O. Piatnitsky

MEMORIAS DE UN BOLCHEVIQUE
(1896-1917)

 

 

XV.

Mi última detención, la prisión y la estepa

(1914-1915)

 

El 16 de junio, al regresar a mi trabajo después de haber comido, oí en el pequeño parque cercano a la catedral de Sámara que alguien iba detrás de mí a pasos rápidos, y decirme: “Señor, un momento...” Al volverme vi un oficial de Policía que venía todo sofocado y que corría detrás de mí; inmediatamente puse pies en polvorosa; pero en llegando a la puerta, que daba a una calle desierta, dos policías de paisano que yo había visto frecuentemente los últimos días entre los obreros que colocaban los rieles cerca de mi alojamiento me cortaron el paso. Habiéndome alcanzado, el policía me preguntó cómo me llamaba. Le respondí que “desde el momento que corría detrás de mí, lo de menos era que supiese mi nombre”. No lejos de allí estaba estacionado un coche, en el cual me metieron; no tardó en parar ante la Dirección de la Gendarmería.

Ni sobre mí ni en mi habitación había nada ilícito. En mi habitación no había más que números de la Pravda y del Prosviéchtchenie (un ejemplar). Si hubiese sido cogido en la calle el sábado y no el domingo, los gendarmes hubiesen encontrado sobre mí cartas cifradas de N. Kroupskaia que me era difícil poner en claro, y con las cuales me habían atormentado en vano, durante dos días, las direcciones que contenían. Resolví tomar con los gendarmes un tono de noble indignación para protestar contra la detención de un hombre inocente, enteramente absorbido por su trabajo. Al principio me salió bien. El jefe de la Dirección de Gendarmería, Poznanski, dudó y a poco me suelta.

Finalmente, todo se estropeó. Por consecuencia, me hizo pagar duramente su exceso de confianza del principio.

Tan pronto se me llevó delante de Poznanski, le dije que debía haber error, que seguramente me tenían por otro, que yo trabajaba en la instalación de los tranvías, que este trabajo era muy urgente y que los obreros no esperaban. Los gendarmes ignoraban mi nombre y pretendían identificarme con una fotografía. Esta se me parecía poco, sobre todo en traje de trabajo. Pero esta foto me causó estupefacción; la frente, los ojos y la nariz eran los míos; los cabellos y la barba no lo eran; jamás me había peinado de aquella manera y llevado semejante barba. Además, esta foto me vestía con un smoking que en mi vida me había puesto. Reconocí el trabajo de Jitomirski. La colocación que se me daba en la foto lo denunciaba. Poco tiempo antes de mi salida de París, Jitomirski se había agarrado a Kotov, Zephir, Andronnikov, Kámenev, yo y otros para que nos hicíésemos fotografiar en su casa todos juntos, pretextando que tenía un buen aparato. Rehusamos mucho tiempo el hacernos fotografiar; pero un hermoso día de sol, que el azar nos había a todos reunido en su casa, insistió de nuevo. Accedimos, y nos hizo un grupo. Todavía se colgó de mí para que me hiciese fotografiar solo. Yo acepté, pero exigí que me entregase los negativos, cosa que hizo. Poznanski me enseñó una de estas fotos. La reconocí, aunque Jitomirski me hubiese vestido con smoking y me hubiese hecho otros cabellos y una barba. Jitomirski, que dibujaba bastante bien, lo hizo con facilidad. Además, no sólo reconocí el “trabajo” de Jitomirski en la foto: la descripción de mi cuerpo (como médico, me asistió varias veces) y de mi manera de vestir llevaban también la señal de sus indicaciones.

Todos estos retoques hacían que la foto fuese poco parecida. Esto me daba ánimos y al mismo tiempo descorazonaba a Poznanski. Mientras que me examinaba por la foto, un gendarme de Bougourouslan entró, Poznanski le enseñó la foto y le preguntó si había alguien en el cuarto (donde se me interrogaba) que se pareciese. El gendarme respondió negativamente. Viendo esto, me dispuse a hacer una comedia; pero Poznanski pidió todas las circulares pedidas para mi respecto, y después de esto dijo mi verdadero nombre. Cuando leyó en alta voz las circulares que me concernían comprendí que no me dejaría escapar. Declaró que no había lugar a apresurarse y que había tiempo de ponerme en libertad si se confirmaba que yo no era el que se buscaba. Se me envió a la cárcel, donde algunos días después Poznanski vino a enseñarme el telegrama recibido de Koutais, donde se decía que Sanadirabzé existía efectivamente, pero que habitaba en Koutais. Me invitó a declarar mi identidad, diciendo que de otra manera yo podría luego arrepentirme. Pensaba que el telegrama era un truco de su parte, y dejé de responderle.

Algunos días después se presentó de nuevo en la prisión para proceder otra vez al interrogatorio. Me enseñó un extracto de los registros de estado civil expedidos en Koutais, de donde resultaba que Sanadirabzé tenía hermanos y hermanas. El día de mi detención yo había declarado no tenerlos. El nombre patronímico del padre, lo mismo que el nombre y apellide de la madre, que yo había dado, tampoco correspondían a la realidad.

Viéndome descubierto, ya no rehusé mi verdadero nombre. Poznanski me respondió que yo había hecho muy bien en desenmascararme, ya que, no habiendo pruebas contra mí, él podría ponerme en libertad. Como yo le preguntaba por qué no lo hacía, me respondió que sería necesario para eso que pasase a su bando. Conociendo las costumbres de la prisión, yo sabía muy bien que los gendarmes proponían con frecuencia a los detenidos políticos el entrar a su servicio, es decir, convertirse en provocadores y traidores. Era la primera vez que se me hacía esta oferta. Yo no me la esperaba por parte de Poznanski, y le respondí, conservando toda mi sangre fría (hoy no comprendo de dónde me había venido esta sangre fría), que yo prefería quedar neutral (ni con los gendarmes ni con los revolucionarios). Mi respuesta puso a Poznanski fuera de sí. Empezó a gritar que él sabía que yo era miembro del Comité Central de la tendencia de Lenin, que yo había venido para convocar la Conferencia del partido de la región del Volga, que yo me hacía llamar Iérman en Sámara, que yo había dirigido toda la campaña para apoderarme de la Zaria Povoljia, etc. A fin de cuentas, me anunció que yo sería entregado al Tribunal, aunque no se me hubiese encontrado nada, y que con ese objeto no dudaría en lanzar contra mí a su informador.

Terminado el interrogatorio, me puse a reflexionar en los datos que el gendarme había dejado escapar. Que tenía debajo la mano del provocador, no lo dudaba un instante. Yo me había hecho llamar Iérman dos veces solamente: en la reunión de la cooperativa obrera que precedió a las elecciones de la Conferencia ampliada del Comité de redacción de la Zaria Povoljia, donde había tomado la palabra bajo este nombre, y en la Conferencia del Comité de redacción, a la cual yo asistía con este mismo nombre. En cuanto a la Conferencia del partido de la región del Volga, sólo Koukouchkin y A. Nikeíorova la conocían. Si uno de ellos había sido el provocador, no hubiera dejado de dar las informaciones sobre el Comité provisional del partido. Pero el gendarme no había dicho nada. Sobre todo, lo que me intrigaba era su afirmación de que yo era miembro del Comité Central. Mi candidatura había sido lanzada en la Conferencia de enero de 1912; pero como yo no podía dirigirme rápidamente a Rusia, no había sido mantenida. Como en la Conferencia el resultado de las elecciones para el Comité Central se había tenido en secreto, el provocador, que visiblemente asistía a la Conferencia, no sabía exactamente quién había sido elegido, y me había designado con ese fundamento. Así, me decía yo después del interrogatorio: “Los gendarmes de la Okhrana están al corriente de todo lo que pasó en la conferencia del partido” . Era un pensamiento muy penoso. De hecho, ¿no es espantoso encontrarse con camaradas, examinar con ellos las cuestiones que trae la lucha de clases, cuando en realidad estos camaradas son unos Judas que traicionan los intereses de su clase? Lo peor es que en todo camarada se empieza a ver un traidor. La venganza de Poznanski no se hizo esperar. Poco tiempo después de mi interrogatorio me envió a la Dirección de Gendarmería, después a la Dirección de Policía y de allí a una cueva oscura de la Policía judicial, “con el fin de aclarar mi identidad”, aunque Poznanski la hubiese aclarado de una manera certera. Después de toda clase de ultrajes, se me trasladó a la casa de detención de la Policía, donde estaban encarcelados los ladrones, los chulos, encubridores, etc. Allí hice conocimiento con los bajos fondos de la sociedad. Todas las categorías de ladrones y de estafadores estaban representadas. Allí había rateros, ladrones del tirón, pick-pockets; algunos que sólo operaban en los Bancos, otros que esperaban a los aldeanos en los caminos para venderles “oro” y cambiar ventajosamente billetes falsos por buenos, etc. La promiscuidad y la suciedad eran espantosas. Yo me quedaba noches enteras sentado sobre el reborde de la ventana, contra los barrotes. Los policías eran de la más baja insolencia; nos injuriaban por cualquier cosa. En esta fecha desagradable, yo era el único detenido político. Así, me aparté de todos estos grupos de pensionistas de la casa de detención, los cuales hablaban de sus “especialidades” con sus “jefes” particulares. Poco faltó para que éstos, acordándose de las afrentas que les habíamos infligido los detenidos políticos en 1905 y más tarde, no me jugasen una mala partida.

Cada vez que me trasladaban de un sitio a otro, me veían los camaradas de Sámara. Pude cambiar algunas palabras. Me aconsejaron declarar al juez de paz, ante el cual yo debía comparecer por inculpación de uso de falso nombre, que yo recurriría. De esta manera, me decían ellos, sería trasladado a la casa de detención de la “nobleza”, donde se podía recibir libremente los periódicos, recibir visitas y hablar por la ventana. Todavía me prometieron enviar un abogado al juez de paz para obtener, bajo caución, mi libertad provisional.

Por último, comparecí ante el juez de paz. Sin preguntarme nada, me dijo que estaba condenado a tres meses de prisión por haberme servido de un pasaporte que no era el mío. Las personas detenidas por delito político eran raramente conducidas por uso de pasaporte falso. Cuando lo eran, no se les hacía vestir la ropa de preso, y se les dejaba con los detenidos políticos. Por lo tanto, había respecto a mí una venganza de Poznanski. Este no me dejó, aun cuando yo dependía, después que se hubo notificado que yo estaba condenado a ser deportado a Siberia, de las autoridades penitenciarias.

El juez se había negado a ponerme en libertad bajo caución, trasladándome a la casa de detención de la “nobleza”. Allí me enteré del contenido de los últimos números de la Zaria Povoljia. La Pravda, lo mismo que el órgano de Sámara, usaban públicamente un lenguaje revolucionario. Supe la noticia de la huelga de Bakú y las repercusiones que ella tenía en el país. Los camaradas que venían a la ventana me informaron que el Comité provisional de Sámara, del que yo era miembro, se había convertido en Comité permanente por decisión de una importante reunión de militantes del partido; que la unión con las fábricas no dejaba de extenderse; que se esperaba la llegada de Mourianov, y que la transformación de la Zaria Povoljia en órgano bolchevique había sido acogida con mucha simpatía, no solamente en Sámara, sino en toda la región del Volga, de donde se recibían cartas, abonos y suscripciones. Con el corazón angustiado seguía la huelga de Petersburgo y las barricadas de principios de 1914.

Una vez observé desde la ventana que cuando uno de los camaradas se aproximaba para hablarme, alguien se ocultaba en los arbustos del parque, situado enfrente de mi ventana, escuchaba nuestra conversación y tomaba nota. Advertí a los camaradas y les rogué que no volviesen, ya que se exponían a ser detenidos.

El juez de paz declaró al abogado que los gendarmes tramitaban una instrucción contra mí y que él no podía liberarme antes de conocer el resultado. Habiendo comenzado los rigores en la casa de detención de la “nobleza”, yo desistí de ningún recurso, y se me trasladó a la prisión. Esto fué para mí el principio de nuevas pruebas. Se me separó de los detenidos políticos, con los cuales, encarcelados en un mismo departamento, yo podía, no obstante el rigor del régimen penitenciario, encontrarme y hablar. Fuí trasladado al departamento de presos de derecho común, y tuve que pasearme con ellos. Se me pasó a la peluquería y se me hizo vestir la ropa de preso, que conservé hasta el cumplimiento de mi pena. Lo peor de todo fué que mi celda la cerraban a las seis de la mañana hasta la llamada de la tarde, que para mí era muy tarde, por el hecho de que los presos iban a trabajar al exterior. Además, la limpieza de la celda era extenuante. El suelo, la parte inferior de la pared y la vajilla tenían que brillar. Por el menos descuido lo mandaban a uno al calabozo. Era necesario hacer esta justicia a la Dirección de la inmensa prisión de Sámara entonces: que la limpieza exterior era ideal, aunque es necesario decir que era obtenida haciendo sufrir a los presos toda clase de persecuciones.

En los dos meses y medio que duró mi reclusión leí un gran número de libros científicos y de obras de nuestros clásicos rusos y extranjeros.

Durante mi detención tuve que sufrir varios interrogatorios. Una vez recibí la visita de un joven gendarme sin gran experiencia. Me enteré por él que la guerra se había declarado. Además, me dió lectura de todo mi proceso y de las proposiciones que los gendarmes habían enviado al departamento de Policía a mi respecto. Pedían que se me condenase a cinco años de deportación a Siberia. Apoyándome en algunos datos inexactos que figuraban en las piezas del proceso de la Okhrana, demostré que muchos motivos de acusación eran forzados completamente, y que yo declaraba dudar de la exactitud del conjunto de cargos acumulados contra mí. Esto me fué de cierto alivio, y sólo se me impusieron tres años de deportación en la provincia de Iénisséisk. Se me trasladó al departamento de deportados, donde se encontraban encarcelados los condenados políticos

A causa de la guerra, los convoyes de prisioneros ya no salían, y tampoco se me autorizó a hacer el viaje por mi cuenta. Habían concentrado en Sámara una muchedumbre de prisioneros que esperaban para partir a que los convoyes fuesen restablecidos. Allí, durante un paseo, encontré al camarada Kartachev, antiguo miembro de la Liga del Norte, que no había vuelto a ver desde 1903.

Finalmente, los convoyes de prisioneros empezaron a salir; pero yo nunca formaba parte. Los camaradas de Sámara condenados después que yo habían sido expedidos en el primer convoy que había seguido a la notificación de su condena. No obstante esto, se continuaba guardándome. Todas mis protestas ante el director de la prisión habían quedado sin efecto. Sólo cuando hube repetido aquéllas ante el inspector penitenciario y el fiscal, se decidió expedirme. ¡Desde la fecha en que, después de haber terminado mi pena de prisión, se me había notificado mi condena a la deportación, hasta el día en que llegué a mi destino, habían transcurrido seis meses! El último acto de venganza de Poznanski que tuve que sufrir en la prisión de Sámara fué el registro de que fuí objeto en el patio de la cárcel en el momento en que la escolta se hacía cargo de mí. Con un frío glacial, bajo pretexto de que doce años antes me había escapado de la prisión, se me dejó desnudo para examinar las costuras de mi vestido y asegurarse que no había ocultado dinero ni finas sierras de cinta.

Yo era tan dichoso de estar desembarazado de la prisión de Sámara, que el trayecto por etapas en los vagones celulares hasta Tchéliabinsk me pareció el paraíso, del que me sacó la prisión de Tchéliabinsk y la de Kranoiars. En Tchélíabirisk, la escolta que debía conducir los prisioneros a Novonikolaievsk no había: llegado; se nos paseó todo un día de un penal a otro, y a la noche se nos encerró en la prisión. Después de habernos registrado minuciosamente (éramos 85 deportados), se nos amontonó en una celda sobre cuya puerta se destacaba esta inscripción: “28 hombres”. Estábamos amontonados unos sobre otros. Era imposible extenderse, estar de pie o sentarse. El calor era a tal punto sofocante, que los detenidos se desvanecían. Hacia la mañana nos metieron todavía en un convoy que acababa de llegar de Novonikolaievsk, y fué materialmente imposible respirar. Los detenidos que se encontraban cerca de las ventanas las abrieron (esto pasaba a fines de noviembre de 1914). El resultado fué que casi todo el mundo cogió frío. La ronquera y la tos duraron todo el viaje; también hubo casos de pulmonía. Aquello no era el paraíso, sino el infierno.

Llegamos a Krasnoiarsk sin incidentes, no siendo que una mujer, condenada de derecho común, dió a luz en nuestro vagón, en el que nadie tenía la menor noción de medicina. En la prisión de etapa de Krasnoiarsk tuvimos que esperar nuestra vez para Iénisseisk hasta fines de enero de 1915.

Ya he dicho que me había enterado de la declaración de guerra por un joven gendarme que vino a visitarme. En Sámara, en los últimos tiempos de mi estancia en la casa de detención de la “nobleza”, los periódicos no decían todavía nada concreto sobre la eventualidad de una guerra. En prisión, hasta tal punto estaba aislado (yo estaba encarcelado con los presos de derecho común), que durante toda mi detención no vi a nadie con quien hubiera podido hablar; el régimen de la prisión de Sámara era muy severo. El gendarme me había contado que la guerra había estallado entre Rusia, Francia e Inglaterra, de una parte, y Austria y Alemania, de otra, y que esta última había atacado a Rusia. Agregó que, en su opinión, la guerra no podía durar más de seis meses, ya que ella absorbía masas de hombres considerables y paralizaba la vida normal de los países beligerantes. Me había anunciado que Plejánov estaba por la guerra contra Alemania y que la socialdemocracia alemana había votado los créditos de guerra, a excepción de Liebknecht, que por esto había sido fusilado por orden de las autoridades militares. Hablando de Rusia, me dijo que un gran entusiasmo patriótico animaba al país. En Odessa, Pourichkévitch se había abrazado en plena calle con los judíos; manifestaciones patrióticas se producían en todos lados, y las huelgas que habían estallado antes de la declaración de guerra estaban completamente terminadas. Lo creí cuando él me dijo que la guerra estaba declarada; en cuanto al resto, estaba convencido que era pura invención por su parte, por más que yo no tuviese la menor posibilidad de comprobar sus palabras. Durante varios días recorrí mi celda de un lado a otro lleno de una profunda agitación; yo me preguntaba qué es lo que pasaba en el mundo, qué habría sido del Congreso Internacional de Viena, qué habían hecho los socialistas para combatir la guerra, ya que, después de todo, ¿no había las resoluciones del Congreso de Basilea? Todas estas cuestiones quedaron por mí sin respuesta. En una de estas jornadas de ansiedad, se me trasladó a otra celda. Conseguí comunicarme con mi vecino, un funcionario de la Administración penitenciaria detenido por malversación. Como él trabajaba en la cancillería de la prisión, estaba perfectamente al corriente de lo que pasaba afuera. Me confirmó lo que me había dicho el gendarme. Agregó que la ejecución de Liebknecht no estaba confirmada, pero que los socialistas franceses y alemanes sostenían a su Gobierno.

Ninguna protesta había sido elevada contra la guerra; al menos los periódicos no habían hecho mención. Cuando le pregunté cuál era la actitud de los socialistas rusos respecto a la guerra, no pudo darme una respuesta satisfactoria (la opinión de Plejánov, cuyo papel en nuestro partido yo conocía, no era para mí una autoridad). No tuve que reflexionar mucho para comprender que el Gobierno zarista no hacía la guerra en interés de los obreros y de los campesinos, y que la derrota de la Rusia zarista sería más útil a la revolución que su victoria, ya que el zarismo saldría debilitado y sería más fácil combatirlo. La revolución de 1905 había estallado después de la derrota de Rusia en la guerra ruso-japonesa, y la Comune de París había sido proclamada después de la derrota de Napoleón III. En ese momento era mi manera de analizar la guerra.

Frecuentemente, en la iglesia de la prisión tenían lugar, por la tarde, ceremonias religiosas. Se cantaba el himno nacional zarista y yo pensaba que se celebrarían las victorias de las armas rusas. Esas horas eran para mí muy penosas. Más adelante me enteré que estas ceremonias tenían lugar para celebrar las victorias, como la reconquista de Augustovo y otras ciudades rusas ocupadas por los alemanes. Finalmente, se nos informó sobre la marcha de las hostilidades, distribuyéndonos diariamente los telegramas de la agencia telegráfica rusa, en los cuales teníamos una confianza muy limitada. Me enteré directamente cuál era la actitud del Comité Central de la Pravda y de Lenin respecto a la guerra leyendo estos telegramas; la detención, el 14 de noviembre de 1914, de los cinco diputados bolcheviques de la Duma, de Kámenev y otros camaradas. Deduje que, desde el momento en que se les detenía, es que ellos estaban contra la guerra. Por lo demás, yo no tenía sobre esto ninguna duda. En camino para la prisión de etapa, de Krasnoiarsk, tuve ocasión de ver muchos bundistas, socialdemócratas letones y polacos y muchos afectos a otros partidos. Ninguno de los grupos mencionados tenían punto de vista sobre la guerra tan neto y tan generalmente compartido como los bolcheviques que yo encontré, aunque éstos fuesen originarios de diferentes regiones de Rusia y que no se conociesen entre ellos. En la prisión de Krasnoiarsk encontré a los camaradas Bouliano, de Sámara; Tountoul, de la región báltica; Masliannikov y otros. Hasta la salida para el destino que nos estaba asignado, nos cansamos de discutir con los mencheviques, bundistas y otros oportunistas de nuestro partido y de otros partidos revolucionarios.

En la región de Angara encontré muchos bolcheviques, que también allí el estado de espíritu era el mismo: todos estaban contra la guerra. Lo mismo en la aldea, adonde fuí a parar aunque allí hubiese anarquistas, socialistas revolucionarios, marximalistas, socialdemócratas polacos y bolcheviques; todos eran adversarios de la guerra, y sólo se diferenciaban ligeramente de opinión en la apreciación de sus consecuencias. Completamente, por casualidad, restablecí el contacto con Zefir, que yo había dejado en París en el verano de 1913. Estaba en el frente francés, como otros muchos emigrados políticos rusos, entre los cuales había allí, desgraciadamente, bolcheviques. Me acuerdo que quedé muy sorprendido y apenado al enterarme que Zefir, aquel bolchevique duro enteramente consagrado al partido, se había enrolado en el ejército francés. Por más que me enviase largas cartas para explicarme su acto, no llegaba a comprenderlo: estaba contra la guerra y al mismo tiempo no sentía haberse alistado en el ejército francés. Es cierto que los conocimientos militares que adquirió como cabo le sirvieron en la lucha contra los blancos, Zefir vino a verme en octubre de 1917, en el momento en que en Moscú se desarrollaban las batallas en las calles, en las cuales tomó parte inmediatamente. Gracias a las cartas que Zefir me envió del frente francés durante la guerra, estuve al corriente del estado de espíritu y de las iniciativas de nuestro centro en el extranjero, con el cual estuvo siempre en contacto.