OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

CARTAS DE ITALIA

 

 

EL CONDE KAROLYI, EXPULSADO POR BOLCHEVIQUE1

 

El gobierno italiano ha creído conveniente echar del país al Conde Miguel Karolyi, ex Pre­sidente de Hungría, que desde hacía algún tiem­po residía en Florencia. Según él, saboreando además de los "spaghetti" a la toscana el "amar­go pan del ostracismo". Y, según la policía, conspirando, conchavado con los comunistas ita­lianos, contra la seguridad del Estado.

La expulsión del Conde Karolyi ha seguido a la cruenta reacción de los comunistas contra los "fascistas" en Florencia. Y al anunciado y consecuente descubrimiento de un vasto com­plot comunista en la Toscana, en el cual el Conde Karolyi, conforme a la sumaria información del gobierno, aparece mezclado.

El Conde Karolyi ha hecho grandes protes­tas de inocencia y una buena parte de la opi­nión pública ha encontrado exageradas las expresiones y sospechas de la policía respecto de él. Pero el gobierno se ha mantenido en sus trece. Y después de haber puesto en la frontera el ilustre huésped, se ha negado a reconsiderar su resolución.

Como bien se recuerda, este Conde Karolyi fue hace dos años, un personaje de actualidad en la miscelánea universal. La disolución del imperio austro-húngaro lo hizo Presidente de la República de Hungría. No era un republicano advenedizo y desconocido. Todo lo contrario. Era un conspicuo enemigo de la monarquía. Un ciu­dadano con larga historia de revolucionario. Uno de esos nobles del tipo del Conde Carlos Calfiero, el amigo y mecenas de Bakunine, con ro­mánticas inclinaciones al espartaquismo.

No pudo sostenerse en el gobierno húngaro. Entre otras cosas por su psicología bizarramen­te revolucionaria que le concitaba las resisten­cias de la "Entente" vencedora y todopoderosa. Y cedió entonces el poder a Belakun, el famo­so líder comunista.

Desde esa época no figuraba en la crónica europea. Hasta hoy, que la policía italiana ha exhumado su nombre rodeándolo de tributos folletinescos, casi nadie se había vuelto a ocu­par de él.

Vivía en Florencia, la almenada ciudad de Machiavello, el Dante y de fray Gerónimo Sa­vonarola, con una vieja inglesa protestante, puritana y acuarelista, lectora de John Ruskin, del Baedecker, de la Biblia, de la Divina Come­dia y de La Domenica del Corriere.

Hace tres meses tuve la oportunidad de co­nocerle allí. Los diarios habían revelado su pre­sencia incógnita con varios reportajes sobre la situación política húngara a la cual daba actua­lidad la condena a muerte de cuatro comisarios del pueblo del régimen de Belakun.

Hacia él convergía por esto la curiosidad flo­rentina y convergió también la mía trashumante y forastera.

Habitaba el conde en una pensión de ambien­te cosmopolita y turístico. Su vida tenía las apa­cibles apariencias de la vida de un pequeño bur­gués extranjero que gusta del cielo toscano, de las pinacotecas y del vino Chianti.

Magro, largo, canijo y feo exhibía una catadura quijotesca muy bien avenida con su per­sonalidad de gentil hombre, que ha renegado del abolengo y que ha descendido de su alteza pa­tricia y de su posición heráldica a asociarse a la cruzada de los desposeídos, de los miserables, de los plebeyos. Hablaba mal el francés y peor en italiano. No estaba, pues, al alcance de todos penetrarlo y estudiarlo.

Conmigo conversó principalmente de la po­lítica húngara. Me ilustró sobre la personalidad de los cuatro comisarios del pueblo sentenciados a muerte, cuya suerte suscitaba la ansiedad piadosa de Europa. Me dijo que la reacción en Hungría era la más brutal, la más cruenta, la más delictuosa de las reacciones posibles en estos campos. Me definió al almirante Horthy, regente húngaro, como un gobernador de conciencia bárbara y medieval.

Pasamos luego a tópicos generales de políti­ca europea. Preocupaba al Conde el peligro de la restauración de la monarquía austro-húngara. Presentía la acentuación de una tendencia reac­cionaria en los gobiernos de la Entente. Temía que la política aliada en la Europa central y balkánica generase una guerra de estados men­digos, desangrados y famélicos.

Me declaró, después, su firme filiación socialista. Pero no quiso determinarme su posición en el socialismo. No quiso precisarme si era bolchevique o menchevique. Si era partidario de la Segunda Internacional nueva. Yo le interro­gué insistentemente al respecto. El evadió la respuesta.

Comprendí, por consiguiente, que simpatiza­ba con el maximalismo. Si hubiese sido minima­lista se habría apresurado a manifestarlo a to­dos. Porque una declaración antibolchevique ha­bría sido útil a la tranquilidad de su estada en Italia. Y le habría servido para prevenirlo de las suspicacias de la policía.

No estoy convencido de que el Conde Ka­rolyi haya conspirado en Italia. Puede ser que la policía se equivoque. Puede ser que no. De lo que sí estoy convencido, en cambio, es de su inclinación maximalista. El Conde es, induda­blemente, bolchevique. Y, si no lo es, parece serlo. Tiene historia, psicología, continente, menta­lidad, aptitud, nacionalidad, leyenda y traza de tal.

 


NOTA:

1 Fechado en Roma, marzo de 1921; publicado en El Tiempo, Lima, 21 de junio de 1921.