Escrito: Por Dora Mayer, firmado "Callao, 19 de noviembre de 1907".
Publicado por vez primera: En el diario La Prensa, Lima, ed. mañana, 29 noviembre 1907, p. 1
Transcripción: Juan Fajardo, para marxists.org,
1 de septiembre de 2025.
Los limeños tienen el gusto estético educado en los salones y por eso los atractivos elementales del campo no conmueven su corazón. No pueden imaginarse la belleza de un hogar colocado en solitaria puna, al pie de las rocas de corte atrevido, por entre las cuales chifla el viento delgado de la sierra.
Para el limeño el único mundo posible es el que se agita delante de la ventana de reja, donde pasan los enamorados, circulan los carruajes y se ponen en exhibición los vecinos con sus vanidades o su talento.
El limeño no se inclina ante la majestad del trabajo constante y rudo. No se inclina ante la mujer de trenzas sencillas que cosecha papas con manos callosas. El limeño desprecia a la india por el traje que viste, sin mirar que es el más apropiado para la vida que lleva y expresa su ser tan exactamente como la ropa de seda y encajes interpreta el alma de la dama elegante. El limeño comenta el desaseo en que se mantiene la campesina, y no menciona el aire puro que hace asomar la sangre roja a sus mejillas bronceadas.
El limeño mira con antipatía a la indígena que considera como un testimonio sobreviviente de los tiempos primitivos de su patria, como el recuerdo de un origen que desea olvidar. Para el limeño no hay objetos más codiciables que palacios a la europea, carros pullman, parques ingleses y arcos de luz eléctrica.
A un viajero de ultramar le encantarían las hijas del sol, con su gracia desenvuelta sus brazos robustos, su dentadura menuda y sus ojos rientes; le causarían admiración los colores pintorescos de su indumentaria y la agilidad con que cargan el hijo, la mercadería o el ajuar de la casa.
En Alemania hay muchísimas aldeas en que se conservan los trajes y las costumbres originales del pueblo, y es allí donde los pintores, músicos y poetas van en busca de inspiraciones para su arte; es allí donde el turista se detiene con placer a sentir los latidos de una vida fresca que no participa del hastió de la cultura universal.
El aldeano se encuentra rodeado de un paisaje característico, propio de su terruño, mientras que el habitante de las ciudades se destaca sobre un fondo constituido por calles que tienen tanto más de monótonas, como que se van adaptando a los conceptos comunes de la civilización.
También la india podría decir: «Desprecio la ciudad en que mora la cortesana ociosa; desprecio el alcázar que haría una pobre figura al lado de las cumbres empinadas; desprecio el ambiente saturado de perfumes de voluptuosidades malsanas; desprecio el eco de vuestros valses, porque vosotros despreciáis las melodías de los pájaros que Dios hizo y el ritmo de las quenas consagradas por la memoria de mis abuelos. Yo echo el guano en la tierra húmeda de mi chácara para que vosotros podáis contemplar con orgullo el mármol blanco de vuestros monumentos públicos sin pensar en el pan de cada día».
El departamento del Cuzco paga al año un millón de soles en contribuciones, y la región de Chanchamayo hace ingresar el valor de medio millón en el tesoro de la República. ¿Producen los limeños tales sumas con su actividad? no; las gastan, pero no las crean. La riqueza del país es la obra del hombre burdo que masca coca y no entiende del deporte de las carreras y regatas. El barniz social no debe tocar a los campesinos. Los jóvenes exquisitos no podrían nunca hacer el trabajo de la agricultura y de las minas. De allá de los villorios que se hallan pegados al cerro como un nido de águilas, salen los hombres aptos para soportar las fatigas de la guerra que apenas están probando hoy los reservistas de Lima y el Callao. La patria puede utilizar un número mucho mayor de mujeres domésticas y trabajadoras, que de diplomadas en instrucción primaria y media. Lástima nos daría ver a la aldeana descualificarse en los liceos de la capital para los servicios que debe prestar en la comunidad, reemplazando sus hábitos simples con ambiciones refinadas. Lástima nos daría verla en el Colegio de San Pedro, aprendiendo a hacer bordados y flores de mano, cuando sabe cultivar los frutos vivos y sabrosos del campo; lastima nos daría ver transformarse en una modista a la robusta nodriza del obrero y del soldado raso.
Hay que conservar en el pueblo indígena los rasgos que lo distinguen de la sociedad urbana. La india debe ser feliz y respetada en sus valles natales; en el centro de su labor; en medio de las espigas doradas del trigo y la fragancia de las silvestres retamas.
Dice un autor: «La mujer indígena, esclava del Perú; pasto de la sensualidad y explotación de los sátrapas y señores feudales. Sí; ésta es su desgracia, no la ausencia de la cultura limeña que la malograría».
Las hijas del sol que viven en Puno, en Cuzco, en Apurímac y Junín no tienen hermanas en Lima. No encuentran ningún corazón que por las afinidades de la sangre o del sexo se conmueva con los agravios que sufren. De otra manera no seria posible que las damas que tanto consiguen para sus obras de caridad, no hayan podido proteger en algo a la mujer de las provincias. La señora limeña ejerce mucha influencia en el círculo que la rodea: ella razona, ella ruega hasta obtener los favores más grandes– Ella va de diputado en diputado, de municipal a municipal, de los ministros al presidente y del presidente al arzobispo, para dar impulso a sus instituciones humanitarias. Ella mueve el estado ¡Que vaya a su misión angelical con la carta de una campesina en la mano!
La india puneña comparte la suerte de los comunes a quienes persiguen las arpías del lucro. La caballada del gobernador escarba los potreros que el marido ha sembrado de papas y ocas para el sustento futuro, o el patrón reclama en tal grado los servicios del padre de la familia que no le queda tiempo absolutamente para dedicarse al cultivo de su chacra. Viene pues, el hambre en la estación de las cosechas que encuentra el surco vacío.
Los gobernadores, alcaldes y mandones se constituyen cada mes en los domicilios de los indios para exigirles una contribución de huevos, gallinas y carneros con el pretexto de que se la destina para la autoridad superior. Las autoridades locales se apoderan de las acémilas de los indios para hacer conducir carga por su cuenta a La Paz y Tacna, sin remuneración de ninguna especie. A los indígenas que se resisten a vender a vil precio su ganado se les conduce a la cárcel y se les obliga a pagar una multa de 2 soles, para recobrar la libertad. Si circula alguna moneda mala, que las oficinas públicas se niegan a recibir, los indios la tienen que aceptar a palos.
Siendo triste y desesperada la vida de la indígena mientras sigue su curso la rutina; ¡cual tormentosa no será cuando pesa una hostilidad en mayor escala sobre los individuos masculinos de su familia!
Dentro de poco hará un año que están en la cárcel los indios sindicados como autores del motín en Pomata, entre los cuales figura en primera línea José Antonio Calamullo, que estuvo en Lima como mensajero en Juli en 1902.
Son 87 los ciudadanos enjuiciados militarmente por aquel suceso, 87 hombres que pierden el tiempo en una triste prisión, en vez de emplear sus brazos en faenas útiles. Durante su confinamiento los gamonales han usurpado todos los terrenos de «Tongoyapa» y «Cusipata» pertenecientes a ellos y los juicios respectivos demoran de un modo indefinido. Es fácil, imaginar la situación aflictiva en que se encontrarán las madres, hermanas, esposas e hijos de los acusados. A pesar del deseo que tienen de defender sus bienes, verán desmantelar sus casas y arrear su ganado sin poderlo impedir.
¿Y como quiere el gobierno que procedan los indios? Si se sublevan, los encarcela y si no se sublevan, no atiende sus quejas, según lo afirma también La Prensa de Huaylas, refiriéndose a condiciones semejantes en el departamento de Ancash.
Por fin, aun los verdugos más severos de la raza indígena entiende que al ser humano hay que concederle unos momentos en que pueda desatar su espíritu oprimido y entregarse al placer. Para esto se organizan las fiestas religiosas, que después de haberle costado dinero al indio para el gasto de velas, cohetes y adornos del altar, le proporcionan la ocasión de cantar, bailar y libar copas de un aguardiente perverso.
Según nos cuentan, un viajero ilustre dijo con palabras lacónicas: «Los legisladores del Perú no tienen que preocuparse del porvenir del indio: el alcohol iluminará esa raza».
Temas son los anteriores extraños a las inteligencias habituadas a los salones y escuelas, pero no extraños para ser sometidos a la bondad ilimitada de las almas filantrópicas. Las hijas del Rímac no han cumplido su deber, haciendo famosa la metrópoli peruana por la caridad que encierra; la mujer que vive en la capital debe regar la felicidad por todos los ámbitos de la república, y saliendo del confín estrecho de su hogar, concebir necesidades y anhelos diferentes a los suyos. La mujer es el amparo de la virtud y el baluarte contra la crueldad; el sentimiento femenino desahucia jamás a un ser afligido, diciéndole que apure el cáliz del veneno y que rinda el cuerpo al taco del tirano. La mujer interviene entre el acto brutal y la víctima, no tolera el dolor en ninguna forma. Las lágrimas no solo pueden correr cerca de ella, si se cubre la vista para no verlas. Es preciso que las vea; que mire el infortunio de sus prójimos, sus compatriotas. No tardará entonces en organizar una comisión que se dirija al palacio de gobierno, más poderosa que la comisión de los indios mensajeros, porque un desaire ofrecido a ella tendría hondas repercusiones sociales.
El objeto no sería esta vez reunir fondos como para el Centro Social, la Cuna Maternal o el Árbol de Pascua en Miraflores; se trataría primeramente de pedir la libertad de 87 encarcelados y asegurar la paz a centenares de mujeres amenazadas en sus derechos más elementales. Poco a poco se irían formulando otras solicitudes según los informes que suministran los memoriales subsiguientes del Centro, Sur y Norte de la República, ilustrando el criterio en un asunto tan poco conocido al principio. En cada ciudad del Perú podría haber una junta de señoras que sirviera de tribunal de apelación a la colectividad indígena, que durante siglos no ha tenido en quien depositar su confianza. Basta para estimular a esfuerzos no comunes la reflexión de lo que es y lo que pudiera ser nuestro pueblo provinciano. Compárese a la población rústica de aquí con la de otros países: los campesinos alemanes ostentan su orgullo flemático, los ingleses su placidez patriarcal, los franceses capitalizan su trabajo; en todas partes son conservadores, testarudos, primitivos en sus ideas, pero tan desgraciados como en el Perú, solo en Rusia. Y allá, en el vasto imperio del Volga, llevan las mujeres entre las ropas bombas de dinamita para romper las cadenas que oprimen a su raza.
¡Mujeres de Lima, mujeres cristianas, mujeres devotas! ¿traéis vosotras de vuestros templos menos valor para hacer el bien que las rebeldes moscovitas de las salvajes asambleas anarquistas, o las idólatras incaicas de sus preces ante la imagen del Sol? ¿El Dios de vuestros padres fue fecundo en luz para la ciudad y en calor para la campiña? ¿Debemos renegar del cristianismo impotente y volver de nuevo los ojos al símbolo de la prosperidad y armonía desaparecidas de nuestra tierra? ...
Callao, 19 de noviembre de 1907.