OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

SIGNOS Y OBRAS

  

 

DOS GENERACIONES Y DOS HOMBRES: HENRI DE MONTHERLANT Y ANDRE CHAMSON1

 

André Chamson, el escritor de L'Homme contre l'histoire2 y de La Revolución del 19 (Europs, Nos. 70 y 71), habla a nombre de la generación que cumplió diez y ocho a veinte años en 1918. La adolescencia de esta generación transcurrió bajo el régimen —disciplina y desorden— de la guerra. Raymond Radiguet decía, con coquetería infantil, que para esta generación la guerra había sido unas vacaciones demasiado largos. Le Diable au Corps3 corresponde, como documento, a esta apreciación. Pero otros testigos, otros documentos, no consienten atenerse a esta frase de joven y precoz literato, parisinamente pronto a la rigolade.4 André Chamson, por ejemplo, en su reciente versión del estado de ánimo, de la experiencia espiritual de esta generación que no llegó a las trincheras, y que por esto no conoció su intoxicación, nos persuade de que en la conciencia de esa juventud la guerra planteó esos problemas de la concepción misma de le vida y el mundo que a pocas generaciones toca afrontar. Para esta generación la guerra fue, dice Chamson, «una obligación moral de trabajo y de meditación». La verdad profunda de esta adolescencia singular y dramática dista mucho de la pueril imagen escolar registrada por Radiguet.5

Está generación se siente, ante todo, una ge­neración de mayores. Los que pasaron los primeros años de su juventud en las trincheras in­gresaban en la vida con una distinta preparación psíquica y conceptual. No les había sido dado este tremendo y patético esfuerzo de revisar desde sus bases las ideas en curso normal, obligatorio, antes de la guerra. Pertenecían, quizá, al pasado, mucho más que sus inmediatos predecesores. «La guerra los alejó de nosotros —escribe Chamson— e hizo de ellos Otros hombres. ¿Qué clase de hombres? No nos corresponde decirlo. Pero cuando, restablecida la paz, se comprimieron las generaciones disminuidas y ellos vinieron a ocupar sus puestos a nuestro lado y entraron en la vida con nosotros, tuvimos la impresión de habernos tornado sus mayores o, al menos, de haber roto los lazos que debían unirnos a ellos. La generación que nos precedía devino nuestra hermana menor. Había guardado, ante la muerte posible, ese espíritu de juego que nosotros habíamos perdido a hora temprana. Los ocios y los estudios, las más simples necesidades de la vida nos parecían contener más elementos de madurez que las batallas: el guerrero seguía siendo un niño o se transfor­maba en otro hombre. Una separación moral sobrevivía así a la separación material».

Montherlant, que acaba de causar tanta curio­sidad y comentario con la publicación de Aux Fontaines du Desir,6 es un representante extremo de esa generación que «pasó sus primeros años en las trincheras y que guardó ante la muerte posible, un espíritu de juego». Apologista del deporte y del torneo, deportista y toreador, toda su fuerza, todo su arte, no lo libran de la clasificación de decadente. Su decadentismo es mucho menos retórico y bizantino que el decadentismo d'annunziano —no hay que olvidar los años que los separan—; pero ni su tono ni su brío agresivos, disimulan su fondo finisecular. La pasión con que Montherlant busca el placer, el goce, se alimenta todavía de los sentimientos del combatiente, mejor, del sobreviviente. Después de la gran prueba, en medio de un mundo que no se muestra muy seguro, y que por un largo momento ha dado la impresión de derrumbarse, el ansia instintiva de su generación es un ansia írrefrenada de gozar. Montherlant profesa un hedonismo y un egotismo absolutos. Su actitud puede valer para el artista de talento, capaz de sacar partido de las más extremas aserciones. En el hombre vulgar, en el hombre mediocre, sería insoportable y ridícula.

El autor de Aux Fontains du Desir desprecia la inteligencia. Le bastan los sentidos y el instinto. Se siente un fuerte y joven animal de presa. El resto no tiene importancia. «Realizando sus deseos —afirma— dicho de otro modo, realizándose a sí mismo, el hombre realiza el absoluto». «No es menester dejar una obra. No es menester haber sido un gran espíritu ni un gran corazón; menos todavía haber obrado (lo que llaman "obrar"). No es menester salvar la patria, ni la humanidad que aparecerá un día, un ideal tan decaído como Dios, ni una idea, pues no hay idea que valga ser salvada, ni el alma, pues el alma no lo necesita. Si yo cumpliera estas nobles tareas, me dejarían torturado de desesperación, cruelmente cierto de haber perdido mi vida y de haber sido burlado. Estoy obsedido por la locura que representa el esfuerzo de los hombres. No hay sino un fin, que es el de ser dichoso. Noblemente o no. Con o sin la admiración de los hombres. Con o sin el consentimiento de los hombres».

Así hablaría D'Annunzio si tuviese hoy la edad de Henri de Montherlant. Porque esta profesión de fe, esta religión del placer y del instinto, como el propio Montherlant lo reconoce, no sin desesperación —y esta es la nota dramática de su actitud— no tiene valor sino en la juventud victoriosa. «Lo trágico es —dice— que no teniendo fe sino en mis sentidos (siempre el monstruo Sociedad que acecha), no me quedarán sino cosas en las cuales no tengo fe. Si el placer se me escapa, entonces, ¿qué? Hacer de gran hombre durante treinta años. Alzar el mentón en un cuello almidonado. Presidir ligas de patriotas (quiero decir de "europeos" seamos 1928)». Montherlant sabe bien a qué atenerse respecto a los que a la mitad de su vida «eligen una disciplina». No puede ser, según él, sino «a consecuencia de la quiebra de sus sentidos, de la quiebra de su tentativa de vivir una vida abundante y ardiente».

La entonación ultraísta de estas afirmaciones, se explica, en parte, por el carácter polémico de las páginas a que pertenecen: un Epílogo en las Fonlains du Desir, en que Montherlant responde a aquellos que, entre los jóvenes y a propósito de este libro, lo han interpelado quejosos. Y, sin duda, al replicar a este auditorio descontento, decepcionado de no encontrar el guía que esperaba, Montherlant contesta en su mejor y más propio acento: «Cuando yo tenía vuestra edad, he seguido a muchos de mis mayores, como es natural. No me habría venido la idea, sin embargo, el anhelar que fuesen otra cosa que ellos mismos y no se apartasen de su ruta para mostrar­me la mía. Habría tenido vergüenza por mí de pedírselos, y por ellos si me hubieran obedecido».

Por ser un gesto de juventud exuberante —y a la vez algo enfermiza— el hedonismo y el egotismo absolutos de Montherlant no ofrecen sino un interés literario, cuya estimación depende del valor del artista que los profesa. Como las de D'Annunzio, todas estas explosiones acaban por ceder a un razonable acatamiento de la ética tradicional, del orden burgués, Montherlant no será, probablemente, una excepción de esta regla.  

 

 


NOTAS:

   

1 Publicado en Variedades: Lima. 2 de febrero de 1929.

2 El hombre contra la historia.

3 El Diablo en el cuerpo.

4 Broma

5 Ver el ensayo sobre Raymond Rodriguet, en El Artista y la Epoca.

6 A las fuentes del deseo.