O. Piatnitsky

MEMORIAS DE UN BOLCHEVIQUE
(1896-1917)

 

 

II.

Mi primera detención

La cárcel de Kiev y mi evasión

(1902)

 

Después que me enteré de la muerte en la prisión del camarada Rogout, dejé el establecimiento donde trabajaba desde mi regreso de Kovno (después del descubrimiento de la literatura por la policía) y me fuí a Vilkomir a buscar el paquete de literatura que quedaba y a enterarme en qué circunstancias había sido detenido Rogout. Allí, con la ayuda de la organización local del Bund, publicamos una proclama dirigida al pueblo para ponerlo al corriente de la detención y asesinato de Rogout y desmentir ciertos rumores que circulaban sobre su detención.

Días después me enteré que la policía y los gendarmes de la localidad interrogaban a la gente sobre mí y trataban de saber dónde vivía. Tuve que abandonar Vilkomir y regresar a Vilna. Allí me di cuenta que me seguían. Esta circunstancia me obligó a pedir a los camaradas con los cuales Sergio Tsederbavm (Iéjov) me había puesto en relación antes de que fuese detenido que me enviasen lo más pronto posible un sustituto con el objeto de que pudiese llevarme mis cosas a otro sitio. A primeros de marzo de 1902 llegó mi sustituto y se presentó con el seudónimo “Marx”; Uassili Aartsyboutchev (no supe su nombre hasta después de la revolución de 1917).

Al comienzo de marzo de 1902, “Marx” y yo fuimos a la estación para ir a Kovno, de donde debíamos partir para la frontera, con el fin de que yo pudiese entregar personalmente a “Marx” todos los enlaces que yo tenía entonces. Nos instalamos en el mismo vagón, pero en diferentes departamentos; antes del tercer golpe de campana vi subir un policía de paisano que hacía tiempo me seguía, seguido de un gendarme. Este vino directamente a mí y me pidió el pasaporte y el billete. Le entregué los dos. “¿Dónde está su equipaje”, me preguntó. Le respondí que no tenía. Me ordenó que le acompañase. Descendimos, y el tren se fué. El hecho es que no se habían fijado en mi compañero, lo que me cansó una gran alegría. Me llevaron ante el jefe de la Gendarmería encargada de la estación, y empezó el interrogatorio. “¿Cómo se llama usted?” “Khigrine”, contesté (yo llevaba un pasaporte falso a nombre de Khigrine; viendo que me seguían, había escondido mi verdadero pasaporte), a lo que el gendarme respondió: “Usted se llama...” (y dijo mi verdadero nombre); el interrogatorio continuó en este diapasón. Me contó todo, hasta el sitio donde vivían mis padres. Por lo que a mí respecta, me sostuve en el pasaporte falso, inventando el nombre de mis padres. En el cuarto adonde me habían llevado y en que tuvo lugar el interrogatorio estaba también otro oficial que propuso que se me enviase a cierto comisario de Policía que me obligaría a decir todo (en aquella época, en las Comisarías de Vilna se pegaba ferozmente a los militantes detenidos), a lo que respondió el que me interrogaba: (Usted se engaña; allí tampoco dirá nada; pertenece a la organización de la Iskra. Gracias a esta frase comprendí la relación que había entre mi detención y la del hermano de Martov: Sergio Tsedebavm, que estaba encerrado en la fortaleza de Pedro y Pablo. Yo esperaba que me enviasen allí, pero no fué así. De la estación me llevaron a la Dirección de la Gendarmería del Gobierno. Como era completamente inútil conservar mi falso pasaporte, tanto más cuanto conocían mi verdadero nombre, confirmé en la Dirección de la Gendarmería que en efecto no me llamaba Khigrine. No me tuvieron mucho tiempo. Algunos días más tarde me enviaron a la fortaleza de Vilna (no sé por qué llamaban a esta fortaleza el “número 14”), donde me encerraron unas semanas. Después me enviaron en dirección desconocida, escoltado por dos gendarmes (no obstante mis reiteradas súplicas, no quisieron decirme adónde me llevaban). Por primera vez estaba en la cárcel. El régimen de la fortaleza era riguroso. La guardia se componía de soldados o de gendarmes que en grupos de dos o tres venían a la celda varias veces al día. Tan pronto me encerraron, se empezaron a sentir golpes en las paredes de la celda; pero no pude responder a los llamamientos: ignoraba el alfabeto que empleaban los presos para comunicarse entre ellos. Como yo no respondía, lanzaron pedazos de pan desde el patio a mi ventana. Me puse a reflexionar sobre el medio de subir hasta la ventana (que estaba muy alta. casi a ras del techo). De repente descubrí una inscripción en varias lenguas indicando la manera de conseguirlo. Cogí una especie de silla, la coloqué sobre la mesa y llegué a la altura de la ventana. Apenas había comenzado a entablar relación con mis vecinos, cuando el comandante de la fortaleza entró en mi celda. Vino tan silenciosamente y tan aprisa, que apenas tuve tiempo de saltar de mi andamio. Gracias que pocos días más tarde me enviaron más lejos, lo que me salvó del calabozo.

Llegando a mi destino, me di cuenta que estaba en Kiev. Me extrañó que me llevasen a Kiev, cuando yo no había estado nunca en esta ciudad. No tardé en conocer el motivo, como se verá en seguida.

Los gendarmes que me escoltaban me entregaron a la Dirección de Gendarmería de Kiev, quien, después de haberme tenido más de una semana en una cueva casi oscura y maloliente, me mandó a la prisión de Loukianovka. Cuando llegué a la oficina de la prisión, oí gritos, cánticos revolucionarios, y de repente pedazos de barro inundaron la oficina. No concebía que ocurriera cosa semejante en el interior de una prisión, tanto más que en la fortaleza de Vilna, como en las tinieblas de la cueva de la Comisaria del viejo Kiev, donde estaba la Dirección de Gendarmería y yo había estado encerrado antes de ir a parar a la escribanía de la prisión, el silencio era tan grande que se podía imaginar que no había nadie. Yo me pregunté si no sería aquello una revuelta que iba a liberarme. Pero descarté esta idea en seguida al ver al director de la prisión completamente tranquilo continuar su trabajo. No tardaría en conocer el misterio. Cuando todas las formalidades fueron cumplidas, me entregaron al guardián de la sección política, Saiganv, que me llevó al corredor del edificio. Apenas habíamos llegado a la puerta cuando numerosos estudiantes me rodearon y empezaron a preguntarme quién era, de dónde venía, dónde había sido detenido, cómo me habían cogido y a preguntarme cosas parecidas. Esta muchedumbre era para mí una sorpresa: se componía casi exclusivamente de estudiantes. Me di cuenta que eran ellos los que, cantando, armaban aquel escándalo; llevaban banderas y banderines en los que inscribían divisas; iban de un lado a otro del patio gritando como endemoniados. Esta especie de manifestación se repetía diariamente durante el paseo.

En 1902 hubo en Rusia desórdenes estudiantiles. El 2 y 3 de marzo se celebraron manifestaciones de estudiantes y obreros. La Policía hizo detenciones de estudiantes en masa. Por haber tomado parte en esas manifestaciones, algunos fueron condenados por el gobernador de la ciudad hasta a tres meses de prisión gubernativa. Otros tuvieron que esperar que tuviera a bien decidir sobre su suerte.

Los estudiantes estaban encerrados en el tercer piso del edificio, reservado a los condenados de delitos comunes. Al anochecer, las puertas del corredor se cerraban; pero después de las requisas de las celdas se dejaban abiertas hasta media noche. La libertad que había para los estudiantes y presos políticos tenía que aprovechar a los condenados de delitos comunes, y su régimen se había dulcificado algo. El nuevo director de la prisión, que había sido nombrado en abril de 1902, no fué partidario del reglamento que se introdujo en sus dominios, y empezó la guerra contra las libertades de que gozaban los condenados de derecho común. Requisadas las celdas de éstos, les echaba el cerrojo. Los estudiantes y los presos políticos del segundo piso se dieron cuenta perfectamente que si el director conseguía quebrantar la resistencia de los condenados de derecho común, no tardaría en empezar con ellos. De ahí que, encerrados en el mismo edificio que estos condenados, tomamos parte en la obstrucción, que duró varios días. Hicimos tal ruido, que atrajo a las cercanías de la prisión mucha gente, por más que la prisión de Loukianovka se encontrase bastante lejos de la ciudad.

Mientras se hacía la requisa a los condenados de derecho común, cuyas celdas se encontraban en los pisos superiores, éstos nos echaban, por medio de una cuerda, todo lo que a ellos les estaba “prohibido”. Los soldados que hacían la guardia en el patio se dieron cuenta. Tanto, que las requisas se empezaron en nuestro corredor. Esto provocó tal protesta (los soldados fueron pura y simplemente a las celdas a una voz de orden, siéndoles imposible requisamos) por parte de los detenidos y de sus familiares de fuera, que el gobernador, Trepov, me parece, suspendió la requisa. Después de aquello el director de la prisión tuvo que capitular.

Ahora se comprende por qué se estaba tan libre en Loukianovka. Esta libertad permitió realizar un gran proyecto de evasión largamente premeditado y minuciosamente preparado, de que daré cuenta más adelante.

Como puede verse, las relaciones con los condenados de delitos comunes eran buenas; pero esto no era obstáculo para que ejerciesen su oficio para no olvidarlo, sin duda alguna, sobre los detenidos políticos. Así, una vez, los condenados de derecho común que trabajaban, me parece, en el taller de hilados, que se encontraba en los sótanos del patio en que los estudiantes paseaban, llamaron, si la memoria no me engaña, al camarada Silvino y se pusieron a hacerle preguntas sobre una cuestión cualquiera; cuando los dejó, se dió cuenta que había desaparecido su reloj (los jefes de los condenados de derecho común consiguieron encontrarlo, pero ya estaba completamente desmontado y no servía).

Fui encerrado con los estudiantes en el edificio de los condenados de derecho común, en la celda número 5, adonde iban a parar las personas detenidas por casualidad. Como yo no tenía equipaje conmigo en el momento de mi detención, y de otra parte carecía de dinero, no estaba nada a gusto. Nadie reparaba en mí.

Algunos días después de mi llegada a la prisión, el estudiante Kníjnik dió a algunos obreros que allí se encontraban una conferencia sobre el absolutismo ruso, en la cual le serví de principal argumento contra el absolutismo. Gritaba con énfasis: “Han encerrado a éste muchacho que iba en busca de trabajo. Le obligaron a descender del tren, lo zarandearon por toda Rusia para traerlo al fin del mundo, a Kiev, donde él no había venido nunca ni conoce a nadie”. Yo no decía ni palabra; pero en mi interior me reía de la ingenuidad del estudiante Knijnik. Por cierto, la característica que hacía del absolutismo era justa; pero tomándome a mí como ejemplo, fallaba. Con gran sorpresa suya, pronto se iba a dar cuenta.

Una tarde, después de la llamada, la tristeza se apoderó de los estudiantes. Empezaron a llamar a las puertas y pidieron que fuese el fiscal. No tuvieron necesidad de fatigarse para que llegase el sustituto del fiscal del Tribunal de Kiev, Korsakov. Todos regresaron a sus celdas, que Korsakov debía recorrer una por una. Los detenidos le preguntaron cómo estaba su asunto (me admiré de la memoria prodigiosa de Korsakov; se limitó a preguntar el nombre del interesado, después de lo cual, sin consultar su agenda ni ver ningún papel, le decía a cada uno lo que le interesaba). Por último, le correspondió el turno a mi celda. Korsakov avanzó por entre todos los detenidos del corredor. Todos mis compañeros de celda le preguntaron por su suerte. Yo no decía ni palabra. Knijnik tomó la palabra, y con aire acusador preguntó: “¿Por qué tiene en prisión a este muchacho?” “¿Cómo se llama?”, preguntó Korsakov. Knijnik le dijo mi nombre. Dirigiéndose a Knijnik, Korsakov dijo: “Este muchacho estará más tiempo que usted en prisión; se le acusa de ser afiliado a la organización que se llama Iskra. Se le acusa de haber organizado el transporte de literatura revolucionaria de esta organización, de pasar la frontera a los agentes de ésta, de haber montado una imprenta clandestina, etcétera.” Parecía que todos habían caído de las nubes. Knijnik se sorprendió de tal manera, que tan pronto se fué Korsakov me preguntó si era cierto lo que había dicho el sustituto del fiscal. Excuso decir que tranquilicé a Knijnik diciendo que se habían confundido, que seguramente me tomaban por otro. Pero aquella noche no me divertí. Korsakov había dicho casi la verdad. De tal modo, que me puse a reflexionar cómo podían saber todo aquello y por qué me habían llevado a Kiev y no a San Petersburgo.

Desde aquella tarde mi suerte mejoró sensiblemente. Me trasladaron a otra celda, me dieron una almohada, ropa; me prepararon un baño, etc. Pero no estuve mucho tiempo con los estudiantes, futuros revolucionarios, demócratas burgueses y burgueses simplemente (entre ellos también había adeptos a la Iskra, pero esto lo supe más tarde).

Una tarde trajeron un camarada. Como de costumbre, empezamos por preguntarle dónde lo habían detenido, etc. Declaró haber sido detenido en la frontera y que en sus maletas de doble fondo habían descubierto la Iskra. Después de haberlo examinado, decidí preguntarle de qué manera había conseguido la Iskra, si estaba afiliado a la organización, qué miembros conocía en el extranjero, etc. A su vez me preguntó de dónde era, a quién conocía en las regiones donde había militado, y durante la conversación nombró mi seudónimo.

Dirigía la organización del transporte de la literatura de la Iskra del extranjero a Rusia, y de ahí que él supiese mi existencia. Su seudónimo también me era conocido. Gracias al nuevo alojado, que no era otro que José Blumenfeld, establecí el enlace con los iskristas encerrados en nuestra prisión. Blumenfeld conocía a los adeptos de la Iskra en Rusia, y como en la prisión de Loukianovka no eran muchos, se puso fácilmente en contacto con el departamento político, donde muchos iskristas estaban detenidos. De repente fuí trasladado de allí. En el departamento político la vida era diferente.

En Kiev, el general de la Gendarmería, Lovítski, había conseguido descubrir las huellas de la conferencia panrusa de los iskristas. Lovitski creía entonces que el principal iskrista era Krokhmal, que vivía en Kiev, y que verdaderamente había convocado a los miembros de la organización de esta ciudad. Pero no era yo solo el vigilado. La Dirección de la Gendarmería interceptaba la correspondencia de Rusia y del extranjero, la descifraba y en seguida hacía llegar las cartas a los destinatarios, que las entregaban a Krokhmal. De ahí que el general de la Gendarmería, Movitski, estaba muy bien informado (como lo he sabido por los documentos del departamento de Policía publicados después de 1905, mi dirección había sido encontrada en casa de Krokhmal). Que yo me acuerdo, la Conferencia de los iskristas se dispersó antes de abrirse. (Ya que todos los que habían de participar pudieron con toda libertad y sin riesgo, con todas las comodidades deseables, celebrar en la Loukianovka la Conferencia de los iskristas, lo que hicieron probablemente.)

A esta Conferencia se dirigían delegados de todos los puntos de Rusia. Habiéndose dado cuenta que los seguían, se dispersaron. Detenidos en el camino, fueron llevados a Kiev (otros fueron detenidos en el mismo Kiev).

El finado Nicolás Bauman estaba ya en el tren cuando se dió cuenta que lo seguían. Descendió en una pequeña estación, saltando del tren en marcha. Como no conocía el país, se dirigió a un médico de la localidad, rogándole que le diese asilo. El médico lo dejó entrar, pero en seguida avisó a la Policía, y Bauman vino a parar a la Loukianovka.

El general Lovítski se había hecho célebre; le encargaron la instrucción del asunto de los iskristas. Ahí el por qué concentraron en Kiev a todos los miembros de la organización detenidos en las diferentes ciudades de la inmensa Rusia. La Okhrana no se contentó sólo con llevar a Kiev a Lovitski, sino a todos los militantes de la Iskra, llevó también a las personas que simplemente habían ayudado prestando su habitación para dirigir las cartas u organizar entrevistas. Así se explica mi traslado a Kiev.

El departamento político y el de mujeres estaban llenos de detenidos complicados en el proceso de la Iskra.

El pequeño departamento político estaba ocupado por los adeptos de la Iskra y los socialistas revolucionarios. Los otros partidos tenían allí pocos adeptos. Aunque las celdas estuviesen abiertas de la mañana a la noche, lo mismo que las puertas del edificio que daban acceso al patio, los detenidos estudiaban seriamente y con gran actividad. Allí se daban conferencias sobre los puntos más diversos y se leía en común la nueva literatura revolucionaria: La Iskra, La Revolutionnaia Rossia (Rusia revolucionaria), etc., y se discutía lo que se acababa de leer.

Fuí a parar a la misma celda que Haulperine (su seudónimo era Koniaguine). Emprendieron en seguida la tarea de formarme. José Blumenfeld se encargó de mí. Me enseñó los principios del marxismo. Bajo su dirección me puse a leer libros serios. Como ya he dicho, antes de ser encerrado en la prisión de Kiev, trabajaba en el taller doce horas diarias o más. Terminada la jornada, estaba ocupado constantemente por el trabajo práctico del sindicato y por diversos asuntos de los grupos y de las organizaciones que existían en aquella época en la región del Oeste. Por esto había tenido que consagrar mucho tiempo a la organización de la Iskra. De ahí que yo tuviera que leer poco, relativamente, y sin método. La prisión fué mi universidad. Empecé a estudiar según un método determinado, bajo la dirección de un marxista culto, versado en la literatura revolucionaria. Antes de ser detenido, Blumenfeld era el compositor tipógrafo del grupo de la Liberación del Trabajo. Además de esos conocimientos teóricos, Blumenfeld estaba al corriente del movimiento obrero de Occidente, y llevaba muchos años de acción militante. Tendría entonces de treinta a treinta y cinco años. Aunque la mitad más joven que él, fuimos muy amigos, y hoy -aunque nos encentramos en campos diferentes del movimiento obrero ruso- le estoy sinceramente agradecido de la atención cordial que me demostró, y sobre todo de ese fundamento de justa comprensión del marxismo que depositó en mí.

Para mí el tiempo de la prisión transcurría sin que me diese cuenta; pero para los militantes activos de la organización de la Iskra la prisión era insoportable. Era la época en que las huelgas obreras, las manifestaciones de estudiantes y los alzamientos de aldeanos (en la provincia de Kharkov, de Poltava y en otras provincias) eran fenómenos cotidianos. Y los organizadores de la Iskra tenían que estar en prisión y cruzarse de brazos, en la imposibilidad de tomar una parte activa en esta lucha.

A mediados del verano de 1902, el sustituto del fiscal, Korsakov, se presentó de nuevo y dijo -a un grupo de 12 a 15 detenidos del departamento político- que podíamos tomar nuestras medidas para el invierno, puesto que entonces nuestro proceso tendría lugar con toda seguridad. A partir de este momento, muchos camaradas pensaron en la evasión. Se hizo una lista de camaradas que debían participar en la evasión. Yo estaba incluido. Once camaradas inscritos en la lista aceptaron evadirse. Se reunieron para concertar el plan de evasión y determinar el papel de cada uno en el momento de la salida. Se decidió que la evasión se haría por el muro del recinto donde paseábamos. Con este objeto era necesario explorar el campo situado enfrente de la prisión, encontrar direcciones en Kiev y organizar la salida de los evadidos, procurarse pasaportes, narcóticos y vino; un ancla, cuerda para fabricar la escalera de escalo y dinero; esto en el exterior de la prisión; en el interior era necesario prolongar los paseos hasta una hora avanzada de la noche y guardar en la prisión todos los objetos necesarios una vez que fuesen recibidos. Pero lo esencial era conservar el plan secreto, cosa que no era fácil, ya que lo conocía mucha gente, tanto en la prisión como fuera.

En la prisión, como ya he dicho, había bastante libertad, ya porque encerraba más gente que la que podía, y a causa de los estudiantes, que aprovechaban todas las ocasiones para armar escándalo. Gracias a esta libertad, los detenidos tenían su “decano” (en la persona del habitante más antiguo de la prisión, el camarada Gourski); no sé si había sido designado por la Dirección de la prisión o si había sido elegido por los detenidos, puesto que este régimen existía antes de mi llegada. La comida de los presos políticos era preparada aparte; en cuanto a los paquetes que éstos recibían, los enviaban al almacén, y repartidos entre todos, en la comida de la noche. También mandaban los víveres que ellos compraban. El jefe de almacén era el camarada Litvinov (también viejo pensionista de la prisión). Todas estas circunstancias favorecían la evasión. Gourski podía circular libremente por el interior de la prisión y comunicar por el exterior.

Antes que se recibiese todo lo que he enumerado, se hacían prácticas durante los paseos; se formaba una pirámide de varios hombres (Gourski dirigía) de la altura del muro exterior; se organizaban bailes con acompañamiento del sonido de una especie de bidón que hacía de tamboril (Nicolás Bauman dirigía); esto era necesario para que el centinela que hacía la guardia en el patio se acostumbrase al sonido que se podía oír en el momento en que pasasen por el techo del muro recubierto de cinc. En el almacén de víveres se ejercitaban en sujetar al supuesto centinela y en amordazarlo sin asfixiarlo (Silvino ordenaba).

Los preparativos necesitaban mucho tiempo, y temíamos que los camaradas cogiesen frío por pasar tan tarde por el patio, y tuviesen que cesar en los paseos. La Dirección de la prisión seguramente se hubiera aprovechado para encerrarnos antes que fuese relevado el centinela que hacía la guardia cerca del muro que daba al campo y que teníamos que franquear (este relevo se hacía al anochecer). Por último, recibimos el narcótico pedido (para echarlo en el vino), se ensayó en el camarada Maltsman, que debía escaparse con nosotros. El efecto fué sorprendente. Durmió mucho más de lo necesario. Empezábamos a inquietarnos porque alguien se diese cuenta de que Maltsman dormía demasiado. Es más: era de temer que lo interrogasen, y las sospechas podían sobrevenir. Pero todo resultó bien.

Para que los guardias se habituasen a beber con los detenidos, nos pusimos a festejar con frecuencia los aniversarios y otras cosas. Se recibió de Vilna (yo había dado los antecedentes) doce o quince pasaportes, que fueron cubiertos con el texto adecuado. Por otro lado, no había que temer retraso por el dinero y, por último, se había conseguido explorar el campo vecino y establecer un sistema de señales entre una de las ventanas del piso superior y el campo. Desde esta ventana se debía preguntar si se podía atravesar o no el campo. Se encontró alojamiento en la ciudad; se estableció un itinerario para que los evadidos pudiesen salir de Kiev la misma tarde de la evasión; se decidió quién iría a los alojamientos y con quién saldría cada uno. Sólo faltaba hacerse con un ancla y fabricar una escala, cosa que se hizo en seguida.

Gourski recibía ordinariamente sus visitas en el locutorio y no las registraban. En una de estas entrevistas me llevaron un inmenso ramo de flores, en el que habían ocultado un ancla pequeña; en cuanto a la escala, se fabricó con la tela gruesa que se nos daba como sábana. Me parece que fué Livitnov quien tejió las tiras de tela que nos sirvieron de cuerda. Los dos extremos de esta cuerda se sujetaron al ancla. Para barrotes se utilizaron sólidos pedazos de madera cortos y no muy gruesos. La prolongación de la escalera era una cuerda también sujeta al ancla; se le habían hecho varios nudos para que fuera más fácil descender al otro lado del muro. Cuando todo estuvo preparado, se ensayó la maniobra. Todos se presentaron en el patio llevando los objetos enumerados (yo aparecí con una almohada, en la cual llevaba la escalera de cuerda), y a la primera señal cada uno estuvo en su puesto.

Los guardias de los corredores del departamento de políticos no eran de temer gracias al vino que les ofrecíamos y a las propinas que les dábamos para que nos proporcionasen periódicos y mandar cartas; algunos fueron convencidos por nuestra propaganda. Sólo uno fué la excepción, un ex gendarme, el viejo Izmailv, que nos inspiraba mucha desconfianza. Ante todo, se había resuelto no verificar la evasión cuando él estuviese de servicio. Pero como ya estábamos a mediados de agosto y los días fríos y lluviosos iban a aparecer, decidimos ponernos en camino, aun cuando estuviese de guardia. A este fin, era necesario distraer su atención y obligarle a que se quedase en el comedor. Se tomaron medidas en ese sentido, pero entonces surgió un obstáculo inesperado: el guardia de servicio que estaba de centinela cerca del muro interior por donde debía efectuarse la evasión, llegó borracho, sin poderse tener de pie. Por más que tratamos de disimularlo para que no le viese Izmailv, éste se dió cuenta, y después de sustituirlo en el muro, dió cuenta a la Dirección, que designó otro vigilante.

La agitación que aquella tarde dominaba a una parte de los prisioneros, no se le había escapado al antiguo gendarme (nos enteramos más tarde de que, efectivamente, había informado a la Dirección). De todas maneras, el golpe había fallado. Era necesario ocultar todo en previsión de una requisa, ¡y no había escondrijos! Cada uno tenía en sus manos cien rublos y un pasaporte; en mi celda guardaba la escala de cuerda, sobre la que dormía, como si fuera una almohada. En caso de requisa, seguramente la hubieran descubierto.

Nuestra tensión nerviosa llegaba al límite. Habíamos resuelto que si se intentaba registrarnos nos opondríamos por la fuerza, hasta destruir los pasaportes, a fin de que no se pudiese saber quiénes eran los que querían escaparse.

Entre los camaradas se trató de la cuestión de retirarme la escala ante el peligro de que, si me la encontraban, toda la responsabilidad recayese sobre mi y que los gendarmes recurriesen a la tortura para conocer los nombres de los que querían escaparse conmigo. No obstante, se decidió dejármela, ya que nadie podía tener la idea de que yo la tuviese, ya que yo era un pobre joven, mientras que a mi lado se encontraban los leaders iskristas.

En la madrugada de uno de aquellos días de angustia se oyó de repente el chirrido de una puerta que se abría en el corredor de abajo. En seguida se oyeron gritos de: “¡Camaradas, cuidado con el registro!”. Afortunadamente, en seguida nos dimos cuenta que no se trataba de esto, sino de un preso que se llevaban. Nadie había tenido tiempo de destruir nada.

El compañero Banin, que acababan de llevar, había sido detenido en la frontera y se había dado orden de aislarlo de los otros detenidos. Tanto, que lo habían metido en una celda que estaba siempre cerrada con candado, mientras que nosotros podíamos pasear todo el día, y nuestras celdas sólo estaban cerradas durante la noche. Decidimos no protestar contra el hecho de que el detenido estaba constantemente encerrado ante el temor de que nos retirasen el derecho de pasearnos tan tarde. Yo no sé por qué, el nuevo director adjunto, Soulima, que administraba el departamento político, la tomó con el detenido recién llegado. Empezó a frecuentar la celda de este camarada, unas veces para jugar al ajedrez, otras para charlar con Banin. En una de estas conversaciones, el adjunto dijo a Banin que la víspera, toda la noche, había estado rondando la prisión a causa de confidencias que había recibido de que los prisioneros políticos se disponían a escapar aquella noche.

E! problema de la evasión se presentaba de una manera difícil. O nos escapábamos en seguida, o, por el contrario, había que abandonar completamente la idea. Decidimos escaparnos costase lo que costase. Acordamos evitar efusión de sangre; pero una vez dada la señal, si alguien de la justicia quisiese entrar en el patio del departamento político, se debía proceder sin piedad. Ante esta eventualidad, se había encargado a varios hombres que llevaban largos capotes de dejar sin sentido inmediatamente al intruso, después de haberle arrojado un capote sobre la cabeza.

Se señaló el día de la evasión; pero en el último momento un nuevo obstáculo surgió. No podíamos pasarnos sin el concurso de una parte de los camaradas que debían quedar en la prisión, y algunos de ellos estaban al corriente de la evasión. Nos habíamos dirigido a los representantes de otros partidos, sobre los que pesaba la amenaza de una larga detención, invitándoles a unirse en la evasión; pero todos rehusaron fugarse. El último día, los socialistas revolucionarios ucranianos, cuyo concurso nos era necesario, exigieron que llevásemos con nosotros a uno de los suyos, Pleskov. Por cierto que nosotros éramos opuestos a que toda la prisión se fuese con nosotros; era necesario proveer a Pleskov de un pasaporte, dinero, un escondrijo clandestino, etc., y esto no se podía conseguir en un día. Sin embargo, esta cuestión fué arreglada; cada uno le dimos diez rublos, se le hizo un pasaporte a toda prisa, se le indicó un escondrijo y se le arregló la cuestión. El caso es que, en lugar de once adeptos de la Iskra, eran doce los hombres que debían fugarse.

Al atardecer del 18 de agosto, antes de que fuese dada la señal de partida, el director adjunto llegó. Se dirigió a la celda de Banin y empezó una partida de ajedrez. A pesar de todo, se dió la señal.

Empezó el concierto. Mientras Baurnan golpeaba con toda su fuerza en su tamboril, se elevaba una pirámide, en cuya cima se alzaba el camarada Gourski. Al mismo tiempo, el centinela fué agarrotado, amordazado, mientras en el corredor los guardianes dormían el sueño de los justos... Pasé la escala a Gourski, me desembaracé de la túnica de preso y subí por la escala, que Gourski había sujetado con el ancla a la cornisa exterior del muro. Para descender me deslicé por la cuerda, que, dicho sea de paso, me peló las palmas de las dos manos, experimentando un dolor insoportable; Gourski sujetaba la cuerda para que el ancla no se soltase. Me pasó la cuerda y desapareció en la oscuridad (había oscurecido completamente). Después de mí se dejó caer Dassovski, el cual tenía una pierna enferma (se la había roto en la cárcel y esto había contribuido bastante al retraso y a que no queríamos dejarlo en la prisión). No pasé la cuerda, y yo mismo esperé al cuarto compañero. Todo iba bien. Pasé la cuerda a este último y me puse, a correr; pero me caí cuan largo era en un foso muy profundo cuya existencia ignorábamos. En el fondo encontré a Bassovski. A tientas buscaba él su sombrero, que había perdido en la caída. Yo estaba en el mismo sitio, pero era inútil buscar un sombrero en aquellas tinieblas. Habiendo cogido a Bassovski por debajo del brazo, llegamos al campo; lo atravesamos rápidamente y nos encontramos en la calle. Allí comprendimos que sin sombrero no podíamos exhibirnos en las calles de Kiev. Además, ningún cochero quiso servirnos, a pretexto de que muy probablemente nos habíamos gastado todo el dinero en beber y ya no nos quedaba para pagar el coche. Por último, pagamos por adelantado a un cochero y tomamos la dirección del alojamiento donde Bassovski y yo debíamos refugiarnos. Después de haber dejado el coche, nos dirigimos hacia la calle del Observatorio. Buscamos el número 10 sin poderlo encontrar; la última casa tenía el número 8. Más allá empezaba otra calle. Después de reflexionar un momento resolvimos dirigirnos al número 8. Llamamos, preguntamos por la persona que buscábamos; pero los que nos abrieron, sorprendidos de nuestra traza, dijeron que la persona que nosotros preguntábamos ni habitaba ni vivió nunca allí. ¡Magnífico! No lejos del número 8 había un pequeño prado. Allí nos dirigimos, Bassovski gemía con el dolor y murmuraba: “Si llego a saber que el de “fuera” no era capaz de encontrarnos un escondrijo, no me hubiera escapado”. También yo estaba fastidiado: tenía una sed espantosa y las manos me dolían intensamente.

De pronto vimos que alguien se dirigía rápidamente al número 8 y con no menos rapidez se alejaba de la puerta. En seguida reconocimos a Gourski, Tampoco había tenido suerte. En el alojamiento adonde se había dirigido, los dueños habían marchado o se habían muerto; exactamente, no lo sé. Como sabía la dirección del sitio en que nosotros debíamos refugiarnos, había venido a reunirse con nosotros. Los tres nos pusimos a examinar lo que debíamos hacer. Dándose cuenta de que no teníamos sombrero, Gourski fué a alguna parte (conocía muy bien Kiev), y pocos momentos después regresó con una chistera que Bassovski se colocó en su cabeza.

Gourski propuso dirigirnos a un barrio, a casa de unos parientes, lo que aceptamos de buen grado. Gourski subió el solo a un coche. Bassovski y yo tomamos otro. Bassovski, con su “clac”, causaba una magnífica impresión; pero para dirigirse a un arrabal esta obra maestra no era adecuada. Afortunadamente, las calles estaban en tinieblas, caía una lluvia fina y nadie se fijó en la chistera. Cuando llegamos a nuestro destino nos encontramos en casa de un polaco muy hospitalario, que inmediatamente puso sobre la mesa vodka y alimentos y nos proporcionó un momento de reposo; pero nos invitó a marchar de su casa tan pronto oscureciese, con el objeto de que su vecino de piso, un gendarme, no se diese cuenta de la presencia de forasteros en la casa. No se podía hacer nada. Antes de marchar, el dueño de la casa me dió un sombrero de paja.

Después de salir de esta hospitalaria casa, Bassovski y yo nos dirigimos a casa de unos conocidos suyos, que resultó que estaban fuera: se quedaban a dormir en la casa de campo. Ya no nos quedaba más que una solución: ir en coche de un lado a otro de la ciudad. Por fortuna, Bassovski conocía, al menos de nombre, calles y barrios de Kiev. Sin él me hubiera sido imposible andar en coche. Así anduvimos toda la noche. Por la mañana cada uno se fué por su lado, con objeto de no ser detenidos los dos juntos.

Me encontré ante esta alternativa: o aproximarme en la calle a un estudiante simpático y pedirle ayuda, o dirigirme a la estación o al muelle para irme lo más lejos posible, o ponerme a buscar a un contratista, que había sido en Loukianovka uno de mis compañeros de celda. Opté por el contratista. Sólo sabía su nombre, el oficio de su padre y el nombre de la calle. En cuanto al número de la calle, lo ignoraba. De todas maneras me dirigí hacia el barrio de Andreiev. Con gran alegría vi un rótulo de contratista que tenía el nombre del que yo buscaba. Continué mi camino, pagué el coche y retrocedí a pie hasta la casa de mi compañero. Estaba en casa y me recibió cariñosamente.

Más tarde me enteré que el número 10 que buscábamos se encontraba en la calle que era prolongación de la del Observatorio, que nos esperaban y que todo estaba dispuesto para recibirnos. En cuanto al resto de los camaradas, también hubo confusión. Respecto a Halperin, y me parece que también de Maltsman, había que tener preparados unos caballos: los esperaron en vano. Tuvieron que irse a pie, caminar durante la noche y por el día ocultarse en el heno. Pero los descubrieron y los llevaron a casa del comisario de policía rural. Por tres rublos consiguieron arreglarlo. Blumenfeld y no sé quién más debían coger una barca; pero tampoco llegó. De los otros camaradas no recuerdo si encontraron los escondrijos.

Le dije al compañero en cuya casa me había presentado que me habían puesto en libertad después de haberme comprometido por escrito de salir inmediatamente de Kiev. Por lo que me era necesario ver en seguida a alguien del Comité del partido. Me llevó a su cuarto y salió en busca de un miembro del Comité. Regresó rápidamente. Todo soliviantado, me comunicó que en el seno del partido, como entre la población, acababa de extenderse la noticia de que toda la prisión se había escapado y el pánico reinaba en la ciudad. Yo no pude decirle cuántos y cuáles eran los detenidos que se habían fugado. Me dijo, con bastante razón por cierto, que desde el momento que la policía hacía pesquisas en la ciudad a consecuencia de esta evasión, era mejor para mí no quedarme en su casa e ir a otro alojamiento que él me buscó. Allí me invitó a esperar a que me pusiese en relación con el Comité. Al venir la noche nos dirigimos juntos a una panadería, donde pasé la noche y el día.

Al día siguiente vino a buscarme y me llevó a un alojamiento clandestino, en el cual encontré un estudiante que conociera en la prisión. Este estudiante era delegado del Comité. Como él sabía que yo era uno de los fugados, no tuvimos que darnos grandes explicaciones; me indicó un escondite adonde debía ir acompañado de un camarada con quien había estado encerrado también. Por este delegado del Comité me enteré que once personas habían conseguido escaparse, entre ellas el socialista revolucionario. Resultaba, por consiguiente, que un iskrista había quedado; pero exactamente no sabía quién. En consecuencia, me enteré que todo había salido como se había fijado antes de la evasión. Solamente, si no me engañó el camarada Silvino, apodado Brodiaga , que se ocupara del centinela, oyendo ruido que le pareció alarmante, corrió a su celda, destruyó su pasaporte, ocultó el dinero y volvió al patio. Todavía no se había dado la alarma; pero ya era demasiado tarde: ya no tenía documento de identidad ni dinero. Con los otros presos volvió a tomar el camino de su celda.

El adjunto del director, que jugaba al ajedrez en la celda de Bunin, terminada su partida, quiso salir. Se puso a llamar para que le abriesen (estaba encerrado en la celda). Pero nadie podía hacerlo: todos los guardianes estaban bajo los efectos del narcótico. El dió la alarma (creo que disparó el revólver), y se descubrió la evasión. A propósito, la primera información resultó que la evasión había tenido lugar por el ventanillo, que el portero nos había dejado pasar y que la escalera de cuerda, los guardianes dormidos y el centinela agarrotado no era más que una pantomima.

Marché a la dirección que me había dado el delegado del Comité y fuí a parar a un alojamiento que se encontraba al otro lado del puente del Dieper, en la provincia de Tchernigv. Me instalé en una habitación y pasé junto a un externo que estudiaba día y noche para los exámenes, y que por esta razón no salía de su cuarto. Ocho días más tarde se me informó que debía dirigirme a Jitomir en la diligencia, pero que en el camino debía descender en una pequeña localidad donde habitaba un tsadek . En la sinagoga debía encontrar a Bassovski.

Cuando llegué a la localidad fuí a una casa judía, donde me enteré que había dos tsadek y dos sinagogas, y que por el momento los dos estaban ausentes. Fuí por la noche a una de las sinagogas, pero no encontré a Bassovski. Por el contrario, desperté las sospechas del dueño de la casa en que me había detenido (les oí hablar entre ellos: “¿No será un fugado, ya que las personas que van a casa del tsadek saben cuándo están en casa y de viaje?”)

Después de haber pasado un día desagradable, me puse en camino de Jitomir. Me pareció que el sustituto del fiscal, Korsakov, viajaba en la misma diligencia que yo. Me asusté terriblemente; pero como no sabía dónde ocultarme, decidí continuar mi destino. Llegado a Jitomir me presenté a un miembro del Bund; nuestra organización no tenía todavía una sección en esta ciudad. Allí fuí a parar al alojamiento de un bundista en ciernes, apodado Ourtchík, que yo conociera bastante bien por haber militado con él en la región del Oeste. Como los bundistas tenían pocos alojamientos, tuve que habitar algún tiempo en un local clandestino, en donde se había instalado un depósito de literatura y una imprenta desmontada.

Teniendo que esperar bastante tiempo a que me proporcionasen la unión necesaria para pasar la frontera y presentarme a la organización de la Iskra en el extranjero (todo eso lo tenía Bassovski, al cual no pude echarle la vista encima), me alisté como sastre. Hice conocimiento con un camarada de taller y fuí á vivir a su casa. Un día en que nos habíamos dirigido al mercado para comprar un traje, me di en las narices con el guardián Voitv, que habíamos adormecido el día de la evasión y era el encargado de la vigilancia del corredor en el cual estaba encerrado. Excuso decir que salí corriendo, dejando allí a mi vecino pasmado. Tomé las disposiciones necesarias para dejar la ciudad lo más pronto posible.

Días después, el estudiante Blinov, con quien había estado en prisión, vino a buscarme y me informó que Halperin se encontraba en Jitomir y deseaba verme. La entrevista la señalamos en un bosque. Halperin me entregó las direcciones necesarias y poco después, en compañía de un camarada del Bund, me dirigí a Kamenetz-Podolsk. Desde allí conseguí llegar a una aldea de la frontera. Acompañado de un aldeano, salimos de noche para pasar la frontera, teniendo que atravesar por vados algunos riachuelos. Habiendo conseguido evitar los gendarmes austriacos, llegamos a Austria.

Camino de Berlín, fuimos detenidos en la frontera austro-alemana; pero nos soltaron el mismo día. Llegamos a Berlín sin contratiempo. Allí me enteré que nueve iskristas estaban ya en el extranjero y que yo era el último cuya llegada se esperaba. En cuanto al onceavo -Pleskov, socialista revolucionario originario de Kiev-, se había dirigido hacia Krernentchouk y allí había sido detenido por casualidad. El nombre del staroste que figuraba en su pasaporte estaba escrito con lápiz; era necesario rehacerlo con tinta y se había olvidado. Llegó a un hotel y entregó su pasaporte para las formalidades de costumbre, y allí se dieron cuenta de esta falta. Lo llevaron a la Comisaría; ante el comisario, estupefacto, declaró ser Pleskov, fugado de la prisión de Kiev. Al menos esta es la versión que de su detención me dieron en Berlín.

Esta audaz evasión, lograda con éxito, suscitó muchos comentarios, tanto entre los revolucionarios rusos como en la “Sociedad” .