OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

CARTAS DE ITALIA

 

 

LA SANTIFICACION DE JUANA DE ARCO Y LA MUJER FRANCESA1

 

En las páginas del año cristiano, escalafón de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, han sido inscrito dos nuevos nombres de mujer. Hace cuatro días ha sido santificada Margarita de Alacoque. Ayer ha sido santificada Juana de Arco. La ceremonia ha sido la misma en ambas canonizaciones, la misma también, aproximadamente, la muchedumbre de peregrinos y turis­tas que las han presenciado. La misma la marcha tocada por las trompetas de plata de los gendarmes pontificios cuando el Papa ha entrado en la Basílica de San Pedro, en hombros de sus pajes, bendiciendo a las gentes desde la si­lla gestatoria. La misma la manifestación silen­ciosa de las gentes ora saludándolo con sus pa­ñuelos, ora recibiendo de rodillas su bendición.

La misma la misa oficiada en el altar papal, en el ilustre altar de las cuatro columnas de bronce de Bernini. Las mismas voces graves de los coros de la Capilla Sixtina. La misma so­lemnidad y el mismo fausto.

Pero, aunque la liturgia no ha restringido una canonización de la otra, ha sido una la que ha resonado en el mundo casi exclusivamente: la de Juana de Arco. Podrían decirse que ambas canonizaciones han sido iguales dentro de San Pedro. Fuera de San Pedro apenas si ha res­plandecido la dulce figura de Margarita de Alacoque. No ha resplandecido plenamente sino la figura de Juana de Arco. A la fiesta de Juana de Arco se ha asociado oficialmente el gobier­no francés. Una embajada presidida por Ha­nataux lo ha representado.

Acontece que al mismo tiempo que la gloria personal de Juana de Arco ha obrado el ambien­te político del instante. La guerra ha puesto en alza los valores militares. Mientras Margarita Alacoque no es más que un valor místico, Jua­na Arco además de ser un valor místico es un valor militar y político. Francia acaba de salir victoriosa de las más grandes de sus batallas. La victoria ha exaltado sus sentimientos milita­ristas y guerreros. Todo esto favorece en ese pueblo y aun fuera de él la apoteosis de la he­roína. Celebrar a Juana de Arco es una forma de celebrar la victoria.

No falta quién, a propósito, diga que la ca­nonización de Juana de Arco habría sido diferi­da por algún tiempo si los resultados de la gue­rra hubiese sido otros. O sea que en la elec­ción de la oportunidad han influido consideracio­nes políticas. Mas, los escritores de la Iglesia protestan contra esta sospecha. Aseguran que, la Iglesia ve en Juana de Arco a la Santa, na­da más que a la santa. Niegan que Juana de Arco sea hoy el símbolo de ese extremo espíri­tu nacionalista tan poco avenido con la fraterni­dad humana que la guerra ha avivado en las acciones vencedoras.

Como sea. La santificación de Juana de Arco ha servido a la reconciliación del Vaticano con el gobierno francés. La Iglesia ha rendido ho­menaje a la gran Santa Católica. El gobierno francés ha rendido homenaje a la gran patriota francesa. La Iglesia y el gobierno francés han recorrido diversos caminos para llegar ante el altar de Juana de Arco. Pero ante ese altar se han hinojado con idéntica devoción.

Entre los aspectos de la santificación de Jua­na de Arco me place más uno que no ponen en relieve los cronistas demasiado atraídos, como buenos cronistas, por las aristas políticas del suceso. Mi aspecto es un aspecto común de las dos satisfacciones: lo que representa como enal­tecimiento y como ponderación de la mujer francesa. Pero Juana de Arco es la que inspira todos los comentarios y la que, por consiguien­te, inspira también el mío.

Bien se sabe que de la mujer francesa se suele hablar con injusticia y desamor. La mu­jer francesa nos ha dado y nos da pruebas dia­rias de su superioridad.

Las mujeres de letras más merecidamente famosas son francesas. Desde Madama Stael hasta George Sand y desde la Rachilde hasta la condesa de Noailles, la mujer de letras france­sa muestra mayor personalidad, mayor relieve, mayor contenido.

Abundan en la literatura francesa, como abundan en las demás literaturas, las manifes­taciones de ese diletantismo femenino que fa­vorecido por los privilegios del sexo, se desman­da a su antojo en la revista y aun en el libro. Pero, en cambio, en la literatura francesa se encuentran casos femeninos más genuinamente literarios que en las otras literaturas. Más ge­nuina y más auténticamente literarios. Y la plu­ralidad de las escritoras "pur sang" nos hace olvidar más fácilmente en ésta que en ninguna literatu la pluralidad de los géneros de los dile­tantes.

Y tan eminente como el tipo intelectual es en la mujer francesa el tipo sentimental y el tipo místico. Hallamos además en ella, y justamente en Juana de Arco, el tipo que podría­mos llamar taumatúrgico. Porque esta extraña doncella, iluminada y sibilina, es una de las mu­jeres mas extraordinarias del mundo. Para bus­car una mujer de atributos tan altos y puros hay que salir de la historia. Hay que ir a bus­carla en las páginas de la Biblia. O en las pági­nas de la fábula. ¿Qué mujer posee en la his­toria mayor relieve heroico? Una de las muje­res más conspicuas de la historia como señora de pueblos y multitudes, Cleopatra fue una he­taira vulgar que no sintió el orgullo de la raza y de la civilización egipcia, que se arrodilló servilmente ante la civilización romana. Y que gano sus mejores laureles en las noches clandesti­nas de los lupanares romanos:

Juana de Arco fue vidente, fue santa, fue caudillo, fue capitán, fue mártir. Una mujer co­mo ella, guerrera y fanática, pudo ser cruel e in­quisidora. Y bien. Está averiguado cuánta dul­zura y cuánta caridad desbordaron siempre de su corazón. El fuego de la profetiza no secó nunca la ternura de la virgen. En la vida de Juana de Arco no faltó nada. Faltó sólo el amor humano. El amor humano que hubiera, sin du­da, turbado y entrabado su alma de visionaria.

Ningún pueblo, ninguna raza pueden enorgu­llecerse de una mujer igual. Ha habido muchos ejemplares excelsos de misticismo. Pero de un misticismo generalmente estático y contemplati­vo. No de un misticismo tan dinámico. No de un misticismo tan poderoso, tan capaz de co­municar su lema, su fe, y su alucinación a muchedumbres y ejércitos. La mística más grande, más singular, es, evidentemente, Juana de Arco. Es, pues, una mujer francesa.

Esto no impide, naturalmente, que las gentes, de austero gusto y de rancio paladar, con­tinúen pensando en las muñecas de boulevard o en instrumento de placer cuando piensan en la mujer francesa, y en la mujer parisina espe­cialmente. Y que continúen hablando de frivo­lidad y de pecado cuando hablan de una mujer que tan sobresalientes pruebas de hondura men­tal y espiritual nos ofrece en todos los tiempos. ¡En hora buena! Puede responderse a esas gentes que sí, que también en la frivolidad la mu­jer francesa es la primera. Que efectivamente, cuando la mujer francesa es frívola sabe serlo.

Es divinamente frívola; las frívolas del Tria­non, las frívolas del siglo diez y ocho, las frívo­las de Wateau, serán eternamente las más deli­ciosas, las más admirables. Las frívolas supre­mas.

Pero no es ocasión de hacer su elogio en la oportunidad de la apoteosis de Juana de Arco...

 


NOTA:

1 Publicado en El Tiempo, Urna, 23 de agosto de 1920.