OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

   

      

EL AMAUTA JOSE CARLOS MARIATEGUI1

PRESENCIA

Cada hombre de Hispanoamérica ha oído alejarse por su propia entraña los pasos de José Carlos Mariátegui. Se ha roto una voz que esta­ba hecha de los gritos de todos. Por eso ha sido una partida sin silencios. Las angustias articuladas —polarizadas— en el ademán indicador han quedado colgando de cada garganta enrojecida. Urge un hueco de meditación entre los gestos angustiosos. Precisa que la resonancia prenda, sin paréntesis, en el mejor metal. En Mariátegui la obra intelectual no puede ser cosa inseparable de su presencia, porque él estaba en su obra y su presencia empieza ahora. Por venir de su aliento de hombre su palabra nació con pier­nas incansables. Como toda palabra transida de humanidad y codiciosa de porvenir será la suya viva y reciente cuando ya no diga la verdad.

DRAMA Y TRAGEDIA

América ha querido ser Europa. ¿De dónde, si no de las tierras que tallaron a sus conquis­tadores y pioneros, podía venirle la orientación de su deseo? Pero, en las tierras europeas las nuevas formas surgen como rectificación del momento anterior y la más violenta mutación es, observada en sus raíces, parto fisiológico. En el norte del Continente nuevo, sin sangre india en el torrente dominador, Europa tuvo un desplazamiento sólo perturbado por las nue­vas condiciones de vida. La parábola occidental aceleró, sin quebrar su destino, el impulso que le venía de Roma. En cada paso del pionero hay una intención de permanencia. El pionero fue un hombre en función de poderío creciente, a diferencia del conquistador, preocupado de la exacción agotadora. Cuando el colono de Nueva Inglaterra volvió la vista a la realidad naci­da en su marcha, advirtió una estabilidad apta para traducir plenamente las apetencias centrales de Europa. La etapa capitalista-industrial, que la tierra matriz llevaba a momento culminante, halló en el norte de América su último —y más alto— estadio. La rectificación local fue elemen­to coadyuvante de cada inquietud trasatlántica: el pionero hallaba en la gran industria un sus­titutivo superado de su carrera hacia el Oeste. Norteamérica encontraba la herramienta forjada para sus manos rudas.

En Suramérica han vivido superpuestas, comunicadas intermitentemente, culturas de tipo distinto, antagónicas en más de un aspecto. La capa inferior, detenida en su evolución por la conquista, dañada en sus esencias por la Colo­nización, no ha podido dar la tónica directora. La capa dominante, lejana espiritualmente del indio —sojuzgado, pero presente—, no ha podido ir a la integración de una realidad indoamericana. El criollo ha mirado a España, a Francia; el indio se ha mirado a sí mismo como un modo de mirar hacia atrás. Los dos mundos secantes han cambiado, en sus intersecciones, sus fuerzas mejores. Las ansias de cada mundo no han podido ser idénticas ni netamente contrarias. El indio quedó impermeable a la vibración europea. El criollo no pudo, en un medio profundamente distinto, incorporar la comunidad a su cargo al ritmo de París y de Londres.

A los hombres directores de Norteamérica sólo tocó. enseñar el mejor manejo de los instrumentos propicios. Eran parte cimera —no distinta— de su comunidad. (Cuando Teodoro Lüddecke llama hoy a su pueblo a un entendimiento con el yanqui, está sintiendo en su epidermis germana el rasguño de la pluma de Emerson). Suramérica ha tenido que exigir demasiado a sus orientadores. El caudillo libertador tuvo que hacer, entre hombres e intrigas, la rebeldía del indígena y la estructura de las nuevas repúblicas. (Cuando alguien estudie rigurosamente la suma de energías y superaciones íntimas que los líderes del indoibérico pusieron en su obra, se anotará un nuevo tipo de milagro).

José Carlos Mariátegui, líder de su día y orientador de un mundo por nacer, fue forzado a mezclar, a equilibrar, las esencias del hom­bre apostólico —hombre en futuro— con las virtudes presentáneas del realpolitiken. Quiso lle­var a su pueblo, a su gente americana, por ca­minos inéditos y le fue preciso mostrarse a sí mismo la realidad de las vías inestrenadas. Co­mo en la Independencia, Europa volvía a dar la claridad para transitar los senderos desconocidos. Como ayer, era ineludible un credo preciso, afirmativo, intransigente, romántico, que hu­biese mostrado ya en el continente nutricio fuer­za de realización. Mariátegui fue al análisis leal, acucioso, perspicaz, pero realizado desde un ángulo apasionado. El dato, el enfoque, verifi­cados con científica objetividad; la doctrina desentendida de lo que no fuese su propia órbita, a un lado lo que pudiera distraer, debilitar, la visión de lo apetecido. "No soy un espectador indiferente del drama humano. Soy, por el con­trario, un hombre con una filiación y una fe" —dijo en más de un momento el autor de los Siete ensayos.

Tener una fe es ser parte encendida del dra­ma del mundo. Salvarse o perderse con el mun­do. Cuando la fe se ausenta, la comedia llega. Los hilos burdos, sin color sensible a la pupila apasionada, amarran frente a nosotros el espec­táculo tragicómico. Se llena entonces de silen­cio nuestra mejor intimidad y se puebla de re­sonancias lo exterior. Como ninguna ligadura embaraza la visión, como ningún impulso rea­lengo parcializa lo observado, la fotografía del mundo es perfecta y todos nos reconocemos un poco en ella. Sólo el hombre dramático puede darnos lo que no está en ninguna fotografía: el espectáculo de sí mismo y de su trayectoria dentro de un cuadro en el que lo que no sea él y su destino queda desvaído, horro de sig­nificado. Las luces reflejadas sobre el hombre espectador y devueltas por él a lo externo tiemblan trágicamente sobre todas las cosas. La luz vertical aparecida en el pecho del hombre dra­mático taladra gozosamente su representación trascendente de las cosas. Todo late en ella ha­cia un fin previo. En el hombre-humanidad no puede existir la tragedia. Esta nace del choque entre el anhelar y la fatalidad negadora del deseo. En la fe enérgica no tiene parte la posibilidad negativa. El hombre-actor tiene en su mano la verdad. El espectador es siempre el conquistador en su busca trágica. ¿No fue el autor de la Comédie Humaine quién gritó, en pugna un poco risible con Napoleón, su oficio de conquistador?

Mariátegui fue un hombre dramático en un coro de hombres trágicos. Afirmó mientras to­dos dudaban. De ahí su fuerza. Hundió las ma­nos con dolor de creación en carne angustiosa. De las palpitaciones de esa carne hizo su ritmo. De ahí la validez permanente de su mensaje.

ESTILO DE PROFUNDIDAD

La virtud dramática de Mariátegui lo cambia de artista en político. Sus años de colónida, su devoción frente a las gracias decadentes de Valdelomar, su efímero danunzzianismo, fueron vías purgativas. De ellas se trajo el afinamien­to de medios captadores y expresivos y esa preocupación de lo literario como hecho humano que matiza —comprobación y contraste— su obra de hombre de doctrina. El arte, para el autor de la Defensa del marxismo, es un producto negador o coadyuvante del momento histórico-económico. En ambos casos interesa al sociólogo. Rabindranath Tagore, ausente de las corrientes rectoras de su instante, es el error que Barbusse se encargará de rectificar. Chaplin, objeto y pretexto temático de la Artecracia de vanguardia, es el momento romántico de la etapa capitalista (The Gold Rush) y, además, (The Circle), el "clown" egregio, creación leal de una Inglaterra imperialista y darwiniana.

Para Mariátegui no habrá arte nuevo sino arte actual, es decir, revolucionario. Arte en el que se traduzca adecuadamente la inquietud política y el anhelo social. La nueva técnica, la vestimenta de corte desusado, nada significarán aunque estén de espaldas a lo consabido, aunque maten el claro de luna y el retrato literal. ¿Estrechez de visión determinada por una postura dogmática, por la inserción de por vida en una milicia ofensiva? Traslación a campos inusitados del concepto político y del artístico, revaloración de ambos conceptos. Cuando lo político es la corriente vital, ¿puede algo quedar a sus márgenes? Y no olvidemos que para el ensayista peruano la política es "la trama misma de la historia". Lo que sea eco de voces conocidas está perturbando sin objeto el triunfo de las voces recientes y de las que quieren romper. Lo que, sin venir de ayer, quiera desasirse del aliento caliente del querer colectivo, deja de ser "iconografía para una religión viva" y es sólo decadencia.

Mariátegui detiene su pupila apasionada en el hecho artístico y, como Martí, lo tiñe de su sangre. Pero no le entrega, como nuestro gran escritor, su latido central. Otros, con virtud estética dominadora, bien centrados en la sed de su día, den su hombro estético a la gran cons­trucción. En él —lealtad estricta a su tiempo y a su fe— el escritor sólo debe aparecer cuando le sea forzoso servir en las banderas del hombre. Su verdad pedía alas, pero a él toca­ba hundirle el pie en la tierra de todos. Cuan-do su verdad no se inquietaba, su pluma debía quedar inmóvil. ("Muchos proyectos de libro visitan mi vigilia; pero sé por anticipado que sólo realizaré los que un imperioso mandato vital me ordene"). Pero, en su oficio subalter­no de medio realizador, se comunicaba a la palabra el calor y la claridad que la habían llamado a su servicio. Como frente a Unamuno —gran político del partido de Unamuno— es imposible recordar frente a la obra del líder de Lima la distinción preceptista entre forma y fondo. En ambos el fondo se expresa. En uno y en otro la palabra tiene sentido en tanto es parte viva, carnal, de quien la escribe. Como a las aguas marítimas el color —el estilo—, les viene de la profundidad. El calado asombroso de algunas páginas de La escena contemporá­nea es la explicación única de su valor anto­lógico.

AMAUTA

El marxismo —con sus complementos sorelianos y leninistas— fue el absoluto de José Carlos Mariátegui. No hay línea en su obra que no sea de batalla. No hay batalla en sus libros que no se libre por la socialización de Hispanoamérica .El módulo se importaba de Europa. ("Y creo que no hay salvación para Indoamérica sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales"). Pero por primera vez podía esperarse que los pueblos del Sur realizaran en plenitud el nuevo estado. Lucía medida humana.

Llevar a todos los hombres hacia el hombre es cosa más dura que sacarlos del poder políti­co de un monarca lejano. Los obstáculos ha­bían de ser menos violentos pero más impenetra­bles que en la lucha contra España. Porque el criollo debía perder en esta nueva Independen­cia lo que ayer tomó del español. El poder del blanco se apoya en el entendimiento —sumisión— con los Imperios industriales. Hay que libertar otra vez a la América mulata de la ga­rra extraña y dar además al indio —perdedor en todas las guerras de América— estatura humana.

Para producir la doble redención, preparó Mariátegui las armas que la nueva época pedía. Toda su juventud trashumante por Francia, por Italia, por Austria, es un pertrecharse de los más eficaces proyectiles. Toda su obra de periodista en "La Razón", en "Variedades", en "Labor", es un ejercitarse para el golpe de gracia a la tiranía de dentro y a la de fuera. En "Amauta" surge ya el táctico irreprochable. En los Siete ensayos se dispone todo para la revolución que la muerte —de la misma casta destructora que Leguía y el imperialismo— ha retardado ahora.

Los Siete ensayos de interpretación de la rea­lidad peruana es un libro de significado conti­nental. Lo que en él se dice del proceso de la literatura moderna del Perú; de la marcha en zigzag, de su instrucción pública, del factor religioso en su historia colonial y republicana, nos interesa como dato libresco, que es hoy la más segura manera de no interesar. La evolución económica peruana que se nos da en sus páginas primeras nos afecta vitalmente, como caso americano. En el análisis de un espectáculo cercano vienen a la superficie con relieve es­quemático, las causas americanas —universales— que lo determinan. Como documento nacional puede ser discutido el gran libro. ¿No le han salido ya al paso los impotentes parapetados como ayer detrás de la fecha y del número?). En cuanto mira a la esencia del hecho económico de Iberoamérica es inatacable. Podemos dudar de la capacidad ingénita que advierte Mariátegui en el indígena para la vida comunizada: los tiempos feudocomunistas de Pachacútec no son los del industrialismo complejo de Lenin. Pero no podemos convertir en motivo polémico el cuadro clínico que de la economía colonial —retardo aprovechado sigilosamente por evoluciones económicas normales—se nos ofrece en los Siete ensayos. El descu­brimiento de las entrañas de esta realidad ame­ricana bien vale la vida que acabamos de perder.

Por caminos peruanos nos da Mariátegui el tamaño de la tragedia que todos vivimos. El problema del indio de la sierra cuzqueña, el anquilosamiento del cuerpo social del Perú por el gamonalismo triunfante, son —con otras etiquetas— los elementos en juego a lo largo de la economía colonial de nuestros pueblos. Tierra barata y explotación barata del hombre que, al labrarla, le da precio. Tradición feudal ininterrumpida con el sólo cambio del color del privilegiado. Mayordomo sin escrúpulo que asegu­re el disfrute cómodo de las rentas al Señor que ahora vive lejos del feudo: Perú, Cuba: Indoamérica.

No se indican en el libro de Mariátegui los modos de acción inmediata para quebrantar un estado de tan decisiva inferioridad. El —que dis­tinguió sagazmente un día al revolucionario del utopista —sabía como Martí que, puesta en marcha una verdad, camina hasta que deja de serlo. Sabía que la parte Sur del Continente vivía en un momento económico ya superado, pero que en él estaba gestándose —en caldo de esclavitudes— el salto sobre el instante triunfador pero estéril que está gozando el Norte del Continente. Advertía, aunque nunca lo expresó, que a cada golpe que el imperialismo capitalista infería a la América se desnutría el brazo agresor. Estaba convencido, aunque nunca lo dijo, de que la descomposición del industrialismo burgués norteño coincidiría con la saturación de Indoamérica. Tenía la clarividencia de que, mientras la burguesía rubia aceleraba en su egoísmo el declive de una etapa económica periclitada, cerca de su lecho de enfermo se tocaban el codo las angustias que mañana enseñarán al Norte y al Sur el reinado del espíritu.

Para saber donde va un pueblo hay que sentir muy cercano su aliento. Para encarnar su absoluto hay que sufrir su herida. La inmovilidad de Mariátegui tiene un hondo sentido. En el corazón de la injusticia, donde el Imperio y su Fiscal lo podía todo, debía abonar con su agonía de cada hora las siembras nuevas de su mano. La injusticia es el fondo obligado del héroe. Desde toda su América, desde esta isla aherrojada como su Perú y "a la que sus límites impiden toda autonomía de movimiento histórico", veíamos a Mariátegui como un defen­sor avanzado de nuestro destino. Le seguiremos viendo ahora en su sillón de ruedas, proyectada hacia adelante la cabeza de aguilucho obstinado, desmedido el pabellón de la oreja como para captar las corrientes subterráneas, la pupila brillante y quieta —vida y porvenir— como los amautas del viejo Incanato.

 


NOTA:

1 De 1930 Revista de Avance, Nº 47, junio de 1930, pági­nas 168 a 172, La Habana (Nota de los Editores)