"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo quinto: LA AGRUPACION parte 4 de 5

El tirador-radista subió la escalera y cerró la portezuela con fuerza. Me precipité hacia la ventana, pero sólo conseguí ver la hoguera por un instante. Los motores rugieron, el avión estreme­cióse y comenzó a dar saltos por los montículos de nieve. A pesar de todo, nuestro aeródromo distaba mucho de ser perfecto. Unos segundos después, nos habíamos despegado de la tierra.

Nos habíamos apartado de la Pequeña Tierra guerrillera y, de creer a los pilotos, tres horas más tarde deberíamos aterrizar en Moscú.

E incluso en aquel instante en que el avión tomaba altura y el frío me calaba hasta los huesos, me costaba trabajo creerlo.

Por lo demás, el sentimiento que entonces experimentaba era mucho más complejo. Una alegría tumultuosa, el júbilo, el ardor alborozado de un chiquillo, se entremezclaban, de una manera absurda, con la meditación e incluso el temor.

Sí, experimentaba temor, pero no ante la catástrofe y la muerte, sino ante la posibilidad de no llegar a Moscú. Cerraba los ojos y me imaginaba la Plaza Roja, el Gran Teatro, la calle de Gorki... Y cómo uno avanzaba, se abría la puerta del despacho y de la mesa se alzaba para recibirte el secretario del Comité Central.

Debo confesar que envidiaba mucho a Kovpak, a Sabúrov, en una palabra, a todos los jefes guerrilleros que estuvieron en Moscú en agosto. Sabía que también yo figuraba entre los invitados a la reunión de los jefes guerrilleros celebrada en el Comité Central del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS. El lector sabe ya que por aquel entonces habíamos perdido la comunicación por radio con Moscú. El Comité Central y el Estado Mayor del movimiento guerrillero habían enviado a la retaguardia alemana dos grupos seguidos con la tarea especial de encontrar el destacamento de Fiódorov. Uno de ellos cayó en medio de fuerzas enemigas y pere­ció heroicamente; el otro, después de andar vagando mucho tiempo por los bosques, consiguió encontrarnos a fines de octubre. Aque­llos compañeros. nos trajeron una nueva emisora portátil y ellos fueron los que nos informaron de la reunión celebrada en agosto, en el Kremlin. Pero aunque los enlaces hubieran llegado a tiempo, no habría conseguido salir para Moscú: en aquel entonces, los ale­manes nos asediaban tanto, que no habríamos corrido el riesgo de recibir un avión.

Como es natural, yo, lo mismo que todos mis compañeros, quedé muy emocionado al recibir esa noticia. Los enlaces, claro está, no podían contarnos ningún detalle acerca de la misma. Pero comprendimos que el Comité Central del Partido Comunista (bol­chevique) de la URSS y el Comité Central del Partido Comunista (bolchevique) de Ucrania estaban preocupados por la pérdida de contacto con nosotros y la falta de datos operativos sobre nuestra situación y actividad. Todos comprendíamos que, al cabo de una semana, dos, o un mes, tan pronto como fuera posible, vendría a nuestro destacamento un avión, desde la retaguardia soviética, para llevarse a los heridos graves y, tal vez, me entregarían la orden de salir para Moscú, con el fin de informar.

Y, en efecto, no habían pasado aún dos semanas, y ya estaba yo camino de Moscú.

En una pesada cartera de campaña, que descansaba sobre mis rodillas, llevaba al Comité Central del Partido un informe sobre la actividad combativa y política de nuestro Comité Regional clandes­tino. Las últimas dos semanas, en medio de duras marchas e ininte­rrumpidas escaramuzas con los destacamentos punitivos que nos asediaban, el Comité Regional se había reunido varias veces. Bien de noche, en alguna casa de las afueras de la aldea, bien en el campo, al lado de la hoguera, discutíamos largamente cada página del informe. Y una vez, ocultándonos de la lluvia otoñal en un abandonado furgón italiano, nos pusimos a sonar.., sí, a soñar pre­cisamente, aunque redactábamos un informe. En aquel tiempo sabíamos ya que Kovpak y Sabúrov habían recibido una nueva tarea, que desconocíamos. Comprendíamos que el informe no sólo era el balance de lo pasado, sino una perspectiva para el futuro. En dependencia de cómo apreciase el Partido nuestra actividad comba­tiva, nuestro trabajo con el pueblo, se determinaría lo que se nos podía confiar en el futuro.

Abrí mi cartera de campaña y hojeé el informe. En sus renglo­nes, parcos y lacónicos, estaban encarnados todos nuestros pensa­mientos, sentimientos, esperanzas y anhelos... Me imaginé de nuevo Moscú, y de nuevo experimenté temor ante la idea de que al avión pudiera ocurrirle algo.

Fuera del avión, la oscuridad era densa; en la cabina lucía débil­mente una diminuta bombilla; se oían las sofocadas voces de mis compañeros de viaje.

Miraba con frecuencia el reloj, pero no pude comprender cuánto tiempo había transcurrido. A pesar de que me esforzaba enorme­mente por recordar la hora, cada vez que alzaba el reloj a los ojos, resultaba que había vuelto a olvidarlo. El frío se notaba mucho, faltaba aire. El segundo piloto abrió la puerta de su cabina y nos comunicó que estábamos volando sobre la línea del frente.

Entré en la cabina de los pilotos y, de pronto, vi el frente. Volábamos a una altura de cuatro mil metros. La noche era clara, pero no había estrellas, aunque tal vez no me daba cuenta de ellas, tan numerosas y brillantes eran las luces que refulgían sobre la tierra: bengalas verdes, rojas, moradas, amarillas rasgaban la oscuri­dad por todos lados. Por la tierra se deslizaban, en diversas direccio­nes, largos y puntiagudos rayos... Tardé en darme cuenta de que eran faros de automóvil. La inquietud se disipó, dando lugar a la alegría. En mi vida habla visto unos fuegos artificiales tan espléndi­dos. En Moscú, las salvas eran, seguramente, aún más resplandecien­tes, pero no teníamos idea de ellas, y la victoria estaba todavía muy lejos.

El segundo piloto me gritó algo al oído y, en aquel mismo instante, todo un haz de rayos luminosos se alzó en el aire. Brilló el ala plateada de nuestro avión y alrededor nuestro, muy cerca, comenzaron a estallar unos globos rojos. Los estuve contemplando bastante tiempo, muy distraído, antes de comprender que se tra­taba de proyectiles antiaéreos. ¡A aquello, precisamente, había que temerle más que a nada!...

Al parecer, el avión tomaba altura. El frío se hizo irresistible. Regresé a la cabina común y me puse de rodillas al lado de la ventanilla. Todos, a excepción de los gravemente heridos, se habían pegado también a los cristales. A mi lado estaba arrodillado igual que yo Pável Volodin. Tenía una expresión de extremo cansancio, los ojos le brillaban febriles. No había dormido tres días seguidos. Yo le grité en el oído:

— Pávlik, tendrías que descansar, échate, ahí tienes una camilla libre.

Se negaba como quitando importancia a la cosa. Estaba muy alarmado, con los nervios en punta. Todo el tiempo le parecía que el piloto llevaba mal el avión.

— Un buen piloto, pero no sabe maniobrar... Pero, ¿qué hace, qué se le ocurre ahora?

No les recomiendo en absoluto volar junto a un piloto profesio­nal en calidad de pasajero. Cada uno de ellos cree que otro piloto lleva el avión mal y lo critican sin parar.

Poco después, las explosiones fueron haciéndose más espaciadas. Se respiraba mejor: el aparato descendía. El corazón ya no me latía con tanta fuerza, pero, de pronto, sentí que de la tensión me dolían todos los músculos.

Pasaron otros cuarenta minutos. El segundo piloto volvió a entreabrir la puerta de la cabina y comunicó que nos acercábamos a Moscú.

El aeródromo estaba parcamente iluminado. Rostros desconoci­dos nos rodearon. Besé varias veces a un hombre con bigotes, al que no conocía; después, la gente se aparté, y una mujer vestida con uniforme militar me tendió la mano: Su apretón de manos fue fuerte y enérgico. Se presentó en voz alta:

— Teniente coronel Grisodúbova.

Marchamos por una alameda ligeramente cubierta de nieve. Se abrió una puerta... y vi una luz deslumbradora, decenas de mesitas cubiertas de níveos manteles y una enorme cantidad de gente con monos y chaquetones de piel... Todos nos estrechaban las manos. Comíamos, brindábamos, respondíamos a numerosas preguntas, reíamos a carcajadas.

Era el comedor de los pilotos de un aeródromo de los alrededo­res de Moscú. No fue un banquete preparado para nosotros. La gente que venía de lejanos “raids”, podía recibir allí comida calien­te, a cualquier hora del día o de la noche.

A eso de las siete de la mariana, la teniente coronel Grisodúbova nos comunicó que teníamos preparadas las camas y que podíamos ir a descansar. Pregunté cómo hablan instalado a nuestros heridos, y quise visitarles. Pero Grisodúbova me respondió que todos ellos dormían ya en el hospital del aeródromo.

Me desnudé en una pequeña habitación y me acosté entre dos sábanas de asombrosa blancura, comprendiendo perfectamente que de todas formas no podría dormir. Me extendí con una sensación de extraordinaria ligereza y aspiré el fresco olor de la ropa limpia. Y de pronto, me eché a reír sonoramente: en una silla, que estaba a mi lado, pendía una vestimenta muy extraña: un enorme gorro, con una cinta atravesada, un chaquetón de afelpada piel húngara y un abrigo de cuero. Al lado mismo descansaban un automático, cuatro discos de repuesto, una máuser, una parabéllum...

Todo aquello lo llevaba encima hacía un minuto. ¡No menos de un pud seguramente! He ahí la causa de que experimentara esa sensación de alivio. En los últimos tiempos casi nunca me sacaba de encima todo ese armamento.

Esperábamos a los representantes del CC del PC(b) de Ucrania y del Estado Mayor ucraniano del movimiento guerrillero. La cama­rada Grisodúbova nos había dicho que en el hotel ~‘Moscú” tenía­mos reservadas unas habitaciones y que vendrían a buscarnos en coche.

Pero tardaban en llegar. Entonces Volodin — que era un viejo moscovita y se orientaba allí mejor que nadie— nos propuso ir a la ciudad en tren eléctrico.

La idea fue de nuestro agrado. Nos vestimos rápidamente y, despidiéndonos de los hospitalarios dueños del aeródromo, marcha­mos a la estación.

También tuve que separarme de Volodin. Se quedó con los pilo­tos y lo vi en Moscú sólo al cabo de unos cuantos días y así y todo sólo por un momento. Me enteré de que ingresaba en un hospital con la esperanza de volver a un avión de guerra.

* * *

Al principio, en el tren había mucho sitio libre. Al mismo tiempo que nosotros, entraron varias mujeres y escolares. Después, a mi lado se sentó un viejo obrero.

Cuando comenzó a llegar más gente, advertimos que nos mira­ban con curiosidad. El viejo fue el primero en romper el silencio, preguntándome:

— ¿De dónde venís, hijito, así?

— ¿Cómo así, padrecito?

—Cualquiera sabe, os habéis colgado tantas armas como si os dispusierais a combatir, pero por la ropa no parecéis soldados.

Un muchachito de una Escuela de Artes y Oficios, con el traje manchado de grasa, que estaba sentado enfrente, dijo con voz sonora:

— Son guerrilleros.

— ¿En qué lo has conocido? —pregunto Yariómenko.

— Llevan automáticos alemanes, bigote, cintas. Toda persona entendida lo comprenderá. ¿Se han cortado las barbas, verdad?

Así se entabló la conversación. Un minuto más tarde, éramos el objeto de la atención general. Nos asaeteaban a preguntas. Una mujer entrada en años gritó desde lejos:

— ¿No está con vosotros Morózov? Víctor Nikoláevich Moró­zov. Por radio comunicaron que estaba en un destacamento guerri­llero, pero no dijeron dónde.

Los moscovitas se interesaban decididamente por todo lo que tenía relación con la vida guerrillera. Cuando hablaba alguno de nuestros muchachos, la gente que iba en el vagón guardaba el mismo silencio que en una conferencia. Aquella atención nos con­movió y emocioné. Observamos que los moscovitas se hacían una idea exagerada de los peligros que corrían los guerrilleros. Cuando tratamos de negarlo, los oyentes protestaban:

— Lo decís por modestia, lo sabemos...

Dije al muchacho de la Escuela de Artes y Oficios que en nues­tro destacamento había más de veinte chicos de su edad.

Al principio, el muchacho se entusiasmó:

  ¿Puedo ir yo también a guerrilleros? Me gustaría muchísimo, tengo dos hermanos en el frente, y les ayudaría.

Todos se echaron a reír. El muchacho se turbó y se puso co­lorado.

  Claro, comprendo —dijo mirando por la ventanilla— que hay que ser completamente distinto...

— Es cierto —confirmé el viejo—, hay que ser un héroe. Los guerrilleros, amiguito, son hombres de temple y resistencia especial; tú y yo hemos comido aún pocas gachas para ello.

Esta idea —en realidad muy nociva—, que se tenía de los guerri­lleros, considerándolos como unos titanes prodigiosos, era incul­cada en la gente por literatos y periodistas. Más tarde, después de haber leído en Moscú periódicos y revistas, vi que los relatos sobre las hazañas guerrilleras eran con frecuencia producto de la fantasía. Sus héroes se mostraban tan extraordinarios y dotados de un valor ilimitado, que era difícil creer en su realidad. Y no tenía nada de extraño que un lector corriente pensara: “¡Cómo voy a compararme yo con esos valientes!” De lo que se escribe poco es de cómo superar el miedo. Y esto es lo más importante. He lamen­tado más de una vez que no hubiese en nuestras filas un escritor capaz de relatar, de un modo verídico, cómo hombres soviéticos, de lo más corriente combaten en los bosques y cómo su heroísmo se convierte para ellos en una necesidad cotidiana, en parte de la disciplina y la conciencia de todos.

También nosotros nos asombrábamos de todo lo que veíamos. Probablemente, examinaba con poca delicadeza a una mujer alta y delgada con gafas. Llevaba en el hombro —como un fusil— una pala, cuya parte metálica estaba cubierta con una carpeta. Al obser­var mi mirada, la mujer sonrió y dijo:

  Me mira usted de una manera...

  Le diré francamente que no es a usted a quien miro, sino a la pala...

  ¿De verdad? Pues claro, le debe parecer cómico, por falta de costumbre. Pero mire a su alrededor...

Seguí su consejo y sólo entonces observé que casi todos los pasajeros tenían palas envueltas en trapos o papeles. Y casi todos llevaban pesados sacos y bolsas.

— La patata es la que nos salva —me explicó seriamente una obrera joven—. Nosotros, camaradas guerrilleros, somos los héroes de la pala... ¿Y qué se creen ustedes? —prosiguió enardeciéndose—. Aquí seguramente todos, con estas mismas palas, hemos cavado trincheras alrededor de Moscú.

¡Qué maravillosa cualidad ésta del hombre soviético de ha­blar con sencillez y sinceridad en todas las circunstancias! Pasa­ron diez o quince minutos desde que nos pusimos a charlar y ya todos nos compredíamos a la perfección y hasta parecía que nos conocíamos desde hacía años.

— ¡ Lástima que los trenes alemanes no marchen a esta veloci­dad! —exclamó Balabái.

Y no sólo nosotros, sino casi todos los pasajeros lo entendieron y se echaron a reír.

— Pues, seguramente les habéis enseñado a los nazis a ir más despacio —comentó entendiendo la broma la cobradora del vagón—. A esta marcha, si se pisa una mina, seguro que todo se hace papilla, ¿no es cierto abuelo? —dijo dirigiéndose hacia mí.

La miré con curiosidad. No tendría menos de treinta años.

— Temprano me toma usted por abuelo.

— ¿Cuántos años tiene, pues?

— Cuarenta.

— ¿De veras? No acabo de creérmelo... Tampoco usted, segura­mente, creerá que tengo veintidós. Ya ve.

Ambos nos echamos a reír alegremente. Alrededor, la gente tam­bién sonreía. ¿Por qué? Diríase que había motivos para ponerse tristes...

  Hay que ver cómo somos los soviéticos —dijo pensativo el viejo.

El viaje fue bastante largo. Me entraron ganas de fumar y lié un pitillo.

— En seguida se ve que es guerrillero —dijo la cobradora—. ¡Qué falta de disciplina! Bueno, así sea, es usted nuestro invitado, fume aquí, si viene el revisor ya le explicaré el caso.

 

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