismo de "El Caballero Carmelo".

En una confitería del jirón de la Unión —el jirón más comercial y traficado de Lima— se reúnen estos escritores, que habrán de agruparse bajo el rubro de "Colónida", para discutir tópi­cos de arte y literatura. Esa confitería —hoy -desaparecida— se llamaba el "Palais Concert". Tenía puertas y vidrieras de amplios cristales y una orquesta de "Damas vienesas", rubias aus­tríacas, que amenizaban con valses y aires de su país las horas del té. Una de estas "damas vienesas", la que tocaba el cello, inspira a Val­delomar una crónica nostálgica y poética, titu­lada "La dama del violoncello".

A la mesa, donde Valdelomar, Falcón, Félix del Valle y Mariátegui conversan, el mozo trae alcoholes, pero José Carlos no los prueba. El no bebe sino aguas gaseosas. Se embriaga con la fina espuma de una "Soda" o de un "Ginger Ale". Valdelomar, pulcro y atildado en el vestir —quevedos de ancha cinta negra, traje bien cortado, corbata de rica seda— dirá con su voz un poco aflautada: «Mariátegui, a la leve y fina libélula motejan aquí chupajeringa». Y Mariátegui —citemos sus palabras— añade, comentando esta humorada de Valdelomar: «Yo tan decadente, como él entonces, le excité a reivindicar los nobles y ofendidos fueros de la libélula».

El grupo se lanza a la aventura de una revista: Colónida. Revista dirigida a una minoría, tuvo una existencia efímera. En uno de sus números, Colónida publica tres sonetos de Mariátegui, que entonces usaba el seudónimo de Juan Croniqueur. Estos sonetos formaban parte de un libro de poemas, que Mariátegui tenía, entonces, en preparación: Tristeza. ¿Qué escritor no ha pensado, a los diez y nueve años, en darse a la poesía? Más cuando siente, en su espíritu, el ansia de la belleza y el aguijón del ensueño, como los sentía Mariátegui. Tristeza no llegó nunca a publicarse; Mariátegui se dio a la gran inquietud del problema social.

Modernista y decadente —como se califica él mismo—, José Carlos busca, sin embargo, tema en la época virreinal para escribir una comedia: Las Tapadas. Las Tapadas a pesar de la galanura de estilo —quizás si por eso mismo— no llega al público. Como tampoco La Mariscala, drama histórico, escrito en colaboración con Valdelomar y estrenado en 1916. La Mariscala tenía por asunto la vida de doña Francisca Zubiaga de Gamarra —ya Valdelomar había escrito sobre tan interesante personaje de nuestra historia un hermoso ensayo biográfico—, pero este intento de llevar a la escena un tema peruano no interesó mayormente a las gentes que, en aquellos años, sólo admiraban lo extranjero, lo europeo. Recién con Valdelomar se iniciaba el movimiento peruano en literatura; el gran escritor pondrá, con su Caballero Carmelo, la fragancia de la tierra natal en nuestras letras. El movimiento peruano se intensificará, después, en literatura, en poesía, en pintura, hasta desplazar por completo a lo extranjero y a lo exótico.

Juan Croniqueur escribe sobre los más variados motivos; política y turf —le gusta el Hipódromo con sus verdes praderas, sus gallardos caballos, los trajes vaporosos de las Mujeres, los jockeys ágiles y nerviosos, la fuga de los bellos animales hacia la meta—, literatura y artes plásticas, Está enamorado de una jovencita de lindo rostro —es muy sensible a la belleza corporal— y porque esta jovencita estudia pintura, le dedica unas líneas de elogio, casi líricas. No está lejos de llamarla —en su devoción amorosa— una gran artista.

Ha de probar, también, la emoción religiosa y se va al Convento de los Descalzos, ese místico y humildoso refugio, situado en la evocadora Alameda, a meditar. Esto ocurrió en el año 1916. Y de estos días dé meditación y de, soledad trae up soneto, que aquí transcribo por mostrar este poema una modalidad del espíritu de Mariátegui a las diez y nueve años. Místico será siempre, pero después su misticismo y su religión se alimentarán en el credo socialista. Místico tenía que ser este hombre fervoroso, apasionado, convencido y sincero. Dios no estará nunca ausente de él, pero él ya no buscará a Dios en la plácida soledad de la celda, cómo lo hizo a los diez y nueve años. Buscará. a Dios en el dolor del hombre y en la angustia del mundo.

El soneto que escribió José Carios Mariátegui, después de retirarse en el Convento de 1os Descalzos, es el siguiente:

ELOGIO DE LA CELDA ASCETICA

 

Piadosa celda guardas aromas de breviario,

tienes la misteriosa pureza de la cal

y habita en ti el recuerdo de un Gran Solitario

que se purificara del pecado mortal.

Sobre la mesa rústica duerme un devocionario

y dice evocaciones la estampa de un misal:

San Antonio de Padua, exangüe y visionario

tiene el místico ensueño del Cordero Pascual.

Cristo Crucificado llora ingratos desvíos.

Mira la calavera con sus ojos vacíos

que fingen en las noches una inquietante luz.

Y en el rumor del campo y de las oraciones

habla a la melancólica paz de los corazones

la soledad sonora de San Juan de la Cruz.

Al concurso municipal de literatura y ensayos periodísticos envía una crónica, La Procesión del Señor de los Milagros, página rebosante de color, que alcanza el premio, conjuntamente con el ensayo La Sicología del Gallinazo, de Valdelomar. Parece que el jurado estaba compuesto por personas de buen gusto.

Llega, por aquellos días, a Lima, una bailarina que se adornaba con un nombre ruso: ella era suiza. Hermosa y joven, con alguna sensibilidad de bailarina, pero sin el genio coreográfico de una Antonio Mercé o de una Ana Pavlowa, Norka Rouskaya, da algunos recitales. Despierta admiración, interés, simpatía entre la gente de letras y de arte limeña. Y unos jóvenes intoxicados de literatura decadente —entre ellos, Mariátegui— imaginan lo emocionante que sería ver danzar a Norka en el cementerio, de noche, a los acordes de la Marcha Fúnebre de Chopin.

A Norka Rouskaya le agrada aquella fantasía de jóvenes literatos y, una noche, se van todos al Panteón a realizar este capricho algo macabro, pero sin ninguna malicia. En la ciudad de los muertos, Norka Rouskaya, envuelta en velos blancos, esboza una danza, mientras el violinista Cáceres hace sollozar su violín con las desgarradoras frases chopinianas.

Presencian la escena Valdelomar, Félix del Valle, Falcón, Mariátegui y un funcionario gubernamental, que fue el que dio la autorización para entrar, a esas horas, al Cementerio.

El epílogo de aquel capricho de dudoso gusto fue la prisión para la bailarina y sus acompañantes, interpelaciones en la Cámara y un tamaño escándalo en la ciudad, que vio en aquel hecho de carácter teatral, pero no perverso ni irreverente, una profanación tremenda, un desacato a la majestad de la muerte... Cuando la intención de los actores de la escena era perfectamente respetuosa y sobre todo... literaria.

En la vida de Mariátegui este incidente ha de recordarse como un episodio de una juventud algo tocada de artificio literario e influenciada por los poetas modernistas de Europa.