OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

  

     

EL REGRESO A AMERICA

 

Leguía dejaba en paz a las Universidades Populares. Y éstas habrían tenido aún mayor margen para sus actividades, si no hubiera sido por las aparatosas algaradas y, sobre todo, por las intrigas de sus policías secretos. El régimen leguiísta estaba aún en su apogeo, asentado sobre la base firme del florecimiento económico. El algodón, el azúcar y otras materias primas que el Perú produce en gran escala se cotizaban inmejorablemente en los mercados de Nueva York y de Londres. Los capitales extranjeros, principalmente el norteamericano, afluían a la economía peruana en diferentes formas y, sobre todo, como empréstitos del Estado. La burguesía realizaba estupendos negocios, y la clase media, base de sustentación del leguiísmo, conoció días de gran optimismo y prosperidad, evo­lucionando a la formación de un nuevo núcleo de burguesía. La política de las obras públicas urbanas y de las carreteras proporcionaba tra­bajo en todas partes, y, por último, la burocracia de ese régimen, salida de las clases medias, no había tenido tiempo aún para hundirse en el descrédito y en la corrupción. El Presidente dejaba, pues, que los profesores libres ejercieran sus funciones en fábricas y sindicatos. Los profesores solían reunirse en el "Centro de Medicina", de la calle Llanos, en los locales de los sindicatos, y en uno que otro domicilio de los alumnos. En todas partes, bien posesionados de sus trascendentales destinos, con airecillos de conspiradores, hablaban de sus novias reaccionarias, del "tirano Leguía", del "cristianismo verdadero" y de Mahatma Gandhi, sin olvidar nunca aquello de "viejos, a la tumba; jóvenes, a la obra", sabiendo perfectamente que viejos eran los hombres de cuarenta años y jóvenes los de veinte. (Esta era, por lo menos, mi idea. Queda a salvo la de mis colegas de aquellos tiempos).

De vez en cuando aparecía alguno que otro nuevo adepto, que se limitaba a oír o a desarro­llar poco más o menos las mismas ideas con las mismas palabras. Pero una noche, de recuerdo inolvidable, porque para nosotros fue la noche de un gran acontecimiento, llegamos cuando, alrededor de una gran mesa de madera, los profesores, de pie o sentados en sillas dispersas, algunos leían, en pequeña reunión, libros, revistas o conversaban en voz alta. Todos los rostros eran familiares, menos uno. Allí estaba la melena desordenada y rubia de ese muchacho nobilísimo y original entre todos, Enrique Cornejo Koster; se oía la vocecilla aflautada y graciosa del joven sabio y catedrático Oscar He­rrera; allí se veía la talla hercúlea con el pecho sobresaliente de Carlos Manuel Cox; los ojos soñadores, sombreados por cejas abundantes, de Luis Heysen; los anteojos refulgentes sobre la nariz judaica de Eudocio Rabines; el aguileño perfil no menos judaico de Jacobo Hurwitz; el rostro pequeño y moreno del obrero Posada; el cuerpecillo enjuto del carpintero Navarro. Fi­guras y rostros conocidos, familiares, ¿de quién podía ser ese busto frágil, de largos brazos y manos finas, sobre el que se asentaba una cabeza potente de cabello negro, brillante, con el mechón obstinado cayendo sobre la frente estrecha y pálida que se desplomaba en una línea dura de perfil aguafuertista? Esa persona, desconocida para nosotros, había comenzado a hablar conversando en voz baja entre el murmullo de las otras voces. Pero hubo un momento en que se quedó sola; emergía limpia y afinada, atrayendo las miradas de todos los presentes.

"Los viejos, a la tumba; los jóvenes, a la obra"... Está muy bien... Pero, ¿de qué viejos y de qué jóvenes se trata? Porque yo he visto marchar a los jóvenes fascistas romanos al can­to de la "Giovinezza"; hay muchos jóvenes que llevan los signos de la decrepitud en la frente. Y el viejo Jean Jaurés era el espíritu más joven de Francia".

¿Quién podía ser ese hombre que planteaba la cuestión de manera tan nueva, tan extraña, tan sugestiva?

Y cuando, en las derivaciones de la discusión, poco después, Luis Bustamante, con sus gestos de orador gesticulante y sus ímpetus anticlerica­les, arguyó que las causas de nuestro atraso ra­dicaban en los estragos de la religión, la voz ágil se deslizó otra vez como una flecha:

—Creo que lo que nos pierde precisamente, querido Bustamante, es nuestra falta de capaci­dad religiosa. Lo que tenemos en el Perú es abundancia, superabundancia de cucufatería, co­sa muy distinta de religiosidad. Cualesquiera de nuestros mulatos que van infaliblemente a las procesiones del Señor de los Milagros, con sus uniformes, y vuelven a sus casas en busca de picantes y de orgía, no tienen nada que ver, querido amigo, con la religiosidad de Teresa de Avila o de Francisco de Asís...

¿Quién podía ser este hombre extraordinario? ¿Cuándo, en qué Universidad de nuestro país, se había oído una voz tan nueva, tan sencilla y tan densa de pensamiento?

—¿Quién es este hombre, quién es?— pregun­tamos, con visible asombro.

Era José Carlos Mariátegui.

Cuando poco después nos marchamos a casa, sentíamos que se habían conmovido las más só­lidas bases de nuestra ideología. Muchas luces de González Prada corrían hacia el poniente.

* * *

Cuando Mariátegui llegó a Lima, Haya se encontraba perseguido por la policía, siendo después conducido a la prisión de San Lorenzo, en donde permaneció algún tiempo. Un día, al conocerse la noticia de que iba a ser deportado a Panamá, numerosos profesores y alumnos de las Universidades González Prada trataron de organizar una protesta, provocando, si era posible, una huelga general, para conseguir la anulación de la orden. No se pudo lograr nada, pues el régimen leguiísta, como hemos dicho anteriormente, se encontraba en plena pujanza, y los recursos con que contaban las Universidades Populares, en conexión con los obreros avanzados, eran bastante exiguos. No se pudo lograr nada; al contrario, en una redada de la policía cayeron veinte agitadores que se hallaban en reunión secreta para tomar resoluciones. Mariátegui se encontraba también en el grupo. Una vez en la prisión tuvo lugar una escena que no dejó de impresionar profundamente a todos los que tuvieron la suerte de presenciarla; una escena qué puso en evidencia hasta qué punto puede llegar, a veces, el poderío del espíritu sobre la fuerza bruta, elemental. Uno de esos militares, sabuesos del régimen, que estaba acostumbrado a maltratar de palabra y de obra a todas las personas que caían detenidas en la Intendencia de Lima, ya fueran simples gentes del hampa, ya fueran gentes respetables acusadas de cualquier delito político, quiso demostrar sus condiciones de matonería entre los veinte detenidos que debían permanecer sentados en unos bancos, como los escolares. Comenzó lanzando gruesas interjecciones y llegaba ya a los insultos soeces. Mariátegui se puso de pie entonces, y dijo con un acento de firmeza impresionante:

—Usted no tiene ningún derecho para insultarnos, coronel. No tiene más que mirarnos de frente para darse cuenta de que no tiene ningún derecho para- tratarnos de esa manera, coronel.

El hombrón galoneado se lanzó hacia la figu­rilla enhiesta que encendía en sus ojos penetrantes, altos y fijos, una luz poderosa de mandato. El militar, al sentirla sobre sus ojos, se quedó paralizado y no acertó más que a gritar:

—Siéntese.

Y volvió la cara, mientras Mariátegui seguía de pie, inmóvil, hasta cuando quiso sentarse.

Nuestros veinte agitadores fueron puestos en libertad cuando Haya de la Torre navegaba seguramente a la altura de Salaverry, o sea, después de cuarenta y ocho horas de haber sido detenidos.

* * *

La dirección de las Universidades Populares y de la revista Claridad pasaron, pues, de las manos de un universitario impetuoso —quizá en demasía— y valiente —que en un caso dado ha­bría llegado al heroísmo1— a las de un periodista sereno, calculador, de una agudeza y habilidad extraordinarias. Mariátegui traía, además, como su antecesor, una capacidad de trabajo asombrosa. Durante los cuatro años que tuvimos la suerte de vivir en su intimidad pudimos observar que se trataba de un hombre absolutamente dueño y señor de sí mismo. Sus impresiones, sus sentimientos, sus actos se movían en el espacio y en la luz de su razón, guiados por la mano experta de su voluntad. Pero había en él un impulso que nunca pudo frenar como es debido: su impulso de trabajo. Este fue uno de los motivos de su muerte en plena juventud.

Tan luego como se puso en contacto con las universidades, comenzó a dictar clases y confe­rencias, al mismo tiempo que desarrollaba una intensa labor periodística. Al darse cuenta de que en el Perú hacía falta una labor paciente, de lenta preparación, y que esta labor podía desarrollarse perfectamente con un poco de astucia y habilidad, dentro del mismo régimen leguiísta, trazó su plan de acción. Había que seguir una delicada línea de equilibrio, que sin alarmar al Go­bierno pudiera rendir una amplia eficacia al fin propuesto. Mariátegui supo guardar ese equilibrio, y sus artículos y sus conferencias, cargados de pensamiento político, de preocupación proselitista, tuvieron siempre la apariencia de amenas crónicas y de atrayentes ejercicios literarios. En la prensa limeña comenzaron a barajarse corrientemente los nombres de Poincaré, Clemenceau, Herriot, junto a los de Benito Mussolini, Farinacci, Lenin, Lunatcharsky y Tchicherin. Guardándose muy bien de emitir aparentemente un juicio personal, hacía hablar siempre a las autoridades de la política o de las literaturas mundiales, que gozaban de sólido prestigio en las altas esferas sociales. Así escribía: "Herriot en su libro La Rusia Nueva y De Monzie en Del Kremlin a Moscú, nos dan testimonios enteramente burgueses. Y estos testimonios nos hablan de la rectitud y de la grandeza de los hombres e ideas de la difamada revolución. Son hombres ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, pero saben opinar honestamente. Herriot dice: "Un hecho tan violento como la revolución ruso supone una larga serie de acciones anteriores. No es a los ojos del historiador sino una consecuencia". De esta manera, no podía argüírsele nada. Lo mismo hacía en sus conferencias: "Mi labor es simplemente informativa. No hago más que relatar los hechos que se han desarrollado no hace mucho en Europa, y que aquí no se conocen por falta de un periodismo debidamente documentado". Y hablaba de las Internacionales y del movimiento sindical internacional. De modo que los obreros, los intelectuales de todas las tendencias, comenzaron a tener una idea clara del mundo europeo, sobre todo de la Europa Oriental, a la que hasta ese entonces se había presentado como un degolladero, en el que Lenin y sus lugartenientes no se cansaban de abatir a la gente...

Mariátegui hizo nacer, pues, en nuestra Lima colonial un ambiente y un clima intelectua­les de gran ciudad moderna.

Esta labor escrita y oral intensa, era dema­siado para él. Al cabo de pocos meses su organismo débil se resistió a obedecer el mandato de una voluntad anhelante y febril. La dolencia que le había atacado en su niñez de privaciones y trabajo, despertó de su estado latente, después de veinte años, ayudada por las condiciones orgánicas de desgaste y debilitamiento que la habían originado. Le veíamos decaer, perder su fuerza. En un momento dado, aumentaron extrañamente la palidez de su rostro y el brillo de sus ojos, si bien seguía acudiendo siempre infalible a la brega. Hasta que un día no pudo ya moverse del lecho, con una fiebre de 40 grados.

* * *

Desde su regreso de Europa, Mariátegui vivía, con su mujer y los niños, en una casita moderna, en pobreza voluntaria, pues en aquel momento le habían propuesto varios puestos, entre otros, el de la dirección de La Prensa, órgano del Gobierno. Como es natural, no quiso aceptarlo. Su situación familiar se presentaba, pues, en tal instante, verdaderamente desesperada. Aquel médico Roe, que en Roma fuera uno do los miembros de la "primera célula comunista peruana" se encontraba en Lima; había dejado ya de ser "rojo", pero seguía siendo un amigo solícito. Estuvo siempre junto al lecho del enfermo, y cuando vio que se trataba de una crisis profunda, dispuso que se le llevara a una clínica apropiada.

He pensado muchas veces en esa clínica, a la que sus amigos íbamos cotidianamente a inquirir por la salud del enfermo. Eran los días de ese invierno carcelero de Lima, que no acaba de descargar nunca la ceniza de su lluvia fina, monótona, desesperante. Los que estábamos unidos ya a Mariátegui por ciertas afinidades permanentes, por ciertos vínculos indestructibles del espíritu; los que habíamos intuido sus magníficas fuerzas creadoras, los que habíamos oído el acento misterioso de su voz resonando obscuramente en nuestros destinos, sentíamos, por esos días, el peso de una invencible angustia. Un recóndito presentimiento nos advertía vagamente que el peligro de muerte suspendido sobre Mariátegui amenazaba también con afectar la vida de algunos de los que le rodeábamos. Los hechos posteriores nos presentaron a plena luz todo el contenido verdadero de este presentimiento. El que escribe estas líneas es una de aquellas personas que, sin aliento, sin la ayuda, sin el ejemplo del gran americano que surgió, precisamente, después de superar ese gran trance de agonía, no habría podido encontrar el camino del sufrimiento visionario y el esfuerzo obstinado, que quisiera hacerse eterno creando a cualquier costo y por el que avanza su existencia.

* * *

El cirujano Guillermo Gastañeta operó a Ma­riátegui, tratando de no recurrir a una grave amputación. La enfermedad se manifestaba visi­blemente en un flemón de naturaleza maligna, localizado a la altura del muslo izquierdo. El buen deseo del cirujano estuvo a punto de ori­ginar la muerte antes de que cumpliera los treinta años y antes que hubiera cumplido completamente su misión en este mundo. El simple drenaje del tumor y la supuración hacia el exterior hicieron bajar casi inmediatamente la fiebre del paciente y se creyó haber conseguido un verda­dero éxito. El engaño no duró muchos días. Un examen minucioso, practicado por un médico subalterno de la clínica, puso al descubierto que la enfermedad había seguido progresando subrepticiamente, hasta colocar al enfermo en una si­tuación desesperada, pues la amputación de la pierna, en tal momento, contaba con sólo un mínimo insignificante de probabilidades para salvarle. Recuerdo que en ese instante rodeaban el lecho albeante, en el que aparecía sobre la almohada sólo el rostro afilado, donde la muer­te comenzaba a dejar los tonos pálidos de su temible paleta, el cirujano Gastañeta, el practicante, la madre de Mariátegui, un estudiante, cuyo nombre no recuerdo. En ese instante, el destino debió forcejear, duramente, para alejarlo de la tumba. El cirujano llamó a la anciana madre de Mariátegui hacia afuera de la alcoba y le manifestó enteramente lo angustioso de la situa­ción: "La intervención quirúrgica en este ins­tante cuenta con un mínimo extremo de probabilidades para salvarlo. Pero si no recurrimos a ella, su muerte ocurrirá inevitable antes de las veinticuatro horas". En tales circunstancias. el cirujano pedía la autorización de los parientes para proceder de inmediato La madre de Mariátegui, una señora de cepa antigua, católica hasta el fanatismo, estaba llena, como es natural, de abundantes prejuicios y supersticiones. Ella consideraba, por ejemplo, que la mutila­ción del cuerpo constituía un atentado contra la naturaleza. (No sé si esta idea es ortodoxamente católica). Entre lágrimas y sollozos opinaba, pues, que no debía recurrirse a la intervención, ante la mirada interrogante y tranquila del cirujano, acostumbrado ya seguramente a tales opiniones y escenas tremendas. En ese instante lle­gó, por suerte, apresuradamente Anita, la esposa de Mariátegui, que había sido llamada por teléfono. Y se produjo entonces un enfrentamiento emocionante. Las dos mujeres defendían con todo su ardor, con toda la vehemencia de que eran capaces, el bien de un hombre, cada una a su manera. Los fueros de la muerte y del pasado, contra los fueros de la vida y del porvenir, disputaron esa vez, agriamente, por boca de la madre y de la esposa.

—Si el ser la madre de sus hijos —arguyó Anita como supremo argumento en un difícil español— me da algún derecho exclusivo, reclamo y exijo que la intervención se realice inmediatamente.

No había nada que argüir. Se hicieron rápi­damente los preparativos y la operación se realizó con buenos resultados.

Mariátegui había sido llevado a la mesa de operaciones, con una fiebre altísima y en completo delirio. Ese estado duró aún muchas ho­ras después de realizada la amputación de la pierna izquierda. Tres días estuvo sin saber nada de lo que había sucedido en su organismo.

Un día dijo, dirigiéndose a un amigo con quien estaba a solas:

—Es curioso. Desde ayer siento la pierna izquierda completamente adormecida.

Seguramente se dio cuenta del efecto que sus palabras produjeron en el rostro del oyente y al vuelo comprendió la magnitud de su desgracia. Luego llevó la mano hacia la pierna, que creía adormecida, y encontró la amputación. Entonces aumentó mortalmente la palidez de su rostro y comenzó a llorar entre sollozos, mientras su amigo, besándole en la frente y hablándole con todo el calor y la ternura de que su alma era capaz lo acompañaba en su llanto.

Fue la única vez que se le vio en tal estado de postración. Fue la única vez que se le vio realmente doblegado por el dolor. El camino que le quedaba por recorrer estaría sembrado de grandes contrariedades, privaciones, y sufrimien­tos de toda índole, pero el temple de su espíritu resistió a todo con una magnífica nobleza silenciosa. Entonces tuvo América uno de los espectáculos más hermosos y emocionantes: el de un hombre inmovilizado, que convierte su dolor en una fuente inexhausta de vida y de optimismo creador.

El caso de Mariátegui, extraordinario desde su niñez, plantea de nuevo otro problema com­plejo y profundo. ¿En qué consiste la salud? ¿Cómo era posible que un cuerpo humano reducido a la invalidez y continuamente acuciado por la enfermedad, fuera una fuente creadora, que diera una luz de optimismo y de alegría capaz de eclipsar el optimismo y la alegría del cuerpo más sano? Mariátegui fue para muchos la revelación de extraordinarias contradicciones, efectivas o aparentes.

Una vez que estuvo en condiciones de abandonar la clínica, el convaleciente fue llevado a Miraflores, balneario limeño de buen clima, para que allí convaleciera. Y al llegar a este mo­mento de su vida, es agradable recordar que en todo el Perú se produjo un movimiento de simpatía y de auxilio hacia el escritor en desgracia. Le correspondió a Luis Alberto Sánchez el honor de iniciarlo en Lima. A él se unieron todos los escritores y artistas en masa. Hubo funciones y conferencias en los teatros. Y el producto obtenido en ellas le sirvió para atender a su restablecimiento.

Su convalecencia fue rápida en el balneario. E inmediatamente recomenzó su actividad con más bríos que nunca. Se sintió poseído otra vez por ese impulso irresistible de trabajo, que en un instante dado había sido contenido de golpe. Y le gustaba entonces repetir a sus amigos:

—En el instante más álgido de mi agonía, yo sabía que no podía morir, que no moriría aún. Estaba seguro. Yo sabía que mi destino no estaba aún terminado y ello me daba una fuerza inaudita. Creo que nuestras vidas son como las flechas que deben alcanzar necesariamente un blanco. Y yo sabía que la mía no había llegado todavía al suyo.

Comenzó su trabajo periodístico en las dos revistas peruanas de mayor circulación; y su tra­bajo oral también, pues fue su hogar haciéndose poco a poco el más selecto punto de reunión de escritores, artistas, estudiantes y obreros avanzados. Su sillón de inválido fue ganando el prestigio de la más ilustre cátedra. Pero no se trataba de una cátedra en la que se aprendieran fríos conocimientos. Se trataba de una voz luminosa, cargada de misteriosas reso­nancias que infundían fuerza al ánimo quebran­tado, que señalaban el camino al que estaba por extraviarse; una voz que enseñaba, alentaba y consolaba.

¡Cuántas veces se pudo ver a más de un hombre robusto, joven, entrar al hogar del inválido, con la amargura de una decepción profunda en los ojos, para salir poco después con el aire sose­gado del que encontró una solución, o con la sonrisa expresiva del que encendió en su camino una salvadora esperanza!

De esta manera se presentaron un día en las puertas de su casa, cuando aun vivía en Miraflores, con andar sigiloso y aire de misterio, cinco profesores de la Universidad Popular. Fue un momento en que Mariátegui influyó, acaso decididamente, sobre el destino de la política peruana de esos días. Los líderes estudiantiles ve­nían nada menos que a resolver una cuestión de sumo peligro. Se trataba de que un grupo de obreros terroristas había resuelto victimar al Presidente Leguía, a quien juzgaban como a un tirano. Antes de llevar a cabo el plan, habían querido tener el visto bueno de sus pro­fesores, pues aquellos terroristas eran nada menos que alumnos de las Universidades Populares. Cuatro de los maestros habían aprobado ya el plan. Pero el quinto opinó que el caso debía llevarse a conocimiento de Mariátegui. Al principio hubo una ruda oposición para que se recurriera a tal consulta, pero la decisión del que hizo la propuesta triunfó al fin y al cabo. Y allí estaban ante Mariátegui, hablando en voz apenas perceptible, pálidos y no sin cierto temblor. Mariátegui los oyó tranquilamente, pero abriendo cada vez más sus ojos asombrados ante tamaña insensatez. Cuando le tocó su tur­no de hablar, dijo, simplemente:

—¿Algunos de ustedes creen en la más mínima posibilidad de que este atentado redunde en beneficio nuestro? ¿Tienen algún plan para adueñarse del poder? ¿Hay por lo menos un cuadro de dirigentes capaces de encauzar los acontecimientos que se precipitarán después? Si no lo hay, ¿a manos de quién iría entonces el poder? Una vez muerto Leguía, ¿cuál sería la situación creada?

Como nadie contestara, prosiguió:

—Se adueñaría del gobierno, ipso facto, cualquier personaje galoneado, que nos hundiría en una opresión infinitamente más terrible. No veo, pues, por ningún lado el beneficio de tal atentado, que sólo puede explicarse en situaciones verdaderamente revolucionarias.

Ninguno de los estudiantes se atrevió a hacer la menor contradicción. Y el proyecto descabe­llado no pudo, naturalmente, prosperar.

* * *

Mariátegui había traído desde Europa la determinación de fundar una revista de divulgación científica, literaria y artística. Una revista de mayor amplitud que Claridad, consagrada exclusivamente a los problemas universitarios y políticos. La crisis de su salud le impidió momentáneamente llevar a cabo su proyecto, pero, una vez restablecido, volvió a tomarlo entre las manos, cada vez con mayor entusiasmo y probabilidades de primer orden, gracias al grupo de escritores y artistas que le rodeaban ya estrecha, íntimamente. Esta fue la razón fundamental de su traslado a Lima. Y ya en su casa de la calle Washington, comenzaron a barajarse nombres: Vanguardia, Adelante, Iniciación... Hasta que Mariátegui propuso: Amauta. El nombre no gustó al principio, pero se impuso finalmente. Es verdad que el nombre de un libro o de una revista tiene cierta importancia para su éxito, después de todo. Amauta, palabra indígena des-conocida entre el gran público americano, y que significa Maestro, profeta, o algo semejante, sería, pues, el nombre de la revista que estaba llamada a crear en Hispanoamérica un movimiento cultural sin precedentes.

Mariátegui despertaba entre las seis y siete de la mañana. A las ocho estaba ya en su escritorio.

En el ángulo de una pequeña habitación, con gran ventana a la calle Washington, había, en el fondo, a la derecha, un diván tapizado en azul obscuro. Junto a éste, un anaquel ancho y bajo de madera negra que llegaba casi hasta el muro opuesto, completamente ocupado de libros en francés, italiano, inglés, alemán y español (la mayoría en francés y en italiano): Das Kapital, La decadence de la Philosophie Allemande, Les Questions Fondamentales du Marxisme, Jean Cristophe, Clarté, casi todos los libros de Piran­dello, de Bontempelli, Tirano Banderas, Los de Abajo, La Agonía de Cristianismo. Los otros lados de la habitación, en su parte baja, estaba ocultos detrás de grandes sillones: tal era el es­critorio de Mariátegui. Instalado en el diván aquel, comenzaba su trabajo a las ocho de la mañana, infaliblemente, salvo los días en que la fiebre no le dejaba abandonar el lecho. Ya se sabe cuál es el trabajo de un escritor: leer, consultar, tomar notas en los libros y revistas, escribir artículos para los periódicos o los capítulos de un libro. En el caso de Mariátegui hubo que agregar los quehaceres del editor. Tan luego como salió el primer número de Amauta, el escritorio de Mariátegui se transformó a la vez en una oficina, donde él mismo, su mujer y sus amigos, hacían paquetes, pegaban sellos de co­rreo y escribían direcciones: Señor Miguel de Unamuno, Universidad de Salamanca; M. Romain Rolland, Villeneuve, Suisse; M. H. Barbusse, 106, rue Montmartre, París. Y así seguían las de Vasconcelos, Diego Rivera, Sanin Cano, García Monje, Uriel García, Lugones, Palacios, Juana de Ibarbourou. Y desde un rincón del Perú, el espíritu nuevo de América comenzó a irradiar hacia todos los puntos de la Tierra.

La revista Amauta fue exactamente un reflejo de lo que vivía y se agitaba en esa pequeña habitación de la calle Washington, donde, atraídos por cierta fuerza que emanaba de la irresistible personalidad de Mariátegui, asistían los temperamentos inquietos más diversos. Y así podía verse a un viejo poeta de la más alta calidad, artista puro y tímido que vivía alejado del bullicio, del tráfago, de todo lo que quisiera decir contacto con la muchedumbre, a un poeta solitario como José María Eguren, sentado en esa pequeña habitación, perdido entre un grupo de estudiantes bulliciosos, de obreros recatados, de poetas y pintores novísimos que discutían con Mariátegui sobre las particularidades de los koljoses y los ayllus, sobre las últimas travesuras de los surrealistas franceses, la deportación por el dictador Primo de Rivera de Unamuno y la espiritualidad del materialismo histórico. Exactamente igual que en las páginas de Amauta, donde aparecían, junto a los poemas del gran simbolista peruano, las complicadas y substanciosas cartas del rector de la Universidad salamantina, los artículos de Stalin sobre economía agraria en los Soviets, los manifiestos de Aragón y los artículos de la indigenista Dora Mayer de Zulen.

Y así, sólo así, podía salir a las calles de Lima y a los cuatro lados del mundo, emperifollada de cantos, de estrofas, de pinturas de indios, una revista sembradora de la más vigorosa semilla revolucionaria en esa hora auroral y heroica del destino humano. Pero los ortodoxos e inexpertos militantes no se cansaban de clamar contra "tanta hojarasca poética de la revista" ante la determinación inconmovible y la sonrisa complaciente del piloto...

* * *

Mariátegui perseguía un fin político de rea­lización más o menos lejana, puesto que saltaba a la revista la imposibilidad de su realización inmediata. No tenía, pues, por qué repetir el juego del año 22, atacando al régimen leguiísta y provocando una reacción popular que hubiera favorecido a la oligarquía reaccionaria. Lo esencial era crear una nueva conciencia política, una nueva responsabilidad. Sin embargo, en más de una ocasión se vio obligado a adoptar una po­sición clara, que definía sus principios doctrinarios. Este fue el caso del incidente con Chocano, quien se encontraba en el Perú desde hacía algún tiempo, gozando de la protección de Leguía2. Una mañana apareció en La Prensa de Lima un artículo furibundo y virulento contra Vasconcelos, y que llevaba la firma del famoso vate americano. Vasconcelos representaba para el grupo Amauta un valor espiritual de primer orden, no tanto por la calidad de su obra escrita, muy discutible, por cierto, sino por la extraordinaria labor educacional que llevaba a cabo en el Ministerio de Educación Pública de México. Había entre Vasconcelos y el grupo Amauta más de una afinidad ideológica que había sido demostrada por la cordial acogida que el maestro mexicano dispensara a Haya de la Torre en el momento de su exilio. Un ataque contra Vasconcelos, de la manera como Chocano lo hacía, era también, en cierta forma, un ataque al espíritu del grupo de Amauta. Mariátegui decidió publicar una nota en la que, sin hacer el menor reproche a nadie, se trataba de defender a una personalidad cuya firma aparecía en las páginas de la revista. La nota fue firmada por diez o doce escritores y artistas, entre los que se encontraba Edwin Elmore. Chocano, como casi todos nuestros poetas tropicales, era una persona de vanidad inconmensurable, como el genio que se le atribuye. Su egocentrismo no le per­mitía mantener la discusión en un terreno de altura. Buscó entre los firmantes de la nota a la persona que creyó más vulnerable, Edwin Elmore, y la tomó con él, exclusivamente, recordándole que era descendiente de un traidor a la patria. Hubo un duelo epistolar que se publicó en los periódicos y en el que el gran bardo tuvo la desgracia de poner ante la luz pública su absoluta falta de nobleza, haciendo gala de vulgaridad y agresividad verdaderamente extrañas en un artista de tanto renombre. Vino, por último, el encuentro cara a cara en el patio de El Comercio, el encrespamiento de las voces, las injurias, los golpes y el disparo que costó la vida a Elmore.

La defensa de un principio había derivado a una cuestión personal, enteramente repulsiva y odiosa. Y el grupo Amauta, que lo observó per­fectamente, no tuvo por qué continuar en ese terreno, menos aún cuando la oligarquía, siempre alerta para aprovechar la menor coyuntura, tomaba la ofensiva de flanco contra Leguía. Se abstuvo, pues, de caldear el ambiente, a pesar de que Chocano seguía atacándole en una revis­ta que publicaba desde su prisión del Hospital San Bartolomé. Vale la pena recordar aquellos ataques, que eran de este género, poco más o menos: "Esos bolcheviques de Amauta tienen la desvergüenza de publicar en su revista anuncios comerciales de empresas capitalistas. Y esas empresas son tan estúpidas que se los dan". Era verdad. Los milagros de la perseverancia y la agilidad de algunos redactores de Amauta habían conseguido convencer a cinco o seis geren­tes de bancos y compañías de seguros, que un anuncia en tal revista "científica, literaria y artística" de "máxima circulación" y "prestigio" no haría más que aumentar sus negocios. Los buenos gerentes, que no sabían al principio de qué se trataba, llegaron a dar los anuncios, que efectivamente sirvieron para que la revista no se hundiera por falta de recursos desde el comienzo. Tan luego como vieron que no tenía notas sociales, ni publicaba retratos de las damas distinguidas, tan luego como oyeron el consejo de Chocano, cancelaron sus contratos.

Hacia 1929, Leguía entraba al sexto año de su segundo período presidencial, es decir al décimo primero de su ininterrumpido régimen.

A lo largo de aquella década, este gobernan­te desarrollaba una política trascendental, tan­to en el orden interno como en el internacional. Con flexibilidad extraordinaria, que a veces provocaba sordas desaprobaciones en algunos sectores del ejército, dejó definitivamente solucionados los complicados problemas territoriales con Colombia y Chile, cediendo a la primera el famoso triángulo de Leticia, que abría a esa nación el acceso al Amazonas, y cediendo la provincia de Arica a la segunda, a cambio de Tacna, depar­tamento que, después de cuarenta y cinco años, volvía, por mediación de Estados Unidos, a reincorporarse al Perú.

En el orden interno, con extraordinaria visión de estadista moderno, Leguía acometió la obra de progreso nacional ejecutando un vasto programa vial; otro de irrigación y un tercero de industrialización. Para ello se vio en la necesidad de buscar empréstitos y técnicos extranjeros —procedimiento que, si hoy siguen aplicando los países subdesarrollados, con más frecuen­cia que nunca, será porque no es inapropiado.

De este modo pudo encararse la construcción de obras tan importantes como las portuarias del Callao, las viales en diferentes puntos de la República y las de irrigación en La Joya (Arequipa); en la Esperanza (Huacho) y en las pampas de Olmos (Lambayeque). Parece que la falta de un buen planeamiento, según algunos; o a causa de la corrupción de los contratistas y em­pleados, que incapaces de interesarse por el bien futuro de la patria, sólo se preocupaban por el bien presente de sus mezquinos egoísmos, lo cierto es que, ya sea por esto o por aquello, tales empresas estupendas, sobre todo la de las pampas de Olmos, que nos habría proporcionado un campo inmenso, feraz, magnífico de esa producción agropecuaria, que tanta falta hace a la Costa peruana, quedaron inconclusas, definitivamente truncadas.

No había sólo este aspecto negativo en la gestión presidencial del gran estadista. Otra era el innoble espectáculo de libertinaje y derroche que daban sus colaboradores cercanos, quienes a veces en forma lícita, y otras recurriendo al negociado y toda clase de especulaciones, como el fomento descarado del juego de azar, lograron hacer cuantiosas fortunas, de las que disfrutaban con soberbia y ostentación, al mismo tiempo que rendían a su benefactor, la más servil pleitesía.

Por último, el autoritarismo leguiísta, que a veces se hacía indispensable en un medio nacio­nal tan desorganizado e indisciplinado como el aquel entonces, resultaba a la larga transformado en una odiosa opresión. Al cabo de diez años de gobierno fuerte, la resistencia nacional aumentaba cada vez más visiblemente, lo cual a su vez demandaba el crecimiento, hasta hacerse monstruoso, del cuerpo represivo. De está manera, la delación se hizo corriente y llegaba a actuar hasta en los mismos hogares. Por consiguiente, aumentaba cada día el número de presos y deportados, que podía ser obreros descontentos, estudiantes inquietos o simplemente cons­piradores profesionales. En tal estado de agitación constante, la autoridad llegaba a ejercerse a veces brutalmente y cometiendo toda clase de abusos. Entre las víctimas de tal estado de cosas, se encontraron Mariátegui y sus colaboradores, quienes a veces tenían que enfrentársele obligadamente en defensa de intereses específicamente clasistas.

El grupo de Amauta estaba constante y estrechamente vigilado. En Lima quedaban muy pocos profesores de las Universidades Populares, pues casi todos habían sido expulsados sucesivamente. Los que quedaban, una media docena, poco más o menos, persistían en la idea antigua y un tanto ingenua, dadas las condiciones de vida en tal momento, de formar una cooperativa estudiantil obrera para adquirir una imprenta y fundar una editorial anexa a la revista Amauta. Este proyecto originaba la necesidad de que los interesados se reunieran de vez en cuando para discutir las cuestiones de trámite. Pues bien, una de esas reuniones públicas, a la que habían asis­tido veinte personas, más o menos, fue imprevistamente sorprendida por un enjambre de po­licías armados hasta los dientes y prestos a dis­parar sus pistolas y sus fusiles contra los inofensivos y espantados cooperativistas. Acto seguido fueron conducidos como si se tratara de temibles terroristas a los calabozos de la Intendencia, primero, y a los de la Isla de San Lorenzo, después. Esa misma noche se allanaba el domicilio de Mariátegui, quien fue conducido también en calidad de preso político al Hospital de San Bartolomé. Parece que Leguía, al darse cuenta de la barbarie que entrañaba el hecho de atropellar en esa forma a una persona ilustre, cuyo mal estado de salud era conocido por todo Lima, ordenó casi inmediatamente, al conocer el hecho, que fuera puesto en libertad. Pero el acto policiaco, dirigido por un torpe Ministro, había producido ya su efecto deplorable, y Mariátegui sufrió una grave crisis, que le duró varios meses. A los demás presos se los tuvo medio año en la Isla de San Lorenzo. Muchos de ellos fueron también deportados.

Así continuaban, pues, los momentos de terri­ble prueba y heroísmo para Mariátegui. Y, como era un hombre al fin y al cabo, solía sumirse a veces en amargos desfallecimientos; en una de esas ocasiones, al verse casi solo, al ver que lo separaban a la fuerza de sus últimos colaboradores, se le oyó exclamar, con cierto temblor imperceptible en la voz, pero sin perder la no­ble y serena expresión de su semblante:

—Ahora es cuando se me está haciendo sen­tir toda la magnitud y la orfandad de mi invalidez.

La revista continuó sin embargo publicándose de manera más o menos regular, gracias a la cooperación de sus lectores, que iban en constante aumento, hasta el mismo año 1930. Su edición terminó precisamente con dos números póstumos, dedicados a honrar la memoria de su fundador y en los que colaboraron eminentes escritores de las más variadas tendencias ideológicas de España y de América.

Paralelamente a su obra estrictamente lite­raria y que se realizaba no sólo en Amauta sino también en los hebdomadarios limeños Varieda­des y Mundial, dirigidos por Clemente Palma y Andrés Avelino Aramburú, respectivamente, y en otras publicaciones de España, Argentina, México y Estados Unidos, Mariátegui cumplía un papel directivo de primer orden en la organización de las fuerzas proletarias del Perú entero. Como ya se ha dicho, su discrepancia ideológica con el fundador del Apra lo llevó a alejarse de este partido. Poco después se le vio fundar otro, que con el nombre de Partido Socialista, venía a ser en realidad, la sección peruana de la Tercera Internacional, que repudiando los métodos del nacionalismo reformista, defendía las teorías y los métodos marxistas, interpretados y aplicados a la realidad política y social rusas por Lenin. Además, los sindicatos, tanto de Lima como de provincias, que veían en él a su mejor guía y defensor, lo urgían constantemente para que les diera consejos y directivas. De este mo­do se vio la necesidad de crear un órgano de prensa enteramente obrerista que finalmente apareció con el título de Labor. El nuevo periódico duró poco tiempo; pero fue el vehículo ideológico que hizo posible, primero, la fundación de las Federación de Campesinos y Yanaconas, la de Mineros del Centro y la de Marítimos y Portuarios, que junto con otros formaron des­pués el cuerpo de la Confederación General de Trabajadores del Perú (C.G.T.P.).

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 Un trabajo de tal naturaleza, que llevaba consigo un cúmulo de tremendas preocupaciones, no hacía más que agotar a paso agigantado las mí­nimas reservas orgánicas de Mariátegui. Sus mé­dicos, al comprobarlo de manera inequívoca en sus constantes crisis de salud, no hacían más que aconsejarle reposo absoluto y cambio de clima. Sus familiares y todos los que le querían, obraban en el mismo sentido. Por otra parte, él estaba convencido de que podría utilizar la pierna que le quedaba, el día que la ortopedia lo proveyera del reemplazo de la amputada. Pero esto no era posible en Lima. Por último, el hecho de que su actuación ideológica y práctica, sin desconocer el sentido progresista del régi­men instaurado por Leguía, tenía que enfrentarse a veces forzosamente en defensa de intereses es­pecíficamente clasistas, haciéndolo objeto de constante vigilancia y persecuciones policiales, lo determinaron a proyectar un viaje al extran­jero. Tenía abiertos los caminos a Buenos Aires, desde donde lo llamaban los socialistas Alfredo Palacios y Gabriel del Mazo, y el pintor Petto­rutti, amigo suyo desde sus tiempos de Roma; y el de México, en donde lo esperaban con los brazos abiertos, Diego Rivera, Siqueiros y Blanca Luz Brum, quien a su paso por Lima, el año 1923, empezara a colaborar en Amauta. Mariátegui optó finalmente por la capital del Sur, porque, entra otras razones, allí le garantizaban la colocación del aparato ortopédico que le hacía falta para recuperar la anhelada capacidad de locomoción. Además, allí estaría más cerca del Perú, circunstancia importante para la circulación de Amauta, que seguiría editándose en Buenos Aires sin perder su color cosmopolita, pero sobre una base de peruanidad. En enero de 1930 comenzó a hacer rápidamente los preparativos para su viaje y el de los suyos: su mujer y cuatros niños ya. Su proyecto marcha­ba por el mejor camino. Y cuando todo estaba listo, hacia fines de marzo, su dolencia hizo cri­sis de nuevo, cambiando así de improviso y con refinada crueldad la dirección y amplitud del viaje.

Esta vez no pudo ya nunca levantarse del lecho. Por más que los mejores médicos de Lima se desvelasen fervorosamente por impedir el progreso del mal; la fiebre no hacía más que aumentar, consumiendo sus últimas energías corporales. Todos aquellos que le hicieron compañía en los últimos instantes de su vida recuerdan cómo se manifestaba con entera serenidad y lucidez la llama de su espíritu, hasta entre los mismos hielos de su última agonía.

La gran desgracia americana de su muerte tuvo lugar el 16 de abril de 1930.

 


NOTAS:

1 El autor se refiere, obviamente, al Haya de comienzos de los años veinte.

2 Al comienzo de la obra se hace una semblanza de Chocano.