OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

JOSE CARLOS MARIATEGUI

 

III

PRIMERAS INQUIETUDES

PERO Mariátegui, el periodista que en glosas, comentarios, notas y ensayos, ha demostrado la vivacidad y la lucidez de su inteligencia, comienza a sentir la emoción socialista. No le basta a su juvenil inquietud el comentario perspicaz, la nota galanamente esbozada, el ensayo animado de color y de gracia; no le basta el poema sabiamente compuesto o la obra teatral primorosamente escrita. Comprende que hay algo más que la labor de un periodista fino y penetrante; comprende que la humanidad está estremecida por grandes corrientes de renovación y él, Juan Croniqueur, que teje con elegancia una nota hípica o se sonríe irónicamente de algún político criollo, ha de entregarse a las fuerzas que agitan al mundo.

Se ha incorporado con César Falcón, Ruiz Bravo, Luis Ulloa a la redacción de El Tiempo, diario con perfiles de izquierda. La Prensa, donde él se iniciara, se ha desviado hacia las derechas. Mariátegui ha de sacudirse del polvillo multicolor de una literatura un poco morbosa, un poco preciosista y su pluma se mueve como acero bien templado. Es una pluma incisiva, fuerte, sobria. Redacta en El Tiempo la sección Voces, en la que comenta con agudeza y sin solemnidad la actualidad política y frecuentemente escribe el editorial del diario. Mas su ambición y su sueño convergen hacia la posesión de una revista, donde pueda sostener las doctrinas que comienza a conocer y exponer, sin ambages, su pensamiento. De nuevo el grupo de escritores jóvenes in­tenta la aventura de publicar una revista. Esta revista será Nuestra Epoca destinada, como dijo el mismo Mariátegui, a las muchedumbres y no al Palais Concert. Ya no se trata de hacer bella literatura, de glosar motivos estéticos; Nuestra Epoca —inspirada en la revista España, dirigida por Araquistain— tiene el propósito de interve­nir en la vida política del país y difundir las nuevas doctrinas. Su primer número sale el 22 de Junio de 1918. En Nuestra Epoca escriben Cé­sar Falcón, César Ugarte, Félix del Valle, Valde­lomar, Percy Gibson, César A. Rodríguez, César Vallejo y Mariátegui. Mariátegui ya no firmará Juan Croniqueur, según lo anuncia una nota de redacción: «Nuestro compañero José Carlos Ma­riátegui ha renunciado totalmente a su seudóni­mo y ha resuelto pedir perdón a Dios y al pú­blico por los muchos pecados que, escribiendo con ese seudónimo, ha cometido».

Y en el primer número de Nuestra Epoca tam­bién aparece el artículo titulado "Malas tenden­cias: El deber del Ejército y el deber del Estado", firmado por José Carlos Mariátegui.

Decía Mariátegui, en ese artículo: «El país de­be cuidar de su defensa armada. Pero debe ha­cerlo dentro de la proporción de sus, recursos eco­nómicos... Ningún Estado debe mostrarse en verdad más parco y discreto que el Estado Pe­ruano en esfuerzos militares... Política de tra­bajo y no política de apertrechamiento es, pues, la que aquí nos hace falta. Política de trabajo y también política de educación. Que se explote nuestro territorio y que se acabe con nuestro analfabetismo y entonces tendremos dinero y soldados para la defensa del territorio peruano».

No puede ser el tono de este artículo más me­surado, más serio, más claro y, firme. Pero un grupo de militares exasperados, enfurecidos por las ideas expuestas en "Malas tendencias: El de­ber del Ejército y el deber del Estado", ataca al joven escritor. Lo insultan y lo golpean, sin te­ner en cuenta su endeble condición física. Por dos veces se repite la agresión; una, en la calle, otra, en la imprenta de El Tiempo, donde se editaba Nuestra Epoca. Un fornido oficial encabeza el ataque contra el "cojito". Y después de la agre­sión viene el duelo. Mariátegui no sabe manejar las armas, pero acepta el desafío y se dirige una mañana al campo donde ha de realizarse. Los pa­drinos han de intervenir para evitar un asesinato, que así habría sido, en caso de efectuarse el due­lo, en condiciones tan desiguales. Mariátegui ha soportado valientemente la cobarde agresión; foetazos, patadas, puñetazos. Ha ido al campo del desafío sin saber cómo se toma una pistola o un sable. Un clamor de indignación se levanta, en toda la ciudad, contra los agresores del escritor; es tan vehemente esa indignación, es tan encen­dida la reprobación contra el hecho, que el Mi­nistro de Guerra se ve obligado a renunciar su cargo.

Ha triunfado el pensamiento libre y la inteli­gencia sobre la fuerza. Mariátegui, golpeado, cas­tigado, ultrajado por los militares, es un símbolo. Representa la cultura, el espíritu, la serenidad enfrentándose a la violencia y a la incultura.

Pequeño, apoyándose sobre un bastón, los ojos plenos de luz y la faz pálida, concita todas las admiraciones y obliga al respeto hasta a sus adversarios. En ese cuerpo frágil arde una llama que iluminará América.

Nuestra Epoca no saldrá más de dos veces. Des­pués de su segundo número la falta de respaldo económico la obliga a suspender su publicación. Pero Mariátegui y Falcón —esta vez con el con­curso de Humberto del Aguila— vuelven a inten­tarla romántica y arriesgada aventura de publi­car un periódico con orientación izquierdista y... sin capitales que aseguren su existencia.

Alquilan estos escritores de avanzada una im­prenta perteneciente al arzobispado; la imprenta de la calle de la Pescadería y, en 1919, aparece La Razón.

Era entonces Presidente de la República —ya lo había sido una vez— don José Pardo. Hombre sin grandes alcances intelectuales, conservador sin visión del futuro, había gobernado, sin embargo, con mesura, preocupándose de la educación pública —a él se deben las escuelas fiscales en el Perú—, manejando con honradez la hacienda y las finanzas. La primera guerra mundial había dado margen a muchos negociados y especulaciones, enriqueciéndose cierto sector del país. Mas la situación del obrero era aflictiva, angustiosa; el trabajador de la fábrica, del taller, del campo, ganaba un mísero jornal, que le permitía apenas subsistir, él y su familia. El gobierno civilista del Presidente Pardo no se preocupaba de la situación del proletariado ni se daba cuenta de que en Europa, después de la guerra, nuevas corrientes ideológicas agitaban el ambiente. Los obreros peruanos comenzaban a sentir esa inquietud y esa agitación. No estaban organizados ni agrupados, como lo estarán después al conjuro y bajo la influencia de Mariátegui, pero un germen de rebeldía había surgido en sus filas. Ni intelectuales ni estudiantes dirigen a las masas del proletariado en el movimiento de 1919. Sus conductores, sus jefes, son obreros: Gutarra, Fonkén, Barba. El movimiento parte, sale, estalla del gran núcleo de trabajadores, que sólo reclaman el mínimo de sus derechos: abaratamiento de subsistencias, mejoramiento de los salarios. En las páginas del diario fundado por Mariátegui, Falcón y del Águila el proletariado encuentra un vocero para exponer sus reivindicaciones y expresar sus ideas. Fausto Posada, obrero, redacta la sección de los trabajadores en La Razón.

El "paro" general se inicia en el mes de Mayo de 1919 y dura cerca de ocho días. Suspendidas todas las actividades de la ciudad el gobierno decreta la ley marcial y se crea la guardia urbana. El Presidente Parda declina sus poderes en el Jefe del Estado Mayor, coronel Pedro Pablo Martínez.

Se manda a la prisión a numerosos camaradas. Hay saqueos de almacenes de comestibles y el temor se ha apoderado de los ciudadanos.

Mariátegui, en la redacción de La Razón, trabaja por la causa del proletariado. Siente hondamente la miseria y el dolor de ese pueblo, que sólo pide con qué poder subsistir.

Cuando el 8 de Julio —el 4 del mismo mes había caído Pardo, derrocado por un golpe de estado del candidato presidencial, don Augusto B. Leguía— son puestos en libertad los líderes obreros, la manifestación que celebra esa liberación, se dirige a la casa del diario La Razón. Son más de tres mil trabajadores. Quieren expresar a La Razón su gratitud por el apoyo brindado a su causa. Y claman cariñosamente a José Carlos Mariátegui; piden que hable. Mariátegui, entonces, dice: «que por segunda vez la visita del pueblo fortalecía los espíritus de los escritores de La Razón, que La Razón era un periódico del pueblo y para el pueblo; que sus escritores estaban al servicio de las causas nobles; que el calificativo de agitadores honraba a Barba y a Gutarra, quienes poseían el mérito de haber sido los primeros en conmover la conciencia del pueblo y en descubrirle horizontes desconocidos y nuevos y que La Razón inspiraría siempre sus campañas en una alta Ideología y un profundo amor a la justicia».

Así habló Mariátegui —que entonces tenía veinticuatro años— el día 8 de Julio de 1919 a los obreros de Lima. Así firmó con palabras henchidas de emoción el pacto que debía unirlo con sus hermanos, los proletarios, los trabajadores.

La campaña de reforma de la Universidad de San Marcos encuentra, también, en La Razón fervorosa resonancia. José Carlos Mariátegui, tipo "antiuniversitario", pero con una vigorosa concepción de lo que ha de ser una universidad moderna, viviente, animada de nobles inquietudes intelectuales, toma parte activa en la campaña de reforma de la anticuada y fosilizada Universidad de San Marcos.

Mas La Razón con sus artículos apoyando a obreros y a estudiantes, deseosos del remoza miento de San Marcos, comienza a alarmar e ambiente. El Arzobispado desaloja al periódico donde militan Falcón y Mariátegui, de la imprenta de su propiedad. Hay que buscar otros talleres para publicar el diario. Un órgano conservador ofrece, entonces a Mariátegui y a Falcón, sus máquinas para imprimir La Razón. Los escritores no aceptan la oferta de este diario, astuto y hábil, que mañosamente quería atraer a sus filas a los jóvenes periodistas. Y llega una orden del Ministerio de Gobierno suspendiendo La Razón.

El país esperaba de su nuevo presidente, don Augusto B. Leguía, una reforma radical en los métodos gubernativos y en la vida política del Perú. Con la caída de don José Pardo, el Partido Civil había sufrido rudo golpe y Leguía explotaba con inteligencia su anticivilismo.

Leguía, que había de hacerse reelegir hasta !amanecer once años en el poder, procedía cautelosamente para eliminar a las personas que consideraba peligrosas a su gobierno. No usaba mucho de la prisión, prefería la deportación, dando al deportado una pensión para subsistir en el destierro.

En Mariátegui vio posiblemente una fuerza que había de surgir, oponiéndose a su tiranía; presintió, en el joven escritor, al sembrador de doctrinas e ideas que habían de renovar el Perú.

Y Leguía ofreció un viaje a Europa, al escritor, cuya pluma, le parecía un peligro para sus métodos de gobernante y su política.

Mariátegui aceptó ese viaje. ¿Hizo mal? ¿Fue una claudicación de sus ideas ante una oportunidad espléndida? Mariátegui necesitaba ir a Europa a reafirmar su cultura, a conocer el movimiento socialista del Viejo Continente, a beber en las fuentes de las antiguas civilizaciones el agua pura del arte; nunca —de no habérselo brindado el gobierno de Leguía— habría podido salir del Perú. Y Mariátegui aceptó. Lo criticaron con dureza algunos amigos y compañeros suyos. «Ha recibido dinero de Leguía», murmuraban. Y cuando una tarde fue a La Crónica, a despedirse, en compañía de Falcón —que viajaba en iguales condiciones— fue acogido fríamente por unos cuantos de los presentes.

Al irse a Europa, enviado por el gobierno de Leguía. —deportación disimulada, alejamiento ne­cesario para el régimen que se iniciaba— Mariá­tegui no claudicaba en sus ideas. Partía a robuste­cerlas, a ensanchar su horizonte Intelectual. Mar­chaba a otras regiones, donde la tragedia del hom­bre superaba a la de su país natal. Europa lo solicitaba, lo llamaba, para devolverlo, fruto cua­jado y óptimo, al Perú, a América. ¿Que Leguía lo mandaba? Leguía no era sino un instrumento, una pieza en la rueda que movía su destino. Y en Europa, José Carlos Mariátegui recogería —para traerlas a su país— las palpitaciones del pensa­miento y de las inquietudes universales.