Paul Mattick

La gestión obrera

1967


Título Original: "Workers' Control"
Publicado: en The New Left. A Collection of Essays, Boston, 1969, pp. 376-398
Traducción: a partir de la versión española de 1977 publicada en "Los consejos obreros y la cuestión sindical", Castellote Editor. Se ha contrastado con el original inglés y se han hecho numerosas modificaciones.
Digitalización: por el Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques
HTML: Jonas Holmgren


 

I

Según la teoría socialista, el desarrollo del capitalismo implica la polarización de la sociedad entre una pequeña minoría de detentadores del capital y una amplia mayoría de trabajadores asalariados y, consecuentemente, la desaparición gradual de la clase media propietaria compuesta por artesanos independientes, agricultores y pequeños comerciantes. Esta concentración de la propiedad productiva y de la riqueza general en un número cada vez menor de manos surge como una encarnación del «feudalismo» bajo los ropajes de la moderna sociedad industrial. Diminutas clases dominantes determinan la vida y la muerte de toda la sociedad, por medio de la posesión y el control[*] de los recursos productivos y, con ello, de los gobiernos. Que sus decisiones sean, a su vez, controladas por fuerzas impersonales de mercado y por la carrera imperativa hacia el capital, no altera el hecho de que esas reacciones y acontecimientos económicos incontrolables sean también su privilegio exclusivo.

En el interior de las relaciones capital-trabajo, que caracterizan la sociedad prevaleciente, los productores no detentan el control directo sobre la producción y los productos creados por ella. Algunas veces consiguen ejercer una especie de control indirecto, a través de luchas salariales que pueden alterar la ratio salario-beneficio y, consecuentemente, el curso o ritmo del proceso de expansión del capital.

En general, es el capitalista quien determina las condiciones de producción. Para existir, los trabajadores tienen que estar de acuerdo, pues su único medio de subsistencia es la venta de su fuerza de trabajo. En caso de que el trabajador no acepte las condiciones explotadoras de la producción capitalista, es «libre» solamente en el sentido de ser libre de morir de hambre.

Este hecho fue reconocido mucho antes de que existiera cualquier movimiento socialista. Ya en 1767, Simon Linguet declaraba que el trabajo asalariado es meramente una forma de trabajo esclavo. En su opinión, era aún peor que la esclavitud.

«Es la imposibilidad de vivir por cualquier otro medio lo que obliga a nuestros trabajadores agrícolas a cultivar el suelo cuyos frutos no comerán, y a nuestros albañiles a construir edificios que no ocuparán. Es la necesidad la que les arrastra a esos mercados donde esperan señores que harán el favor de comprárselos. Es la necesidad la que les obliga a arrodillarse delante del rico para obtener de él la autorización de enriquecerse... ¿Qué ventaja efectiva le trajo la abolición de la esclavitud? El es libre, dicen. ¡Ah! Es esa su desgracia. El esclavo era valioso para su señor, debido al dinero que le había costado. Pero el trabajador nada cuesta al rico que lo emplea... Estos hombres, se dice, no tienen señor -tienen uno, y el más terrible, el más imperioso de los señores, la necesidad. Es ella quien les reduce a la más cruel dependencia».[1]

Doscientos años después aún pasa esencialmente lo mismo. Si bien ya no es la miseria total quien fuerza a los trabajadores en las naciones capitalistas avanzadas a someterse al dominio del capital y a las trampas de los capitalistas, su falta de control sobre los medios de producción, su posición como trabajadores asalariados, aún los caracteriza corno una clase dominada incapaz de determinar su propio destino.

El objetivo de los socialistas era entonces, y sigue siéndolo, la abolición del sistema salarial, lo cual implica el fin del capitalismo. En la segunda mitad del siglo pasado surgió un movimiento de la clase trabajadora para realizar esa transformación a través de la socialización de los medios de producción. La producción determinada por el beneficio tendría que ser sustituida por una que satisficiese las verdaderas necesidades y ambiciones de los productores asociados. La economía de mercado tendría que dar lugar a una economía planificada. La existencia y el desarrollo social dejarían, por tanto, de estar determinados por la expansión y contracción del capital, incontrolable y fetichista, para pasar a serlo por las decisiones colectivas conscientes de los productores en una sociedad sin clases.

Sin embargo, siendo un producto de la sociedad burguesa, el movimiento socialista se encuentra atado a las vicisitudes del desarrollo capitalista, e irá asumiendo diversas características de acuerdo con la suerte cambiante del sistema capitalista. No crecerá, o desaparecerá prácticamente, en épocas y regiones que no sean propicias a la formación de la conciencia de clase proletaria. Bajo las condiciones de prosperidad capitalista, tiende a transformarse de movimiento revolucionario en movimiento reformista. En época de crisis social puede incluso ser totalmente suprimido por las clases dominantes.

Todas las organizaciones obreras son parte de la estructura social general y, excepto en un sentido puramente ideológico, no pueden ser consistentemente anticapitalistas. Para llegar a alcanzar importancia social en el ámbito del sistema capitalista, tienen que ser oportunistas, o sea, sacar beneficio de determinados procesos sociales, como modo de servir a sus propios, pero todavía limitados, objetivos. No parece posible concentrar lentamente fuerzas revolucionarias en poderosas organizaciones listas para actuar en ocasiones favorables. Sólo organizaciones que no perturban las relaciones de producción básicas dominantes consiguen llegar a tener cierta importancia. Si se parten de una ideología revolucionaria, su crecimiento implica una posterior discrepancia entre su ideología y sus funciones. Opuestas al status quo, pero también organizadas en su interior, esas organizaciones tienen que acabar por sucumbir a la fuerza del capitalismo, en virtud de su propio éxito organizativo.

A finales de siglo, las organizaciones obreras tradicionales -partidos socialistas y sindicatos- habían dejado de ser movimientos revolucionarios. Sólo una pequeña ala izquierda dentro de esas organizaciones conservaba su ideología revolucionaria. En términos doctrinales, Lenin y Luxemburg comprendieron la necesidad de combatir el evolucionismo reformista y oportunista de las organizaciones obreras establecidas y exigieron un retorno a la política revolucionaria. Mientras Lenin intentaba concretar esto a través de la creación de un nuevo tipo de partido revolucionario, valorando la actividad y dirección organizadas bajo un control centralizado, Rosa Luxemburgo prefería un incremento de la autodeterminación del proletariado en general, así como en el interior de las organizaciones socialistas, por medio de la eliminación de los controles burocráticos y por la activación de las bases.

Como el marxismo era la ideología de los partidos socialistas dominantes, la oposición a estas organizaciones y a su política se expresó también como una oposición a la teoría marxista en sus interpretaciones reformistas y revisionistas. Georges Sorel[2] y los sindicalistas revolucionarios no sólo estaban convencidos de que el proletariado podía emanciparse a sí mismo sin la orientación de la intelectualidad, sino que tenía que liberarse de los elementos de la clase media que habitualmente controlaban sus organizaciones políticas. El sindicalismo revolucionario rechazó el parlamentarismo a favor de la actividad sindical revolucionaria. En la perspectiva de Sorel, un gobierno de socialistas no alteraría en ningún sentido la posición social de los trabajadores. Para liberarse, los trabajadores tendrían que recurrir a acciones y armas exclusivamente suyas. El capitalismo, pensaba él, había organizado ya a todo el proletariado en sus industrias. Faltaba solamente suprimir el Estado y la propiedad. Para realizarlo, el proletariado no necesitaba una pretendida comprensión científica de tendencias sociales necesarias, sino de una especie de convicción intuitiva de que la revolución y el socialismo serían el resultado inevitable de sus propias y continuas luchas. La huelga era considerada como el aprendizaje revolucionario de los trabajadores. El número creciente de huelgas, su amplitud y duración cada vez mayores, apuntaban hacia una posible huelga general, o sea, hacia la inminente revolución socialista.

El sindicalismo revolucionario y sus sucedáneos internacionalistas, como la Guild Socialist en Inglaterra y los Industrial Workers of the World en los Estados Unidos, eran, en cierta medida, reacciones a la burocratización creciente del movimiento socialista y a sus prácticas de colaboración de clase. Las Trade Unions eran también atacadas debido a sus estructuras centralistas y al realce que daban a los intereses específicos de profesión en detrimento de las necesidades de clase de los proletarios. Pero todas las organizaciones, fuesen revolucionarias o reformistas, fuesen centralistas o federalistas, tendían a ver en su firme crecimiento y en sus actividades cotidianas el principal componente del cambio social. En cuanto a la socialdemocracia, era el aumento de los adherentes, la expansión del aparato del partido, el incremento del número de votos en las elecciones y una más amplia participación en las instituciones políticas existentes, lo que consideraba que conduciría a la sociedad socialista. Por otra parte, en cuanto a los Industrial Workers of the World, el crecimiento de sus propias organizaciones en Una Gran Unión era considerado, al mismo tiempo, «la estructura de la nueva sociedad en el interior de la antigua»[3].

Sin embargo, en la primera revolución del siglo XX, fue la masa no organizada de los trabajadores quien determinó su carácter dando origen a su propia y nueva forma de organización, los consejos obreros surgidos espontáneamente. Los consejos rusos, o soviets, de la revolución de 1905 se formaron a partir de numerosas huelgas y de su necesidad de comités de acción y de representación para tratar con las industrias afectadas y con las autoridades legales. Las huelgas eran espontáneas en el sentido de no ser convocadas por organizaciones políticas o por sindicatos, sino lanzadas por trabajadores no organizados que no tenían otra alternativa que la de considerar su lugar de trabajo como el trampolín y centro de sus esfuerzos organizativos. En la Rusia de esa época, las organizaciones políticas no tenían aún influencia real en la masa de los trabajadores y los sindicatos existían solamente en forma embrionaria.

«Los soviets -escribió Trotsky- eran la realización de la necesidad objetiva de una organización que tuviese autoridad sin tener tradición, y que pudiese llegar de inmediato a centenares de miles de trabajadores. Aún más, una organización capaz de unificar todas las tendencias revolucionarias que existen dentro del proletariado, que está dotada tanto de iniciativa como de autocontrol, y que, cuestión principal, pudiese constituirse en veinticuatro horas»... Mientras «los partidos se organizaban en el seno del proletariado, los soviets eran la organización del proletariado»[4].

Esencialmente, está claro, la revolución de 1905 era una revolución burguesa, apoyada por la clase media liberal, para derrocar el absolutismo zarista y para hacer avanzar a Rusia, por medio de una Asamblea Constituyente, en dirección a las condiciones que existían en las naciones capitalistas más desarrolladas. Al pensar en términos políticos, los huelguistas compartían ampliamente el programa de la burguesía liberal. Y lo mismo sucedía con todas las organizaciones socialistas existentes, que aceptaron la necesidad de una revolución burguesa como condición previa a la formación de un fuerte movimiento obrero y a una futura revolución proletaria bajo condiciones más avanzadas.

El sistema soviético de la revolución rusa de 1905 desapareció con el aplastamiento de la revolución, para resurgir, aún con más fuerza, en la revolución de febrero de 1917. Fueron estos soviets los que inspiraron la formación de organizaciones espontáneas similares en la revolución alemana de 1918 y, con extensión algo menor, las revueltas sociales en Inglaterra, Francia, Italia y Hungría. Con el sistema de los consejos surgió una forma de organización capaz de dirigir y coordinar las actividades de masas muy amplias, ya fuese para objetivos limitados ya para fines revolucionarios, y que podía desempeñar tales funciones independientemente de, en oposición a, o en colaboración con, las organizaciones obreras existentes. Por encima de todo, la irrupción del sistema de los consejos demostró que las actividades espontáneas no tienen necesariamente que disiparse en acciones de masas sin objetivos, sino que pueden desembocar en estructuras organizativas de naturaleza duradera.

La revolución rusa de 1905 reforzó las oposiciones de izquierda en los partidos socialistas de Occidente, aunque más respecto a la espontaneidad de sus huelgas de masas que a la forma organizativa que esas acciones asumieron. Pero el sortilegio reformista había terminado, la revolución volvía a ser encarada como una posibilidad real. Sin embargo, en Occidente ya no sería una revolución democrático-burguesa, sino una verdadera revolución obrera. A pesar de ello, la actitud positiva en relación a la experiencia rusa no se había transformado aún en un rechazo de los métodos parlamentarios de los partidos reformistas de la II Internacional.

 

II

La perspectiva de un resurgimiento de la política revolucionaria en Occidente se reveló inicialmente como ilusoria. No sólo los «revisionistas» del interior del movimiento socialista, para quien, en palabras de su principal portavoz, Eduard Bernstein, «el movimiento lo era todo, y el objetivo nada», sino también los llamados marxistas ortodoxos, habían dejado de creer que la revolución social fuese deseable o necesaria. A pesar de seguir apegados a su antiguo objetivo -abolición del sistema salarial-, a partir de entonces habría que alcanzarlo de modo gradual, a través de los medios legales permitidos por las instituciones democráticas de la sociedad burguesa. Eventualmente, si la masa de los electores se inclinase hacia un gobierno socialista, el socialismo podría ser instaurado por decreto gubernamental. Mientras tanto, la actividad sindical y la legislación social harían menos dura la suerte de los trabajadores y los capacitaría para participar en el progreso social general.

Las miserias del capitalismo del laissez-faire produjeron no solamente un movimiento socialista, sino también varios intentos, por parte de los trabajadores, de mejorar su situación por medios no políticos. Además del «tradeunionismo», se constituyó un movimiento cooperativo como medio de escapar al trabajo asalariado y como oposición, aunque estéril, al principio dominante de la competencia general. Los precursores de ese movimiento fueron las primitivas comunidades comunistas en Francia, Inglaterra y América, cuyas ideas entroncaban en socialistas utópicos como Owen y Fourier.

Las cooperativas de productores eran agrupaciones voluntarias para el autoempleo y el autogobierno de sus propias actividades. Algunas de esas cooperativas se desarrollaron independientemente; otras en conjunción con los movimientos de la clase obrera. Uniendo sus recursos, los obreros conseguían establecer sus propios talleres y producir sin la intervención de los capitalistas. Pero sus oportunidades estaban desde el comienzo limitadas por las condiciones generales de la sociedad capitalista y por sus tendencias de desarrollo, cosa que les permitía meramente una existencia marginal. El desarrollo capitalista implica la concentración y centralización competitivas del capital. El capital más grande destruye al más pequeño. Los talleres cooperativos estaban restringidos a las industrias pequeñas y específicas, que requerían poco capital. Rápidamente, la penetración capitalista en todas las industrias destruyó su capacidad de competencia, excluyéndolas de los negocios.

Las cooperativas de consumo tuvieron mejores resultados y algunas de ellas absorbieron cooperativas de producción como fuentes de abastecimiento. En todo caso, las cooperativas de consumo difícilmente pueden considerarse como intentos de gestión de la clase obrera, incluso cuando fuesen creación de las aspiraciones de la clase obrera. Como mucho, pueden garantizar medidas de control en la utilización de los salarios, ya que los trabajadores pueden ser robados dos veces -en el local de producción y en el mercado-. Los costes de la circulación de mercancías son un «faux frais»[5] inconfesable de la producción de capital, dividiendo a los capitalistas en comerciantes y empresarios. Como todos buscan el máximo beneficio en su propia esfera de actividad, sus intereses económicos no son idénticos. Por ello los empresarios no ven razón para oponerse a las cooperativas de consumo. Con frecuencia, ellos mismos están empeñados en disolver la división del capital en productivo y mercantil, combinando las funciones de ambos en sociedades de producción y comercialización.

El movimiento cooperativo fue fácilmente integrado en el sistema capitalista y, de hecho, fue también un elemento del desarrollo capitalista. Incluso en la teoría económica burguesa era considerado un instrumento de conservadurismo social, en la medida en que estimulaba las tendencias al ahorro de los estratos inferiores de la sociedad, incrementaba las actividades económicas por medio de asociaciones de crédito, perfeccionaba la agricultura por medio de cooperativas de producción y organizaciones de comercialización, y también en la medida en que desviaba la atención de la clase obrera de la esfera de la producción hacia la del consumo. El cooperativismo floreció como movimiento de orientación capitalista, acabando por transformarse en una forma de empresa capitalista más, inclinada hacia la explotación de los trabajadores en su trabajo y enfrentándolos como oponentes en huelgas por aumentos de salarios y por mejores condiciones de trabajo. El apoyo general a las cooperativas de consumo por el movimiento obrero oficial -en agudo contraste con el temprano escepticismo e incluso el absoluto rechazo- fue solamente un indicio adicional de la creciente «capitalización» del movimiento obrero reformista. En todo caso, la amplia red de cooperativas de consumo en Rusia dio a los bolcheviques un sistema de distribución ya preparado, que rápidamente fue transformado en agencia estatal.

La división del «colectivismo» en cooperativas de productores y de consumidores reflejaba, en cierto sentido, la oposición entre el movimiento sindicalista y el movimiento socialista. Las cooperativas de consumo integraban a miembros de todas las clases y procuraban acceso a todos los mercados. No se oponían a la centralización a escala nacional y ni siquiera a escala internacional. Sin embargo, el mercado de las cooperativas de productores era tan limitado como su producción, y no podían agruparse en unidades mayores sin perder la autogestión que era la razón de su existencia.

Era el problema de la gestión obrera sobre la producción y los productos lo que diferenciaba al movimiento sindicalista revolucionario del movimiento socialista. En cuanto el problema seguía existiendo para éste último, lo resolvía por sí mismo con el concepto de nacionalización, que hacía del Estado socialista el guardián de los recursos productivos de la sociedad y el regulador de su vida económica, tanto en lo que se refiere a la producción como a la distribución.

Sólo en un estadio posterior del desarrollo esta forma de organización daría lugar a una libre asociación de productores socializados y a la desaparición del Estado. Los sindicalistas revolucionarios temían, sin embargo, que el Estado, con sus controles centralizados, se perpetuase a sí mismo, impidiendo la autodeterminación de la población trabajadora.

Los sindicalistas revolucionarios veían una sociedad en la que cada industria sería administrada por sus propios trabajadores. Los sindicatos en su conjunto formarían federaciones nacionales que no tendrían las características del gobierno, sino que sólo desempeñarían funciones administrativas y estadísticas con vistas a la realización de un sistema de producción y distribución verdaderamente colectivista. El sindicalismo revolucionario predominaba en Francia, Italia y España, pero existía en todas las naciones capitalistas; en algunas con modificaciones, como en los ya citados IWW y Guild Socialist. Los sindicalistas revolucionarios diferían de los socialistas parlamentarios y de los sindicatos ordinarios no sólo en relación al objetivo final, sino también en la lucha de clases cotidiana, por su énfasis en las acciones directas y por una mayor militancia.

Aunque fuese prematura, la preocupación por los objetivos finales influenciaba el comportamiento real de sus propagadores. La rápida burocratización del movimiento socialista centralizado y de las trade unions[6] privaba cada vez más a los trabajadores de su autoiniciativa y les sujetaba al mando de una Dirección que no compartía sus condiciones de vida y de trabajo. Las trade unions perdieron su primitiva conexión con el movimiento socialista y degeneraron en un sindicalismo comercial (business-unionism), sólo interesado en la negociación de los salarios y, cuando era posible, en la formación de monopolios de empleo. El movimiento sindicalista revolucionario se burocratizó en mucha menor amplitud, no sólo porque era la menor de las dos corrientes principales del movimiento obrero, sino también porque en él el principio de la autogestión industrial influenciaba igualmente la lucha de clases cotidiana.

Hablar de control o gestión obreros en el marco de la producción capitalista sólo puede significar el control o la gestión de sus propias organizaciones, pues el capitalismo implica que los trabajadores se encuentren privados de todo control social efectivo. Pero con la «capitalización» de sus organizaciones, cuando ellas se vuelven «propiedad» de una burocracia y vehículo de su existencia y reproducción, la única forma posible de control obrero directo desaparece. Es verdad que, incluso entonces, los trabajadores luchan por salarios más elevados, por horarios más cortos y mejores condiciones de trabajo, pero esas luchas no alteran su falta de poder dentro de sus propias organizaciones. Llamar a esas actividades una forma de control o gestión de los trabajadores es, en cualquier caso, una equivocación, pues esas luchas no se relacionan con la autodeterminación de la clase obrera, sino con el mejoramiento de sus condiciones dentro de los límites del capitalismo. Está claro que eso sólo es posible mientras sea viable aumentar la productividad del trabajo a un ritmo más rápido del que se elevan los niveles de vida de los trabajadores.

El mando básico sobre las condiciones de trabajo y sobre el rendimiento excedente de la producción permanece siempre en manos de los capitalistas. Incluso aunque los trabajadores consigan reducir la jornada de trabajo, no conseguirán suprimir la cantidad de plustrabajo extraído por los capitalistas. Pues hay dos formas de extraer plustrabajo: prolongar la jornada de trabajo o acortar el tiempo de trabajo exigido para producir el equivalente salarial por medio de innovaciones técnicas y organizativas. Como el capital tiene que rendir una tasa de beneficio definida, los capitalistas pararán de producir cuando esa tasa se encuentre amenazada. El imperativo de acumular capital domina al capitalista y le fuerza a controlar a sus trabajadores para alcanzar esa cantidad de plustrabajo necesaria para consumar el proceso de acumulación. Intentará obtener el máximo beneficio y sólo se contentará con el mínimo por razones que trasciendan a su control, una de las cuales puede ser la resistencia de los trabajadores a las condiciones de explotación ligadas al beneficio máximo. Pero lo que las luchas de la clase obrera pueden alcanzar dentro del sistema capitalista no va más allá de eso.

 

III

La pérdida por los obreros del control sobre sus propias organizaciones fue, evidentemente, consecuencia de su adaptación al sistema capitalista. Tanto los trabajadores organizados como los no organizados se acomodaron a la economía mercado, pues ésta se revelaba capaz de mejorar sus condiciones de vida y prometía ulteriores mejorías en el transcurso de su propio desarrollo. En esta situación no revolucionaria, los tipos de organizacion eficaces eran precisamente los partidos socialistas reformistas y los sindicatos comerciales de gestión centralizada. También la burguesía esclarecida vio en estos últimos instrumentos de paz social a través de la negociación colectiva. Los capitalistas ya no se veían enfrentados con los trabajadores, sino con sus representantes, cuya existencia se basaba en la existencia del mercado de trabajo capitalista, o sea, en la permanente existencia del capitalismo. La satisfacción de los trabajadores con sus organizaciones reflejaba su propia falta de interés por la transformación social. La ideología socialista había dejado de apoyarse en genuinas aspiraciones obreras. Este estado de cosas se reveló de modo dramático en el chauvinismo que se apoderó de la clase obrera de todas las naciones capitalistas cuando estalló la I Guerra Mundial.

El radicalismo de izquierda se había basado en aquello que sus adversarios reformistas designaban por «política de la catástrofe». Los revolucionarios preveían no sólo el deterioro de los patrones de vida de la población laboriosa, sino también crisis económicas tan devastadoras que darían origen a convulsiones sociales que acabarían por llevar a la revolución. No podían concebir la revolución en ausencia de su necesidad objetiva. Y, de hecho, no ocurrió ninguna revolución a no ser en épocas de catástrofe social y económica. Las revoluciones posteriores a la I Guerra Mundial fueron resultado de condiciones catastróficas en las potencias imperialistas más débiles y postularon por primera vez la cuestión de la gestión obrera y de la concreción del socialismo como una posibilidad real.

La revolución rusa de 1917 resultó de movimientos espontáneos de protesta contra condiciones cada vez más insoportables en el transcurso de una guerra malograda. Huelgas y manifestaciones crecieron en intensidad hasta el levantamiento general, que encontró el apoyo de algunas unidades militares y llevó al colapso del gobierno zarista. La revolución fue apoyada por un estrato amplio de la burguesía, y fue con base en esta clase como se formó el primer gobierno provisional. Aunque los partidos socialistas y las trade unions no hubiesen iniciado la revolución, desempeñaron en ella un papel más importante que en 1905. Tal como en ese año, también en 1917 los soviets no intentaban inicialmente sustituir al gobierno provisional. Pero con el proceso revolucionario en ascenso asumieron cada vez mayores responsabilidades; en la práctica, el poder estaba dividido entre los soviets y el gobierno. La ulterior radicalización del movimiento, bajo condiciones de creciente deterioro y la política vacilante de la burguesía y de los partidos socialistas, dio rápidamente a los bolcheviques una mayoría en los soviets decisivos y llevó el coup d'etat de octubre, que terminó con la fase democrático-burguesa de la revolución.

La fuerza creciente de los bolcheviques dentro del movimiento revolucionario se debió a su propia adaptación incondicional a los verdaderos objetivos de las masas rebeldes, o sea, el fin de la guerra y la expropiación y distribución de las grandes propiedades agrarias por los campesinos. Ya después de su llegada a Rusia, en abril de 1917, Lenin afirmó claramente que, para él, la existencia de los soviets relegaba a un segundo plano la posibilidad de un régimen democrático-burgués. Este debería dar lugar a una república de consejos obreros y campesinos. Pero cuando Lenin reclamó la preparación del coup d'etat, ya habló del ejercicio del poder de Estado no por los soviets sino por los bolcheviques. Como la mayoría de los delegados de los soviets eran bolcheviques, o los apoyaban, él estaba seguro de que el gobierno formado por los soviets sería un gobierno bolchevique. Y así sucedió, aunque a algunos socialistas-revolucionarios y socialistas de izquierda les diesen puestos en el nuevo gobierno. Pero para que continuase la dominación bolchevique en el gobierno, los obreros y campesinos tendrían que continuar eligiendo a los bolcheviques como sus diputados en los soviets. Y esto todavía no era seguro. Tal como los mencheviques y los socialistas-revolucionarios, después de haber sido mayoritarios, se encontraban en una posición minoritaria, así las cosas también podrían cambiar nuevamente para los bolcheviques. Conservar el poder indefinidamente significaba garantizar al partido bolchevique el monopolio del gobierno.

Sin embargo, justo como Lenin identificaba el poder de los soviets con el poder del partido bolchevique, vio en el monopolio del gobierno de éste último solamente la realización del gobierno de los soviets. Después de todo, la única elección era entre un Estado parlamentario burgués y el capitalismo, y un gobierno obrero y campesino que impidiese la vuelta a la dominación burguesa. Considerándose asimismo vanguardia del proletariado y a éste último como la vanguardia de la «revolución popular», los bolcheviques deseaban hacer en nombre de los obreros y campesinos aquello que éstos podían no ser capaces de hacer por sí mismos. Entregados a sí mismos, los soviets serían muy capaces de abdicar de sus posiciones de poder a cambio de las promesas de la burguesía liberal y de sus aliados socialreformistas. Para preservar el carácter «socialista» de la revolución era necesario que los soviets continuasen siendo soviets bolcheviques, incluso aunque eso exigiese la supresión de todas las fuerzas antibolcheviques en el interior y en el exterior del sistema de los soviets. En un corto período, el régimen soviético se transformó en la dictadura del partido bolchevique. Los soviets, castrados, fueron mantenidos, sólo formalmente, para esconder ese hecho.

Aunque los bolcheviques hubiesen vencido con la consigna de «Todo el poder para los soviets», el gobierno bolchevique reducía su contenido al de «control obrero». Procediendo al principio de forma bastante cautelosa con su programa de socialización, no se esperaba que los trabajadores administrasen las empresas industriales -que continuaban aún en manos de los capitalistas- sino que meramente las supervisasen. El primer decreto sobre el control obrero extendía ese control «a la producción, almacenamiento, compra y venta de materias primas y productos acabados, así como a las finanzas de las empresas. Los trabajadores ejercerán ese control a través de sus organizaciones elegidas, tales como comités de fábrica y de taller, soviets de ancianos, etcétera. Los empleados de oficina y el personal técnico estarán representados también en esos comités... Los órganos del control obrero tienen derecho a supervisar la producción... Los secretos comerciales son abolidos. Los propietarios están obligados a mostrar todos sus libros y contratos del año corriente y de los anteriores a los órganos del control obrero»[7].

Sin embargo, la producción capitalista y la gestión obrera son incompatibles, y esa solución de compromiso, por medio de la cual los bolcheviques intentaban conservar la colaboración de los administradores capitalistas de la producción, y aun satisfacer en cierta medida las ansias de los trabajadores de tomar posesión de la industria, como habían hecho los campesinos con la tierra, no podía durar mucho. «No decretamos el socialismo todo de una vez para la totalidad de la industrias», explicó Lenin un año después del decreto sobre el control obrero, «porque el socialismo sólo puede tomar forma, y establecerse finalmente, después de que la clase obrera haya aprendido a dirigir la economía... Fue por eso por lo que introdujimos el control obrero, sabiendo que se trataba de una medida contradictoria y parcial. Pero consideramos más importante y válido que los obreros se hayan encargado de esa tarea y que, del control obrero, que en las principales industrias estaba condenado a ser caótico, amateur y parcial, hayamos pasado a la administración de la industria por los obreros a escala nacional»[8].

Pero el cambio de «control» a «administración» se transformó en la imposición de la abolición de ambos. Ciertamente, tal como la castración de los soviets exigió algún tiempo, pues requería la formación y consolidación del aparato de Estado de los bolcheviques, también la influencia de los obreros en las fábricas y talleres sólo fue eliminada gradualmente, por medio de métodos como la transferencia de las prerrogativas de control de los soviets a los sindicatos, transformando entonces a estos últimos en agencias del Estado que, en lugar de eso, controlaban a los obreros. El colapso económico, la guerra civil, la oposición de los campesinos a cualquier socialización de la agricultura, el desasosiego en la industria y el regreso parcial a la economía de mercado, condujeron a varias políticas contradictorias, desde la «militarización» del trabajo a su subordinación a la libre empresa revitalizada, con vistas a mantener el gobierno bolchevique a toda costa. La política dictatorial del gobierno enfrentó no sólo a sus enemigos políticos y capitalistas, sino también a los trabajadores. La necesidad básica era una mayor producción y, como la simple exhortación no podía llevar a los trabajadores a explotarse a sí mismos, en igual o mayor medida de la que soportaban en el antiguo régimen, el Estado bolchevique asumió las funciones de una nueva clase dominante para reconstruir la industria y acumular capital.

Lenin concebía la revolución rusa como un proceso ininterrumpido que conduciría de la revolución burguesa a la revolución socialista. El temía que la burguesía propiamente dicha prefiriese un compromiso con el zarismo a una revolución democrática radical. Por tanto, correspondía a los obreros y a los campesinos pobres dirigir la revolución inminente, punto de vista compartido por otros observadores de la situación rusa, tales como Trotsky y Rosa Luxemburgo.

En el contexto de la I Guerra Mundial, Lenin consideraba la revolución rusa desde un punto de vista internacional, encarando la posibilidad de su expansión hacia Occidente, lo que debería ofrecer la oportunidad para destruir el dominio de la burguesía rusa exactamente en su raíz. Era por eso esencial no dejar escapar el poder, sin consideración por compromisos y violación de principios que eso pudiese acarrear, hasta que una revolución occidental completase la revolución rusa, y permitiese una forma de cooperación internacional en la que la falta de preparación objetiva de Rusia para el socialismo sería un factor de menor peso. El aislamiento de la revolución rusa eliminó esa perspectiva. Permanecer en el poder en las condiciones de ello derivadas significaba asumir el papel histórico de la burguesía, pero con instituciones sociales diferentes y con una ideología diferente.

Está claro que no dejar escapar el poder era ya necesario, aunque sólo fuese para salvar el pescuezo de los propios bolcheviques, pues su derrumbamiento habría significado su muerte. Pero, aparte de eso, Lenin estaba convencido de que la capitalización de Rusia bajo los auspicios del Estado era más «progresiva», y por eso preferible, que consentir que ésta se desarrollase bajo la dirección de la burguesía liberal. Estaba también convencido de que su partido podía cumplir esa tarea. Rusia, dijo una vez, «estaba acostumbrada a ser gobernada por 150.000 grandes señores. ¿Porqué no podrían 240.000 bolcheviques asumir esa misma tarea?». Y así lo hicieron, construyendo un Estado jerárquico autoritario, extendiéndolo a la esfera económica, al mismo tiempo que insistían en que la gestión económica por el Estado significaba la gestión por el proletariado. Idénticamente, la fundación del socialismo, declaró Lenin, «exige una absoluta y estricta unidad de voluntad, que dirija los esfuerzos conjugados de centenas, miles y decenas de miles de personas... ¿Cómo conseguir esa estricta unidad de voluntad? Por la subordinación de la voluntad de miles a la voluntad de uno sólo. Existiendo una disciplina y una conciencia de clase perfectas por parte de aquellos que participan en el trabajo común, esa subordinación sería exactamente como la suave dirección de un director de orquesta. Pero puede asumir la forma ruda de una dictadura, si la disciplina y la conciencia de clase ideales faltasen. Pero sea como fuese, la subordinación indiscutible a una voluntad única es absolutamente necesaria para el éxito de procesos según el modelo de la industria mecanizada de gran dimensión»[9].

Si se toma en serio esa afirmación, la conciencia de clase debe haber faltado totalmente en Rusia, dado que la gestión de la producción y de la vida social en general asumió formas dictatoriales que excedieron cualquier cosa experimentada en las naciones capitalistas y excluyeron cualquier medida de gestión obrera hasta el día de hoy.

Sin embargo, nada de eso altera el hecho de que hayan sido los soviets los que derrocaron tanto al zarismo como a la burguesía. No sería inconcebible que, en condiciones internas e internacionales diferentes, los soviets hubiesen mantenido el poder y evitado la ascensión del capitalismo de Estado autoritario. No sólo en Rusia, sino también en Alemania, el contenido efectivo de la revolución no era equivalente a su forma revolucionaria. Pero mientras en Rusia fue principalmente la falta de preparación objetiva general para una transformación socialista, en Alemania fue la falta de voluntad subjetiva para instituir el socialismo por medios revolucionarios lo que mayormente contó para el fracaso del movimiento de los consejos.

En Alemania, la oposición a la guerra se expresó en huelgas obreras que, debido al chauvinismo de la socialdemocracia y de los sindicatos, tenían que ser organizadas clandestinamente en los lugares de trabajo, a través de comités de acción que coordinaban varias empresas. En 1918, consejos de obreros y de soldados se esparcen por toda Alemania y derrocan al gobierno. Las organizaciones obreras de colaboración de clases se vieron forzadas a reconocer ese movimiento y a integrarse en él, aunque sólo para adormecer las aspiraciones revolucionarias. Eso no fue difícil, porque los consejos de obreros y de soldados estaban compuestos no sólo por comunistas, sino por socialistas, tradeunionistas, apolíticos y hasta por adherentes de partidos burgueses. La consigna «Todo el poder para los consejos obreros» era, por eso, suicida respecto a los revolucionarios, a no ser que, evidentemente, el carácter y la composición de los consejos cambiasen.

Sin embargo, la gran masa de los trabajadores tomó la revolución política por una revolución social. La ideología y la fuerza organizativa de la socialdemocracia había dejado su huella; la socialización de la producción era vista como una atribución del gobierno, no como una tarea propia de la clase obrera. El proceso de rebelión de los trabajadores se desarrollaba principalmente en un sentido reformista socialdemócrata. «Todo el poder para los consejos obreros» implicaba la dictadura del proletariado, ya que dejaría a los estratos no trabajadores de la sociedad sin representación política. Sin embargo, la democracia era entendida como derecho general al sufragio. La masa de los trabajadores deseaba, simultáneamente, los consejos obreros y la Asamblea Nacional. Y consiguieron ambas cosas: los consejos bajo una forma desprovista de significado en la constitución de Weimar -pero con eso también la contrarrevolución y, finalmente, la dictadura nazi-.

Lo mismo pasó en otras muchas naciones -Italia, Hungría y España, por ejemplo-, donde los obreros dieron expresión a sus inclinaciones revolucionarias por medio de la formación de consejos obreros. Se hizo así evidente que la autoorganización de los trabajadores no es garantía contra políticas y acciones contrarias a los intereses proletarios de clase. En estos casos, fueron combatidos a través de formas tradicionales o nuevas de control del comportamiento de la clase trabajadora por parte de las viejas autoridades o de las recientemente establecidas. A no ser que movimientos espontáneos, originando formas organizativas de autodeterminación proletaria, usurpen el poder sobre la sociedad y, de ese modo, sobre sus propias vidas, están condenados a desaparecer de nuevo en el anonimato de la mera potencialidad.

 

IV

Todo lo que dije se refiere al pasado y parece desprovisto de relevancia tanto para el presente como para el futuro próximo. En lo que se refiere al mundo occidental, ni siquiera esa débil ola revolucionaria mundial suscitada por la I Guerra Mundial y por la revolución rusa llegó a repetirse en el transcurso de la II Guerra Mundial. En lugar de eso, y después de algunas dificultades iniciales, la burguesía occidental se encuentra en posesión del mando total sobre su sociedad. Se vanagloria de una economía de elevado empleo, crecimiento económico y estabilidad social, que excluye tanto la compulsión como la inclinación al cambio social. Reconocidamente, éste es de un panorama general aún casado con algunos problemas por resolver, como demuestra la persistencia de grupos sociales pauperizados en todas las naciones capitalistas. La burguesía occidental espera, sin embargo, que esas manchas sean erradicadas con el tiempo.

Así, no sorprende que la aparente estabilización y ulterior expansión del capitalismo occidental después de la II Guerra Mundial condujese no sólo a la muerte del genuino radicalismo de la clase obrera, sino también a la transformación de la ideología y práctica reformista socialdemocrática en la ideología y práctica del Estado de abundancia de la economía mixta. Ese acontecimiento es celebrado, o lamentado, como la integración del trabajo y el capital y como la emergencia de un nuevo sistema socioeconómico libre de crisis, combinando en sí mismo los aspectos positivos tanto del capitalismo como del socialismo, al mismo tiempo que se libera de sus aspectos negativos. Muchas veces se considera esto como un sistema postcapitalista en el que el antagonismo capital-trabajo ha perdido su anterior relevancia. Hay todavía espacio para toda clase de cambios dentro del sistema, pero ya no se piensa que sea susceptible de una revolución social. La historia, como historia de la lucha de clases, ha llegado aparentemente a su fin.

Lo que sorprende son los múltiples intentos que todavía se hacen para acomodar la idea del socialismo a este nuevo estado de asuntos. Se espera que, en su concepción tradicional, el socialismo pueda aún alcanzarse, a pesar del predominio de condiciones que hacen superflua su aparición. Habiendo perdido su base a nivel de las relaciones materiales de producción y explotación, la oposición al capitalismo descubre una nueva base en la esfera moral y filosófica preocupada por la dignidad del hombre y el carácter de su trabajo. La pobreza, se dice[10], nunca fue ni puede ser un elemento revolucionario. Y aunque lo haya sido, eso ya no se verifica, porque la pobreza se volvió una cuestión marginal y el capitalismo se encuentra hoy en posición de satisfacer ampliamente las necesidades de consumo de la población laboriosa. Aunque aún pueda ser necesario combatir por reivindicaciones inmediatas, esas luchas ya no ponen en cuestión radicalmente todo el orden social. En el combate por el socialismo se debe insistir más en las necesidades cualitativas que en las necesidades cuantitativas de los trabajadores. Lo que se exige es la conquista progresiva del poder por los trabajadores, a través de «reformas-no-reformistas».

El control de la producción por los trabajadores es considerado como una de esas «reformas-no-reformistas», precisamente porque no puede ser establecido en el capitalismo. Pero si es así, entonces la lucha por el control obrero equivale al derrocamiento del sistema capitalista y persiste el problema de cómo hacerlo en ausencia de necesidades imperiosas para ello. Se levanta también el problema de los medios organizativos a utilizar para ese fin. La integración de las organizaciones sindicales existentes en la estructura capitalista fue posible porque el capitalismo se encontraba con la capacidad de dar a la mayoría de la clase obrera mejoras en las condiciones de vida y, si esa tendencia persistiera, no habría razón para reconocer que la lucha de clases dejaría de ser un determinante de la evolución social. En tal caso -siendo el hombre producto de sus circunstancias- la clase obrera no desarrollaría una conciencia revolucionaria, no estaría interesada en arriesgar su actual bienestar relativo por las incertidumbres de una revolución proletaria. No fue por casualidad por lo que la teoría de la revolución de Marx se fundamentó en la creciente miseria de la clase trabajadora, aunque esa miseria no debiese ser medida solamente por la fluctuante escala de los salarios en el mercado de trabajo.

La gestión de la producción por los obreros presupone una revolución social. No puede realizarse gradualmente, por medio de acciones de la clase obrera dentro del sistema capitalista. En cualquier lugar que haya sido introducida como reforma, se ha revelado como un medio adicional de controlar a los trabajadores a través de sus propias organizaciones. Los consejos obreros legales, en el despertar de la revolución alemana, por ejemplo, fueron meros apéndices de los sindicatos y actuaron en el ámbito de sus actividades restringidas. Aunque se hicieron intentos de sustituir los sindicatos por los consejos, los primeros fueron capaces, con la ayuda del patronato y del Estado, de asegurar su control sobre los comités de fábrica. Esta relación no cambió con el renacimiento del sistema de los consejos después de la II Guerra Mundial, apoyado entonces por una pretendida ley de cogestión que daría al trabajo voto en la elaboración de las decisiones relativas a la producción y a las inversiones. El espíritu de toda esa legislación puede deducirse a partir del artículo 49 de la Constitución Alemana del Trabajo de 1952:

«En el contexto del sistema de los acuerdos colectivos aplicables, los empresarios y los consejos obreros colaboran de buena fe, trabajando conjuntamente con el sindicato y las asociaciones patronales representadas en la empresa, para el bien de la empresa y de sus empleados, y teniendo en consideración el bien común.

El patrón y el consejo obrero no pueden hacer nada susceptible de perjudicar el trabajo y la paz en la empresa. Particularmente, ni el empresario ni el consejo obrero pueden desencadenar cualquier forma de lucha laboral uno contra el otro. Esto no se aplica a la lucha laboral entre las partes habilitadas a celebrar acuerdos colectivos».[11]

La cogestión no afectó ni afecta al poder exclusivo del empresario sobre su propiedad, es decir, sobre su empresa y su producción. Lo único que puede implicar es el reconocimiento del derecho de representantes de los trabajadores a hacer sugerencias sobre la administración -en teoría, incluso en relación a la utilización de los beneficios-. Pero las sugerencias no tienen por qué ser aceptadas y nada prueba, en realidad, que sugerencias contra los intereses capitalistas hayan sido alguna vez consideradas por la Administración. Para que significase alguna cosa, la cogestión tendría que ser copropiedad, pero esto significaría el final del sistema salarial. En sí misma, la cogestión se limita a admitir las actividades habituales desarrolladas por los sindicatos, como acuerdos salariales, reglamentos de fábrica y procesos jurídicos a través de los cuales es mantenida la paz social.

Lo que dijimos en torno al control obrero en Alemania puede repetirse, con algunas modificaciones irrelevantes, para cualquier otra nación capitalista que haya legalizado los delegados de empresa, comités obreros y formas similares de representación obrera dentro de las empresas industriales. Esas medidas no apuntan hacia una creciente democracia obrera, sino que están previstas para salvaguardar las relaciones de producción existentes y para reducir sus inevitables fricciones. No son una vía de acercamiento, sino de alejamiento del cambio social. Pero incluso las revoluciones sociales pueden no conducir a la gestión obrera cuando los trabajadores fallan a asegurar su posesión sobre los medios de producción y relegan su poder a gobiernos como organizadores únicos del proceso de transformación social. Fue lo que pasó en Rusia y, con algunas modificaciones, se convirtió en modelo para los Estados socialistas de Europa Oriental surgidos como consecuencia de la II Guerra Mundial. Yugoslavia, sin embargo, parece ser una excepción, pues el gobierno concedió a los consejos obreros funciones administrativas y un cierto control sobre su producción.

Aunque el gobierno yugoslavo permanezca como fuente última de todo el poder, después de su ruptura con Rusia optó por una política de descentralización económica, por un regreso a relaciones de mercado y por la consecuente autonomía de las empresas individuales bajo el control de consejos obreros. Estos últimos asumieron funciones empresariales y administrativas dentro del marco de un plan general de desarrollo determinado por el Estado. Dentro de los límites establecidos por el gobierno, los consejos y los órganos administrativos elegidos por ellos deciden sobre la reglamentación del trabajo, planes de producción, tablas salariales, ventas y compras, presupuesto, crédito, inversión, etc. Un director, nombrado por una comisión mixta de los consejos obreros y de las entidades locales, preside cada empresa, dirigiendo sus actividades cotidianas respecto a la disciplina de los obreros, contrataciones y despidos, distribución de tareas y cosas del estilo. Tiene el poder de vetar decisiones tomadas por los consejos obreros que vayan a entrar en conflicto con las reglamentaciones del Estado.

Las reglamentaciones del gobierno, de una naturaleza mucho más compleja, circunscriben los poderes autorreguladores de los consejos obreros. Éstas son, en parte introducidas por decreto gubernamental, y en parte por las autoridades locales en conjunción con los consejos obreros. Un sistema contributivo determina de qué parte del rendimiento individual de las empresas pueden éstas disponer y, consecuentemente, su margen de decisiones en lo que respecta a inversiones y salarios. Los beneficios son absorbidos por el gobierno para cubrir sus propios gastos y para invertir en empresas estatales. El gobierno determina la tasa general de crecimiento de los ingresos personales, pero, mientras demanda la adhesión a un salario mínimo, permite incentivos salariales y bonificaciones para aumentar la productividad del trabajo. El sistema de seguridad social reduce en más de la mitad el ingreso bruto del trabajador. Las inversiones y desinversiones están determinadas por el principio de la rentabilidad y se orientan en la dirección deseada por la política de precios, crédito e intereses. En resumen, tan ampliamente como es posible en estas condiciones, la gestión global de la economía permanece en manos del gobierno, a pesar de la limitada autogestión por parte de los consejos obreros. Mientras que éstos no pueden interferir en las decisiones del gobierno, el gobierno establece las condiciones dentro de las que operan los consejos.

Pero, mucho más importante que las relaciones entre consejos y gobierno, es la imposibilidad objetiva de establecer una auténtica gestión obrera de la producción y la distribución dentro de la economía de mercado. La gestión obrera se debate ahí con el mismo dilema que debilitó al primitivo movimiento cooperativo, aunque, contrariamente a éste, no pueda ser destruida por la competencia del capital privado, si el gobierno decide de otro modo.

«Los trabajadores, al formar una cooperativa en el campo de la producción -escribía Rosa Luxemburgo-, se enfrentan con la necesidad contradictoria de gobernarse a sí mismos con el máximo absolutismo. Se ven obligados a asumir para consigo mismos la función del empresario capitalista -una contradicción que explica el fracaso habitual de las cooperativas de producción, que o se vuelven empresas capitalistas puras o, si los intereses obreros continúan predominando, acaban por disolverse»[12].

Operando en una economía de mercado competitiva, los trabajadores yugoslavos tienen que explotarse a sí mismos tal como si estuviesen siendo explotados por capitalistas. Aunque eso pueda ser más agradable, no altera el hecho de su subordinación a procesos económicos que escapan a su control. La producción de beneficio y la acumulación de capital controlan su comportamiento y perpetúan la miseria y la inseguridad a que van ligadas. Los salarios yugoslavos se encuentran entre los más bajos de Europa; pueden aumentar sólo en la medida en que el capital crezca más rápidamente que los salarios. El grado de control atribuido a los consejos obreros promueve actitudes antisociales, porque un número menor de obreros tienen que rendir mayores beneficios para aumentar los ingresos de los empleados. Hay trabajadores en paro porque su empleo no sería rentable, esto es, no produciría un excedente por encima de sus propios costes de reproducción. Deambulan por toda la Europa capitalista en busca del trabajo y los salarios que les son negados en su «socialismo de mercado». La integración del mercado nacional en el mercado capitalista mundial somete a la clase obrera no solamente a su autoexplotación y a la explotación de una nueva clase dominante, sino también a la explotación del capitalismo mundial por medio de las relaciones comerciales y las inversiones del capital extranjero. Hablar de gestión obrera en estas condiciones es pura tomadura de pelo.

Si bien no puede haber socialismo sin gestión obrera, tampoco puede haber verdadera gestión obrera sin socialismo. Afirmar que el aumento gradual de la gestión obrera en el capitalismo es una posibilidad real, sólo significa caer en el juego de la demagogia de masas propagada por las clases dominantes para disimular su absoluto dominio de clase, por medio de falsas reformas sociales disfrazadas con términos como cogestión, participación o codecisión. La gestión obrera excluye la colaboración de clases; no puede tomar parte en el sistema de producción de capital, sino que en lugar de eso lo abole. Ni el socialismo ni la gestión obrera se han hecho realidad en ninguna parte. El capitalismo de Estado y el socialismo de mercado, o la combinación de ambos, continúan manteniendo a la clase obrera en la posición de trabajadores asalariados sin control efectivo sobre la producción y su distribución. Su posición social no difiere de la posición de los trabajadores en la economía capitalista, mixta o no mixta. En todas partes, la lucha por la emancipación de la clase obrera tiene aún que comenzar y no acabará sin que sea socializada la producción y abolidas las clases a través de la eliminación del trabajo asalariado.

Sin embargo, difícilmente se puede esperar que una clase obrera, satisfecha con el status quo social, emprenda luchas por el poder en lugar de luchas salariales por ingresos más elevados dentro del sistema prevaleciente. Aunque se exagera mucho acerca de las mejoras en las condiciones de vida de los proletarios en las naciones capitalistas avanzadas, han sido suficientes para extinguir el radicalismo de la clase obrera. Incluso aunque el «valor» de la fuerza de trabajo tenga siempre que ser menor que el «valor» de los productos que crea, el «valor» de la fuerza de trabajo puede implicar diferentes condiciones de vida. Puede expresarse en una jornada de doce o de seis horas, en buenos o en malos alojamientos, en mayor o menor cantidad de bienes de consumo. En cualquier momento particular, los salarios dados y su poder de compra determinan tanto las condiciones de vida de la población trabajadora como sus demandas y aspiraciones. Las condiciones mejoradas se convierten en condiciones habituales, y la conformidad continuada de los trabajadores requiere el mantenimiento de esas condiciones. Si se deterioran, ello hará emerger la oposición de la clase obrera, del mismo modo en que lo hizo previamente el deterioro de condiciones menos abundantes. Por eso, sólo sobre la asunción de que los niveles de vida prevalecientes pueden ser asegurados y quizás mejorados, puede mantenerse el consenso social.

Aunque aparentemente apoyada por las experiencias recientes, esta asunción no está justificada. Pero afirmar su falta de validez a partir de fundamentos teóricos[13] no afectará a la práctica social basada en la ilusión de su permanencia. No obstante, hay indicaciones de que el mecanismo de las crisis capitalistas está reafirmándose a pesar de las diversas modificaciones del sistema capitalista.

En vista del persistente estancamiento económico de América y el nivelamiento de la expansión de Europa Occidental, un nuevo desencanto está ya empezando. Con la disminución de la potencia de la producción inducida por el gobierno, el capitalista necesita garantizar su rentabilidad sin consideración de los consiguientes incrementos en la inestabilidad social. Las nuevas innovaciones económicas se revelan capaces de posponer, pero no de superar, el mecanismo de la crisis que el capitalismo lleva incorporado. Siendo así, lo único razonable es asumir que cuando la crisis oculta se haga aguda, cuando la seudo-prosperidad desemboque en una verdadera depresión, el consenso social de la historia reciente dejará espacio a un resurgimiento de la conciencia revolucionaria -tanto más cuanto que se haga evidente la creciente irracionalidad del sistema, incluso para los estratos sociales que aún se benefician de su existencia-. Aparte de las condiciones prerrevolucionarias existentes en casi todas las naciones subdesarrolladas, y aparte de las aparentemente limitadas pero incesantes guerras, emprendidas en diferentes partes del mundo, una inquietud general subyace y socava la aparente tranquilidad social del mundo occidental. De tiempo en tiempo hay una erupción a la superficie, como en los recientes alzamientos en Francia. Si esto es posible en un estado de estabilidad relativa, es ciertamente posible bajo condiciones de crisis general.

La integración de las organizaciones obreras tradicionales en el sistema capitalista sólo tiene ventajas para éste mientras se muestre capaz de suscribir los beneficios prometidos y los beneficios reales de la colaboración de clases. Cuando esas organizaciones son forzadas por las circunstancias a convertirse en instrumentos de represión, pierden la confianza de los trabajadores y con ella su valor para la burguesía. Incluso si no son destruidas, pueden ser arrinconadas por acciones independientes de la clase obrera. No sólo la experiencia histórica demuestra que la falta de organizaciones obreras no impide la revolución organizada, como en Rusia, sino que también la existencia de un movimiento obrero reformista bien atrincherado puede ser desafiada por nuevas organizaciones obreras, como en la Alemania de 1918, o como el movimiento de los shop stewards [delegados de fábrica] en Inglaterra, durante y después de la I Guerra Mundial. Incluso bajo los regímenes totalitarios, movimientos espontáneos pueden llevar a acciones de la clase obrera que encuentren expresión en la formación de consejos obreros como en Polonia y en la Hungría de 1956.

Las reformas presuponen un capitalismo reformable. Mientras éste tiene ese carácter, la naturaleza revolucionaria de la clase obrera existe solamente en forma latente. Puede incluso dejar de ser consciente de su posición de clase e identificar sus aspiraciones con las de las clases dominantes. Pero cuando el capitalismo sea forzado por su propio desarrollo a recrear las condiciones que llevan a la formación de la conciencia de clase, traerá también de vuelta la reivindicación revolucionaria de la gestión obrera como reivindicación por el socialismo. Es cierto que todos los intentos anteriores en esa dirección han fracasado, y que los nuevos pueden fracasar otra vez. Con todo, es sólo a través de las experiencias de autodeterminación, en cualesquiera formas limitadas al principio, que la clase obrera se capacitará para desarrollarse hacia su propia emancipación.

 


Comentarios:

[*] El término inglés «control» tiene una significación mucho más universal que el «control» latino. Tiene más el sentido general de "ejercer poder sobre" que el de "supervisar". En el texto, incluyendo al propio título, se utiliza, pues, únicamente «control» para hacer referencia a lo que solemos diferenciar como "control" y "gestión" (ya que no se refiere a la gestión en el sentido burocrático-procedimental, sino a la gestión en el sentido de "ejercer el poder sobre" las condiciones de trabajo). De acuerdo con este criterio cultural, y según el contexto, se ha traducido «control» por «control» o por «gestión» (derivados incluidos). También se ha tenido en cuenta cuando se hace referencia al "control obrero" propagado por las tendencias leninistas o reformistas, lo cual, como se verá, es completamente coherente con las apreciaciones del autor cuando trata de esa forma de «control». (Nota del CICA.)

 


Notas:

[1] «Théorie des lois civiles, ou príncipes fondamentaux de la société». pp. 274. 464 y 470.

[2] «Reflections on Violence» (1906).

[3] «Preamble of the industrial Workers of the World».

[4] «Russland in der Revolution», Dresden, 1909, pp. 82, 228.

[5] Falso coste.

[6] Sindicatos (vulgares, por referencia al sindicalismo revolucionario).

[7] J. Bunyan y H.H. Fisher, «The Bolshevik Revolution», Stanford, 1934, p. 308.

[8] «Questions of the Socialist Organization of the Economy», Moscú, p. 173.

[9] Ibid., p. 127.

[10] En André Gorz, por ejemplo, en su «Strategy for Labor», Boston, 1964.

[11] Citado en A. Sturmthal, «Workers Councils», Cambridge, 1964, p. 74.

[12] «Reform or Revolution?», New York, 1937, p. 35.

[13] Ver: Paul Matlick, Marx and Keynes: « The Limits of the Mixed Economy», Boston, 1969.