OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

     

     

JOSE CARLOS MARIATEGUI1

RETRATO DE ADOLESCENCIA

En el rostro ceniciento, recortado hacia abajo, los ojos lucen su brillo intenso. Toda una canción desesperada es expresada aquí, aunque retenida detrás de los labios cenceños. La nariz aguileña, sin embargo, y el anguloso perfil, mues­tran la voluntad germinal, los abismos de pa­sión sin valles hóspitos.

Desde niño la enfermedad ahinca en él su garra tenaz e implacable. Lo mantiene inmoble, como álamo doliente, cuando requiere de aire puro y movimiento. El cloroformo y la intervención quirúrgica, en vez de sol y de verdes praderas. Ilimitadas horas de soledad, consigo y su imaginación, en vez del juego. En su inmovilidad se deleita creando lo que la vida no le ofrece. En sus momentos de aislamiento y de quejumbre aprende a residir cerca de sí y ve el mundo con nueva luz, y, sobre todo, le hace querer la salud y la existencia. ¡Con qué deses­perado anhelo ama este niño la vida y el movimiento! ¡Con qué trágica intensidad se acrecienta la viva llama de su espíritu! Como raíz omnipotente brota la sed incontenible y fuerte de salvación. En ese anhelo se acumula su vigor íntegro; es lo que le hace resistir y continuar. Son las fieras llamas interiores que ya se anuncian; son las horas de quebranto siempre vencidas. Por eso, hacia la adolescencia se configuran notas místicas en su rostro atravesado ya por tempestades. Todo lo que es perdido en infancia, en alegría, en canto, ha de reflejarse ahora en el semblante como vida interior concentrada y vibrante.

FERMENTACION

En el mozo golpeado y postrado la existen­cia transcurre a través de sórdidas caídas. El infortunio encaja en él su huella embravecida. Pálido y .taciturno, su intimidad se impregna de melancolía. Detrás de los pómulos salientes, de la tez amarillenta, los ojos resaltan negrísimos, inquietos, plenos de sed y de anhelo.

La pobreza ciñe contra él su condición y su asfixia. Pero horizontes de poesía lo elevan por parajes luminosos. Un poema es lo impondera­ble, lo que el oro no crea, lo que se entrega só­lo al alma ígnea. Así cree encontrar su destino: en el poema, en la nota, en el ensayo. Su vida auténtica se desenvuelve en los momentos de conversación y esparcimiento con los amigos y en las horas de meditación y de lectura.

El arte son las suaves flores de espíritus escogidos. Sólo ellos pueden percibir su aroma. Qué importa el veleidoso aplauso de las multi­tudes si en las almas elegidas resonarán sus letras como incesantes sinfonías. Qué importa no ser comprendido si se crea, si por las venas se vierte la ineludible savia de fuentes angélicas.

Es cierto, los campos fértiles no han rendido todavía su cosecha. El espíritu germina aún en hondos y escondidos valles. Pero ya las vibraciones del artista anuncian auroras nuevas.

EL CAMINO DE DIOS

El adolescente pálido se retira a un Convento a meditar, a contemplar a Dios. Y en las horas de aislamiento entra en contacto con la divina presencia. Se sosiegan así los arrebatos. Sale serenado, con renacientes fulgores en la mirada.

Su fe en la divinidad es un resplandor pren­dido en el camino. Fe inmediata. Fe viva. Fe que persiste aún más tarde, cuando otros son ya los senderos, como fluido y silencioso cimiento.

LA LUMBRE ROJA

El joven soñador y pálido llega a Europa. Viene a continuar su aprendizaje en el mundo abierto. 1919. Reclina la frente sobre el escenario contemporáneo. Observa y medita. Los grandes dirigentes del destino occidental ¿qué piensan? ¿qué dicen? ¿qué hacen? Su mirada recorre los perfiles del drama. ¿Esto los hombres? ¿todavía el frenesí después de la contienda?

Son los tiempos de las grandes hazañas, de energías violentas. Lidias enconadas, apasionados combates saturados de fuego y de vehemencia. Las ideas brillan de nuevo como astros lu­minosos. Se lucha por el destino humano. ¿Quién permanece sordo en la batalla? Su espíritu alejado se extreme. Se estremece y acerca.

Es el socialismo, es el anhelo de restituir al hombre su humanidad. Siglos de opresión lo han tornado egoísta y despiadado. Pero los hombres deben ser como hermanos. Debe cesar la explotación del hombre por el hombre. Esa es la nueva lumbre. Por ella las multitudes se agitan y marchan. Marchan los humildes en las fábricas y en los campos, en las minas y en las montañas. Avanzan las banderas rojas por los campos de nieve o por los cálidos desiertos. Las antorchas encarnadas se elevan como un saludo de la tierra. ¿Quién permanece mudo? ¿quién no anda? ¿quién silencia su voz?

Ha llegado la hora de la decisión: por el pa­sado o por el futuro. El pasado es la expoliación del hombre. ¿Por quién y contra quién? El alba roja de la revolución se levanta por encima de los hombros. ¿Qué la detiene? En esta contienda no hay espectadores, sino combatientes, vencedores y vencidos.

En esta época de neoromanticismo el destino es violento, apasionado. No es la hora de los intelectuales, de los profesores universitarios. Ellos pueden gestar en los momentos de sosiego, no ahora. Ahora son las masas, las multitudes. Los humildes de la tierra han levantado su afiebrada voz. ¿Quién no comprende? ¿quién detiene su fuerza intacta? En ellos está el futuro.

El alba viene con evidencia. ¿Por qué permanecer ciegos? Se avecina el nuevo día. ¿Quién no lo ve? Se acerca en resplandores ardientes, quebrando oscuridades, despejando ignorancias. Pero la aurora viene ensangrentada como un crepúsculo. ¿Por qué no? Es el doloroso parto generador de vida justa y noble.

El socialismo es el mito que emerge de los caminos polvorientos. Por él luchan los hombres. Porque detrás yacen los recintos de luz. Hasta ahora la bestia humana ha arrancado el pan de la mesa humilde. Pero vendrán horas de equidad. Y los hombres serán por primera vez como hermanos. Porque la explotación no será posible. Porque no se erigirán palacios por enci­ma de las chozas. Porque no habrá carruajes rodando sobre harapos. Y los hombres vivirán con honor porque vivirán con justicia. No serán posibles aquellas iniquidades que claman al cielo. No habrá fronteras ni clases ni privilegios ni odios que los separen. Ese es el ardoroso mito. La verdad por la que lucha. La verdad en la que muere.

RETORNO

Han pasado los meses, ardientes estíos. Ahora regresa. Otro hombre ha nacido en él. Desde la nave piensa en su terruño, recuerda su voz. Ahora porta un mensaje: es la buena nueva, es la llama de su corazón. Trae un credo y una fe. Ya no estará solo, no podrá estarlo. Su misión es conducir, más allá de los vientos marinos, del manto verde. El guiará a los humildes a su destino, les mostrará la verdad, y comprenderán. Ya han comprendido, pero les han faltado dirigentes. El será su guía, su hermano, su camarada. Y avanzará con ellos. ¿Qué impor­ta lo demás? Su vida tiene un signo. Es com­batiente de una causa. Su vida es la causa que defiende.

EL MONJE LAICO

Inmóvil en su sillón de ruedas es tenaz porque cree. Toda su acción apunta hacia el mismo blanco. Lucha contra la incomprensión y la mezquindad. Sus ojos, es cierto, no verán los frutos; pero lucha. Porque así debe ser. Porque así es.

Mas un día se presentarán los hombres del futuro surgiendo de bajíos. ¿Y qué cosa grande y plena no se ha producido desde abajo? Ven­drán. El los divisa porque es su mensajero. ¿Qué importa no ser visto ahora? ¿qué el silencio? Arribarán las albas de luz pura, cuando la tierra se estremezca bajo los pasos vencedores de los humildes. ¡Ellos lo verán! Divisarán su espí­ritu abriéndose esforzado entre las llagas que lo sumergen. Escucharán la voz que los llamaba en el desierto.

El es un soldado. El soldado de la revolución. Ahí está, en su puesto, con su aliento contenido, con su pluma, sus desvelos, su vigilia. Pudo haberse dejado arrastrar por las afloraciones interiores en arranques de desesperación o de lirismo. Pero defiende una causa, una de las más justas desde la hora del Génesis. ¿Qué importa él? ¿qué su vida? La configuración de un nuevo mundo es su sentido, acercándose, a su ma­nera, al adagio de Nietzsche: "¡Permaneced fieles a la tierra!".

Y así es feliz, desde su sillón de ruedas. Na­da será su sufrimiento allá en el confín de los tiempos: una lámpara prendida en lontananza.

EL TRANSFONDO COMO PROBLEMA

En los más hondos sustratos ¿qué es la fe en Mariátegui? ¿qué la esperanza? ¿qué signo recóndito poseen?

Inmovilizado, golpeado por la vida, físicamente deteriorado ¿no se condensa esta evidente disminución en un sentimiento oculto de despecho? ¿no brota de aquí su compasión? ¿y no es ésta en lo insondable, lástima de sí? ¿luego, pues, sentimiento de menoscabo? ¿y no se desprende de aquí su energía y su fe? Por tanto, lo que en la altura reluce con nobleza ¿no es en la raíz, podredumbre y charco? ¿recursos subterráneos del débil y caído contra el vigoroso y erguido?

Este revolucionario que pretende asolar el capitalismo ¿no opera arrastrado por su cuerpo derruido? ¿no son los estratos sumergidos de su ser que claman rencorosos? ¿no sacia su sed oculta de venganza en las rojizas llamas de la revolución? ¿no es su amor, en el trasfondo, odio? ¿odio encubierto en la conciencia como amor?

Su enfermedad, es cierto, es terreno del que puede insurgir el colmillo envenenado. Empero, de ninguna manera necesariamente.

POSTRACION Y MENSAJE

El cuerpo enfermo, mutilado, inmóvil. En él está preso, bajo su dura carga. Pero ¡cómo vibra en él la vida! ¡cómo consume su savia! No el cansancio, sino el frenesí. Ahora comprende: hermoso es el mundo, bello el futuro del hombre. Así contesta a la vida, desde su fiebre. Es la vitalidad desbordante en un cuerpo maltrecho y enfermo. Es la exaltación germinando de vencidos instintos. El menoscabo le pudo conducir a la negación del mundo, a la crítica despiadada como compensación de la herida. Pero en él se produce el salto, la victoria. Su mesianismo se acrecienta desde su condición caída. El impulso vital prevalece sobre la dolencia. Porque postrado yace, ama el movimiento. Porque débil es su cuerpo, admira a los grandes adalides, enérgicos y briosos.

El desenvolvimiento creciente de su infortu­nio corporal estimula el anhelo subconsciente de salvación por el aliento espiritual. De aquel manantial emerge la necesidad eterna de creen­cia y de fe, de voluntad y de empresa; consti­tuyendo la obra justificación de su vida.

Vencidos deben ser, ese cuerpo sin salida, esa invalidez desde niño, esa condición con que la vida lo ha golpeado. Y serán vencidos por el espíritu.

No puede ser escéptico. Tiene que creer y cree. De fuente interior y dolorosa nace su fe. De ahí su rostro pálido conteniendo su quejido.

De este cuerpo inmoble se levanta la inelu­dible fuerza, el destino heroico, que lo impulsa a la creación. Este cuerpo genera en sí mismo la luz que ha de consumirlo. Aquí no rige el precepto: mens sana in corpore sano. El espíritu insurge desde el cuerpo quebrado y caído. Aquí el alma consume y agota con su fuego los últimos pastos materiales. Aquí la elevación es a expensas de la sangre y de la vida. No. No hay salvación posible para este cuerpo delirante sediento de futuro. Lo que ilumina su camino, lo aproximas hacia su noche.

FUENTES DE AMOR

Huellas de melancolía recorren sus recintos interiores ¿qué, entonces, las cumbres de pasión si en su lecho son ruinas cenicientas?

Hasta que de la verdura y de la flor, así como había sido enseñada en su imaginación adolescente, surge la mujer amada.

Y las llagas corporales, no por vencidas, menos duras, nada son. Nada su Cruz y su pobreza, quejumbre y sordidez. Son sendas que conducen a esta cima esplendorosa. La vida extingue su drama, su frenesí y tormento, en un panorama de musas encantadas que nacen de campos y mares, de los ojos suaves de la amada, de la entrega y la canción. Es la vida por primera vez gozada en sus fuentes prístinas, en su embrujo cordial.

El hallábase abatido y triste, precisaba de la virgen que lavara sus sandalias, la enviada de Dios que le indicara los esperanzados caminos de la vida naciente. Y el Señor se la envía en las floridas mieses, bajo la sombra tibia de los árboles.

Efluvios de gratitud lo envuelven en olas de emoción y poesía. Vibran las cuerdas íntimas en poemas angélicos. La felicidad es un don y una promesa. Y ahora puede cincelar su obra sin angustia, con liberado aliento.

El amor lo salva de los ciénagos del resen­timiento. Porque invalidez y revolución son senderos que corren al borde de precipicios de ven­ganza ¡qué fácil el vértigo! ¡qué inclinación a la caída! Pero se baña y purifica en la ternura cual en las benditas aguas del Jordán. Así rena­ce su espíritu, redimido y albo.

VISION DE ESTETA

Mariátegui es sustantivamente un escritor, un artista que divisa el mundo a través de su sensibilidad exquisita y de su estro. La quiebra corporal lo retrae a su soledad, a sus corrientes interiores que transcurren mudas en lo hondo, sin anunciar sus voces. Pero el panorama de objetos contemplados, en la exposición escrita, se satura en la melodía de aquel fluir callado.

La revolución misma no es acaecer terso, frígido, regular, sino gesto reluciente, esfuerzo heroico, con sus batallas y sus capitanes, sus banderas rojas y sus ejércitos en marcha que presencia como paisaje de dramática belleza. Ciertamente, no es la suya fantasía tropical y frenética, aunque las imágenes fluyan sustituyendo privaciones en el mundo de lo real; ni tampoco novelista mero. Si por ejemplo exalta la revolución es por considerarla vía ineludible de liberación humana. Mas la idea es realzada en torrentes de pasión que le prestan su brillo y hermosura.

La lesión es en éste artista fecunda savia inspiradora de los momentos de creación. En ellos descubre aquello que la vida no le ha concedi­do. Por el fuego creador se libera, y éste actúa reemplazando.

MODO DEL INTELECTO

Hay dos notas peculiares en su pensamiento: el pathos mesiánico afluyendo en cálidos efluvios, y el cogimiento veloz e intuitivo de cosas y personas.

Estos rasgos se despliegan gracias a motivos que transmutan en atributo sustantivo lo que es tan sólo virtualidad inicial. En la postración y soledad aflora el recogimiento interior colmando la prosa de ardores retenidos. En la lucha áspera por el pan se desata el espíritu de empre­sa, hincado en tierra, alerta y pronto.

Se encuentra desde niño plantado en el cora­zón de la vida y en sus afanes. Aprende así, con la pupila vigilante, en las cosas mismas. De esta apremiante relación con el mundo emerge su saber inmediato y límpido.

No es, por tanto, teórico puro, creador de sistemas, embriagado en rigurosos análisis conceptuales o en clasificaciones minuciosas. Su talento se dirige a lo concreto, sorprendiendo esencias y valores. Interpreta lo viviente, el mundo en torno: de ahí su carencia de fibra histórica. Se sumerge en la época, en sus personajes y quehaceres, viviéndolos, advirtiendo lo singular y específico.

Hay una tendencia, sí, en el transcurso de su vida, a remontarse al mundo de las ideas puras, aunque con ademán polémico. La manera es aquí del militante, del combatiente, no del pensador estricto.

La prosa es tersa y límpida. Su frase se mueve de acuerdo con su temperamento, nunca es larga, razonadora, concluyente, sino incisiva, cor­ta, recurriendo a la dialéctica para revelar lo sustantivo.

Su inquietud, fugaz y con premura, le impide detenerse en análisis microscópicos, volver desde nuevos y sutiles ángulos sobre un mismo objeto. Sin cesar avanza hacia flamantes comarcas, alumbrándolas desde altas cumbres. En esta incesante búsqueda se revela su actitud de periodista; pero también su apetencia de saber y de vida, así como la agitada inestabilidad que devora sus entrañas. No obstante lo vario y dis­perso de los temas, se recogen en un mismo canon, ya que brotan de idéntica pulsación vital y de una sola doctrina, como afluentes menores que fluyen hacia un mismo cauce.

 


NOTA:

1 Tomado, con licencia del autor, de Pensadores Peruanos, páginas 97 a 108, volumen 7 de la Colección Plena Luz, Pleno Ser de la Sociedad Peruana de Filosofía, Lima, 1952

(Nota de los Editores).