OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

LA NOVELA Y LA VIDA

   

      

NOTA PRELIMINAR

 

Aunque el ingenio afine la sutileza, puede quedar largamente irresoluto y sorprendido, si medita los contradictorios argumentos que inhabilitan su juicio o dan similar validez al de significación opuesta. Así como ocurrió al hidalgo manchego, cuando intentó dilucidar las excelencias de las armas y las letras, y comprobó que unas y otras podían ser favorecidas con igual vigor. Y como parece sugerirlo fosé Carlos Mariátegui, en cuanto opone hechos y figuras de la ficción y la realidad, para abrir un debate sobre las preeminencias de «La Novela y la Vida». Aquélla, representada por una inquieta y celebrada creación de lean Giraudoux; ésta, desprendida del efímero acontecer; y ambas, iluminadas por los intensos y cautivadores destellos de su novedad, su proyección incisiva y su sentido trágico. Pues, si bien es cierto que la novela halla sus elementos en las alternativas de la vida, con harta frecuencia ocurre que los sucesos cotidianos traen a nuestra memoria la acción de alguna olvidada novela; y no es posible eludir la cavilación en cuanto intentamos decidir si somos los hombres quienes deseamos emular en la vida a ciertos personajes de novela, o son los novelistas quienes reflejan la pasión de los mortales. Henos, en verdad, ante una disyuntiva que sólo puede conducir hacia una actitud ecléctica. Y hacia ella nos guía José Carlos Mariátegui en cuanto traza una novela a base de las vicisitudes del profesor Giulio Canella, y recuerda aquélla de Jean Giraudoux en la cual se encuentra una brillante anticipación de la realidad que la vida urdió.

A través de la ficción, el escritor y diplomático francés discutió el carácter de las diferencias entre los pueblos y la posibilidad de estabilizar sus relaciones pacíficas. La tesis planteada, la sugestiva ironía de los personajes, las circunstancias novelescas, todo coadyuvó a dar una inmediata resonancia a «Siegfried et le limousin», Editada en 1922, se vio en ella una original y brillante expresión de la literatura inspirada por la primera guerra mundial. Fue laureada con el Premio Balzac y, acogiéndose a las incitaciones de Daniel Halévy, su propio autor inició en 1924 una versión teatral del mismo asunto; pero la celó aún, porque era aquel su primer ensayo dramático, y sólo algunos años más tarde animóse a presentarlo. Con el abreviado título de «Siegfried», la obra fue montada bajo la dirección del eminente Louis Jouvet y estrenada en la Comedia des Champs Elysées, el 3 de mayo de 1928; saludada con entusiasmo por sus atrevidas innovaciones en la concepción y la técnica del drama; sucesivamente difundida a diversas latitudes en las páginas de «Les Cahiers Verts» y «La Petite Illustration» (25 de agosto de 1928); y vertida al español por Enrique Diez-Canedo (Madrid, 1930). Su intriga insistía en la angustiosa desazón del hombre cuyas ansias de futuro son reprimidas por la tradición; sugería el sometimiento a un sino, que frustra las soluciones individuales a las pugnas doctrinarias y sociales, y, por ende, su protagonista pareció un símbolo de la época. Tal como lo vio José Carlos Mariátegui, cuando la peripecia del pro­fesor Giulio Canella hirió su sensibilidad y su simpatía.

Siegfried von Kleist, consejero y legislador de Weimar —y, por tanto, un tribuno democrático y pacifista de la Alemania que se levantaba sobre las bases establecidas por el tratado de Versalles—, había sido gravemente herido en el frente de ba­talla y curado con la solicitud que en los hospi­tales de sangre suele mitigar los dolores físicos y morales de los valientes, pero, no obstante los testimonios que exaltaban su heroísmo, aquel maltrecho soldado sólo recordaba el confuso fragor del combate, su lento retorno a la vida, y nada más; su pasado se había esfumado entre los res­plandecientes estallidos de la metralla, y aun su nombre fue ideado en aquellas circunstancias como un homenaje a su sacrificio y al héroe legendario del pueblo que lo enaltecía. Cierto que sus expre­siones eran incoherentes, y total su deslumbramiento ante las cosas; pero su deseo de vivir fue tan intenso que muy pronto se familiarizó con la realidad. Captó los ideales de quienes lo rodea­ban, y supo interpretarlos con absoluta lealtad. Escribió y peroró con elocuencia, para acrecentar la confianza del pueblo alemán en el manteni­miento de pacificas relaciones con los demás pue­blos. Y sólo el pasado yacía oscurecido en su con­ciencia; y, por una caprichosa ironía, aquel vacío convirtióse en una ventaja política para Siegfried, pues, la reducción de su pasado a un heroico epi­sodio de la guerra, cernía la admiración sobre el hambre y hacía invulnerable al caudillo. Pero a través de la prensa llegaron hasta Francia sus ar­tículos y discursos, y encontraron allí un lector despejado, que en ellos identificó frases y temas similares a los que habían hecho notoria la plu­ma de Jacques Forestier, escritor limosino desa­parecido durante la guerra. Intrigado, y movido por la estimación literaria y la amistad, ese fran­cés acucioso trasladóse a Alemania. Sorprendió a su viejo amigo, artificialmente convertido en un alemán sin espíritu autoritario y ligado a las más íntimas tradiciones de su verdadera patria; aplicóse a reeducarlo; y, cuando Siegfried recuperó "la noción de su personalidad y el afecto por su tierra natal, parecióle insostenible su eminente posición y prefirió abandonar su falso germanis­mo para reasumir la modesta y vibrante persona­lidad del escritor Jacques Forestier.

Aunque urde el hilo dramático en torno a la amnesia y la doble personalidad del protagonista, Jean Giraudoux varía fundamentalmente las cir­cunstancias, al presentar en la escena este caso psicológico. Desde el comienzo cierne un hálito de tragedia sobre Siegfried, protegido por el afec­to de sus amigos y sordamente rodeado por las sospechas de sus opositores; seguido por el pueblo que ama la convivencia pacífica y la libertad, y asediado por conspiradores que buscan el amparo de la fuerza. Fracasan éstos en su afán de conquistar el poder; pero triunfan sobre el caudillo, al favorecer su confrontación con una ocasional amante de otros tiempos y revelarle, así, el dor­mido secreto de su origen. Nada puede retenerlo desde entonces, nada lo vincula a una misión que ya considera ajena; y el pueblo enfebrecido se informa de la victoria y la desaparición de Sieg­fried, en tanto que el escritor Jacques Forestier desdeña los reclamos de quienes invocan aún la prestancia de su falsa personalidad, y en una es­tación fronteriza aguarda el tren que debe con­ducirlo hacia el solar nativo.

Con la avidez y la penetración que le eran ca­racterísticas, José Carlos Mariátegui había capta­do las intensas proyecciones de la ficción ofrecida por Jean Giraudoux, y no cabe duda que la había estudiado a la luz de las teorías psicológicas que a la sazón esclarecían el conocimiento de las com­plejidades humanas. A su vigilias llególe de pron­to la noticia de otro caso semejante, pero encar­nado en la vida misma, y quizá eficiente para comprobar la posibilidad de los hechos que la imaginación se aventura a crear. Ocurrido en la ciudad de Verona, y protagonizado por el profesor Giulio Canella, sus incidencias ocuparon durante varias semanas las principales páginas de «Il Corriere della Sera» y «La Domenica del Corriere», «Il Popolo d'Italia», «La Stampa», «L'Avanti» y otros periódicos de vasta circulación. Por añadidura, excitó las afinidades sentimentales de la pequeña burguesía, que suele inquietarse con las resonancias de toda historia sensacional y decora a sus personajes con los relieves del heroísmo popular.

El discutido caso del profesor Giulio Canella inicióse, oscuramente, cuando un hospital de enfermos mentales solicitó que se identificara a un paciente. Había sido hallado por la policía en un suburbio de Milán, después de haberse inferido profundas heridas con una navaja, y carecía tanto de documentación como de recuerdos sobre su pasado. Y, a poco, fue reclamado como esposo por dos mujeres: Una de Verona, que lo identificaba como el profesor Giulio Canella; y otra de Turín, que le atribuía la personalidad del tipógrafo Mario Bruneri. La primera, con una apasionada vehemencia, que había prevalecido sobre los anuncios oficiales acerca de la desaparición de su marido en el frente de batalla; la segunda, con la firme y porfiada seguridad que le otorgaba el hecho de haberlo reconocido un obrero turinés cuando aquél se hallaba agónico en un hospital de sangre. Esta, con la desesperación de ver defraudados varios años de reciente convivencia; aquélla, apelando a la fidelidad y la fe con que había esperado la vuelta del amado. Y en Verona, contaminado por la pasión de la cálida mujer que lo defendía como suyo, el enfermo venció la sor- presa que un tiempo le inspiraron las cosas del contorno, se extasió alegremente en el viejo estilo que lucen los más bellos edificios de la ciudad, disfrutó la luminosa compañía de los libros hallados en el hogar, y asumió la posición social del profesor Giulio Canella. Pero la policía turinesa halló en su archivos las huellas digitales que el enfermo había dejado durante los años pasados bajo la apariencia del tipógrafo Mario Bruneri, y, ajena a las concesiones y los distingos de los psicólogos, insistió en la filiación que había establecido. ¿Acaso quedó sentenciada así la disputa entre las dos mujeres, y pronunciada la palabra final del drama? De ninguna manera. Adquirió una nueva faz, pues el enfermo pareció abatido y frustrado, y Giulia Canella proclamó su rebeldía contra la injusticia de tal fallo.

Por su complejidad, por el sostenido interés de los problemas íntimos que planteaba, y aún por la insólita suspensión del desenlace, este caso era excepcional. Y cautivó la atención de José Carlos Mariátegui, porque su intensidad novelesca establecía un sugestivo ligamen entre la realidad y la ficción, y le permitía confirmar aquella actitud literaria que juzga la vida como la más fecunda veta del trabajo creador. Por eso habría de advertir1 que intentaba "lograr una interpretación poco heterodoxa del caso del profesor Canella", es decir, una interpretación alejada de las com­probaciones rutinarias y del consenso vulgar, pero sabiamente orientada por las recientes con­quistas de la ciencia y por intuiciones reveladoras. "Buscaba entonces la explicación de este caso, tan indescifrable para la policía italiana, en la novela de Giraudoux, aunque no fuera sino para decepcionar a los que no creen que yo pueda en­tender sino marxísticamente, y en todo caso como una ilustración de la teoría de la lucha de clases, «L'aprés midi d'un faune»2 de Debussy o la «Olimpia» de Manet". Y, animado ya por su pecu­liar sinceridad, lo decía con ese tono afirmativo y polémico al cual se debió la influencia de su estilo. Había apelado a la novela para explicar la vida, porque las razones del corazón o del ins­tinto suelen escapar a los pobres alcances de las pruebas instrumentales. Había visto una figura literaria como nuncio o antecedente de angustias humanas, porque sus raíces nutricias son comunes. De allí su vacilación al definir la obra lograda: "un relato, mezcla de cuento y crónica, de ficción y realidad".3 Y como esto equivale a declarar una premeditada y severa asociación de «La Nove­la y la Vida», podemos establecer que José Carlos Mariátegui proyectó las luces de su afecto y su in­tuición hacia los escasos hilos del problema, para fijar la trama en sus dimensiones posibles; que no se limitó a la experiencia, según lo exigiría un realista chato, y dio animación vital a las figu­ras que supo caracterizar y mover. Pero una in­terpretación de esta calidad no es, en verdad, "poco heterodoxa"; y debemos entender que la calificó así para no alarmar a quienes negaban, entonces, los fundamentos del psicoanálisis, y pre­ferían mantener su devoción a un sentimentalismo convencional. Es una interpretación estrictamente ortodoxa, en tanto que se halla ajustada a las inspiraciones del nuevo realismo. Y por eso mantie­ne una coherente vinculación entre la psicología individual y social, entre las afinidades personales y el trabajo cotidiano, entre el ansia de fuga y la conciencia de la propia frustración. Por eso es fácil percibir la espontaneidad de sus aciertos narrativos, su penetrante vivacidad y su equilibrado interés.

«Siegfried y el profesor Canella» ostenta un valor señero en la obra de José Carlos Mariátegui, porque inició una vuelta a la creación lite­raria, que en su mocedad cultivó con fecunda y promisora inquietud y a la sazón tornaba a cau­tivarlo. Hasta cierto punto reviste la significación de un ensayo, pues la experiencia adquirida en el género le permitió concebir la urgencia de aplicar su técnica a la presentación de temas y tipos de la realidad nacional. Y claramente aflora en sus palabras una íntima complacencia, o un con­tenido testimonio de liberación, cuando anuncia la nueva fase de su labor: "No hago exclusivamente ensayos y artículos; tengo el proyecto de una no­vela peruana (y) para realizarlo espero sólo un poco de tiempo y tranquilidad".4 Una novela peruana, destinada tal vez a vulgarizar los proble­mas de la coyuntura histórica, las luchas y las esperanzas del pueblo, los signos que en nuestra época representan el ocaso y la aurora. Una no­vela, amena y trascendente, intensa y optimista. Pero la culminación del proyecto requería "un poco de tiempo y tranquilidad", que jamás pudo disfrutar José Carlos Mariátegui y que la crisis de su antigua enfermedad eclipsó entonces por completo. Como ensayo preparatorio, o aun como voluntariosa penetración en los secretos del gé­nero, queda «Siegfried y el profesor Canella».

ALBERTO TAURO.


NOTAS:

1 Cf. su artículo sobre Karl y Ana, por Leonard Frank, en Variedades (Lima, 13-XI-1929). In­cluído en El Alma Matinal y otras estaciones del hambre de hoy (Lima, 1950), pp. 234-239.

2 La siesta de un fauno, afamada creación mu­sical de Claudio Debussy.

3 Carta suscrita a 18 de febrero de 1930. y di­rigida a Enrique Espinoza. Un extracto de ella apareció en La Vida Literaria (Nº 20: Buenos Aires. V-1930).

4 Carta citada.