OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

  

    

UNA PALABRA SOBRE MARIATEGUI1

 

No me es hacedero de momento detenerme a escribir aquella apreciación de Mariátegui que el hombre merece y que mi devoción por él me inspira escribir: un estudio de alguna plenitud. Y la razón es tal que él la aprobaría: la de que me hallo inmerso en la difícil embocadura de un libro sobre esa América que él, tanto como cual­quier otro hombre vivo o muerto, me ha hecho real y preciosa, como el cuerpo de mi fe.

Dejad que me detenga sólo lo suficiente pa­ra saludarle y para unirme a quienes son mis hermanos en esa devoción por él. Porque él es, en verdad, lo potencial y lo potente, la reali­dad y la síntesis de nuestra visión de un mun­do verdaderamente americano. En Mariátegui se encuentran orgánicamente encarnados los valo­res que nuestra generación tiene que encarnar y que poner en vigor para que América pue­da ser.

Está dedicado a la severa necesidad de un nuevo cuerpo económico —de la revolución so­cial. Hierve con las fuerzas estéticas de nues­tro tiempo, cuya recepción, asimilación e inte­gración en pensamiento revolucionario constitu­yen una necesidad todavía más rigurosa. Ni ha perdido de vista nunca la más urgente de to­das las necesidades: la de la infusión de valores humanos —de aquella especie que vive en el misterio del alma individual— en la acción revolucionaria, si es que esa revolución ha de crear un nuevo mundo, y no meramente una nueva muerte.

Es un hombre intacto.

No le ha tocado ninguna de las herejías ni de los fracasos de este día. No sólo está libre de las más vulgares enfermedades de nuestra "intelligentsia": la codicia de poder, de posición, de dinero, sino que también está libre de las más sutiles y destructoras dolencias —los sofis­mas de la desesperación y de la sumisión, que tienen hoy en peligro a los movimientos radicales. Esta sofistería, evidente en el marxismo doc­trinal y en el pragmatismo liberal, es la impron­ta de la era maquinista sobre los mismos hom­bres que se dicen sus enemigos. Porque Mariá­tegui es un revolucionario sin ser un mecanóla­tra; y es un artista, un actuador de belleza, sin ser un mero esteta. En él se realiza el mila­gro de esposar la causa de la humanidad sin negar la causa del alma individual, cuya muerte tendría que significar también la muerte de los hombres en la masa. Y sólo este sutil milagro puede salvar al movimiento revolucionario, em­bebido trágicamente de los venenos ideológicos del enemigo, el mundo de la anarquía capitalis­ta y de la democracia rebañega.

Pero todo esto es demasiado complejo para explanarlo en una mera nota. Permítaseme resu­mirlo en una sola palabra. Mariátegui es un Hombre —un hombre cuya totalidad Spinoza hu­biera reconocido, y Jesús también.

 * * *

Nueva York, mayo 12, 1930.

Queridos amigos de "1930":

No, cuando escribí esas palabras sobre nues­tro bienamado, José Carlos Mariátegui, no sabía que hubiese muerto. No obstante, creo que de­ben publicar sin cambio alguno lo que enton­ces escribí. La esencia de mi profunda venera­ción por el hombre está en esas palabras; la forma apremiada se justifica por mi descono­cimiento de su desaparición. Pero la especie de declaración definitiva que su muerte demanda, en este momento como nunca está más allá de mí. Me siento todavía demasiado conmovido por un sentimiento de pérdida personal para escri­bir acerca de él otra vez. Si ustedes quieren, pues, queridos hermanos, pueden publicar jun­to con esta carta las palabras que ya les mandé.

Ustedes saben que todo estaba arreglado para que José Carlos fuese a Buenos Aires. (En esta feliz consumación, creo que nuestro hermano Samuel Glusberg fue el factor principal). Para mí, este traslado de José Carlos a la más grande ciudad de la América Hispana era el más fe­liz de los acontecimientos. Por lo pronto, tenía esperanzas de que en Buenos Aires encontrase auxilios médicos que le salvasen verdaderamen­te. (El también tenía esta esperanza). Pero aún más: estaba yo seguro de que en ese más ancho escenario se realizaría más plenamente su gran contribución a la causa americana. Hace cien años, el paso de Bolívar y San Martín del Atlán­tico al Pacífico fue el símbolo de la liberación hispanoamericana de España en lo económico y en lo político. Y precisamente un símbolo tal era para mí el cruce de José Carlos del Pacífico al Atlántico —un símbolo de la coordinación cultural, intelectual y espiritual de la América hispánica.

Hemos perdido un líder y un hermano: la Muerte nos ha infligido una severa derrota. No hay nada que podamos hacer sino saludarle, y se­guir adelante, en su espíritu.

Siempre vuestro,

Waldo Frank


UN NUEVO ORDEN2

Mariátegui, muerto a los treinta y cuatro años, no dejó un cuerpo preciso de doctrina. La esencia completa de su visión hay que sacarla de un cúmulo enorme de escritos fugitivos y del testimonio de sus simpatías y de sus amigos. Ya en Perú su figura vino a ser una leyenda, sobre la cual los mismos sectarios argüían se­gún las divergencias de sus opiniones. Mariáte­gui se consideraba comunista. Aunque jamás estuvo afiliado a la causa rusa, reconoció el expe­rimento soviético como el hecho directivo más fecundo de su tiempo, y su último libro (que no terminó) se titulaba En defensa del marxismo. Mariátegui era, pues, un revolucionario que proponía para su América un plan de acción en sus líneas técnicas, por lo menos, semejante al de Rusia: la dictadura proletaria, la industria­lización y la posible entrada a una era socialis­ta sin clases. Pero confundir a Mariátegui con los comunistas oficiales de Rusia y de Europa sería desconocer sus raíces americanas. Su plan de organización es tan distinto del dogmatismo marxista como el indio del Perú lo es del mujik o del trabajador inglés.

Cuando Mariátegui era muchacho había en el Perú un líder radical que se llamaba Manuel González Prada. Prada era poeta y hombre de cierta cultura emocional. El geneticismo, el po­sitivismo y las mecanolatrías de la Europa del siglo XIX fueron demasiado para él. En sus es­critos, pero no en su fuero interno, acataba el mesianismo de la ciencia. Fue un gran enemigo de España y, por renunciar voluntariamente a su propio sentido estético, un típico líder socialista. Escribió sobre El Escorial:

¡Qué de mármol y granito para enterrar tanto lodo! Edificio paquidermo para tumba de microbios ...

El Escorial, la tumba de los reyes de Espa­ña, es sin duda el más grande de los monumen­tos genuinos de Castilla. La reacción, que lleva a Prada a llamar paquidérmicos los trágicos mu­ros y "lodo y microbios" a los príncipes repre­sentantes de la mística voluntad de España, no es más que el desdén usual del revolucionario hacia cualquier arte del pasado histórico, que está fuera de sus normas económicas modernas. Mariátegui se opone abiertamente a esta aneste­sia clásica del comunista, y éste ya es un gesto diferenciativo que le da relieve como revolucio­nario americano.

En Europa adquirió un místico sentido del destino del Nuevo Mundo. Su método aspiraba a ser preciso y despiadado como el de Lenin, porque sabía que sólo dominando una técnica, por lo menos de una manera tan perfecta como la técnica de construir casas, se podía re-crear un mundo. Y sabía también que los materiales necesarios para su creación tenían que ser los valores indígenas maduros de la vida america­na y que a estos valores había que dejarlos cre­cer como a criaturas vivientes. Sabía, además, que estos materiales sólo podían encontrarse en el campo del arte y en el de la religión. La substancia plásmica de su revolución no estaba aún lista. Y era como si el constructor de una casa tuviese primero que cultivar los árboles para cortar la madera. Con ojos nunca desviados del fin de la revolución, Mariátegui se dedicó a bus­car los materiales vivientes que necesitaba esta revolución, los cuales, por su naturaleza intrínse­ca, provocarían la revolución que él buscaba.

Acogió con gusto no sólo el arte, sino el impulso religioso libre de sus formas teológicas, porque sabía que el núcleo de la religión, el sen­tido del Todo, debe dar energía a aquella revolu­ción que sea un crecimiento orgánico de la na­turaleza íntima del hombre y no una nueva for­ma pegada a la vida humana por una doctrina extraña y por una voluntad atómica. Este orgá­nico sentido del Todo lo había encontrado en la dialéctica marxista y era el misticismo vital de la visión del partido; misticismo despreciado por los "revisionistas" americanos que al fin se rindieron a Dewey, que lo valorizó de un mo­do singular.

Estudió al indio de los Andes. Y no porque Tahuantinsuyo hubiese tenido un orden comu­nista en su imperio, del que se podía blasonar ahora como una divisa nacional y romántica, sino más bien porque el Perú que había creado Tahuantinsuyo era todavía el Perú, a pesar de los cambios económicos y políticos, y por-que el peruano de Tahuantinsuyo era todavía el peruano, a pesar de las variaciones del mes­tizaje. Hay que levantar un mundo revoluciona­rio en los Andes con la subtancia más importan-te de este mundo; un mundo que sea la trans­figuración de los valores más queridos de los Andes. Y no vio ningún elemento en la obra del industrialismo moderno y en la teoría general de Marx que se opusiese a una síntesis con la vida americana. Se dio cuenta, en cambio, de las afinidades que había entre el ayllu y el fu­turo soviet y entre los trabajos públicos de los incas y el comunismo sin estado de Lenin. Estaba profundamente convencido de que el con-tacto del indio con la tierra, su consonancia práctica y mística a la vez con la Naturaleza, de donde el hombre debía sacar el alimento y el metal de las máquinas, era una contribución esencial a la teoría más abstractamente indus­trial de la Europa intelectualista, una contribu­ción sin la cual ninguna revolución podría vivir en el suelo americano. Porque la revolución in­dustrial, que no tuvo sus raíces en el hondo sen­tido de la tierra que debe tener el hombre, fue dualista y acabó, seca ya, en un dogma trascen­dental.

Ni menospreció el factor español del Perú tampoco, el exaltado desarrollo del alma indivi­dual ascendente. Para él esta contribución sólo justificaba la conquista. Al indio, con su hondo sentido de la tierra y su hondo sentido del ayllu, España le trajo una nueva dimensión: el mun­do complejo de la voluntad y del conocimiento cuyo foco es el ego. Y esto también, con todas sus potencialidades para la creación, tiene que vivir en el orden americano. El individuo debe desarrollarse desde dentro de sí mismo para convertirse en la unidad activamente apetente y creadora del ayllu-soviet. Cuando al grupo se le priva del activo microcosmos del ego, muere de inanición, como el ego, desintegrado del gru­po, se hace maniático y estéril.

El marxismo oficial de la Rusia Soviética, acomodado a la necesidad inmediata de un pue­blo muy emocionalizado y poco socializado, ha perdido deliberadamente la conciencia de su ser. Entre los medios que conducen a la verdadera conciencia del ser están: 1°–la contemplación y la meditación en horas de soledad y por medio de una técnica psicológica personal; 2°–la ocu­pación de las artes por el placer personal o co­munal, pero sin la desviación intencionada de sus formas y substancia hacia propósitos sociales; 3°–el estudio del pasado —la historia, la arqueología, la filología, etc.—, sin el afán de querer probar un programa contemporáneo; y 4º– la purificación y la honda sumersión del yo por el ejercicio de su actitud mística. Todos estos medios de llegar al conocimiento propio, la Rusia Soviética los ha cortado voluntariamente. Rusia tiene hoy razones convincentes para ha­cerlo: el estado de sitio a que la ha llevado el capitalismo; la necesidad de dirigir todas las fuerzas hacia la reorganización industrial, que es la única que puede salvar la revolución; el empeño por acabar con la exagerada "manía de soñar", que fue el vicio de la Rusia zarista derrotada. Pero este querer concluir con la propia conciencia personal, que fue un grito de guerra en la Revolución Rusa, se ha convertido ya en una doctrina militante entre todos los comunis­tas vulgares del mundo y entre todos los hom­bres inferiores a quienes sus limitaciones les mantienen lejos de toda profundidad espiritual, y los cuales acogen con gusto una psicología anestésica y un dogmatismo materialista que apruebe y justifique su actitud.

Mariátegui abrió de par en par todas estas avenidas del propio conocimiento. Y antes que este conocimiento pueda actuar —dijo— hay que crear una clase revolucionaria. Vio llegar con entusiasmo a los poetas, a los pintores, a los etnólogos, a los arquitectos, a los músicos, con la sagaz expectación de una osmosis del espíri­tu mediante la cual los valores creativos de estos hombres se filtrasen hacia el movimiento re­volucionario, cuyo dinamismo los haría refluir transformados. Aceptando el núcleo generador del alma y por su intuición de poeta de que en el ego vive el cosmos, Mariátegui se inmunizó contra la esterilidad pragmática que amenaza a los revolucionarios de los Estados Unidos, los cuales, siguiendo a los pragmatistas, que igno­ran el poder recreativo de la imaginación, insis­ten en que sólo la sociedad moldea unilateralmente al individuo, en que la revolución debe ser labor exclusiva de los directores sociales y en que la propia educación es mera "fantasía". Con un sentido más sutil y una visión más real, Mariátegui, aunque no olvidó la metodología de la acción directa y social, admitió el poder del ego para transfigurar valores y diseñar sus re­velaciones en nuevas formas sociales.

Con este americano del Perú la revolución ya no es abstracta ni extranjera. Su vida empie­za a ser la vida del hombre consciente de sí mismo... la vida del hombre completo, cuyos rasgos comienzan a tener la forma de un mun­do americano.  

 


NOTAS:

1 De 1930 Revista de Avance, Nº 47, junio de 1930, páginas 165 y 166, La Habana. El texto de esta breve nota, escrita antes de que Frank se enterara de la muerte de José Carlos Mariátegui, se publicó seguida de la carta en la que el ilustre escritor norteamericano expresa su consternación por la noticia (Nota de los Editores).

2 De América Hispana. Capítulo Tercero, sección VII, pági­nas 158 a 162, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1937. Este libro fue dedicado por Waldo Frank a José Carlos Mariátegui (Nota de los Editores).