OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

PERUANICEMOS AL PERÚ

 

"EL PUEBLO SIN DIOS" POR CESAR FALCÓN* 

Escrita en 1923, esta novela no alcanza a muchas nuevas adquisiciones del espíri­tu y el estilo de César Falcón, a quien nada singulariza tanto como un pensamiento en incesante elaboración, en impetuoso movi­miento. Conozco la preparación espiritual de estas páginas, presurosa, febrilmente es­critas por Falcón en Madrid, poco después de que nos despidiéramos en la Friedrich Banhof de Berlín, él para regresar a Espa­ña, yo para volver al Perú. Habíamos pasa­do juntos algunos densos y estremecidos días de historia europea: los de la ocupa­ción del Ruhr. La cita para esta última jor­nada común nos había reunido en Colonia. La atracción del drama renano, esa atrac­ción del drama, de la aventura a la que ni él ni yo hemos sabido nunca resistir, nos llevó a Essen, donde la huelga ferroviaria nos tuvo bloqueados algunos días. Nos ha­bíamos entregado sin reservas, hasta la últi­ma célula, con una ansia subconsciente de evasión, a Europa, a su existencia, a su tra­gedia. Y descubríamos, al final sobre todo, nuestra propia tragedia, la del Perú, la de Hispano-América. El itinerario de Europa había sido para nosotros el del mejor, y más tremendo, descubrimiento de América. Falcón estaba en la más angustiada tensión de este descubrimiento, cuando escribió en Madrid, sin dejar las cuartillas, hasta no concluir la última, su Pueblo sin Dios. Lite­rariamente, su libro se resiente de la furia periodística, del estado emocional en que fue compuesto. Tiene una rotundidad y un esquematismo de panfleto. Falcón habría pensado que traicionaba su intento, su pa­sión, si se dejaba ganar, escribiendo, por el deliquio estético.

Pero si el tono, la manera del libro tie­nen que ver con el instante en que fue es­crito, si como factura artística no corres­ponde seguramente a la actualidad de Fal­cón, la idea germinal, la energía céntrica de El Pueblo sin Dios, continúan enriquecidas acrecentadas, exasperadas, en el fondo del pensamiento del, autor. Todas las emocio­nes, todos los impulsos de que está hecho este libro, han seguido operando en él, acen­tuándose, a medida que Falcón ha avanza­do en el severo esfuerzo de superarse; de disciplinarse con la pedagogía exigente de la civilización anglo-sajona.

¿Por qué complejo y difícil proceso, el criollo bromista, bohemio y gaudente, pro­clive a la sensualidad y al desorden, nula­mente invitado a este esfuerzo por el am­biente limeño, se elevó primero, venciendo su propia intoxicación literaria y decadente, a la abstracción de la doctrina socialista, se contagió enseguida del más puro y rigorista mesianismo —el de la revolución del 19, como la llama André Chamson— para consagrarse luego, sin aflojar su labor periodística, a una empresa como la de Historia Nueva? El caso de este escritor, movido siempre por la más noble inquietud, que ha encontrado en el trabajo atento, austero, creador, ese equilibrio moral y religioso, que ni la educación ni el ambiente pudieron comunicarle, merecerá siempre ser citado como uno de los más singulares casos de superación de todas las barreras.

El Pueblo sin Dios es un testimonio de acusación. Falcón y yo coincidimos en este destino de la requisitoria, del procesamiento. Al súper americanismo de los que, recayendo en el exceso declamatorio, el juicio superficial de las viejas generaciones, se imaginan construir con mensajes y arengas una América nueva, soberbiamente erguida frente a una Europa disoluta y decadente, preferimos la valuación estricta de nuestras posibilidades, la denuncia implacable de nuestros defectos, el aprendizaje obstinado, la adquisición tesonera de las virtudes y los valores sobre los cuales descansa la civilización europea. Desconfiamos del mestizo explosivo, exteriorizante, inestable, desprovisto espiritualmente de los agentes imponderables de una sólida tradición moral.

El relato de Falcón es la versión sincera, fiel de sus propias impresiones de una ciudad de provincia, estagnada, somnolienta, groseramente material, tristemente alcohólica y rijosa. El juez prevaricador e inmoral, el subprefecto analfabeto y matón, —pequeño, larvado y oscuro Primo de Rivera en barbecho, con su bastón de dictador en la maleta— el hacendado sórdido y acaparador, el cacique provincial, todos los personajes de El Pueblo sin Dios, corresponden a especies bien definidas de la criolledad. Un relente de baja y torpe sensualidad, sin idealización, sin alegría, sin refinamiento, flota pesadamente en la atmósfera del burgo mestizo. Poblaciones que no continúan la línea autóctona y en las que no reaparece sino negativa y deformadamente el perfil indígena. Y que tampoco conservan, en su fondo espiritual, la filiación española, medieval, católica. Pueblo sin Dios las llama Falcón. Podría llamarlas, un poco más abstractamente, "Pueblo sin Absoluto". Pueblo del que no puede decirse que es conservador, porque su espíritu no está honda, vitalmente adherido a nada. Pueblo al que, por esta misma razón, le costará un esfuerzo terrible llegar a ser revolucionario. Porque el revolucionario es, en último análisis, un ordenador, y sólo los pueblos donde se da una fuerte fibra con- servadora, se da también una verdadera fibra revolucionaria.

Sólo el hispanoamericano que ha vivido en el burgo francés, alemán, italiano, británico, etc., puede comprender el vacío, la informidad del burgo mestizo. En el industrial, el Ford o el Rockefeller, lo mismo que en el agitador, el Red o el Debs, de Estados Unidos, es imposible no identificar la herencia, aumentada, sublimada, del puritano. ¡Y qué antigüedad y continuidad tienen en el revolucionario alemán, francés, italiano, los sentimientos y la entonación! Los motivos de su acción, de su heroísmo, de su fe han cambiado, con el curso de la civilización ay la historia, pero su espíritu se ha templado en esa terca lucha secular, en esa disciplina ancestral y perseverante, a las que debe su tradición espiritual e ideológi­ca. Colas Breugnon, puede encarar el destino con esa seguridad, rabelaisianamente acompasada por su franca risa celta, que tan vigorosamente resuena en su novela, ¡no, su biografía! Se le siente respaldado por una estirpe de macizos artesanos. Su oficio le viene de la época de las corpora­ciones. El más puro y mejor descendiente del tomista aristotélico, del dominio racio­nalista, es, sin duda, el enérgico y poderoso dialéctico del socialismo, que tan exento nos parece en su discurso de todo lastre conser­vador. Una tradición dinámica ha mantenido en la estirpe, a través de generaciones qui­zá humildes y oscuras, este don de absolu­to, este poder de creación y de ideal.

Falcón se siente "otro desesperado del pueblo de Dios". Probablemente no se enga­ña. ¡No sabe él hasta qué punto las pági­nas de su relato han exacerbado mi preocupación más dramática y profunda! Falcón ha escrito este libro, fuerte y sincero, con su sangre.

Hay en él más pasión, más dolor por el Perú que en todo lo que aquí se bautiza con el nombre convencional y equívoco de nacionalismo. Pero, por esto mismo, no en­contrará mucho consenso ni mucha resonancia. Lo que no impedirá a César Falcón se­guir siendo uno de los hombres que dan fe de la presencia espiritual del Perú en el Mundo.

 

 


NOTA:

* Publicado en Mundial, Lima, 8 de febrero de 1929. Repro­ducido después en Amauta, Nº 21, febrero-marzo de 1929, en la sección "Libros y Revistas" págs. 102-101.