OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

CARTAS DE ITALIA

 

 

LA SEÑORA LLOYD GEORGE, LA JUSTICIA Y LA MUJER1

 

Uno de los más interesantes personajes de Leonidas Andreiev, en uno de sus más interesantes cuentos, dice que ha habido y habrá mu­chas mujeres buenas, que ha habido y habrá muchas mujeres inteligentes, pero que no ha habido ni habrá jamás una mujer justa. El personaje de Andreiev es un loco. Mas su opinión podría bastar para poner en duda su locura. Es una opinión rebozante de lucidez. Parece, en verdad, que a la mujer le faltase el sentido de la justicia. El fallo de la mujer peca de de­bilidad o peca de dureza. La mujer es demasia­do indulgente o demasiado severa. Y, generalmente, tiene como el gato, una traviesa inclina­ción a la crueldad. Todo lo que había de cruel en Nerón corresponde matemáticamente a to­do lo que había en él de afeminado.

Nada significa que la justicia sea tradicionalmente representada por una mujer y una balan­za. Probablemente es así por razones de estéti­ca decorativa. No habría sido bonito ni elegan­te representar a la justicia por una balanza solamente. Y ni siquiera hubiera sido rigurosamente exacto en estos tiempos en que no se puede confiar ni en las balanzas. La dama de la justicia es, luego, tan convencional como la balanza. Además acerca de ella cabe una obser­vación: que no se trata de una mujer sino, más bien, de una diosa. Y, aunque todas las muje­res son, a veces, más o menos diosas, no to­das las diosas son absolutamente mujeres.

Acontece sin embargo, que las mujeres, que ya son legisladoras, van también a ser jueces. Más aún. Han comenzado a serlo. Tenemos ya una mujer, la señora Lloyd George en funciones de juez, sobre un pedestal de celebridad, de jurisprudencia y de papel sellado. Cierto que una golondrina no hace verano. Y una golondri­na inglesa mucho menos. Pero esta moda de las mujeres jueces está destinada a propagarse por el mundo con la misma facilidad de todas las modas inconvenientes y de todas las modas fe­meninas.

Si pensásemos como los cronistas del acon­tecimiento no habría de qué alarmarse. La seño­ra Lloyd George no es la primera juez de la historia del mundo. La primera juez fue Débora. Y esta lejana experiencia dejó buenos recuerdos a la humanidad. El libro de los jueces cuenta que Débora se portó con suma justicia y máxi­ma sabiduría.

Pero seguramente, esto no es más que una galantería del libro de los jueces. Me conside­ro obligado a suponerlo a pesar de mi amor y mi respeto a la Biblia. La razón es ésta. Si las cosas hubieran pasado como narra la Biblia, Dé­bora no habría sido la única juez de la histo­ria hasta nuestros días. Así como ha habido muchas mujeres estadistas, habría habido igualmente, después de Débora, muchas mujeres jue­ces. Lo sensato, pues, es pensar que Débora lo hizo tan mal que la humanidad quedó escar­mentada de la experiencia. Y que ha sido ne­cesario que transcurran millares de años y que llegue a esta hora de disparates y desatinos pa­ra que Débora tenga sucesoras.

La mujer no ha nacido para juez. Ha naci­do, en todo caso, para abogado. Sus aptitudes para el casuismo, para el enredo, para la chica­nería, son extraordinarias. Y, al juicio de un amigo mío, muy pesimista, la mujer ha nacido también para médico. Si la mujer reemplazase totalmente al hombre en la profesión de médico podría prestarle a la humanidad un servicio inapreciable. El servicio inapreciable de hacerla desaparecer en pocos días.

Por otra parte, yo no creo que las mujeres tengan mucho interés en ser jueces, como tam­poco creo, por esto, peligroso. Estoy seguro de que no todas las mujeres tengan mucho inte­rés en ser legisladoras. El sufragio femenino dará generalmente su voto por los hombres. Y, aunque los hombres somos ordinariamente po­co cuerdos, no se nos antojará nunca dar nues­tro voto por las mujeres. La composición de las asambleas legislativas no se modificará sen­siblemente. Entrarán en ellas algunas mujeres; pero no será de mujeres la mayoría. Lo cual, precisamente, les conviene a las mujeres porque se dice que las minorías tienen siempre razón. De las minorías femeninas se dirá, pues, lo mis­mo. A menos que, tan luego como las minorías parlamentarias sean de mujeres, la impre­sión del público sobre las mayorías cambie ra­dicalmente.

Mas no obstante todo lo escrito precedentemente, yo no pienso que se deba votar en con­tra de la magistratura femenina solamente por la consideración de Leonidas Andreiev. No. Hay que votar en contra por consideraciones más agradables a las mujeres.

No se trata de evitar que las mujeres sean jueces por el pueril egoísmo de negarles el masculino placer de administrar justicia. Se tra­ta de evitar que sean jueces por una razón del más elevado feminismo. Para que continúen viendo algo mejor, algo más bello: algo más plácido; para que continúen siendo mujeres. La justicia está muy desacreditada. Dejen las mu­jeres que se continúen llamando la justicia de los hombres.

De otro lado, yo veo un peligro horrible pa­ra la poesía en que las mujeres ocupan los juzgados. El peligro horrible de que la poesía se quede sin una de sus últimas fuentes de ali­mentación. Sin la que era y es, en concepto de to­dos, su fuente perenne. Porque, malgrado el mo­dernismo, una mujer será siempre para un poe­ta más hermosa que un automóvil, que un hidroplano, que una locomotora y que un submarino.

Yo presiento que el día en que las mujeres sean jueces no va a ser más las mismas pa­ra los poetas. Los poetas no van a poder can­tarlas como antes y ni siquiera como ahora. ¿Cree alguien por ventura en la posibilidad de un madrigal a un juez de primera instancia? No, indudablemente. Los poetas han detestado siem­pre a los jueces. Es la suya una adversión orgá­nica, natural, instintiva.

Y bien, la poesía tiene necesidad de las mu­jeres. Esta necesidad no es sólo lírica y senti­mental sino también económica e interesada. Dígase lo que se diga los poetas viven de la poe­sía. La poesía no constituye siempre para ellos una renta, —aunque exigua, renta al fin y al ca­bo—. Pero constituye, invariablemente, un título para no pagarle a nadie, un título para vivir en un estado de crónica insolvencia y un título sobre todo para morirse de hambre en último caso. Atentar, pues, contra la subsistencia de la mu­jer como eterno tema de la poesía es atentar contra la subsistencia de los poetas. Es privar-los de su materia prima. Y la verdad es que los poetas no merecen tanto de la ingratitud humana.

Estos son los principales fundamentos de mi voto contra la magistratura femenina. Estos y no los que aparecen al principio de mi artículo. Aquello de que no hay mujeres justas es, sin duda alguna, muy cierto, además de ser muy rotundo. Es muy cierto, muy cierto. Pero es preciso preguntarse: ¿Acaso los hombres somos justos? Puede ser, precisamente, que demos una prueba de que no lo somos cuando afirmamos que las mujeres no han sido, no lo son, ni lo serán jamás...

 


NOTA:

1 Fechado en Roma, 30 de mayo de 1920; publicado en El Tiempo, Lima, 3 de setiembre de 1920.