OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

       

     

RETRATO

"Mariátegui, inmóvil en su co­che, conoció con lucidez dolorosa, el verdadero valor del movimien­to".

Francisco ICHASO.

Lo violento e incisivo de las líneas de un rostro de mestizo, resalta en los retratos de Ma­riátegui. Ojos penetrantes; nariz aguileña, dibujada; orejas abiertas; labios finos, fríos; sobre la cabeza, el cabello lacio se adivina negro. Los rasgos elementales delatan su raza, anticipan ya las contradicciones internas que emergen de pronto en su estilo, en su prosa. Todos los deta­lles que en otra época pudieron haber mostra­do la sensualidad y la finura del americano, se notan después de los treinta años como apagados por la preocupación crítica de la mente. He ahí un poeta que escapa de serlo; un sensual cuya prosa acusa los íntimos anhelos hacia la pura y musical cadencia del lenguaje; un artis­ta de las formas que ahoga los deslices de la belleza para lograr exactitud en el pensamien­to, conformidad con la idea, fijeza y solidez en los conceptos.

Esos labios tan largos, tan apretados, afilan la palabra; la dicen recta, horizontal, sin des­viaciones que adornen; esos ojos tan aguzados por el tiempo que se han ejercitado en el mi­rar; toda la cara impresiona por las mandíbu­las apretadas, por la tensión muscular, como si con ello adquiriera un vigor casi físico la pe­netración del pensamiento.

Así es en los últimos tiempos; pero debe haber sido de otro modo, casi opuesto, antes de lograr la fijación de su estilo de vida. Enton­ces, seguramente otros rasgos brillaban mejor ante el observador, aquellos que han de haber exhibido un vivir descansado y sensual de su juventud americana, cuando lo seducían los re­lámpagos inusitados de las tormentas tropica­les, los colores de montañas y de cielos del Con­tinente, la música de la palabra que es enemi­ga del espíritu. Tiempo aquel en que lo domi­naban sus puras aficiones literarias, en que sen­tía latir cerca de sus órganos de expresión el aporte de la raza indígena, peligrosa de sensua­lidad. Entonces debe haber sido partidario de ese como soñar despierto que ofrece los place-res de la imaginación, de esa paz del cuerpo que se logra sólo cuando los ojos pasan horas y horas mirando un paisaje, el mar, apagada la voluntad, muertos todos los impulsos que ligan al hombre con las cosas. Los sentidos se detie­nen en la misma sensación y, a cambio de esa monotonía, los vuelos de las imágenes se vuel­ven más audaces, indescriptibles, antigeométricos. Las ideas y las emociones ofrecen la posi­bilidad de saltar por encima de épocas, de espa­cios, y a fuerza de huir el espíritu hacia otras latitudes llega uno a perder la conciencia de lo próximo, del cuerpo, de los sentidos. Así imagi­no a veces a Mariátegui, mirando el cielo de Italia, siguiendo las figuras que en su interior realizaban las obscuras herencias de razas abo­rígenes de América, padeciendo impulsos contra­dictorios; lo imagino también indiferente, me-dio apagado, tratando de evadir, con comodida­des molestas en otros casos, las embestidas de los climas del norte.

Pero si de esa manera fue alguna vez, todo eso acabó por dejarlo, Su disciplina lo condu­jo al análisis, al pensamiento frío; tal vez de lo anterior no quedan huellas en el rostro, pero la-ten en cada trozo de sus escritos. Dan el tono a su prosa. Matando la facilidad de expresión, obscureciendo la frase que está a punto de apa­recer brillante, un esfuerzo consciente logra aca­bar con el poeta para dejar al escritor de ideas, al crítico y dar a la prosa de Mariátegui, que es su mejor retrato, esa riqueza abortada, re­primida.

En Mariátegui no es aventurado afirmar que la evolución de su carácter y la modulación de su temperamento, quedan grabadas en sus obras, En el primer libro, La Escena Contemporá­nea, no ha muerto todavía el escritor que se deja llevar por su temperamento. Con esfuer­zos aparecen el crítico y el político; pero las oleadas de la pasión puramente literaria los ocul­tan a menudo. La mayor parte de las semblan­zas logradas ahí de hombres del teatro políti­co, seduce por lo plástico de las figuras. Más tarde se enfrentará a los temas generales, los individuos pasan a segundo término y hay un deseo de matar el brillo de las personalidades para dejar flotando solamente el cuadro que comprende un movimiento, un proceso. Enton­ces, como sucede ya en los Siete Ensayos, los hombres pierden esa luminosidad que conservan en La Escena Contemporánea y quedan como accidentes, como momentos opacos de una di­rección interna de la historia. Pero todavía enton­ces son los hechos, lo concreto, lo que apasio­na y llena a los Ensayos de sentido creador.

El poeta, el artista en general, sólo se logra en lo concreto; cuando el pensamiento flota por encima de lo particular y elige sistemas, ideolo­gías, estructuras de ideas, la palabra pierde más su musicalidad, la frase se enfría y sólo se man­tiene la voluntad de contemplar lo abstracto. El poeta ha de escribir lo que mira, expresarlo en sus propias calidades, color, forma, figura; en cambio, el hombre de ideas ha de encontrar la palabra ajustada a aquello que no ve en nin­guna parte, pero que se nutre, como las som­bras, de las formas y cuerpos de la realidad. Un poco, el poeta debe dejar que lo gobierne la palabra, seguirla en su valor de sonido, de ritmo; pero el crítico debe trabajar con el len-guaje tan en frío, que necesita pesar y calcular de cada palabra la densidad de significado. Tal es la evolución de Mariátegui en sus obras; así también su retrato espiritual del que lo físico es envoltura exacta, ajustada.