OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

CARTAS DE ITALIA

 

 

EL DIVORCIO EN ITALIA1

 

El divorcio está en debate en Italia. Eran ya muchos los problemas en debate. El problema social y el problema hacendario, el problema del carbón y el problema del cambio, el pro­blema de Fiume y el problema de las comu­nicaciones con Marte. No faltaba sino el proble­ma del divorcio. Y, por esto, ha sido puesto en debate también. Para que no falte nada en el campo polémico.

Para una parte de las gentes, el divorcio existe aquí de hecho. Dos esposos que convie­nen en separarse no tienen sino que trasladarse a Francia o Suiza para conseguirlo. Allá se desembarazan del vínculo indisoluble y vuelven a Italia cada uno por su lado. Pero, por supues­to, este medio no está al alcance de todos los esposos mal avenidos. Una estada en Francia o Suiza, con el aditamento de gastos judiciales, es un lujo inaccesible para las gentes pobres.

Por este motivo, los socialistas han presen­tado a la cámara un proyecto de divorcio. El divorcio resulta, pues, planteado, más que en nombre de las sólidas consideraciones morales y filosóficas, en nombre de una consideración social y económica.

Pero al lado de la razón política de los so­cialistas, que reclaman que el divorcio cese de ser un privilegio de las gentes ricas, hay una razón que podríamos llamar de actualidad. Una razón de actualidad que hace del problema del divorcio uno de los problemas de la liquidación de la guerra.

Ocurre que las esposas de muchos de los que combatían no se entretuvieron, como Penélope, en tejer y destejer la tela de la fidelidad. Pro­bablemente porque las mujeres modernas no te­jen, por lo general, tela alguna. La romántica mujer de la rueca pertenece a la leyenda. O per­tenece a la poesía que es una cosa que comien­za a pertenecer también a la leyenda.

El derecho al divorcio se presenta como algo indispensable para los militares, menos afortu­nados que Ulises, olvidados por sus mujeres du­rante la ausencia. Y el Estado se siente en el deber de amparar a esos soldados. En el deber de ponerlos en aptitud de reconstruirse un ho­gar. El país no puede ser indiferente a la desgracia de esos soldados que han sido traicionados mientras se batían por la patria.

Conviene advertir entre paréntesis, que no sólo sobre la mujer italiana pesan acusaciones de dicho jaez por su conducta en la guerra. Precisamente en estos momentos hace escán­dalo en Francia un libro sobre la conducta de la mujer francesa. Según ese libro, la mujer fran­cesa ha prodigado en los días trágicos aquello que debía haber prodigado menos.

Además, tanto en defensa de las mujeres ita­lianas como de las mujeres francesas y de las mujeres alemanas que se han distinguido por tal prodigalidad, podría suponerse que todas ellas han creído, patriótica y convencidamente, que su obligación era ser ilimitadamente afec­tuosas con los hombres, en quienes, no han vis­to sino los defensores del país. Y ya que no han podido serlo con los que estaban en las trincheras lo han sido con los que aun permanecían en la ciudad. Con los que mañana partirían a su vez a las trincheras. Podría suponerse, asi­mismo, que las mujeres han tratado de comba­tir y boycotear la guerra. Las mujeres, no hay que olvidarlo, son tradicionalmente, pacifistas. Aristófanes en su deliciosa comedia "Lisístrata" nos cuenta cómo en cierta ocasión las mujeres griegas obligaron a los hombres a concluir una guerra. Fue un complot original y eficaz. Acon­sejadas y dirigidas por Lisístrata, acordaron to­das las mujeres cerrar a sus maridos la puer­ta de la alcoba nupcial hasta que la paz no fue­ra hecha. Nuestras contemporáneas no han imi­tado exactamente a las hermosas de Aristófa­nes. En vez de negarse a sus maridos, se han dado a quienes no lo eran. Pero esto se debe, sin duda alguna, a la diferencia entre una y otra guerra. En la remota guerra griega el fren­te estaba muy pronto a la ciudad. En la recien­te guerra mundial no. No podía, luego, ejerci­tarse con iguales resultados una análoga pre­sión femenina. El procedimiento coercitivo, ha sido, por consiguiente, distinto; pero la ideolo­gía que lo ha inspirado ha sido, seguramente, la misma que inspiró a las mujeres de Aristófa­nes. Una ideología pacifista. Y nadie puede ne­gar que Lisístrata y sus compañeras son mu­jeres beneméritas a la humanidad. Anticipándo­se en muchos siglos a Tolstoy y Wilson, lucha-ron por la paz y el desarme de los pueblos. Y para obtener este resultado no idearon una so­ciedad de las naciones, sino un medio mucho más sencillo y rápido. Un medio tan adelantado y moderno como su ideal, pues representa la primera aplicación del principio de huelga que registra la historia.

Volvamos al divorcio.

Sostienen sus adversarios que ninguna razón, ninguna, puede justificar su adopción en Italia. Los países que lo han ensayado, dicen, no están contentos con él.

Todo lo contrario, en esos países, tan fer­vorosa como fue la campaña para establecerlo, es hoy la campaña por abolirlo. El experimen­to del divorcio ha sido, pues, negativo. El di­vorcio ha fracasado. ¿Y es hoy, —se preguntan los adversarios del proyecto socialista—, hoy que sabemos que el divorcio es una fuente de males y desventuras que lo vamos a adoptar en Italia?

El partido católico está, naturalmente, a la vanguardia de la cruzada contra el divorcio. Los "populares" anuncian que esta será su platafor­ma electoral en las próximas elecciones muni­cipales. Que asociarán la suerte del partido en las elecciones a la suerte del divorcio en la opi­nión pública. Y que probarán así que la mayoría ciudadana no quiere el divorcio.

El divorcio puede tener, por ende, graves repercusiones políticas. El partido "popular" desea que los partidos liberales, con los cuales colabora en el gabinete, le ayudaran a rechazar en la cámara el proyecto socialista. Y los li­berales por causas doctrinarias y programáti­cas, se muestran más inclinados que a sumar sus votos a los de los populares, a sumarlos a los de socialistas. Puesto en seguida en vota­ción, el divorcio sería aprobado por una gran mayoría. Aprobación que podría soliviantar a los populares hasta el punto de llevarlos a pro­vocar una crisis ministerial.

Y acontece, por otra parte, que sobre el di­vorcio no se discute, polemiza y pelea únicamente en los países como Italia, donde no exis­te. También se discute, polemiza y pelea sobre él en los países donde existe. Y es que en los países donde no existe, se trata de probar su necesidad; y en los países donde existe se tra­ta de probar su conveniencia. En Francia Henri Bordeaux pasa de la novela al artículo de pe­riódico para intensificar su propaganda. El te­ma del divorcio asume así los caracteres pavo­rosos de un tema del que no nos vamos a ver libres jamás. Y esto, en verdad, es muy alar­mante.

Se puede prever, sin embargo, que malgrado Henry Bordeaux, el divorcio acabará por ser universal. Para las gentes el divorcio significa, por lo menos, un derecho más. Y a un derecho más las gentes no sabrán renunciar nunca. Aun-que no les sirva absolutamente para nada.

Yo soy partidario del divorcio, más que por altas razones filosóficas, por una menuda razón accesoria. Porqué noto que sus más encarnizados enemigos son las mujeres. Y, claro, deduz­co que si a las mujeres no les conviene que exis­ta el divorcio, es porque a los hombres tal vez nos conviene.

A menos que, —cosa muy probable—, no le convenga a nadie que exista, así como tampoco le conviene a nadie que no exista. Porque, desen­gañémonos, con divorcio o sin divorcio, la hu­manidad continuará siendo tan desventurada co­mo ahora.

 


NOTA:

1 Fechado en Florencia, 30 de junio de 1920; publicado en El Tiempo, Lima, 10 de octubre de 1920.