OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

SIGNOS Y OBRAS

 

 

"UN HOMME SE PENCHE SUR SON PASSE", POR CONSTANTIN-WEYER1

 

Aun sin la consagración del premio Goncourt, este libro de M. Constantin-Weyer, «tan extraño al gusto del día como un traje de cow-boy en la Avenida de la Opera», tal vez por esto mismo no se confundiría en los densos rasgos de la producción francesa de 1928, con las novelas de éxito común. Constantin-Weyer tiene desde su novela Manitoba un sitio destacado y propio entre los novelistas franceses contemporáneos. Un homme se penche sur son passé2 confirma cualidades de narrador potente que ya nos había revelado. La Academia Goncourt no se ha anticipado, en este caso, al veredicto del más atento público y de la más justiciera y vigilante crítica.

Constantin-Weyer es un hombre que ha invertido el itinerario de Arthur Rimbaud. El poeta extraordinario de Illuminations dejó la literatura por la colonización. Constantin-Weyer escribe sus novelas, de regreso de su aventurosa existencia de domador de la pradera canadiense y de explorador del Gran Nord.3 Es un pionner4 que escribe y que, por este hecho, cesa quizá de ser pionner. El itinerario de Constantin-Weyer es, necesariamente, más moderno, más actual, y en esto se conforma al principio rimbaudiano —il faut étre absolument moderne5—; pero había más grandeza en el destino de Rimbaud. La literatura de Constantin-Weyer se alimenta de su rica y fuerte experiencia de hombre. Por sus libros circula la sangre de su existencia que en la plenitud ha encontrado un sano equilibrio vital. Pero el hombre que se agita y vive en esta literatura ha terminado. ¿Qué es hoy M. Constantin-Weyer? El título de su libro nos da la respuesta. Por independiente que sea de su protagonista, él mismo es también un hombre que se inclina sobre su pasado.

La epopeya del Canadá, como episodio espiritual del mundo capitalista, ha concluido. La pradera, limitada, conquistada, industrializada, hace ya mucho tiempo que no ofrece al ímpetu nomade, al galope libérrimo del colonizador del Canadá, perspectivas infinitas y salvajes. El protagonista de Constantin-Weyer que en esto se identifica con Constantin-Weyer, llega tarde al Canadá, para participar en esta etapa, heroica y absolutamente individualista de la epopeya canadiense. Tiene la nostalgia del tiempo de los scalp,6 que él no había jamás conocido. Pero la pradera, colonizada, dispone aún para retorno de la fuerza cautivante de toda creación, de toda conquista. «La marisma, el bosque y el clima mismo, estos humildes labradores, los O'Molley, los Mac Pherson, los Grant, los Campbell, los Jones, los Atkins, los Lavallés, los Brosseault. Irlandeses, escoceses, ingleses, canadienses, franceses, todos los verdaderos obreros del Imperio trabajan aquí por la prosperidad y el desarrollo de la gigantesca empresa bajo el signo de la Unión. Hermoso espectáculo todavía, propio para ocupar algunos años de mi vida».

El protagonista de Constantin-Weyer, demasiado propenso a la aventura, a la andanza, es incapaz, sin embargo, de contentarse indefinidamente con este destino sedentario. La gracia lozana, la atracción fresca de Hannah O'Molley, prometida de un irlandés, pero pronta a sonreír a un frenchy7 gallardo, diestro en la doma de potros, dueño de esa extraña seducción del extranjero, lo fijan temporalmente en una colonia de irlandeses perezosos y escoceses puritanos. Mas el ritmo de la novela no se acordaría con una existencia agrícola. Frenchy es un ser fundamentalmente viajero, vagabundo. Su objeto no es mostrarnos un retazo colonizado y productivo de la pradera. Ya que la pradera ha perdido los encantos bárbaros de su primitividad americana, nos llevará lejos, a la región de las nieves y de los lobos Frenchy sabe ser alternativamente cow-boy, cazador, colono. Carece del apego al agro del campesino francés. Tiene, más bien, un instinto bohemio, andariego, inmigrante. No ha venido al Canadá para presidir patriarcalmente las veladas de una familia numerosa en una alquería próspera. Este instinto lo ha conducido otras veces al Norte donde ha aprendido como ninguno a guiar una brava y veterana jauría. No son las ganancias de un buen acopio de pieles las que lo mueven a amar las largas y du­ras andanzas del cazador; es su gusto por la aventura, por el riesgo, por el empleo total, ple­no, victorioso de sus sentidos y sus energías. Lo acompaña un compatriota, Paul Durand, que morirá en el viaje. El relato de este viaje es quizá la parte más bella de la novela. Constantin-Weyer logra admirablemente la expresión del es­fuerzo gozoso y tremendo del explorador. Hay algo como una poesía bárbara y darwiniana en la victoria del hombre que atraviesa la estepa in­mensa, en la voluntad sana del cazador que bebe a grandes sorbos la sangre caliente y tónica del lobo que acaba de matar, en la herida borbo­tante.

Montherlant se esmeraría narrando estas cosas, en la apología exultante del instinto, en la exal­tación pagana de los sentidos. Contra su intención incurriría en un exceso decadente y literario. Constantin-Weyer es bíblicamente sano y simple en la aversión de la lucha, de la pena y de la alegría del explorador. La conquista de la estepa, la caza del lobo no son posibles como deporte mórbido. Un descendiente espiritual de Barrés puede buscar su placer en el diletantis­mo del toreo; pero le serían siempre inasequibles los goces severos y difíciles de Constantin-Weyer en su posesión del Canadá.

Y el destino de Frenchy, en el tercer tiempo de la novela, continúa reacio a la domestici­dad agrícola. El pionner desposa a Hannah; pero algo tendrá que arrancarlo de su tierra y de su hogar de colonizador. La floresta, la caza, bastan por el momento a su apetencia de viaje, a su hábito de lucha. Mas Frenchy sentirá otra vez una necesidad absoluta de partir de nuevo. El drama lo liberta de esta paz monótona, sedentaria, agrícola. Frenchy vuelve a ser corredor intrépido de tierras del Norte montaraces y primiti­vas. Vuelve a serlo más plena y patéticamente que nunca cuando persigue con instinto de cazador al hombre, al rival que huye con su mujer y su hija. Y sólo el drama puede detenerlo: la cruz de pino clavada por los culpables sobre la tierra donde reposa la niña muerta en la penosa marcha.

La novela termina con esta nota de piedad. Porque el dolor también en esta vida que, sin dolor, sería menos humana, menos fuerte y me­nos verdadera. Y la más pura excelencia del arte de Constantin-Weyer es que sabe ser siem­pre fuerte, humano y verdadero. 

 


1 Publicado en Variedades: Lima, 12 de Junio de 1929.

2 "Un hombre que se inclina sobre su pasado". (Traducción literal).

3 Gran Norte.

4 Forjador, iniciador.

5 Hay que ser absolutamente moderno.

6 Arrancar la piel del cráneo. Castigo de los primitivos pieles rojas a los prisioneros de guerra.

7 Afrancesado.