OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

     

      

EL VIAJE A EUROPA

 

—Yo no he sabido nunca lo que es la nostal­gia —solía decir Mariátegui, cuando hablaba de su viaje a Europa—; siempre, siempre siento una extraña alegría cada vez que tomo un barco, un tren para marcharme a otra ciudad. Eso me pasó al embarcarme en el Callao, eso me pasó al marcharme de París, donde encontré los signos de mi destino, y al marcharme de Roma, donde he vivido una de las épocas más felices de mi vida. Me parece que voy a volver muy pronto, y luego me entrego al paisaje que tengo delante y el paisaje me atrapa, me absorbe enteramente. Eso de que en "cada viaje se muere un poco", según dicen los poetas, no es cierto para mí. Yo no he tenido la menor idea de la muerte hasta el día en que estuve enfermo, hace meses, en el hospital. En los viajes no me ha sido dado escuchar más que las voces de la vida. Mi emoción en un viaje es la emoción diáfana del alba. Por eso me extrañaba mucho y no podía com­prender a Falcón, con quien me embarqué en el Callao, cuando le veía triste y le oía hablarme, a lo largo del viaje, de sus penas, de su nostalgia de Lima.

—Quiere decir que en usted no habla lo que de sangre india debe tener, puesto que la nostalgia parece ser el elemento primordial del sen­timiento indígena, le interrogaba alguno de sus oyentes.

—No me dice nada, absolutamente... Cuando se deja el último de nuestros míseros puertos, uno no sabe que va a encontrarse con un mundo nuevo en Panamá. Desde allí comienza otra visión distinta. El verdadero mundo occidental de la metalurgia y la técnica capitalista. Los yanquis han hecho allí la primera gran maravilla de la ingeniería contemporánea.

Aprovechaba entonces la ocasión para hacer el elogio de los yanquis:

—Ese pueblo, nacido de cuáqueros, de rebel­des, de contrabandistas y desterrados nórdicos, ha llevado al sistema capitalista hasta el más alto plano. Su reinado comienza ahora. Es cierto que quizá no dure como el de Inglaterra, que, después de sus trescientos años de hegemonía económica y política en el mundo, entró ya, a raíz de la guerra mundial, en la hora de su crepúsculo. No hay remedio. Pero el país de Lincoln y Walt Whitman tendrá su época de predominio mundial, después de la cual vendrá la de Rusia. Y creo que ha comenzado. El caso de Lindbergh es un símbolo, o, mejor dicho, una manifestación. La gran hazaña del aire ha sido realizada por un yanqui. Pero no sólo es cuestión del hombre, sino también cuestión de la máquina. El hombre y la máquina compenetrados. La potencialidad de la máquina y la potencialidad del hombre armonizadas. El hombre en Estados Unidos debe traer ya, desde que nace, una facultad extraordinaria para adaptarse a la máquina y dominarla. También hay aquí un caso de salud perfecta, claro está. Lindbergh tiene que ser un hombre de organismo perfecto.

—¿Tendiendo a la máquina?

—Allá voy: un organismo de salud perfecta, de una salud distinta, que ha venido haciéndose en generaciones... La salud de Lindbergh está en relación con la de su pueblo... Porque en otras partes del mundo hay también hombres de salud perfecta, y hay también aviadores, pero ni siquiera nos es dado imaginar que un compatriota nuestro, por ejemplo, por más sano que sea y por más buen aparato que se le dé, podría realizar tal hazaña. Lindbergh es el producto típico de un pueblo en pleno vigor de ascenso, donde la técnica del maquinismo ha llegado a su más alto plano.

* * *

La hegemonía económica y política de Estados Unidos y la decadencia de Inglaterra. Ya Mariátegui había muerto cuando el mundo tuvo el espectáculo del rey más poderoso de nuestro tiempo, que abandonaba su trono para casarse con una norteamericana cien por cien, con un producto femenino neto de Estados Unidos. Pero, de haber estado vivo, habría dicho seguramente, completando su pensamiento:

—Este es un hecho simbólico. Un hecho en el que no sólo intervienen cuestiones personales. Este matrimonio no es más que un síntoma que expresa, por un lado, la decadencia de un pueblo, en el que su rey abandona el trono para casarse con una mujer, a quien repudia su Corte, y, por otro, la potencialidad de un pueblo produciendo un tipo de mujer nueva, que con la misma sen­cillez se casa, se divorcia, como juega tennis, lee a Shakespeare o habla con un emperador... En los antiguos tiempos también se daban estos síntomas. En el Egipto, poderoso y dueño del mundo, los Faraones sólo se casaban con las prince­sas de su propia sangre. Cuando el Egipto co­menzó a decaer y surgieron otros pueblos a la conquista del porvenir, entonces los Faraones fueron a buscar sus mujeres entre otras prin­cesas, las de Mesopotamia, por ejemplo.

* * *

Estuvo días solamente en Nueva York. Aque­llas moles gigantescas de edificios, aquel tráfago fenomenal de muchedumbres automatizadas, aquella orquestación formidable de elevados, automóviles y ascensores, aquel cielo oscuro de humo, fueron un espectáculo demasiado violento para sus sentidos y sus nervios, acostumbrados al ritmo lento y a las suaves impresiones de su ciudad virreinal. Por esa época no sabía nada de inglés; comenzaba más bien su aprendizaje de la lengua francesa. No hizo, pues, más que apresurarse para emprender el vuelo transatlántico que le llevaría a Francia, que desde hace siglos es el país de los Derechos del Hombre y también la ciudadela del pensamiento y el centro del arte universal.

* * *

Cuando las gentes de dinero llegan a París, ya se sabe que van a vivir por los alrededores de La Concordia, los Campos Elíseos o la Etoile, los barrios de los palacios seculares, los hoteles de flamante estilo norteamericano, y los cafés des­lumbradores y solemnes como catedrales. Los es­tudiantes, los artistas no suelen ser gentes de dinero; no toman, pues, la misma dirección. Ya lleguen desde la India, desde España o desde el Perú, toman el camino del Barrio Latino.

Este barrio los espera con sus universidades más ilustres desde los tiempos de Santo Tomás y Pasteur, sus pequeñas tabernas que hacen lo posible por conservar su viejo estilo; sus tem­plos góticos de auténtico granito medieval, y las encantadas avenidas de su Luxemburgo.

En todos estos lugares de estudio, diversión o paseo se exhiben a cada paso las pintorescas y variadas estampas del cosmopolitismo: un mulato cubano lleva al brazo a una rubia de Dinamarca; un estudiante de Manchester departe cordialmente sus minutos con un devoto de Confucio y con un negro retinto de Harlem; en un grupo de jóvenes que hablan francés se oye la "rr" arrastrada del sudamericano, la "g" gutural del alemán y la "i" melodiosa del chino. Mundo de poetas, de pintores, de estudiantes, donde, naturalmente, florecen a su gusto el amor, la bohemia y el ideal.

El ideal que puede buscar la realización de un milagro de líneas, perspectivas y colores en el lienzo; que puede buscar por el camino de la ciencia una fórmula que alivie el sufrimiento hu­mano, o que trate de lograr el establecimiento de nuevos principios sociales. Junto a los artistas y estudiantes no faltan, pues, los revolucionarios. Allí vivió Mariátegui.

* * *

Mariátegui comenzó a oír desde un hotelito del Barrio Latino las primeras voces, a compren­der los signos de la gran ciudad cosmopolita.

Cerca de dos años hacía ya desde la fecha del armisticio, y la vida parisiense había entrado en sus cauces de normalidad, de una normalidad turbada por las visiones de la pesadilla reciente.

Ya el sacrificio de Alemania había sido consumado. Capitaneando a los Gobiernos de la Entente, el Gabinete Clemenceau acababa de lanzar el peso brutal de las reparaciones sobre los hombres del pueblo alemán. Los propósitos y las palabras de Wilson, que anunciaban una paz digna y sin anexiones, habían sido hábilmente escamoteados, y el mapa de Europa quedaba una vez más artificiosamente transformado, según los intereses de los vencedores. Continuaban, pues, en vigencia las leyes bárbaras de la guerra. No hacía mucho tiempo que el militarismo teutón había impuesto a las nacientes repúblicas soviéticas, en Brest-Litovsk, unas condiciones de paz no menos inhumanas y bárbaras, que provocaron la protesta universal de los hombres libres, y he aquí que el pueblo alemán tenía que soportar a su vez la gran humillación del Tratado de Versalles, puesto de rodillas. Los Gobiernos enemigos, cegados por un pernicioso chauvinismo, no pensaban en la imposibilidad que entrañaban sus deseos de aplastar para siempre a un pueblo de 60 millones de habitantes. Estaban lejos de imaginar que, poco a poco, levantando una rodilla primero y la otra después, Alemania se reincorporaría para aparecer un día monstruosamente deformada, con una expresión de feroz locura en el rostro y tocada con el casco guerrero, llevando el puñal homicida en la mano. Clemenceau y el militarismo francés no pensa­ron en eso, y se mostraban satisfechos de su obra.

Pero, frente a esa Francia del chauvinismo y la revancha, se agitaba angustiosamente la Fran­cia del espíritu pacifista. "¿Qué hacer? —se decían muchos artistas y escritores, muchos hombres responsables que habían conocido el horror de las trincheras, que tenían mutilaciones en el cuerpo y lesiones incurables en el alma—. ¿Qué hacer para evitar que otra vez caiga el gran flagelo sobre los hombres? Todo el esfuerzo de la inteligencia humana, en lo que cuenta de historia, no ha servido para nada. Ni el arte, ni la filosofía, ni la religión con sus edificaciones seculares, han podido resistir ni un segundo al empellón del salvajismo agazapado en lo más recóndito de la conciencia. ¿Qué hacer?" Y muchos de estos hombres fueron presa de un mortal desencanto: se hicieron escépticos, anarquistas, dadaístas...

Pero no faltaron esta vez tampoco los visio­narios fervorosos, que creyeron ver un nuevo resplandor de aurora surgiendo por tierras de Tolstoy y de Dostoyewski. Estos hombres se di­jeron: "La guerra no es más que la maquinación horrenda de unas cuantas centenas de viciosos satánicos, que han llegado a adueñarse del poder a causa de la mala organización social. Para evitar la guerra es indispensable cambiar las bases de la sociedad en que hasta ahora hemos vividos". Y la voz luminosa de uno de ellos, la de Barbusse, repercutió en El Fuego por todos los ámbitos del mundo. Era la voz de un escritor que ya, desde antes de la guerra, se había conquistado un renombre universal con ese libro de la angustia, de la piedad y del amor supremos que se llama El Infierno.

Barbusse no se conformó esta vez con ser sólo un escritor; quiso ser un militante activo de su idea; quiso transmitirla con la propia voz de sus labios; quiso verla encarnada, realizándose. Y llamó a todos los escritores independientes del mundo para unirse a la obra. Con Anatole France, fundó el grupo "Claridad".

Mariátegui se sintió influido poderosamente por la voz apostólica. Fue el momento en que quiso asumir una responsabilidad ante sí mismo y ante los hombres, y eligió definitivamente el camino de la lucha.

Hasta ese momento había sido un simple intelectual, simpatizante de los estudiantes y obreros de avanzada. Comenzaba el forcejeo para desprenderse de sus prejuicios y sus taras. Tarea sencilla, al parecer, pero que cuesta tiempo, vigilancia constante, agonía. Hasta poder escribir, después, ya en América, libremente estas palabras, que tenían muy presente su propia experiencia:

"Los intelectuales son generalmente reacios a la disciplina, al programa y al sistema. Su psicología es individualista y su pensamiento es heterodoxo. En ellos, sobre todo, el sentimiento de la individualidad es excesivo y desbordante. La intelectualidad del intelectual se siente casi siempre superior a las reglas comunes. En ellos es frecuente, en fin, el desdén por la política. La política les parece una actividad de burócratas y de rábulas. Olvidan que así es tal vez en los períodos quietos de la historia, pero no en los períodos revolucionarios, agitados, grávidos en que se gesta un nuevo estado social y una nueva forma política. En estos períodos, la política deja de ser oficio de una rutinaria casta profesional. En estos períodos la política rebasa los niveles vulgares e invade y domina todos los ámbitos de la humanidad. Una revolución representa un grande y vasto interés humano. Al triunfo de ese interés superior no se oponen sino los prejuicios y los privilegios amenazados de una minoría egoísta. Ningún espíritu libre, ninguna mentalidad sensible puede ser indiferente a tal conflicto".1

* * *

Conoció a Barbusse en la redacción de Clarté. Trataremos de recordar las palabras que Mariátegui solía decirnos en Lima, al recordar a Barbusse, y las palabras que el autor de El Fuego nos dijera en París, refiriéndose al director de Amauta.

—Una de las obras que más me impresionaron en mi época de intelectual puro es El Infierno. Las voces y las imágenes que se agitan en ese libro son difíciles de olvidar. Se quedan pegadas a la conciencia de uno en forma extraña por la veracidad del gesto y del acento. Barbusse era, pues, uno de mis ídolos cuando salí del Perú, y abrigaba la remota esperanza de conocerle personalmente. Grande fue, pues mi alegría cuando, al salir del hotel donde vivía, en el Boule­var Saint-Michel, vi la vidriera de una librería atestada de frescos ejemplares de Le Feu. Compré el libro inmediatamente, y su lectura me causó una de las más hondas emociones de mi vida. Algunos meses después pude ver a Barbusse en las oficinas de Clarté, con el objeto de hacerle un reportaje. Por desgracia, mi francés, muy deficiente por esos días, no me permitió entenderle como es debido. El reportaje no fue gran cosa y se quedó sin publicar. La figura de Barbusse impresiona no menos que sus libros. Es un magro y alto personaje de busto caído. Creí encontrarme más bien ante un sacerdote de la humildad que ante un rebelde. Su cara es desproporcionadamente pequeña en relación con su alto cuerpo. Tiene una expresión adolorida hasta cuando sonríe, y da la impresión de que no supiera qué hacer con sus desmesurados brazos. Después le vi sólo pocas veces: a mi vuelta de Italia. Pero no se ha olvidado de mí. En estos días he recibido una respuesta suya a una carta que le escribí adjuntándole algunos ejemplares de Amauta.

No le había olvidado. Cuando algunos años después nos fue dado el honor de ver a Barbusse en repetidas ocasiones, sus primeras palabras eran, infaliblemente: "Et Mariategui? Comment va-t-il le petit indien? Avez-vous recu de ses nouvelles? Rappelez lui mon souvenir. Dites lui que je sais bien tout ce qu'il fait en Amérique et que je l'admire".

Y dirigiéndose a las personas que solían estar junto a él:

—Vous ne savez pas qui est Mariategui? Et bien... c'est une nouvelle lumiere de'Amérique; un spécimen nouveau de l'hombre américain.

Casi las mismas palabras que Waldo Frank escribiera al dedicar a Mariátegui su libro América Hispana2.

En Mariátegui la inquietud del revolucionario fue, durante toda su vida, tan intensa como la inquietud del intelectual. Por eso es que ni en ese momento en que comienza su vida militante, ni durante los años posteriores, dejó de estar en íntimo contacto espiritual con los poetas, con los artistas de todos los tiempos. Ya cuando publicaba Amauta, es decir, cuando entre el grupo de estudiantes, profesionales y obreros que le rodeaba era de obligación mirar, si no con un poco de burla, con un poco de compasión a los poetas, porque eran los "signos de la decadencia", "los soñadores que no tenían ni los ojos ni los pies en la realidad", Mariátegui era el único que, contra viento y marea, ponía en las páginas de su revista tanta dosis de poesía como de sociología o de ciencia. Así, los nombres de los "bardos" de América, todos jóvenes, todos nuevos, se barajaban con los de Plejanov, Lenin, Trostsky, Barbusse, Unamuno, Ugarte, Sanin Cano y otras grandes lumbreras de la sociología y la política. Y no había sólo eso. Mariátegui tenía al alcance de su mano a los viejos poetas, en su idioma original; a Baudelaire o Verlaine, por ejemplo, y sabía muy bien distinguir lo que en ellos puede haber en realidad de signo decadentista y lo que en ellos hay de anticipación y eternidad. Y entre las personas de su más estrecha intimidad, se ponía a leer entonces, con la fruición del verdadero catador, sus poemas preferidos. Por ejemplo, aquel de Baudelaire, que comienza así:

Oh soir, oh soir charmant, ami du criminel! II vient comme un complice, a pas de loup,Le del se ferme lentement comme une grande alcove Et I'homme impatient se change en béte fauve...3

Ese magnífico poema que, como ningún otro, aprisionó en su armonía los sonidos, los colores, los movimientos y la angustiosa palpitación nocturna de París.

Fue esa refinada inquietud intelectual la que en París guiaba sus pasos casi cotidianamente al Museo del Louvre, al Rodin; a la Comédie, para escuchar a Voltaire o Racine; a los conciertos de Bach, de Beethoven, de Falla o Stravinsky, cuando no asistía a los debates de la Cámara de Diputados, donde brillaban en aquel entonces las estrellas de Briand, Poincaré y Millerand, o a los mítines del barrio obrero de Belleville, prestigiados por la presencia de los sobrevivientes de la Commune.

Poco tiempo pudo permanecer en París. Su "metro", su clima húmedo y los grises imperté­rritos de su cielo invernal llegaron a quebrantar su salud. Se dirigió sin más hacia el Sur. Hacia Italia, lugar que escogió para fijar su residencia.

—¿Y cuáles son sus mejores recuerdos de París? —solíamos preguntarle.

—Mis mejores recuerdos son los mítines de Belleville, donde sentí en su más alta intensidad la emoción social revolucionaria de las nuevas multitudes. Recuerdo también con mucho cariño la sala del Louvre, donde por primera vez vi ese deslumbramiento, que yo creo también religioso, de las formas y colores renacentistas. Y recuerdo el Barrio Latino, con sus pintorescos restaurantes de todos los países: griegos, chinos, hindúes, donde se sienta a comer, bulliciosa y cordialmente, la grey cosmopolita y bohemia de artistas y estudiantes... Recuerdo el Luxemburgo, con sus pequeñas fuentes, sus árboles gigantescos, sus avenidas encantadas de rumores amorosos, junto a los bustos y estatuas de mármol y de bronce de los franceses gloriosos...

* * *

Por ese entonces se preparaba en España una conmoción precursora de esta tempestad tremenda (su guerra civil) que la ha inundado de san­gre de tope a tope. Se preparaban las famosas huelgas de Madrid y Barcelona, aplastadas por el puño implacable de Martínez Anido. Pero Italia también atravesaba por una encrucijada de la que saldría la contraola del sovietismo. Mariátegui, entre estos dos países adonde él podía ir a establecerse, por razones de salud escogió Italia. Mas en tal instante no era posible predecir nada.

Seguía brillando la estrella d'annunziana.

La figura del genial, al par que estrafalario vate, tomaba aires olímpicos, a pesar de su cabe­za pelada y su estatura deficiente. Acababa de realizar sus espectaculares proezas de aviación y de política. Después de haber "devuelto Fiume a la patria", enviaba sus mensajes de retórica admiración a Lenin y dictaba para el país de Orengo y del Camelo, donde se había erigido en dictador, una Constitución que quedará como ejemplo único de poesía en el género, y que comienza con estas palabras:

"La vida es bella y digna de ser bellamente vivida".

Después venían sus incisos, en los que se ase­guraba "a los ciudadanos de dicho país dichoso, una asistencia próvida, generosa e infinita para su cuerpo, para su alma, para su imaginación y su músculo".4

Por desgracia, la Constitución no permaneció mucho tiempo en vigencia; y fue a parar casi in­mediatamente, con los mayores respetos, a los museos fascistas, en la misma forma que su egre­gio autor fue a recluirse gloriosamente en el encantado palacio del lago de Garda, entregado otra vez a sus comparsas de ninfas de carne y hueso auténticas y de sus musas ilusorias.

El paisaje mediterráneo de la ciudad cesárea tuvo una inmediata acción bienhechora para la salud de Mariátegui. Anduvo conociendo sus celebérrimas ruinas milenarias; visitó sus templos, frecuentó sus museos sin descuidar por eso ni un instante sus estudios sociológicos y sin dejar de seguir con la mayor atención el movimiento de la política italiana. Es así como pudo ver de cerca y documentadamente la gran derrota del socialismo italiano, obra de la que fueron artífices tanto como la certera visión política y la astucia de Mussolini, la miopía, la pesadez, la inepcia de los líderes socialistas, que, después de haber llevado al Parlamento a 136 diputados de su partido, es decir, después de haber sido los árbitros de la situación, no hicieron más que ir perdiendo terreno, retroceder por su falta de valor en las horas decisivas, hasta verse completamente desprestigiados, abandonados por la pequeña burguesía y por grandes sectores de los obreros, que eran las fuerzas sociales con que contaban.

La decadencia de los socialistas era la consecuencia de un fenómeno de polarización: una mínima parte de la pequeña burguesía ingresó en las filas del comunismo, el resto comenzó su desplazamiento hacia el fascismo. Era el momento paradójico del centro. Paradójico porque, en medio de dos fuerzas que se preparaban a enfrentarse en la lucha decisiva, su debilidad era su fuerza. La gestión liberal de Nitti fue el momento de la embestida revolucionaria en su máximo esfuerzo. Nitti, lo mismo que Alcalá Zamora en la República Española de 1931, no hizo más que ceder al máximo, flexiblemente, a ese empuje revolucionario. Era el único medio para evitar la insurrección armada que amenazaba con desen­cadenarse. Sabía que en esta forma lo único que hacía era favorecer al fascismo, movimiento con el cual no simpatizaba, pero que, de todos modos, venía a representar un mal menor y que parecía remoto. Pero el fascismo no necesitaba sino poco tiempo para llegar a lucir su entera forma. Nitti recibió en esa ocasión una terrible tempestad de improperios, desencadenada desde la de­recha temerosa, a quien precisamente estaba salvando. Lo mismo hicieron las derechas españolas con Alcalá Zamora, quien no pudo llevar su gestión al término que se proponía, no por culpa suya, ciertamente, sino porque las derechas españolas no tuvieron la suerte de que les naciera un Mussolini.

Claro está que tampoco las izquierdas italianas tuvieron su Lenin. Ni siquiera un Largo Caballero. De haberlo tenido, la ocupación de las fábricas, realizada bajo el gobierno de Giolitti, no habría resultado un fracaso tan lastimoso y trascendental. Después de tal fracaso, la revolución estaba perdida no sólo en Italia sino en todo Occidente. En la arena de la lucha aparecían las primeras legiones de los fascios, que con su sola presencia desbarataron a ese fantoche del Gabinete Facta, y asumieron el poder, no se sabe hasta cuándo.

Mariátegui contaba después, refiriéndose a la ingenuidad de los parlamentarios italianos, la forma refinada que Mussolini empleaba para jugar con ellos.

—"El asesinato de Mateotti tuvo la virtud de provocar un comienzo de unificación de las fuerzas liberales (Giolitti, Orlando, Salandra) con el bloque de oposición (grupos de socialistas de distintos colores, demócratas, etc.). El fascismo quedaba así, parlamentariamente, casi aislado, aunque no totalmente, pues le acompañaban, algu­nos diputados católicos, liberales nacionales, católicos nacionales separados de sus grupos.

"Los oposicionistas se retiraron del Congreso y fueron a sesionar en el Aventino. Creían que de esta manera el fascismo se vería obligado a dimitir el poder. Grave error, que sólo algunos diputados vieron. Estos diputados propusieron que la Oposición del Aventino se constituyera en Parlamento del Pueblo, y que funcionara a manera de una convención frente al Parlamento fascista de Montecitorio. Algo habían aprendido de Mussolini. Tenían que actuar audazmente, tenían que agitar el ambiente nacional en cierta forma propicia para la reacción antifascista. Claro está que se trataba de una solución revolucionaria. Pero el bloque del Aventino no quería tal cosa. Era un conglomerado heterogéneo y sin disciplina de partido. La proposición fue rechazada de plano y el bloque se limitó a plantear la cuestión del asesinato de Mateotti en un "terreno moral", creyendo que una consideración de este género determinaría al fascismo a abandonar el poder. ¡Gentes que ni siquiera habían leído a Machiavello! Estoy seguro de que no lo habían leído. Y estoy seguro de que tenían la creencia firme de que tampoco Mussolini lo había leído. ¡Profesores ingenuos! Mussolini dormía con su Machiavello debajo de la almohada. Y con su Sorel, junto a su pistola, en su mesa de noche. Ingenuos profesores... Mussolini les preparó un hermoso anzuelo, que les haría acudir como los pececillos. Envió imprevistamente al Parlamento un proyecto de Ley Electoral que en la Italia de ese instante significaba un anuncio de convocatoria a elecciones generales. Efectivamente, la famosa oposición acudió en masa. Allí estaban llenando los escaños de Montecitorio. Entonces fue cuando Mussolini, que es un actor teatral de primer género, apareció con el gesto de un pecador contrito y dispuesto a recibir la penitencia... Y comenzó la estupenda escena del 3 de enero. El jefe de los fascios comenzó leyendo, con dramática voz, el artículo 47 del Estatuto de Italia, que otorga a la Cámara de Diputados el derecho de acusar a los ministros del rey y enviarlos, previo desafuero, ante las Cortes de Justicia. "Pregunto —dijo después— si en esta Cámara o fuera de esta Cámara existe alguna persona que quiera utilizar ahora en este momento el artículo 47". Luego continuó, con la temblorosa y efectista voz: "Si el fascismo no ha sido más que aceite de ricino y porra de goma, y no una pasión magnífica de la mejor juventud italiana, ¡yo soy él culpable!, ¡yo reclamo mi castigo! Si el fascismo ha sido una empresa de crimen, bien, yo soy el jefe y único responsable del crimen. Si todas las vio­lencias han sido originadas por el clima histórico v moral del movimiento, ¡bien! Acato la responsabilidad íntegra, porque ese clima histórico, político y moral ha sido creado por mí".5 Inmediatamente después anunció, con voz apenas perceptible, que dentro de 48 horas la situación estaría resuelta... Y así fue, en verdad: la cues­tión se resolvió antes de las 48 horas... El objetivo había sido alcanzado: la opinión pública supo que la oposición había reingresado al Aventino. Hubo calma en los espíritus. Entonces fue cuando Mussolini creyó oportuno suprimir de hecho, tajantemente, toda libertad de prensa oposicionista. Sabía que así dejaba inerme, inva­lidada a su famosa oposición parlamentaria... Mientras tanto, el inflamado Farinacci amenazaba en su periódico Cremona Nueva con desencadenar una segunda oleada de limpieza fascista para acabar con los liberales, los liberaloides y los socialistoides. "La primera oleada —decía— ha conquistado Roma; la segunda barrerá sin piedad con todos los adversarios del régimen salvador, en una noche de San Bartolomé". El poeta Marinetti y sus acólitos futuristas estaban allí para aplaudir, versificando delirantemente, a los retoños del nuevo Condottiero.

* * *

La palabra romanticismo no sólo sirve para designar una determinada tendencia o escuela poética, artística en general. Designa también una especial naturaleza del espíritu humano, que existía ya antes de que se formara esa escuela y que existe y existirá siempre.

En todas las latitudes de la Tierra y en todos los tiempos han existido los románticos: políticos, revolucionarios románticos, hasta enamorados románticos.

Entendámonos. Si el romanticismo consiste en ese afán constante e inveterado que lleva a los hombres a huir de la realidad para no afron­tarla tal cual es, para refugiarse en las ficciones del pasado o del porvenir, o, mirada la cuestión desde otro ángulo: si el romanticismo consiste en una extraña capacidad para idealizar una realidad determinada, atribuyéndole condiciones o cualidades extrañas a las que le son peculiares, para amar así en ella no a la realidad, sino a la idea que uno se ha formado de ella; en tal caso, Mariátegui no tenía nada de romántico. Pocos hombres se ha conocido que sepan ver, como él, hasta el fondo de las realidades, para sondearlas, desentrañarlas y saber lo que son: así se encontraba en perfecta posesión de la cosa, conocedor de sus propias cualidades y de sus defectos. De esta manera, cuando llegaba a amarla, la amaba tal cual era. Por eso no le fue dado conocer nunca la desilusión del romántico. Del romántico, que puede ser un hombre feliz si logra atravesar la vida conservando la ficción de la realidad en las pupilas (ficción que puede a veces ser una visión parcial), pero que llega a ser el más desgraciado de los hombres si en un momento dado tiene la mala suerte de que la ficción se desvanezca y quede la presencia desnuda de la realidad.

Nos encontraremos entonces con el caso de Bolívar, exclamando, mortalmente amargado: "He arado en el mar", o "Los dos ilusos más grandes de la humanidad hemos sido Jesucristo y yo". ¡Romántico, por no haber sabido penetrar de antemano la entraña del hombre y de las cosas, por haberse hecho una ficción de la realidad!

Por eso, el romántico puede llegar, con la luz de su ficción, a la perfecta categoría del héroe; es menos difícil, es cuestión de suerte, en cierto sentido. Por el contrario el otro hombre a quien no es propio llamar realista, por el desprestigio de la palabra, el hombre que sabe ver la maravillosa luz de la realidad misma, de esa luz que nace de su condición de existencia, del contrapeso o la armonía de sus fuerzas positivas y negativas —pecado y virtud, diría un teólogo—, si está dotado de otras cualidades complementarias, ese hombre llegará a las más altas calidades de la santidad. Nadie más que San Francisco de Asís conocía a fondo la debilidad huma­na, su capacidad para el vicio, su facilidad para la injusticia y el mal. Sin embargo, pocos hom­bres amaron como él a sus semejantes. Es que sabía lo que en el ser humano hay también de inocencia, de debilidad sin culpa, de capacidad para el sufrimiento.

Mariátegui pertenecía a esa categoría de hombres que conocen la naturaleza verdadera de las cosas y la aman tal cual es, sin dejar por eso de esforzarse en mejorarla; pues eso, la capacidad de mejoramiento, es también una de sus condiciones.

* * *

Mariátegui tuvo en París, primero, y, con más precisión, en Roma, al encontrarse frente a esas imágenes de madonas ingenuas, animadas por el genio de los maestros prerrenacentistas, el presentimiento y la previsión de la tierna y luminosa adolescente que debía ser poco tiempo después, en Florencia, la compañera cabal de su existencia.

Cuando la conoció en esa misma tierra que inspirara sus milagros de luz y de colores a Fray Angélico y al Giotto, supo ya todo lo que en ella había de auroral, de tonificante, de salu­dable para su vida. Supo desde el primer momento lo que ella era y lo que podía darle. Así la amó en su condición humana y así fue cómo su amor no fue nunca defraudado.

¿Qué fuerza subyugante vio la bella muchacha toscana en esa frágil figura de americano pálido y cenceño a quien podía tomarse también por un español sureño de sangre moruna?

—Lo quise desde la primera vez que lo vi —solía confiar ella a sus amigos íntimos. Las gentes prosaicas y burguesas no comprenden es­tas cosas; pero ustedes, los poetas, sí, naturalmente. Lo quise y puse en sus manos mi destino. Yo no había cumplido aún diez y ocho años, y mis parientes tenían puesta en mí toda su ilusión. Esperaban para mí el novio ideal, el príncipe azul. Lo que esperan, por lo general, las adolescentes, a quienes han hecho creer que son bonitas. Se desilusionaron, pues, grandemente al ver que yo no estaba enamorada de un príncipe azul. Tenía que ser príncipe azul, porque si no, habría sido posible quizá que José Carlos pasara por un príncipe trigueño de la casta incaica...

Mariátegui, que en el patio de su casa, en su sillón de ruedas, solía estar después de almuerzo a cierta distancia del diálogo confidencial, y que parecía dormir la siesta, al oír ésta u otra salida semejante de su mujer, se agitaba sin poder contenerse y se ponía a reír estrepitosamente.

—No hubo poder humano que lo evitara —continuaba Anita con toda seriedad—. Todo lo abandoné por un extranjero desconocido en lo absoluto para mí. Esa vez hice lo que la gente burguesa llama una locura. ¿Qué me dicen ustedes, los poetas?

Para evitar que se le dijera cualquier cumplido más o menos vulgar de los oyentes, Mariátegui intervenía sonriente:

—Yo no soy gente burguesa, pero creo que en este caso no les faltaría razón para juzgar, como tú dices, mía carissima...

Anita lo miraba sin hacerle caso y se alejaba con uno de sus pequeños en los brazos...6

Entonces Mariátegui, a veces, seguía comentando su historia:

—Fuimos a vivir en una casita aislada de la campiña romana. Me desposé con ella y con la felicidad. Esos meses fueron para mí el mejor descanso en la jornada. La posesión del objeto verdaderamente amado despierta en el hombre desconocidas energías. Nunca me sentí más fuerte ni más dueño de mi destino. El marxismo había sido para mí hasta esos días una teoría un poco confusa, pesada y fría; en aquel momento vi su luz clara y tuve su revelación...

Y cambiando un poco de tono, al ver que el primogénito, Sandrito, se le aproximaba:

—Recuerdo que leía también mucho a Walt Whitman... Anita y yo no nos alimentábamos más que de higos, pasas y otras substancias ve­getales. ¡De tal manera, pues, que este mío carissimo bambino es un producto neto de materialismo histórico, poesía multitudinaria y ve­getarianismo!...

* * *

Un día, ya de vuelta en Roma propiamente dicha, recibió un telegrama de César Falcón. Le rogaba que fuera a esperarlo en la estación, pues venía desde España, donde había pasado algunos meses.

—Le vi llegar sin sombrero, sin maletas, sin una lira en el bolsillo. Le pregunté: "¿Pero qué pasa, amigo Falcón?". Me contestó sonriendo, con cierta dificultad: "Todo lo que tenía se lo llevaron en el trayecto los rateros... ¡Creo que si el viaje es más largo, me habrías visto llegar sin pantalones!". El nostálgico viajero vivía un tanto inexperto para defenderse de la avidez ajena...

Mariátegui y Falcón solían reunirse a menudo con el Cónsul Palmiro Machiavello, y el médico Carlos Roe, quien se encontraba allí perfeccionando su especialidad. Al poco tiempo, funcionario y galeno resultaron "rojos". Las cosas llegaron a tanto que una noche de ésas resolvieron formar los cuatro ¡la primera célula comunista peruana!

Muy fugaz y muy exigua fue la actuación de aquel minúsculo organismo, involucrado en ese conjunto social donde los fascios adquirían cada vez más virulencia y predominio. Los dos perio­distas se dirigieron a Alemania. El médico regresó al Perú. Sólo el cónsul se quedó en ese momento en que hacían furor los confinamientos, la isla de Lípari, el aceite de ricino y la porra de goma. Se creía amparado por las inmunidades diplomáticas. Ilusión. ¡También supo en propio cuerpo lo que puede una camisa negra bien armada! pues un buen día se vio apaleado al negarse a aclamar al Duce en la vía pública.

Mucho pudo ver y aprender Mariátegui en aquella península donde las luchas políticas y sociales se iniciaron hace más de dos mil años, avanzando y retrocediendo de la democracia a la dictadura, de la República al Reino y viceversa, en un reajuste intermitente de sus instituciones y sus estilos de vida. Edificando y destruyendo para luego edificar lo que sería demolido desde sus cimientos otra vez„ en cadena interminable, los italianos se encontraban al final de la Guerra del Catorce, nuevamente en un momento crucial de su historia. El socialismo, con el poder en las manos, pero sin ningún gran político capaz de colocarse a la altura de las circunstancias, produjo como lo hemos esbozado anteriormente, su escisión, su debilitamiento, su ruina y el advenimiento de Benito Mussolini, que arrastrando una inmensa masa de izquierdistas activos, beligerantes fundó, atrayendo también elementos prominentes de la derecha más o me-nos conservadora y muy racionalista, un nuevo partido, llamado a dictar la ley y hacerla cum­plir dictatorialmente durante más de veinte años.

Mariátegui, identificado con la extrema iz­quierda marxista, que había pasado a integrar los rangos de la Tercera Internacional, tuvo en Roma su mejor aprendizaje político.

Sin perder materialmente un minuto de su tiempo, casado ya y contento de haber encontrado una mujer extraordinaria, compartía su existencia entre el hogar (estableció su residencia durante mucho tiempo en Frascati, la antigua Túsculo, convertida ahora en ciudad jardín), las bibliotecas, los museos, las reuniones políticas y sus entrevistas con italianos prominentes de aquella hora. Así pudo iniciar una hermosa amistad con el filósofo hegeliano, Bededetto Croce, por quien seguiría guardando profunda admiración, hasta el fin de su vida; conocer de cerca a Papini, tan impetuoso como inestable escritor; interrogar sobre cuestiones de táctica política a Gobetti y a Turatti, que pronto se hundirían en un crepúsculo definitivo; escuchar de cerca el declamatorio monólogo de D'Annunzio, y la estridente pirotecnia verbal de Marinetti. Pudo también gozar de momentos inolvidables al charlar largamente con Gorki, que convalecía en una playa del Adriático, y con Sorel que solía pasar largos meses de reposo en Venecia.

Estos contactos, lo mismo que su asistencia, como periodista, a la conferencia económica de Génova, que reuniera el año 1922, para debatir los problemas candentes de Europa, a Briand, Lloyd George, Giolitti y Tchicherin, le dieron tema para escribir una serie de notas que se publicaban en El Tiempo de Lima, bajo el título general de "Carta de Italia"7.

Su condición de extranjero vinculado a la Em­bajada del Perú, donde desempeñaba su jefatu­ra el General Benavides, amigo personal de al­gunos jerarcas del Fascismo, lo ponían en cierta forma a cubierto de la persecución policial; pero la atmósfera de opresión que respiraban los adversarios del régimen establecido, se hacía cada vez más irrespirable. Mariátegui se decidió a viajar por otros países el tiempo válido de la beca que aún le quedaba. Así completaría su experiencia.

Por consecuencia, hacia mediados del año 1922, y en compañía de su esposa y de Sandro, el primero de sus hijos, nacido en Roma hacía poco tiempo, se embarcó en un tren, que pasando por Florencia, la bella ciudad de los Médici, y por Milán, la primera urbe industrial contemporánea de Italia, lo condujo de nuevo a París. Esta vez fue breve allí su permanencia. El tiempo suficiente para repetir sus visitas al Louvre, al museo Rodin; para que la esposa contemplara el legendario panorama de Lutecia desde el tercer piso de la torre de Eiffel, o escuchara música de Verdi o Puccini en aquella ópera deslum­brante que Napoleón levantara, no lejos de las Tullerias, para admiración de la posteridad.

Aquella vez él llenó sus valijas con una nueva provisión de libros, comprados ya fuera en las flamantes librerías del Boulevar Saint Michel, o en los puestos de libros viejos que desde hace siglos se alinean junto a las rumorosas aguas del Sena; y ella se proveyó con no menos profusión, en los grandes Boulevares, aprovechando la ventaja del cambio monetario, de las fantasías de sedas y encajes con que Francia sigue desde antaño deslumbrando a la grey femenina de los cinco continentes.

Apenas dos meses después de su llegada tomaban en "La Gare de l'Este", el tren que, cruzando ciudades y campiñas francesas y belgas, y luego el Rhin, que inicia un nuevo e intermina­ble paisaje de fábricas y chimeneas humeantes a ambos lados de la línea férrea, los dejó en la capital de Alemania.

* * *

Berlín es, si se le compara con loma o París una ciudad enteramente joven. Tanto la urbe de los Césares como la de San Luis dan al observador la impresión de conjuntos terminados ya desde hace tiempo, hechos ya definitivamen­te. En cambio, Berlín aparece en pleno creci­miento.

Cuando Mariátegui llegó, el año 1922, a la ciudad de Hindenburg, de Stressemann y de Braun, el pueblo alemán caminaba arrastrándo­se bajo el peso del Tratado de Versalles pero, en fin, estaba ya un poco lejos del pudridero, tenía con qué alimentarse... Y hacia el Oeste, por el lado de Charlottenburgo, comenzaba a surgir una ciudad nueva y suntuosa: Berlín W., la ciudadela de los nuevos ricos teutones, la fla­mante ciudadela de esa innoble fauna, producida por los negocios de la pólvora, los cañones y los juegos de bolsa.

La estrella del socialismo brillaba en todo su esplendor. El fenómeno político parecía tomar en Alemania un rumbo distinto que en Italia. No hubo quien hubiese podido diagnosticar, pe­netrando en la verdadera entraña de su naturaleza, que no se trataba de un nuevo rumbo, sino simplemente de un compás distinto, de un ritmo menos acelerado en el desarrollo del mismo fenómeno...

La Italia de la postguerra se veía agitada por una profunda conmoción social que amenazaba con derrumbar los cimientos de la monarquía y del régimen capitalista italianos. Pero esa agi­tación se encontraba poderosamente frenada por el hecho de que Italia aparecía vencedora, no tan favorecida por la victoria, como sus aliadas Inglaterra y Francia, pero vencedora y aventajada en cierta forma, al fin y al cabo...

El fascismo, que es un fenómeno eminentemente espectacular, chauvinista y agresivo, necesita de cierto exacerbamiento, de relativa seguridad y, sobre todo, de sangre caliente y pletórica para manifestarse, crecer y dominar. En realidad, a pesar de Caporetto, Italia era, de las tres grandes potencias occidentales aliadas, la que menos sangre había perdido. La tenía en abundancia. Y el motivo de su exacerbación estaba allí: se sentía defraudada, malamente es­tafada por sus aliadas vencedoras. El fascismo pudo, pues, levantarse en Italia, como la espuma, casi inmediatamente después de la guerra.

En cambio, Alemania salía de las trincheras completamente exangüe por los torrentes de sangre que había perdido, por el hambre que había soportado, por la angustia de la derrota que seguía soportando. Motivos de exacerbación no le faltaban. Lo que le faltaba era sangre, lo que le faltaba era restablecerse. El socialismo le sirvió como muletas para dar los primeros pasos. Y en la presidencia de la República flamante pudo muy bien gobernar un ex zapatero mediocre, no por haber sido zapatero, sino por haber nacido mediocre.

Todo aparecía mediocre en la política alemana de ese entonces. Mediocres sus hombres, mediocres sus partidos. El partido comunista cre­cía visiblemente en ciudades y campos. Pero no llegaría muy lejos. La policía de Ebert y los soldados de Hindenburg le habían asestado un golpe maestro que debía dejarlo inválido el día que victimaron a sus dos altas lumbreras: a Liebknecht y a Rosa Luxemburgo; el día que barrieron con esa mística y heroica juventud enrolada en los grupos espartaquistas. Crecería, crecería mucho y no faltarían héroes en sus filas. Pero no había remedio, lo mejor de su organismo había sido amputado con esa eliminación, y sólo le quedarían fuerzas para debatirse en contorsiones emocionantes, a veces magníficas, pero desgraciadamente inoperantes y esté­riles.

Las muletas del socialismo, sí... En un ins­tante dado, cuando Alemania se sintió restablecida, cuando en quince años habían crecido nuevos brotes de carne dispuesta y apropiada para cualquier combate y para cualquiera trinchera, no hicieron falta ya las muletas del socialismo. Tenía que llegar la hora de los fascios alemanes. En la hora de la sangre caliente Hitler se encargó de reducir las muletas a pedazos, deshaciéndose de ellas con un asco y un rencor profundos. Con el asco y el rencor profundos que inspira al guerrero vigoroso el aditamento que usó en la clínica de convalencia, cuando, otra vez vigoroso y pujante, vuelve a tener al alcance de su mano el formidable instrumento de matanza que le confiere inapelables poderes sobre la faz de la tierra.

* * *

Pero éstas son palabras y observaciones que podemos escribir después de que los hechos se han realizado; después de que la experiencia propia nos ha hecho aprender muchas cosas con su látigo implacable, en el propio terreno. Mariátegui, el año 1922, ya animado de una fe profunda y virginal, no podía tener ojos sino para ver la profusión de locales donde se exhibían los retratos de Marx y de Engels; no podía tener oídos sino para escuchar la Internacional, que se cantaba en todas partes: en los teatros, en los cafés, en las plazuelas:

—Alemania será el segundo país soviético de Europa— afirmaba por eso, el año 1926 a sus amigos. —Ya verán ustedes cómo por ese lado se rompen las compuertas y la ola formidable se extiende por todos los confines del viejo mundo.

La muerte, al alejarle tan prematuramente de este mundo, le llevó, por lo menos, con esa deslumbradora esperanza viva y palpitante en su corazón.

* * *

Cerca de un año permaneció Mariátegui en Alemania. Allí, su principal preocupación fue aprender el idioma de Goethe y de Marx, y empezó a estudiarlo de manera febril. Recibía dia­riamente lecciones de una profesora experta, con quien siguió cultivando su amistad hasta años más tarde, en forma epistolar, cuando se encon­tró ya de regreso, en Lima; trataba de descifrar los diarios y revistas, de comprender lo que decían los artistas en los cines y teatros; acometía difíciles diálogos con las gentes conocidas o des-conocidas, en las calles, plazuelas o edificios de cualquier género. Así logró hacer progresos extraordinarios, hasta el punto de que, unos ocho me­ses después, o sea cuando se preparaba a viajar de nuevo, podía leer ya en su idioma de origen Las Afinidades Electivas o El Capital.

Vinculándose con las revistas literarias y los grupos artísticas de avanzada, pudo conocer personalmente a dos grandes espíritus que en aquel momento, atraían la atención intelectual no sólo alemana, sino universal. Ludowick Reen, un capitán del ejército prusiano, que escribía patéticas novelas antiguerreras, y George Grosz, un artista que, con la pintura de sus Cristos modernizados, sus teutones quijarudos y calvos, de rostros tan sensuales como voraces, clamaba por un nuevo orden internacional exento de bárbaras injusticias sociales y guerreras.

Ya entrado el riguroso invierno del año 1923, poseído de una tremenda ansiedad de viajar y conocer, como si presintiera que en día no leja­no se vería en la imposibilidad de moverse por sus propios medios, empezó de nuevo a viajar, primero a Nuremberg y Munich, dentro de Alemania, y luego más allá de sus fronteras. Así pudo respirar el artístico ambiente de Viena, y contemplar luego, desde sus puentes centena­rios, las azules aguas del Danubio en tierra austríaca y bajo cielos húngaros.

Regresando por la misma ruta, desde Budapest, apenas se detuvo algunos días en Berlín; luego se dirigió a Hamburgo, primer puerto con­tinental de Europa, donde pudo asombrarse ante su ciudad flotante y cosmopolita de barcos, las perspectivas de sus muelles interminables y las aéreas filigranas de sus formidables astilleros. Y hacia fines de febrero de 1923, cuando su hijo primogénito empezaba a dar los primeros pasos, se embarcó de nuevo en el "Nevada" rumbo al Perú, por la vía del Canal de Panamá.

A su vez, Anita no guardaría nunca un ama­ble recuerdo de aquella temporada en Alemania. Toscana de pura cepa, habituada a la luminosa y cálida naturaleza meridional, con todas las magníficas gracias que proporciona al espíritu y a los sentidos; habituada toda su vida a ese paisaje de la maravilla que dejara absorto a más de un glorioso alemán, precisamente, Anita no se sentía bien en el país del cielo amarillento e insípido de las salchichas y la cerveza, cuya sola visión atosiga en todas partes al ojo latino. No guardaba muy buenos recuerdos del país que, en hora lejana de la historia desatara sus vandálicas hordas por todo el suelo de sus cultos y gloriosos antepasados en decadencia.

* * *

Cuando Mariátegui llegó de nuevo al Perú, pudo darse cuenta de la transformación que se había operado en el panorama de América. El proceso de renovación que comenzara a reali­zarse el año 1919, como una repercusión directa de los acontecimientos europeos, había continuado su movimiento ascendente:

—Mi primer contacto con América me dio la impresión de una luz nueva —solía decirnos—; Vasconcelos y Palacios aparecían como dos figuras de grandes maestros de juventudes. Ga­briela Mistral y Juana de Ibarbourou habían dado ya a la poesía americana, cada una en su estilo y su acento, una categoría que la iguala a la de cualquier país europeo, hecho insólito en nuestras latitudes. Se había realizado también una reforma universitaria en la Argentina y en el Perú, y se sentía una acusada preocupación política en los medios obreros avanzados.

Efectivamente; los cuatro años que Mariátegui permaneció en Europa habían sido de una riqueza extraordinaria en acontecimientos para América. El maestro mexicano Vasconcelos, desde el Ministerio de Instrucción Pública de México, enviando mensajes y ediciones de buenos libros a las universidades y a los centros obreros, lo mismo que el profesor argentino Palacios, realizando giras de conferencias por todas las grandes ciudades de nuestro continente, ha­bían caldeado la agitación espiritual de las juventudes de América. Los estudiantes argentinos estaban ya en marcha para lograr sus reivindicaciones. Los del Perú seguían por el mismo camino.

A este respecto, cuando se trata de estudiar la obra de Mariátegui, es obligado recordar que él, ya antes de su viaje, había apuntado sus dis­paros periodísticos contra las costumbres y métodos semifeudales de la Universidad de San Marcos.

En estricta correlación con el estado social, con el desarrollo económico del Perú, su Universidad había permanecido estancada en la rutina de la autoridad absoluta del profesor y en la subordinación ciega del alumno. Por otra parte, y esto es lo fundamental, el acceso a las cátedras era un privilegio exclusivo que se transmitía por herencia a determinados profesionales de familias pudientes. Claro está que a veces solían brotar de ese núcleo reducido algunos hombres de verdadera vocación por el estudio. Riva Agüero era uno de ellos. Allí están también los nombres de Deustua, Javier Prado y algunos más. Pero la inmensa mayoría de sus colegas no llegaban a superar los niveles de la pedantería y el utilitarismo grosero, y resultaba así un profesorado de gentes tituladas, pero incapaces, ineptas para la alta función del magisterio universitario. La Universidad resultaba, pues, de esta manera, una incubadora de abogadillos, médicos y, en general, de profesionales aptos para las más degradantes combinaciones del lucro y la banalidad, gentes verdaderamente inválidas para toda obra ejemplar y creadora, para todo esfuerzo que redundara en beneficio del mejoramiento humano, el cual debe ser el verdadero objetivo de la institución universitaria.

Al amparo y protección del régimen leguiísta, se debió —como lo haremos ver más ampliamente en páginas posteriores— el hecho de que los estudiantes de San Marcos y de las universidades menores pudieran asestar un rudo golpe al espíritu y a las formas medievales de sus universidades. Esta reforma, en la que brilló el nombre de Luis Ernesto Denegri, y comenzó a surgir el de Víctor Raúl Haya de la Torre, futu­ro fundador de las Universidades Populares González Prada, y un gran agitador de masas, dejó más o menos establecidas las siguientes ventajas para el estudiantado: cátedra libre, abolición de la cátedra vitalicia, supresión del control de asistencia, participación de los alumnos en el gobierno de la Universidad, concurso obligatorio para proveer las becas, trabajos prácticos, etc. Como resultado de esta reforma, tuvieron que abandonar la función docente universitaria más de veinte personas de probada incompetencia. Y el profesorado recibió la inyección tonificante de veinte profesionales jóvenes, de mentali­dad renovadora.

Esta reforma universitaria se vinculó en cierta forma con la actividad política y la culturización de los medios obreros, gracias a la acción vigorosa de Víctor Raúl Haya de la Torre, por ese entonces presidente de la Federación de Estudiantes, cuyo retrato, aunque sea en simple esbozo, tenemos que hacer aquí, porque su vida se entrecruza de manera trascendente, en un momento dado, con la de Mariátegui.

Haya de la Torre pertenece a la misma extracción social que Piérola y González Prada. Hay entre sus antepasados gente con blasones de aristocracia provinciana. Sus padres no viven en la pobreza, pero tampoco gozan de holgada situación económica. En este aspecto, pertenecen a la clase media; pero sus ideas son bastante conservadoras. La infancia de Haya de la Torre se desenvuelve, pues, constreñida entre prejuicios de familia y de origen. Pero puede llegar al colegio de instrucción media (Humanidades) y allí se encuentra con algunos estudiantes de positivo talento, entre los cuales habrá nada menos que un muchacho en quien alentaba un genio de la poesía americana: César Vallejo. Su lectura se orienta hacia Tolstoy, Kropotkin, González Prada y, en general, hacia la literatura de tendencia social. Desde entonces han aparecido ya en él sus grandes capacidades de orador. Cuando sus colegas Antenor Orrego o Alcides Spelucín, leen un ensayo o un poema que acaban de hacer, Haya de la Torre pide un tema cualquiera y lo desarrolla en florido y brillante discurso. Llega el momento de seguir el camino hacia la Universidad. Se traslada a Lima, porque el ambiente trujillano resulta estrecho para sus posibilidades y sus sueños. Está obligado a ponerse en contacto con los grandes nombres, con los maestros consagrados. Los conoce de cerca y se desengaña casi al instante. Son gente a lo más culta y estudiosa, pero que vive encerrada en un sórdido egoísmo y en una invencible indolencia. El quiere que la cultura trascienda al pueblo y tiene conciencia de su propio y temible dinamismo. Busca entonces el contacto con González Prada. Conversa con él en la Biblioteca Nacional, adonde ha vuelto como Director y donde morirá, poco tiempo después. Este contacto fortalece en él esa tendencia que sintió nacer entre sus amigos y los libros de Tolstoy y Kropotkin. Entrará, pues, decididamente al camino de la política revolucionaria. Trata de vincularse con obreros y con intelectuales avanzados. Se agita como el que más para conseguir el éxito de la reforma universitaria. En un momento dado llega a la presiden­cia de la Federación. Logra realizar un congreso de estudiantes, que, entre otros acuerdos importantes, aprobó el proyecto de crear las Universidades Populares, declarando al mismo tiempo en una de sus conclusiones que la Universidad tendría intervención oficial en todos los conflictos obreros, inspirándose en los postulados de justicia social. Hace después un brillante viaje de conferencias por Chile y Argentina y regresa al Perú. Actúa como guía y profesor de las Universidades Populares. Poco tiempo después se produce en Lima un acontecimiento político de grandes alcances en apariencia, pero en lo absoluto intrascendente.

Se trata de la famosa Consagración de Lima al Corazón de Jesús.

Leguía era una persona bastante flexible: ni fanático creyente, ni comecuras fanático. Cuando llegó a la Presidencia del Perú, en su segundo período, se encontró con un arzobispo de inteli­gencia despierta, pero que tenía, sobre todo, dotes verdaderamente excepcionales para los ne­gocios. Este arzobispo movilizó al clero peruano entero en las filas del leguiísmo y tuvo un día la idea de realizar una ceremonia enteramente inofensiva, pero, por cierto, muy anticuada: consagrar la "ciudad de Santa Rosa" al Corazón de Jesús. Los librepensadores levantiscos de los periódicos y, sobre todo, los de las universidades, pusieron el grito en el cielo. Fue una reacción de juventud. Una de esas reacciones de juventud que, por exceso de ímpetu, terminan atacando a veces de manera absurda, sin saberlo, como en este caso, en regímenes que le son propicios y fa­voreciendo sin querer y sin pensar, claro está, al adversario directo.

Haya de la Torre estuvo a la cabeza de ese movimiento, pero no fue enteramente responsable del hecho. Lo fueron todos aquellos que marcharon aquella vez, ciegamente, tras él, subyugados por su vigor oratorio y su poderosa fuerza sugestiva. Les faltaba experiencia y, sobre todo, pensamiento dialéctico para poder discernir los obscuros elementos del juego. Hubiera sido bueno caldear el ambiente y arrastrar a las masas con un plan previsto, definido e inmediato: la toma del poder, por ejemplo. (Utopía que a nadie, por cierto, podía ocurrírsele en ese instante). Pero agitarlas y caldearlas —como se llegaron a hacer— para que el ilustre rector de la Universidad de San Marcos, doctor Villarán, y sus cofrades reaccionarios y oligarcas aplaudieran a sus anchas, era realizar una brillante faena negativa. Nada más.

Los hechos se produjeron de este modo: la juventud se reunió en la Universidad de San Marcos, una noche de mayo de 1923, con el objeto de salir en manifestación de protesta contra el proyecto clerical. Cuando se encaminaban hacia la Plaza de Armas por el Pasaje de Huérfanos, sonaron descargas de fusilería. Nadie supo en realidad si las descargas venían de las torres de una iglesia cercana, o si partían de la policía apostada en unas de las bocacalles. Cayeron algunos heridos. La manifestación se disolvió. Parecía que todo había terminado. Pero la voz de Haya seguía resonando, agitadora, violenta, por las calles centrales, llamando impetuosamente a redoblar la protesta. Su obstinación valien­te y temeraria llegó a influir nuevos ánimos y la manifestación se rehizo. Comenzó entonces su serie de discursos fogosos, incendiarios —hirien­tes en el más alto grado— contra el "tirano que me escucha detrás de esas ventanas del Palacio". La noche fue de vigilia y de agitación. Había numerosos heridos y dos muertos: un estudiante y un obrero, que fueron recogidos y que se encontraban ya en la morgue. A la mañana siguiente, la prensa reaccionaria comentaba los sucesos, y publicaba el llamamiento para conducir a las víctimas de la noche anterior desde la Universidad al cementerio. Leguía midió toda la magnitud de la agitación con ojo experto, sondeó las posibilidades de peligro y vio que toda resistencia para contener a la juventud desbocada no serviría sino para dar más agua al molino de oposición. Optó, pues, por dejarla correr a sus anchas hasta que se quedara sin aliento. (Haya se quedó realmente afónico y postrado en cama durante varios días, después de su proeza de agitador). Así pudimos ir con nuestros muertos desde la Morgue hasta la Universidad, rompiendo las murallas de caballo y jinetes policíacos, que, después de darnos algunos sabla­zos, nos dejaron pasar. Ya en la Universidad pudimos oír uno de los más bellos y emocionantes discursos. Un discurso de Haya, como pocas veces nos ha sido dado escuchar en la movida travesía de nuestra vida, durante la cual tuvimos la suerte de conocer, desde los mítines dulzones de Vandervelde hasta las plegarias supremas de la Pasionaria. Lo que vino después de ese discurso de poesía e insurrección juvenil ya no tiene importancia. Una noche de vigilia y de alistamiento para el combate imaginario. La mano del doctor Villarán acariciando los hombros del líder. Y la juventud exclamando: "¡Ah, la oligarquía a nuestros pies!". Inocentes. Los que estábamos bregando —para ellos, a sus pies, aunque fuera en los planos del ideal—, ¡éramos nosotros! Y luego, la marcha al cementerio. Más discursos. Y todo volvió a la calma. Cuando Haya recuperó la salud, llegó el momento apro­piado. Leguía pudo cobrarle las cuentas. Pero lo hizo sin la crueldad de los tiranos, por cierto. Lo expulsó a Panamá y hasta ordenó que se le entregara una pequeña suma para los gastos de desembarque, con la intención, creo yo, de darle la ocasión de un gesto olímpico ante el mun­do. Así fue: Haya le puso un cable devolviéndole sus "viles monedas".

Los profesores de las Universidades Populares, que al comienzo habían actuado movidos por el influjo y la poderosa sugestión de Haya de la Torre, llegaron al poco tiempo a encariñarse con sus funciones, que se vinculaban a los mejores elementos de las fábricas y los sindicatos. Así, cuando el creador y animador de esas universi­dades fue desterrado, se encontraban capacitados para seguir haciéndolas funcionar mal que bien.

¿Quiénes eran los profesores, cuál era nuestra función docente? La gran mayoría, estudiantes de Medicina, Letras, Ingeniería; alguno que otro maestro de escuela; alguno que otro periodista. Un grupo selecto de jóvenes idealistas por los cuatro costados. Todos tenían casi la misma formación cultural de Haya: libros de Tolstoy, Kropotkin, Víctor Hugo, H. Barbusse, Emilio Zola, José Ingenieros y González Prada. La literatura elegantemente retórica del maestro peruano nos producía un fervor y un impulso sentimental extraordinarios. "Los viejos, a la tumba; los jóvenes, a la obra", y toda la serie de frases dirigidas contra la religión y nuestras instituciones formaban parte integrante de nuestro repertorio oratorio. Ninguno de estos profesores tenía una idea clara, definida, de lo que es la política, o sea, del arte de manejar pueblos. Actuaban solamente porque era hermoso y arriesgado enseñar por las noches a unos alumnos adultos, que salían sucios, fatigados, pero anhelantes de aprendizaje, de sus fábricas y de sus talleres; anhelantes por oírles hablar de una sola clase de dos horas largas, del aparato circulatorio, la composición de la luz, las operaciones aritméticas o del destierro del director, finalizando con un poema de corte más o menos modernista de alguno que otro bardo más o menos melenudo. De vez en cuando, también lucieron en esas clases algunas palabras que ardían como bengalas y que debían manejarse con mucho cuidado; palabras un tanto misteriosas y peligrosas, como "Lenin", "Soviet", "Bolchevique", "Lunatcharsky", "Kroupskaya". Misteriosas bengalas que iluminaron los sueños de esos profesores de veinte años y de esos alumnos, entre los que había más de uno con el cabello ya canoso y la inocencia de un niño. Magnífica vocación de enseñaza y de sacrificio que desgraciadamente no ha persistido en la juventud estudiantil peruana. 

 


NOTAS:

1 La Escena Contemporánea.

2 Esta dedicatoria no está completa en la edición española.

3 Oh noche, oh noche encantadora, amiga del criminal! / Vienes como un cómplice, a paso de lobo. / El cielo se cierra lentamente como una enorme alcoba. / Y el hom­bre, en su impaciencia, se transforma en fiera.

4 Estas palabras están citadas en La Escena Contempo­ránea.

5 Esta cita está tomada de La Escena Contemporánea.

6 El año 1927, tenía ya tres hijos: Sandro, nacido en Ro­ma; Sigfrido, nacido en Lima, a poco del retorno, y José Carlos, que acababa de nacer. Javier nació el año 1928.

7 Reunidas en esta serie Popular de Obras Completas, Nº 15, con el título de Cartas de Italia (N. de los E.).