OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

LA NOVELA Y LA VIDA

   

     

LA NOVELA Y LA VIDA

 

SIEGFRIED Y EL PROFESOR CANELLA

I

Si los jueces del tribunal de Turín hu­biensen leído «Siegfried et le limousin»,1 de Jean Giraudoux, no les habría pare­cido tan inexplicable e inaudito el extraordinario caso del tipógrafo Mario Brune­ri, reclamado por dos esposas legítimas, con distinto nombre y opuesto sentimien­to. Pero los jueces y los pretores de la Italia fascista ignoran a Giraudoux, no sólo porque la novísima literatura francesa goza de poca simpatía en una burocracia rigurosamente fascistizada, sino porque esta burocracia, malgrado Gentile y Bon­tempelli, positivista y racionalista a ultranza, se mantiene adversa en la novela a todo suprarrealismo. Pirandello mismo encuentra poco consenso en esta catego­ría social de la cual él se ha tomado anticipada revancha, incluyéndola en el material de sus caricaturas.

El misterio de la historia del tipógrafo Mario Bruneri o, más bien del profesor Giulio Canella, puede resistir al análisis concienzudo de un discípulo de Enrique Ferri. Pero se desvanece a la primera inquisición de un lector de Giraudoux. Porque es más fácil reconocer en el tipógrafo Bruneri de trasguerra al profesor Canella de anteguerra, que al escritor francés Forestier en el estadista alemán Siegfried von Kleist. Sobre todo después de haberlo reconocido, con una convicción que no debía consentir a los demás ninguna duda, la señora Canella.

Pero en un país aristotélico y tomista, educado judicialmente por Garófalo y Ferri, un sobreviviente de la guerra, recogido moribundo y amnésico de la trinchera, que durante ocho años ha perdido su verdadera personalidad, no puede ser de pronto reconocido y recuperado por su esposa, ni reconocerse y recuperarse a sí mismo. La policía y los tribunales continuarán atribuyéndole un nombre, una esposa y una personalidad que no son suyas.

II

La diferencia entre el caso novelesco de Siegfried von Kleist y el caso real del pro­fesor Canella, consiste en que en aquél lo inverosímil, lo romancesco, tiene las proporciones sobrias exigidas por la me­dida y el orden de un escritor francés.

La vida excede a la novela; la realidad a la ficción. Después de conocer la historia del profesor Canella, Giraudoux ha senti­do la necesidad de engrandecer y exage­rar el tema de Siegfried, trasladándolo al teatro. Sus deberes de diplomático no lo han dejado incurrir en una alusión al dra­ma italiano, que habría parecido a la po­licía fascista una intervención indebida de la literatura francesa y del Quai d'Or­say2 en la crónica judicial de Italia, país famoso desde sus más remotos días por la sabiduría de sus cuestores. Pero el hecho es que, luego de haber superado la vida a la novela en inverosimilitud, Giraudoux ha encontrado intacto aún el tema de Siegfried.

El profesor Giulio Canella era, antes de la guerra, uno de esos profesores de segunda enseñanza, severos y bondadosos, carduccianos,3 humanistas, a cuya ciencia debe la pequeña burguesía italiana todos sus lazos sentimentales e intelectuales con Cola di Rienzo y Macchiavelli. La sublimación del género es Alfredo Panzini, a quien Canella, en sus días más tormentosos y desorbitados, ha podido conservarse, por la miseria de la condición humana, más fiel que a su esposa. Vecino de Verona, el profesor Canella desposó a conveniente edad —20 años ella, 30 años él— a una sobrina carnal, nacida en el Brasil de padre y madre italianos, pero que había traído de América una vaga reminiscencia de floresta virgen y cierta exaltación de nuevo mundo y de trópico. El clasicismo del profesor Canella sufrió con esta boda, tan feliz bajo todos sus aspectos sentimentales y prácticos, una crisis romántica que en cierta forma preludiaba la guerra con todas sus consecuencias. En sus gustos y en sus hábitos, el profesor Canella había tratado de mantener siempre el equilibrio de la arquitectura veronesa. Pero la boda con una sobrina del; Brasil, en la ciudad de Romeo y Julieta, transtornó un poco la línea grecorromana de sus meditaciones y quehaceres. El matrimonio, el Brasil, la tragedia de Sarajevo4 y la declaratoria de guerra, se confundieron y entremezclaron pronto en el umbral de la etapa romántica de un profesor de segunda enseñanza.

Forestier no se parecía física ni psíquicamente a alemán ninguno. Giraudoux habría ofendido la tradición y la regla francesas si hubiese supuesto la existencia, en los días de Agadir,5 de un alemán y un francés estrictamente paralelos. El profesor Canella, en cambio, carecía de una perfecta originalidad física. En el aula se le notaba cierta disposición a emplear los ademanes didácticos del profe­sor Aquilanti, tal como lo descubrí, una tarde, en el foro romano exponiendo co­mo suyas, a un corro de ingleses astigmáticos y de lectores de «II Corriere d'ltalia», algunas ideas de Adriano Tilgher. De ha­ber continuado engrosando, a los cuarenta años habría adquirido probablemente el volumen de Filippo Meda, a quien lo aproximaba una sosegada admiración a Alejandro Manzoni y la afición al café puro. En la galería de retratos que une en Florencia el Palacio Pitti con el Palacio Viejo, no faltaban sin duda antiguos italianos a los que algún rasgo indefinido no indi­case como posibles, lejanos antecesores de Canella. Pero estos abstractos parecidos no habrían modificado el destino del profesor de Verona como su concreto, cabal, asombroso parecido con el tipógrafo Mario Bruneri de Turín.

Mario Bruneri era el sosias6 del profesor Canella. Tenía, además, el mismo amor por las humanidades y Carducci, el mismo culto por el Risorgimento,7 la misma aprensión a D'Annunzio, el mismo desdén por Marinetti. Políticamente se di­ferenciaban. Bruneri, tipógrafo, tenía una fe ilimitada en el progreso de la humanidad; y de un liberalismo iluminista, no exento sin embargo de cierto fino buen sentido piamontés y cavouriano,8 había pasado a un socialismo algo ecléctico, en que se mezclaban frases elocuentes de Jaurés, leídas en «L'Humanité»,9 y conceptos de Marx, traducidos por Ettore Cicotti, sobre un fondo del más nativo y ge­nuino Andrea Costa. Bruneri y Canella eran aproximadamente de la misma edad y exactamente del mismo estado civil. Se habían casado en la misma primavera.

La guerra —que habría recibido neutralista Bruneri, intervencionista Canella, por esa insólita entonación brasileña de su espíritu, esa repentina crisis romántica que le acarreó el matrimonio— decidió confundir ambos destinos.

III

A tal punto se confundieron en las trin­cheras las vidas paralelas de Mario Bru­neri y del profesor Giulio Canella, que cuando ambos, el tipógrafo de Turín y el letrado de Verona, soldados del mismo regimiento, cayeron en un combate, sólo el azar podía resolver cuál de los dos era el que sobrevivía.

Del foso cegado por el cañoneo, la am­bulancia había recogido el cuerpo de un soldado horriblemente herido, ensan­grentado, desnudo, inconsciente. Ningu­na medalla, ningún tatuaje señalaban este cuerpo, más bien grueso que magro, de un soldado del regimiento italiano No. X. Sólo una enorme herida en la espalda por donde se desangraba, sin quejarse. En el hospital de sangre nadie se cuidó al prin­cipio de establecer su identidad. Había, ante todo, que desinfectar, sondear y suturar sus heridas. El soldado se agitaba agónico, inconsciente, bajo la inquisición presurosa del médico y sus asistentes.

Al tercer día, su vecino de lecho, soldado del regimiento X lo reconoció, sin dificultad y sin asombro: se trataba de Mario Bruneri, soldado de la misma compañía, de oficio tipógrafo, casado, turinés. Lo había visto casi caer, derribado por la explosión que mató a Agostino Marchesi, pisano, soltero, de la clase del 95. La glorificación del soldado desconocido no había aún empezado. Los hospitales de sangre, en todo caso, preferían que cada herido y cada difunto no careciesen de un nombre y algunos antecedentes. El herido, delirante aún, no podía confirmar a su vecino. Quedó, pues, provisoriamente admitido que era Mario Bruneri, tipógrafo. El médico, lector cotidiano de «La Stampa» de Turín, atribuyó, solícita e inapelablemente, a las palabras escapadas al herido un marcado acento turinés y giolittiano10 y reconoció, en el color terroso de su rostro vendado, algunos indicios precoces de saturnismo.

La relación oficial de las bajas sufridas por Italia en el combate consideró entre los heridos graves a Mario Bruneri; y, entre los desaparecidos, al profesor Giulio Canella.

IV

Mientras en la villa Canella, en la biblioteca del profesor, la viuda presunta se repetía que «desaparecido» no tiene los mismos efectos legales y conyugales que «muerto»; en el hospital de guerra Giulio Canella, convaleciente, recibía una carta que le comunicaba la ansiedad y la esperanza de su esposa, la señora Bruneri. Porque el profesor Canella, que al asirse desesperado a la vida, no había tenido cui­dado ni medio de conservar sus vestidos ni sus recuerdos, había perdido con unas y otros su personalidad. Identificado como Mario Bruneri, no había tenido nada que oponer a esta afirmación ni a ningu­na otra. Por la ancha herida de la espalda, parecía haber fugado el noventa por ciento de su memoria profesoral y conyugal; y, asustados por la explosión de la última granada, se habían dispersado sus recuerdos menores. El médico, los enfermeros, los vecinos, ahora esta carta, lo lla­maban Mario Bruneri con una simpatía a la que habría sido impertinente e incómodo corresponder con dudas sobre este apelativo que, después de todo, no le sonaba desagradable e insólito. No había ningún motivo para que un hombre tan débil y amnésico, que no pedía sino que lo guiasen en su reingreso a la vida, negase ser Mario Bruneri y estar casado en Turín. El doctor le hizo algunas preguntas sobre su pasado a las que él contestó con una sonrisa fatigada que, recordándole extra­ñamente la del director de «La Stampa» de Turín la tarde en que, inminente la guerra, 400 diputados neutralistas dejaron su tarjeta de visita a Giolitti en la portería del Hotel Cavour, confirmó al doctor en su primera impresión sobre la ostensible filiación turinesa del enfermo.

Todos los datos antropométricos del soldado Mario Bruneri, caído en la trinchera, correspondían con exactitud al cuerpo ci­catrizado de Canella en convalecencia. Y como nada en el sobreviviente desperta­ba su antigua y verdadera personalidad de profesor de segunda enseñanza, tan poco acentuada por costumbre y por principios, la nueva personalidad de Bruneri, turinés y tipógrafo, le fue sin esfuerzo impuesta como un traje que tuviese sus medidas y que habría podido pertenecerle. Canella había agotado sus energías en su lucha contra la muerte. Después de largas noches de desvarío e incertidumbre, no le quedaban casi más fuerzas que las que en el hospital le habían suministrado, en desesperantes inyecciones de suero de caballo. Además, su pasado tenía la tersura de albaricoque de las mejillas de la enfermera Marietta: ninguna grieta, ninguna fractura, ningún lunar, ningún rasgo capaz de sobrevivir a una impresión catastrófica y a una convalecencia prolongada. Si Canella, en su juventud, hubiese sido expulsado del colegio y repudiado por su padre como Percy Bysshe Shelley —a consecuencia de su ideas ateístas y radicales—  si en vez de mantenerse fiel a los clásicos y a Carducci, se hubiese enrolado en una de las escuadras futuristas, a la cabeza de las cuales Marinetti condenó a muerte al claro de luna, trató de vieja proxeneta a Venecia, con escándalo de los ruskinianos11 y de Ugo Oietti; y propuso la expulsión del Papa de Roma, como última afirmación del Risorgimento; si hubiese raptado a Lydia Borelli, aquella tarde en que la vio visitar sola, en Verona, la tumba de Romeo y Julieta y en que se contentó con recordar en inglés una estrofa de «Childe Harold»;12 si hubiese, en alguna forma estridente y violenta, osado romper con alguno de los hábitos, ideas y tradiciones de un profesor de segunda enseñanza de Verona; es probable que el pasado de Giulio Canella se habría resistido a morir del todo. Las acciones o pensamientos te­merarios y las dolencias graves, son los únicos puntos de referencia posibles en la lámina lisa de una biografía provincial. La biografía del profesor Canella carecía de estos puntos de referencia y, por esto, .confundida con otras en el detall13 de un regimiento, después de una batalla mortífera, podía ser fácilmente cambiada con la del tipógrafo Bruneri.

Licenciado del ejército por su estado de salud, con una mención honrosa por su comportamiento en el combate en la or­den del día del regimento, el ex-profesor Giulio Canella pasó, en una casa de salud piamontesa, dos meses de sosegada reparación de sus facultades mentales y tróficas. Cuando salió de la casa de salud, con una maleta que le había enviado su esposa legal, la señora Bruneri, de Turín, cierta vaga nostalgia de hogar, de matrimonio y de sopa doméstica era el único sentimiento que lo llevaba de la mano, en este asombrado descubrimiento de sí mismo. El profesor Canella había muerto. Quien tomaba el tren para Turín, en una mañana lluviosa, era, según sus documentos, no contradichos por sus recuerdos, el tipógrafo Mario Bruneri

V

Turín recibió sin emoción visible a este turinés desconocido. Le reservaba, sin embargo, el abrazo de una esposa tierna: la señora de Bruneri. Canella se abandonó a este abrazo con la sana confianza con que se había abandonado siempre a los brazos, algo más nerviosos y prensiles, de su verdadera consorte. El pequeño departamento del tipógrafo de Turín, no tenía el confort sencillo y provincial de la villa Canella en Verona. Pero su esposa tenía, aproximadamente, las mismas dimensiones. Poseía, además, una coquetería turinesa que podía parecer, a los sentidos aturdidos de un amnésico, la temperatura pasional, mitad veronesa, mitad brasileña, de la señora Julia Canella. El náufrago no elige la playa a la que arriba, después de haber luchado toda una noche con las olas. Pero la alegría de tocar tierra lo obliga a encontrarla bella, tal como Colón reconoció sin titubear en la primera isla americana la tierra que buscaba. Este mecanismo sentimental preservaba a Canella, sobreviviente, de cualquier descontento en su llegada.

La señora Bruneri había esperado siem­pre encontrar a su marido algo cambiado. Un soldado que había estado a punto de perecer en un combate, que había sido recogido moribundo de una trinchera, que con sus efectos personales había perdido la memoria, que había ganado una pen­sión y una medalla con su heroísmo, no podía seguir siendo el tipógrafo Mario Bruneri de anteguerra. Bastaba que la invisible lesión al cerebro, que había borrado sus recuerdos, no hubiese comprometi­do su razón. El médico tratante, en una lar­ga carta, había instruido a la señora Bruneri, sobre la naturaleza de esta lesión del espíritu; y sobre la parte que, la conducta dulce y sagaz de una esposa modelo, iba a tener en la cura final. La joven se repe­tía a veces las palabras del doctor. Por algún tiempo, el curso de la existencia de Mario Bruneri necesitaba una gradiente suave. Debía ahorrársele toda pena, todo esfuerzo excesivo. Su pensión de combatiente, mejorada temporalmente por el carácter especial de su invalidez, y, sobre todo, una modesta libreta de ahorros, le aseguraban por algunos meses el pan blanco de una convalecencia sin preocupaciones. Cuando el sobreviviente, fatigado, se adormeció en el sofá en que había oído un relato tenue y aséptico de su ausencia, la señora Bruneri retiró los platos y los cubiertos de la cena, de puntillas, como una enfermera.

Y a la mañana siguiente nada separaba a estos dos esposos legales que, sin saberlo, creyéndose casados desde hacía mucho tiempo, habían celebrado esa noche un desposorio de guerra: la boda extraña del soldado desconocido con la viuda que, al desposado, pensaba recibir a su esposo sobreviviente. Esposo casto, a él le pasaba con su pasado sexual lo que con el resto de su biografía: carecía de puntos de referencia. Turinesa, ella guardaba quizá un recuerdo más incisivo de su experiencia conyugal; pero todos los recuerdos inoportunos estaban proscritos de su conciencia de enfermera.

VI

Una ciudad puede a veces poseernos con arte más perdurable e individual que una mujer. Discurriendo por las aceras de Turín, del brazo de su esposa, el sobrevi­viente no habría reconocido a esta ciudad, (que no había visitado nunca), sin el sub­sidio de algunos removidos sedimentos de su ciencia de profesor de segunda ense­ñanza. Ni la estatua de Víctor Manuel I, el rey galantuomo,14 ni la de Garibaldi, el héroe de Montana, ni el parque del Valentino, con sus parejas discretamente emancipadas de provinciales escrúpulos, ni los portales y galerías, que guarecen al turinés de la lluvia y protegen su galantería y su liberalismo, impedían al ex-profesor Canella acostumbrarse a la idea de haber nacido y vivido siempre en Turín. Pero la fisonomía de Turín no se reduce a estos rasgos. En sus calles, en sus plazas, en sus museos se almacenan los testimonios sólidos, tangibles, de varios siglos de historia piamontesa, que son otros tantos siglos de historia italiana. Todos, por fortuna, estaban puntualmente registrados en la placa velada de la conciencia del profesor Canella, que había amado siempre a la Historia como a hermana gemela de la Poesía. Recorriendo la Armería se desprendieron del fondo de su subconciencia palabras pertenecientes, sin duda, a sus lecciones sobre la Edad Media; pero que, en ese instante, eran para el ex-profesor la prueba palmaria de que él había deambulado por esos salones, muchas veces en su vida.

La usina de la Fiat era la única perspec­tiva nueva, insólita, imprevista, a la que difícilmente se acomodaba su espíritu. Empezaba ahí una Italia industrial, moderna, novecentista, que el profesor Giulio Canella, detenido en el Risorgimento, en Verona, y en Carducci, había apenas en­trevisto, muy confusamente, desde su estrado de profesor, leyendo a largas pau­sas los artículos de Luigi Einaudi en «II Co­rriere della Sera».

VII

Una vez aceptado lo esencial e íntimo de un destino, cuesta muy poco trabajo aceptar lo accesorio. El ex-profesor Giulio Canella había recibido como suyos el nombre, la esposa, la ciudad y alguna ropa usada del tipógrafo Mario Bruneri. No le faltaba sino el oficio. Pero había ocupado con tanta naturalidad el lugar de Bruneri, en Turín y en el mundo, que podía sin esfuerzo continuar componiendo la página que éste había dejado interrumpida el día de su enrolamiento.

Desde el siglo siguiente al descubrimiento de la imprenta, el citadino de todo antiguo burgo alemán o italiano nace con una vaga aptitud de cajista. Canella tomó el componedor en sus manos, con el respeto que a un profesor de ideas liberales le inspira, siempre, esta pequeña herramienta del progreso. Tipógrafo fatalmente, no teniendo otro medio de vida, empezó a trabajar con voluntad y con ortografía, pero sin destreza. El regente opinó, concluida la jornada, que había perdido la práctica del oficio, peto que la recobraría con sus convicciones socialistas, inmediatamente echadas de menos por sus compañeros.

Canella, en efecto, trabajaba medianamente al cabo de unas semanas. Si sus jefes, lectores de «La Stampa», hubiesen confrontado puntualmente su rendimiento de 1919 con el de anteguerra, no habrían dejado de atribuir el descenso, más que a su amnesia, al general desgano post-bélico, a la agitación huelguística y revolucionaria, al malestar universal consecuente de una guerra, a la que Italia se había dejado arrastrar contra los prudentes consejos de Giolitti.

VIII

Pero después de unos meses de rigurosa y absoluta identificación con Bruneri, el ex-profesor notó confusamente que una fuerza inexplicable lo empujaba en sentido inverso. Ignoraba cuál podía ser este sentido, pero lo encontraba más concorde con su naturaleza. Después de un movimiento a izquierda, su vida, iniciaba un movimiento a derecha. Canella sentía que el componedor se le caía de la mano. «La Stampa» y «Avante» lo dejaban indiferente. Turín le parecía, de improviso, una ciudad extranjera, de donde un dialecto afrancesado desalojaba al italiano, a la vez que un socialismo, entre galo y tudesco, desplazaba al liberalismo de Mazzini y Carducci.

Las huelgas eran las pausas que atenuaban la impresión de que algo en él resistía, rechinando, a su destino. Pero, durante una huelga, Canella no era un obrero que afirma su conciencia de clase, sino un profesor que toma sus vacaciones.

La señora Bruneri fue la primera en advertir este cambio indefinido, pero inquietante. Su marido tenía la expresión casi distraída, casi impaciente, del que espera algo. ¿Qué podía esperar Mario Bruneri? No era, por cierto, la revolución social. (Sus opiniones, al respecto, le habían ganado entre sus compañeros reputación de amarillo y de  reaccionario; y a la propia señora Bruneri le habían parecido algo heterodoxas). Era, quizá, el regreso de su memoria, el retorno de sus recuerdos. La señora Bruneri escribió al médico del sanatorio una carta, en la que no omitió detalles que en el borrador encontró al principio excesivamente privados, como el de su gravidez avanzada. Pero el médico se contentó con responder, asiéndose precisamente de este detalle, que al nacimiento del niño todo se normalizaría en el hogar de los Bruneri.

Los hechos rehusaron confirmar este pronóstico. Cuando Canella, fatigado de marchar a la deriva, hizo un esfuerzo por pasar de un estado de distracción y de apatía a un estado de atención y de entusiasmo, sucedió lo que menos podía augurar la señora Bruneri. Unos ojos muy grandes y una boca muy chica sonrieron, una tarde, al ex-profesor, en la vía Roma, como nada le había sonreído nunca. (Verona no tiene una vía Roma y, un poco medioeval, todavía, ignora el maquillaje parisién, que hace tan grandes los ojos y tan chica la boca). Y el ex-profesor, sin intención infiel alguna, sólo por cogerse de algo que lo ayudara a resistir a la corriente, buscó las manos que correspondían a estos ojos y a esta boca. Más tarde, buscó la boca misma. Canella descubría una isla de placer, en medio de la marea. Para un honesto profesor provinciano de segunda enseñanza, el descubrimiento de esta isla era un descubrimiento del mundo.

Canella cedía a dos impulsos de evasión, por medio de los cuales su vida trataba de encontrar su equilibrio: la evasión de su esposa y la evasión de su oficio. Su subconsciencia pugnaba por restituirlo a su destino, liberándolo de una mujer y de un oficio que no eran suyos. Un tercer impulso de evasión empezó a apoderarse de él, antes de que el movimiento de péndulo de su existencia lo llevase, de nuevo, del lado donde se sentía conforme con ser Bruneri y tipógrafo. La misma vía Roma que le había propuesto una tarde un amor adulterino, que Canella, en Verona, en su propia existencia, no habría aceptado jamás, le propuso otra tarde un viaje. El deseo de evadirse de Turín se instaló desde entonces en su espíritu. Este deseo habría sido insólito en un turinés. Normalmente, el turinés es poco viajero, mal emigrante. La ribera del Po basta e sus fugas sentimentales. A Canella, oscuramente empujado hacia Verona, no podía bastarle. Del fondo ciego de su subconsciencia de vecino de Verona y de profesor de liceo, ascendía, como una burbuja pertinaz, un deseo centrífugo.

IX

Mr. le Trouhadec saisí par, la débau­che,15 más que el Siegfried de Giradoux, es acaso el personaje que evoca la existen­cia del profesor Canella en Turín, en la época absurda en que, equivocado con el tipógrafo Bruneri y desviado de su voca­ción profesoral, no le quedó otra posibilidad de estudio que una usada y módica enciclopedia del amor. Pero aun a precio de ocasión, esta enciclopedia es siempre superior a los recursos normales de un cajista casado. Canella no sabía cuál podía ser el término de este declive: sin duda, una voluptuosidad nueva. Seguía un curso clandestino y post-universitario de Huma­nidades, con la aplicación con que, años atrás, se había entregado a la lectura de Mommsen y Guillermo Ferrero.

Su primer conocimiento de la calle Roma le abrió la vía de otros conocimientos. El amor no era sólo lo que una esposa ho­nesta podía revelarle. Era una ciencia, co­mo la de la historiografía, que no entrevé siquiera el escolar, en su texto compendia-do de historia antigua o moderna. Dos o tres volúmenes de tercera mano, no le en­señaban todo lo que su curiosidad de es­tudioso, repentina, subrepticiamente despertada, lo incitaba a conocer. El profesor de Verona se instruía, prácticamente, res­pecto a las cuestiones planteadas por el profesor Werner Sombart en su obra Lu­jo y Capitalismo. La canzonetista irregu­lar, la bailarina supernumeraria que tomaba con él un «cinzano» en el Café Cisalpino, no recordaba exactamente a la vene­ciana Francesca Andreosia, amante de Agostino Chigi. Era siempre alguna anónima militante de la galantería turinesa, segura de que su nombre no será consig­nado, dentro de cuatrocientos años, en el libro de ningún catedrático de Heidelberg o de Munich.

Canella confirmaba, en su caso, la posi­ble tesis de que la trasguerra ha resucitado en Europa las figuras del Santo y del Pícaro. El Pícaro no es sino la consecuencia de un desequilibrio, de una conmoción que produce un gran número de decla­ssé.16 En España, la aparición del Pícaro si­guió a la decadencia del Medioevo. El Pícaro era, en último análisis, el Caballero declassé, el Caballero desocupado. Ca­nella, profesor declassé, estaba en la ru­ta que conduce al Pícaro. Del brazo de una mundana rubia, en cuya compañía había arribado a sus más avanzadas con­clusiones sobre la secularización del amor, llegó también, inadvertidamente, a un punto que estaba entre el abuso de con­fianza y la estafa. Quizá, en su presente, este acto no era sino una evasión más: la evasión de la moral. Un impulso centrífu­go continuaba determinando su conducta.

X

El adulterio puede corresponder, por excepción, a un esfuerzo de fidelidad y monogamia. Pero habría sido vano pretender persuadir a la señora Bruneri de la verdad de esta tesis. El destino la había hecho víctima de la más osada de sus falacias. Le había restituido como su marido, sobreviviente de la guerra, a un hombre que era sólo esto último. Este hombre, no tenía con ella obligaciones conyugales. Había nacido sin vocación para la bigamia. La señora Bruneri lo creía su esposo, el tipógrafo del mismo apellido. El también lo creía; pero en una región más profunda de su espíritu estaba registrado su casamiento en Verona, con todos sus indeclinables efectos morales y jurídicos. El móvil que lo llevaba a la licencia, no era enciclopedista y universitario sino en su superficie pragmática; en el fondo era, más bien, un móvil ético de evasión de la mujer extraña, en busca de la propia. Canella no perseguía sino su equilibrio moral y doméstico. Era un escolástico que, caído en el error, se encamina de nuevo hacia la verdad, atravesando el territorio accidentado de la tentación. El libertinaje constituyo un episodio frecuente en la vida de un Santo y constante en la vida de un Pícaro. Canella no habría sido jamás un santo y sólo precariamente era un pícaro. No habría conocido, pues, este episodio, si una fuerza casual no lo hubiese apartado de Verona, de su esposa y de su cátedra, Se lo imponía ahora su rebelión con­tra un destino ajeno; su subconsciente protesta contra una equivocación, causada por la pérdida de la facultad más preciosa de un profesor: la memoria.

XI

En el amor como en la literatura no hay sino dos grandes categorías: clásicos y románticos. Para los clásicos, el amor es eterno: su arquetipo son las parejas históricas: Romeo y Julieta, v. g. Para los románticos, el amor es algo menos individualizado y permanente; el amor carece de predestinación: no existe el amor sino el estado amoroso.

Canella era clásico en el amor como en la literatura, por prudencia, por educación y por espíritu sedentario. La señora Canella lo era también, pero por romanticismo. Verona es la sede del culto a la pareja eterna. Verona o la tumba de Romeo y Julieta. Verona loca de amor. Debemos al vizconde de Chateaubriand, en quien, como en la señora Canella, el romanticismo era un sentimiento adquirido en América, el más clásico retrato de Verona: "Descendida de las montañas que baña el lago, célebre por un verso de Virgilio y por los nombres de Catulo y de Lesbia, una tirolesa, sentada bajo las arcadas de las Arenas, atraía las miradas. Como Nina, pazza per amore,17 esta linda criatura de falda corta y coquetos chapines, abandonada por el cazador de Monte Baldo, era tan apasionada que no quería nada sino su amor; ella pasaba las noches esperando y velaba hasta el canto del gallo: su palabra era triste porque había atravesado su dolor". Una italiana del Brasil, que en el Nuevo Mundo había contraído como una fiebre tropical el romanticismo, no podía sustraerse al influjo de Verona romana, medioeval, renacentista. La atmósfera sentimental, el clima erótico de Verona tenían que comunicarle el gusto de un amor eterno, sublime, histórico. ¡Pazza per amore! Julia Canella, en sus más alucinadas e inefables horas de prometida o de desposada, habría podido augurarse un destino que le hubiera prometido enloquecer de amor. Mas no había sabido augurarse nada concretamente. Tenía la temperatura del romanticismo; no su imaginación, aunque sin haber leído a Chateaubriand ni a André Maurel, sintiese como ellos

Pero el destino había adivinado su vo­to latente, posible, arrebatándole a su esposo. El comunicado del regimiento lo de­claraba desaparecido; y la señora CaneIlá, aunque no fuese sino para esperarlo toda su vida, no podía admitir que desa­parecido significara quizá muerto. La viu­dedad no era el estado que su exaltación podía soñar. Prefería, con ardor brasileño, la vaguedad de una ausencia inexplicable e indefinida. Esperaría al esposo au­sente, con la lámpara de su amor vigilante, encendida. Una viuda joven, bella, indiana, tendrá siempre un séquito de pre­tendientes. Pero la señora Canella no era una viuda sino una esposa loca de amor, como Nina, como Verona. Julia es una aproximación de Julieta. La señora Canella lo había pensado algunas veces: ella continuaba, revivía, con nueva sangre, la tradición veronesa. Verona, pazza per amore, tenía una nueva intérprete. Cada año que pasaba, en vez de atenuar la fe de la espera, la acrecía. El esposo ausente regresaría, no importaba cuándo. Los años no contaban. El tiempo se detendría en el segundo en que los amantes se estrecharan de nuevo, obediente a ella, que pronunciaría la frase poética: ¡detente, eres bello!

Este amor explicaba la trayectoria turinesa del profesor Canella. La existencia de Canella era atraída por otra existencia que lo llamaba con una energía sobrehumana. No podía resistir a la atracción de Nina enamorada. Y, por esto, en los brazos de una ramera, pero fugitivo de los de una esposa casual postiza, ajena, el profesor Canella tendía, en verdad, a la fidelidad, a la monogamia.

XII

¿Qué distancia había recorrido Milán desde los días de Stendhal? El ex-profesor Canella se abandonaba a esta preocupación, en los instantes en que el Castillo Sforza, o La Cena de Leonardo de Vinci, o la Iglesia de San Lorenzo lo sustraían a una preocupación personal y aflictiva. Su entrada en Milán no había tenido ninguna semejanza con la de Stendhal, Goethe o Herr Karl Baedecker. Canella llegaba a Milán casi fugitivo. Huía de Turín, después de haber perdido su trabajo y su reputación. En verdad, había perdido el trabajo y la reputación de Mario Bruneri. Pero, inconsciente aún de su evasión, Canella lo ignoraba. A mitad del camino de Verona, y de sí mismo, ignoraba su trayectoria. Se evadía no de Turín y de la señora Bruneri, celosa, ofendida, desagradable, sino del destino de Mario Bruneri; pero sin tener conciencia aún de la dirección y del alcance de esta fuga. En su evasión, le había sido indispensable comprometer el buen nombre del tipógrafo Mario Bruneri, irreparablemente manchado ahora por un juicio de estafa, inscrito en los registros de la policía turinesa, fichado con antecedentes penales de los que no podría ya redimirse. Pero, inconsciente de que la reputación y la honestidad que había sacrificado no eran las suyas, el ex-profesor Canella no se compadecía de Mario Bruneri, sino de sí mismo que seguía llevando este nombre. ¿Qué distancia había recorrido Milán desde los días de Stendhal? Ni siquiera esta interrogación al parecer desinteresada era extraña a su íntimo drama, a su propia aventura. La preocupación de la distancia que podía haber recorrido Milán desde los días de Stendhal era, subconscientemente, la preocupación de la distancia que podía haber recorrido él mismo desde los días de Verona. La palabra Stendhal sustituía a la palabra Verona, recuerdo que no podía aún reaparecer abiertamente: en el espíritu de Canella.

Sentado delante de un helado de café, en una terraza, reconstituía con elementos de la biografía de Milán su autobiografía. "II Corriere della Sera" traía en su última edición, como en el tiempo que pugnaba por regresar a su conciencia, un artículo del economista Luigi Einaudi. ¿Quién era Luigi Einaudi? En Turín, este nombre no le había recordado nada. Ahora, en Milán, regresaba a su memoria no sabía de donde, extrañamente asociado al de Ludovico Sforza, al de Stendhal, al del Alcalde Carrara, como el de un antiguo conocido. Era, simplemente, el nombre de un economista liberal, senador del Reino, que seguía escribiendo sobre finanzas, cambio, producción, aduanas, como varios años antes. ¿Cuántos años antes? Canella se sentía incapaz de precisarlo. Sólo le era posible pensar que entre los antiguos artículos de Luigi Einaudi y el que leía hoy en la terraza de un bar, sorbiendo un halado, estaba sin duda la guerra, la Constitución del Carnaro,18 las elecciones de 1919, la ocupación de las fábricas, «II Popolo d'Italia»,19 los fasci di combatimento20 y la marcha a Roma. Estaba todavía algo más. Sí; algo que no era solamente la conversión de Papini. Algo que tocaba seguramente más de cerca a su destino individual. Algo que le parecía estar buscando a tientas, con las manos, cuando sacó de su cartera dos liras sucias, ásperas, para pagar su consumo. En la cartera, con las últimas liras, algunos papeles de Mario Bruneri, le recordaron violenta, dolorosamente, la Questura21 de Turín, la oficina dactiloscópica, el arresto, el proceso, la absolución por falta de pruebas, su condición de tipógrafo, sin trabajo, vigilado por la policía. Y, en marcha otra vez, sintió que estos papeles estaban demás en su cartera, en su bolsillo, en su vida y que eran la única prueba de un pasado deshonroso. ¿Por qué no liberarse de ellos, como se había liberado de Turín, de su mujer, la señora Bruneri, y de su amante, la rubia Julieta? Milán podía, quizá, cambiar su destino. Julieta se lo había dicho alguna vez antes de que rompieran. (No era turinesa; estaba en Turín porque la había llevado allí un agente viajero; el Parque del Valentino no ejercía sobre ella ninguna atracción sentimental; apetecía, sin saberlo exactamente, una ciudad industrial, con muchos más bancos, almacenes, cafés, tranvías y turistas. Y se llamaba, seriamente, Julieta. ¿Por qué se llamaba Julieta? Canella se hacía también por primera vez esta interrogación, sin poder responderse). El recuerdo de Julieta, aunque mezclado a los sucesos que lo habían llevado a la Questura, para dejar ahí sus huellas digitales, no le pesaba. Era, a pesar de sus complicaciones judiciales, un recuerdo ligero, tierno, matinal. Le pesaban, en cambio, los papeles. Empezaron a pesarle tanto que se detuvo agobiado. Había llegado a un canal pintado en un cuadro de Pettoruti.22 Un resorte falló de repente en su conciencia, roto por la tensión de ese peso excesivo. Y no quedó ya en él nada que resistiera al deseo repentino, desesperado, de arrojar estos papeles en las aguas grises, sólidas, calladas.

XIII

Ahora, libre de este lastre, el ritmo de la evasión se aceleraba. Un policía se ha­bía acercado a Canella con pasos lentos, pesados, de plomo; pero seguros, terribles, implacables. ¿Qué podía querer de él? Ante todo, sus papeles. Desde que los había dejado caer en el canal, habían transcurrido algunas horas. Canella no ha­bía cesado de marchar. Estaba en un suburbio. Y había adquirido en este tiempo un aire evidente, visible a él mismo, de fugitivo. Su voluntad de evasión se hizo más desesperada ante este policía que se acercaba. Y había echado entonces a correr furiosamente, como sólo un loco podía correr. Canella se evadía de la razón en esta carrera patética.

Cuando, después de haber corrido ra­biosamente hasta el agotamiento, rodó exhausto, Milán estaba distante. Pero la desatada fuerza de evasión continuaba operando en su espíritu. Canella sintió, con lucidez terrible, una sola cosa; que lle­gaba al final de su fuga: la evasión de la vida.

La policía lo encontró, una hora des­pués, herido, ensangrentado. Con una gastada navaja de afeitar, había tratado de degollarse, cuando todas sus fuerzas lo ha­bían ya abandonado. Más tarde, en el hospital, lo interrogaron en vano. No recor­daba nada. No sabía nada. Había perdido, de nuevo, la memoria. Pero, en verdad, había alcanzado la meta hacia la cual todos sus impulsos tendían. Su evasión ha­bía concluido. Del hospital pasó al manicomio, sin nombre, sin papeles, sin antecedentes, sin recuerdos. No era ya Mario Bruneri. Todos sus deseos centrífugos habían cesado. Como en Panait Istrati,23 la tentativa de suicidio no había sino un ex­tremo, desesperado esfuerzo de continuación y renacimiento.

XIV

La señora Canella vivía tan segura de que un día leería, en un periódico, la noti­cia de que su marido regresaba de un venturoso viaje a América o Australia; o de que, sin anuncio alguno entraría de pronto Canella en su estancia y la abraza­ría, silencioso y tierno, que no se asombró demasiado la tarde en que encontró su retrato, en la página 11 de «La Doménica del Corriere». Lo reconoció a primera vis­ta, a pesar de que, en este retrato, el pro­fesor Canella carecía de ese aire de dignidad magistral, de optimismo docente, que tenía en sus retratos veroneses. Y cuando leyó, en algunas líneas de breviario, que era el retrato de un amnésico, asilado en el Manicomio de Colegno; y que el direc­tor, satisfecho del tratamiento empleado, esperaba que esta publicación le descu­briera a su familia y sus antecedentes, tampoco se emocionó con exceso. Tuvo, más bien, la impresión de que era aproxima­damente así como ella se había imagina-do alguna vez recuperar a su esposo. Este había perdido la memoria; pero no la ra­zón. Y esta pérdida, sin más importancia que la de la llave de la villa, había sobrevenido quizá para que ella, en vez de aguardar pasivamente el retorno del esposo, partiese loca de amor a su recon­quista.

El director del Manicomio de Colegno la recibió con simpatía y curiosidad. No tenía, en apariencia, esa mirada de desconfianza y espionaje ni ese lenguaje de tests24 de los psiquiatras. No se sorpren­dió siquiera de que el anuncio de «La Doménica del Corriere» lo pusiese delante de la esposa de un profesor. Sonreía, con la sonrisa del pescador de caña que aca­ba de sacar una trucha gorda. Había sos­pechado siempre que el anónimo enfer­mo no era una persona totalmente vulgar y oscura. Mostró a la señora Canella, des­pués de decírselo, la fotografía original; la impresión podía haber alterado algunos rasgos fisonómicos, quizá hasta causar un error. La señora Canella tomó en sus ma­nos la fotografía como si tomase ya una parte de su esposo mismo. Canella, sin cuello, con una camisa de alienado, no estaba del todo decente en este retrato, entre policial y terapéutico. Pero su mirada era serena e inocente como la de un niño. La fotografía de este hombre sin cuello se parecía extrañamente a las fotografías de los niños desnudos, de las que el candor excluye toda posible indecen­cia. Era tan visible la felicidad de la señora Canella, que el director se abstuvo de preguntarle si se confirmaba en el reconocimiento. Sentía ya la prisa por producir el encuentro de los dos esposos. El director estaba seguro de que la amnesia del marido iba a desvanecerse, con la pronti­tud con que se deshace un bloque de hie­lo bajo un sol ardiente. El sol del Brasil brillaba en los ojos de la señora Canella, como en los mediodías de Sao Paulo.

XV

La villa Canella, en Verona, albergaba al día siguiente a dos esposos felices. Canella había reconocido primero a su espo­sa, más tarde su villa, y finalmente, en la biblioteca, su edición florentina de Petrarca. De reconocimiento en reconocimiento, sus primeras doce horas en la Villa CaneIla habían bastado para restituirlo plenamente a su personalidad de doce años an­tes. La señora Canella para evitarle una transición demasiado brusca, no había advertido su regreso sino a dos parientes íntimos, que a su vez no habían vacilado en reconocerle. En la adopción de la persona­lidad, y la esposa de Mario Bruneri, Canella había avanzado con la lentitud del que sube una cuesta cuya gradiente y cuya altura no le son familiares; en su restitución a su personalidad y a su esposa propias, avanzaba, en cambio, con la velocidad del que desciende de una montaña, por cuyos declives ha resbalado una gran parte de su vida. El abrazo de la esposa pazza di amore, borraba de la memoria restaurada de Canella las huellas de todos los abrazos que, en doce años, habían tratado inútilmente de alejarlo de su verdadero destino.

XVI

Pero en Turín había ahora otra esposa que esperaba: la señora Bruneri. Su espera no tenía la poesía ni la pasión de la es­pera de la señora Canella, quizá por no ser legítima ni romántica, acaso porque Turín no posee la tradición sentimental de Verona. Era la espera del que hace una antesala demasiado larga. La señora Bru­neri había visto, como la señora Canella, la fotografía de su marido en "La Doménica del Corriere"; pero, menos pronta y apta para el viaje, se había contentado con es­cribir al director del Manicomio de Colegno, afirmándole que el enfermo descono­cido era su esposo, el tipógrafo Mario Bruneri, y adjuntándole un pequeño retra­to de éste.

Sabiendo a su esposo en desgracia, sin memoria otra vez, no podía mantener un juicio muy severo sobre su infidelidad y su fuga. Se sentía impulsada, más bien, a la preparación sentimental de la indulgencia y el perdón. Y, remendaba presurosa y diestra, la ropa blanca del ausente —la noticia de "La Doménica del Corriere" decía que había sido recogido desnudo en un camino— y algunos rotos recuerdos de los días felices de su matrimonio.

La señora Bruneri ignoraba que estos días felices habían retornado para dos esposos de Verona. La ropa blanca estaba ya lista, cuando una carta de Colegno vino a comunicárselo. El director del Manicomio le escribía que el enfermo, curado ya de su amnesia, era el profesor Giulio Canella, de Verona; y que había dejado el establecimiento, para dirigirse a Verona con su esposa. Pero que siendo extraordinario, absoluto, el parecido del profesor Canella con la persona del retrato, el tipógrafo Mario Bruneri, le rogaba trasladarse a Colegno para esclarecer el misterio.

XVII

La policía y la psiquiatría de la Italia fascista resolvieron, sin demora, que un solo italiano no podía ser al mismo tiempo el tipógrafo Bruneri de Turín y el profesor Canella de Verona, ni aún como consecuencia de la guerra, la desvalorización de cuyos frutos está legalmente prohibida en Italia, desde la instauración de la dictadura de los camisas negras.25 El profesor Canella fue arrebatado a su villa y a su esposa, ocho días después de la reasunción de su verdadera personalidad. Algunos tímidos disgustos de su conciencia carducciana, aunque monárquica, podían autorizar la sospecha de que, secreta e invisiblemente espiado, se le castigaba por sus residuos de demo-burgués provinciano, tácitamente incluidos en el nuevo Código Penal del Reino, como hábito subversivo y reprimible. Punición que habría sido excesiva y desmesurada en el caso del profesor Canella, que si dudaba íntimamente que pudiese ser un gran estadista quien no había cumplido hasta el bachillerato sus estudios liceales,26 se reprochaba esta duda, desde que la sabia e ilustre Universidad de Bologna impuso a Mussolini27 las insignias del doctorado.

Canella tenía una confianza tan reposada y ortodoxa en la justicia, la ciencia y el código, que no temía de una ni de otro ninguna resolución contraria a su derecho. No se rebeló, pues, contra el vejamen. Su deber era someterse a la indagación de los cuestores y psiquiatras, de la que no podría resultar otra cosa que la confirmación de su legítima personalidad. Puesto en presencia de la señora Bruneri, escuchó con serenidad, casi con cortesía, sus protestas y sus reproches; pero, levemente ruborizado, rehusó reconocerla como su esposa. Su edad de falso Mario Bruneri estaba cancelada, expulsada de su conciencia, como si el profesor hubiese pasado por ella una esponja, sorprendido de encontrar en una pizarra, reservada ante todo a las conjugaciones y a las desinencias irregulares, una ecuación equivocada. Pero la vista de la señora Bruneri le aportaba recuerdos de una existencia irregular que, restituido a su estado legal, le era forzoso rechazar.

Las confrontaciones continuaron. Los funcionarios de policía interrogaban diariamente, en presencia de Canella, a todas las personas que podían contar algo sobre cualquiera de sus dos existencias. Los testigos de Verona eran pocos y vagos. Habían visto a Canella en algún instante de los ocho días de su reintegración al hogar y habían creído, exentos de toda sospecha, reconocerlo. Los testigos de Turín, en cambio, eran precisos y seguros. No sólo la señora Bruneri identificaba al amnésico como su marido. Lo identificaba también, como Mario Bruneri, su ex-amante Julia. Cuestores y médicos pensaban que una mujer podía engañarse; pero dos mujeres, «no. Y menos aún dos mujeres que eran la una esposa, la otra amante. La comedia era demasiado extraordinaria para no merecer los honores de una gran curiosidad y expectación públicas, sabiamente excitadas por los periódicos. El caso Canela o Bruneri, expuesto en su desarrollo cotidiano, con titulares a seis columnas, por todos los diarios, preocupaba a Italia entera. De la atención pública quedaron desalojados la Carta del Trabajo, la batalla del trigo, el problema de la lira, etc. Mussolini mismo se abstuvo de pronunciar en este tiempo un discurso que nadie habría escuchado.

XVIII

Contra decisivos testimonios, la señora Canella mantenía la duda en la conciencia de los funcionarios. Era imposible decidir, después de haberla oído, que se equivocaba simplemente. Había en su voz, en su gesto, una convicción que sólo la verdad podía consentir. La señora Bruneri hablaba con la misma convicción. Pero le faltaba el amor, el lirismo que daba su acento a las protestas de la señora Canella. Este acento vibraba hasta en los reportajes de la prensa. El escepticismo del público medio, del público ben pensante,28 no se contentaba con esto. El reconocimiento de Mario Bruneri se apoyaba en pruebas mucho más sólidas y numerosas. La certidumbre de una mujer enamorada, no le bastaba para disentir de la impresión dominante en las oficinas de policía. La situación de la señora Canella tendía a aparecer trágicamente ridícula. El  hombre de Colegno», como se le llamaba, en la dificultad de darle un nombre cierto, era sin duda, un simulador; la señora Canella, una alucinada. Había quienes avanzaban más en este juicio: la señora Canella, después de ocho días de notoria intimidad con un desconocido, no tenía más remedio que simular también. Pirandello, interrogado por los periodistas, evitó una declaración explícita sobre el personaje central; pero, con certera mirada de dramaturgo, descubrió el drama más profundo de esta novela pirandelliana e inverosímil en el drama de Giulia Canella.

Ella, la esposa de Verona, la esposa pazia di amore, estaba en ese grado de lo sublime y lo heroico indiferente al ridículo. Reporteada por la) prensa, no usaba ninguna reserva prudente. Entregaba desnudo e íntimo su drama. Apelaba a la opinión, a Italia, al mundo, contra el veredicto que, por error, pudiesen pronunciar los cuestores. ¿Cómo podía equivocarse ella que había esperado doce años al esposo, con el alma llena de recuerdos? ¿Cómo podía equivocarse ella que no sólo era la esposa del profesor Canella, sino hija de un hermano su yo, criatura de su sangre y de su estirpe? Pero los cuestores de una humanidad exogámica, no podían entender esta razón personal, privada, de la señora Canela. Su alegato sentimental, su fe comunicativa, los conmovía; pero exigían pruebas más físicas. Y, cuando las pruebas llegaron de Turín, no vacilaron ya en emitir su fallo. Las pruebas eran los datos correspondientes a la identidad de Mario Bruneri, en la época en que, subrogado por el profesor Canella, había sido perseguido por una estafa. Las impresiones digitales y la cicatriz en la espalda establecían, de modo inapelable, que el desconocido de Colegno era el tipógrafo Mario Bruneri. Vano habría sido todo intento de persuadir a la policía y a la ciencia de que Mario Bruneri no era en ese tiempo Mario Bruneri, sino el profesor Giulio Canella. Cuestores y médicos habrían sonreído piadosamente ante este argumento absurdo.

La policía podía decidir, oficialmente, que el profesor Giulio Canella era Mario Bruneri; pero no podía ya imponerle a la esposa del tipógrafo extinto. El fascismo no ha incorporado en sus códigos la fidelidad obligatoria. Y velaba, además, para impedirle una coacción de este género, la señora Canella, más fuerte que todos los fascismos del mundo. Después de revisar cuidadosamente las facultades mentales del «hombre de Colegno», como una parte del público seguía llamándolo, los psiquiatras opinaron que no había causa para remitirlo al manicomio. Era un hombre normal; estaba curado. Y como no existe pena para una simulación de este género, la policía carecía de derecho para mantenerlo preso. Todos los antecedentes del asunto pasaron al tribunal de Turín, y Canella —o Bruneri, según la policía— quedó en libertad. A la puerta de la questura, lo esperaba en un auto, irreductible, desafiante, Giulia Canella. Se llevaba a Verona, de nuevo, a su marido, que legalmente no era ya su marido. La señora Bruneri habría podido perseguir, por adulterio, a la pareja. A una señal suya, la policía habría seguido a los acusados a Varona. Pero, menos encarnizada e implacable que la policía, la señora Bruneri prefirió no hacer esta señal.

XIX

La villa Canella era un asilo seguro pa­ra el amor conyugal. Durante doce años había guardado, inexpugnable, la espe­ranza y la fidelidad de Giulia Canella. Ahora celaba su felicidad dolorosa y ro­mántica. Pero si a Giulia Canella le basta­ba su destino de esposa, su marido tenía que reivindicar, además, su destino de profesor. Mientras la justicia rehusase re-conocerlo como Giulio Canella, no podía regresar a sus funciones ni a sus clases; no podía siquiera sentirse legalmente esposo de la señora Canella. Los doce años de sustitución de Mario Bruneri, en el uso de su nombre, de su oficio y de su esposa, no habían transcurrido en vano. No habían sido suficientes para llegar a transformarlo definitivamente en Mario Bruneri; pero se interponían hoy entre él y su antigua personalidad, alegando derechos formalmente irrecusables. Era, sin duda, el profesor Giulio Canella; pero durante doce años había sido Mario Bruneri. Y esta segunda existencia, que había registrado sus Huellas digitales en los archivos de la policía de Turín, no le permitía continuar su primera existencia sino en sus hábitos conyugales y domésticos. El drama de la señora Canella había entrado en su desenlace; el del profesor Canella, comenzaba apenas. Para un profesor de Humanidades, respetuoso de la ley y del orden, la opinión de los cuestores y psiquiatras es mucho más que una opinión autorizada. El profesor Canella no se podía sentir él mismo, mientras que, legal y jurídicamente, siguiese siendo Mario Bruneri. El juicio del Estado, del público, de la sociedad, era el juicio de la historia. Históricamente, él no era el profesor Canella, en legítima posesión de su mujer, de su villa y de su biblioteca, exonerado sólo de su cátedra; era el fipógrafo Mario Bruneri, en ilícito goce de todas estas cosas. Era un esposo adúltero, de imprescriptibles antecedentes penales, amante de una viuda que lo mantenía. Romántica, la señora Canella se contentaba con la verdad subjetiva de su amor clásico. ¿Qué podía importarle el juicio del, mundo y de la ley? Tenía a su lado a su esposo, después de doce años de espera. Lo tenía, después de ha­berlo disputado a otra mujer, a la justi­cia, a sus pretores, médicos y alguaciles. El profesor Canella, en cambio, necesitaba absolutamente una verdad objetiva, acordada con la ley, digna de sus cole­gas. La señora Canella podía vivir sólo para su amor; el profesor Canella, no. Académico, ortodoxo en todas sus opi­niones, creía que el amor no encuentra su orden y su expresión sino en el ma­trimonio. En su caso, existía el amor; pero, legalmente, faltaba el matrimonio. Toda su vida no debía transcurrir dentro de los muros de la villa Canella. Tanto como la vida de un hombre casado, era la vida de un profesor de segunda ense­ñanza. Su mujer lo había reconocido sin excitación desde el primer momento; pero sus colegas, coartados por la opinión de la justicia y del "Corriere della Sera", habían rehusado reconocerlo. Algunos, privadamente, habían reanudado su amistad con él; todos, públicamente, estaban obligados a ignorarlo, mientras pesase sobre él la extraña interdicción que le habían ocasionado sus impresiones digitales, registradas en Turín, a consecuencia de un error del detall del regimiento X, como las de Mario Bruneri.

XX

La señora Canella se estimó generosa­mente recompensada por sus dolores, al dar a luz una niña. ¿Cuál será el nombre de esta niña? —se preguntaba la murmu­ración, solícitamente informada de este suceso, en todas las esquinas— ¿Bruneri o Canella? Desde su lecho, la señora Ca­nella adivinó esta curiosidad callejera y decidió darle respuesta por la prensa. Era necesario que Italia entera, que conocía su drama, conociese ahora su ventura. Te­nía razones únicas para dirigirse a su pue­blo, como una reina, anunciándoles su maternidad.

Lo hizo en esta carta, que la prensa ca­lificó de vibrante:

"Proclamo con el más grande orgullo, aunque sea dueña de mí misma y no ten­ga la obligación de dar satisfacción de mis actos a nadie, que he ofrecido hoy a mi segunda Patria adorada una nueva hija del dolor, una hija del martirio, una hija de una madre probada en las formas más crueles por una serie de desventuras, soportadas siempre con cristiana resignación; de una madre, que durante 12 años vivió y se mantuvo fiel al esposo lejano, con la esperanza de que el padre de sus hijos volvería en el corazón, conservándose pura, hasta con el pensamiento, para el esposo que Dios le había dado y que regresó a sus brazos perfectamente, íntegramente suyo, digan lo que digan todos aquellos que en buena o mala fe se lo disputan, ciegos por sus teorías que se desvanecen como la niebla al sol ante una, no diré convicción absoluta sino absoluta certeza".

"Estoy segura, en mi perfecta integridad moral y física, de que mi criatura es hija del héroe de Monastir, de mi Giulio, que ha sacrificado a la más grande Italia, su posición y su salud y que Dios me ha restituido pobre, con la traza de largos sufrimientos. Es hija de Giulio Canella, a quien los hombres quieren arrancarme no sé por qué razón, pero que yo sostendré con la ayuda de Dios, del Dios de los justos y de los buenos, hasta la última gota de mi sangre".

"Vendrá un día en el cual aquellos que hoy me estorban y contrastan serán des­lumbrados por la luz de la verdad, esa verdad que no puede dejar de venir. En­tonces yo preguntaré a las almas equili­bradas, a los que serenamente razonan, quiénes fueron los sugestionados: si yo con mis leales sostenedores o los adver­sarios que con tanto (inexplicable) encar­nizamiento nos perseguían".

"Hoy que una nueva maternidad da nuevas palpitaciones a mi corazón pido a todas las madres una plegaria, pido a los hombres de corazón justicia serena y a cuantos han hecho girones, no sólo de mi corazón, sino también de mi honor, a cuantos sobre mi vida intachable han salpicado el fango de la infame calumnia, a cuantos se han divertido a expensas de mi martirio, me han vilipendiado y ul­trajado hasta delante de la cuna de mi angelito: no puedo sino enviarles la palabra de perdón. Que Dios les dé senti­mientos más humanos. — Giulia Canella".

La ortografía, la gramática de esta carta eran, en algunos retoques, del profesor Canella, a quien finalmente le era dado emplear en algún trabajo su autoridad magistral, literaria; pero el impulso la emoción y el texto eran de la puérpera, que loca de amor seguía representando, con estilo de gran trágica italiana, su papel de protagonista del más pirandelliano e inverosímil romance de amor contemporáneo.

XXI

El tribunal de Turín no quiso dar la impresión de conmoverse. Se había formado juicio inapelable sobre la cuestión. Fiel al positivismo de su tradición, se atenía a las pruebas físicas, a los testimonios múltiples. El «hombre de Colegno» era el mismo a quien correspondían las impresiones dactiloscópicas, registradas en la questura de Milán. Era, pues, Mario Bruneri.

El profesor Canella recibió, abruma- do, la comunicación del auto emitido por el Tribunal. El alguacil portador de este papel, había preguntado a la criada: «¿Vive aquí Mario Bruneri?» Dignamente la criada había respondido que no. Habría sido difícil que se entendieran, si los alguaciles no tuviesen práctica en cumplir siempre su encargo, sin comprometer la forma legal. La comunicación era para la persona que había estado en el Manicomio de Colegno y que residía en esa casa.

La señora Canella no supo, por el momento, nada de este auto. En atención a su estado, le fue ahorrada esta impresión. Precaución inútil, porque un fallo adverso del tribunal de Turín, ahora que se sentía victoriosa, no la hubiera arredrado mínimamente. Quedaba el recurso de apelación. Lo ganaría. Y aun si lo perdiese, ¿qué importaría? Defendería su felicidad, contra los tribunales.

Los razonamientos de su marido eran diversos. Empezaba a pensar que en doce años había perdido, quizá, el derecho a volver a ser el profesor Canella. Con la copia del auto en las manos, desfallecido, se sentía casi Mario Bruneri. Esta parte de su pasado era la que había dejado más huellas en el mundo y en él mismo.

 

 


NOTAS:

1 Sigfrido y el limosino, o habitante de Limo­ges, ciudad de Francia.

2 El malecón de Orsay, en París, donde se halla el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia. Por extensión, se aplica el nombre al mismo Ministerio.

3 De la escuela de José Carducci. (Ver el Indice Onomástico).

4 Sarajevo, pequeña, ciudad de la antigua Servia, hoy Yugoeslavia, donde se dio muerte, el 28 de Junio de 1914, al Archiduque Francisco Fernando de Austria y a su esposa, motivando así el desencadenamiento de la I Guerra Mundial.

5 Referencia a los años de comienzo de siglo; en 1906 se produjo un incidente diplomático en Agadir, puerto de Marruecos, por la intervención antifrancesa del entonces Kaiser de Alemania, Guillermo II.

6 Sosias o doble físico, reproducción exacta de una persona en otra.

7 Etapa histórico-cultural italiana correspon­diente a mediados del siglo XIX, y que se ca­racteriza por aspirar a la constitución de una Italia liberal, unida políticamente.

8 Camilo Benso, Conde de Cavour, uno de los propulsores de la unificación italiana. (Ver el I. O.).

9 Diario socialista francés, que luego se convir­tió en vocero del Partido Comunista de ese país.

10 De Giovanni Giolitti. (Ver I. O.).

11 De John Ruskin. (Ver I. O.).

12 Nombre de un poema del escritor inglés Lord Byron.

13 El detall es la oficina del regimiento.

14 Hombre de bien, caballero.

15 El Sr. Trouhadec, tomado por el libertinaje.

16 «Desclasado», inubicable en una clase social.

17 Loca por amor.

18 La Constitución del Carnaro se llamó a la Constitución que el poeta D'Annunzio dictó para la ciudad de Fiume.

19 El diario de los fascistas italianos.

20 Los haces de lucha. Nombre que Mussolini daba a los grupos de bandoleros encargados de aterrorizar a la oposición.

21 Oficina de Policía.

22 Ver el ensayo de J. C. Mariátegui, sobre Pettoruti, en El Artista y la Epoca.

23 Ver, en El Artista y la Epoca la serie de en­sayos del autor, en torno a la vida y obra de Panait Istrati.

24 Prueba o examen que se hace de una perso­na o cosa.

25 La camisa negra era el uniforme de los fascistas de Mussolini.

26 De Liceo, institución educacional para la Secundaria o media.

27 Ver «Biología o el Fascismo», en La Escena Contemporánea.

28 Bien pensante, la opinión burguesa corriente.