"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo primero: BOMBAS DOBRE CHERNIGOV parte 3 de 5

 

Vasili Lógvinovich Kapránov, bajito, grueso y extraordinariamente bondadoso, que había sido vicepresidente del Comité Ejecutivo Regional de Chernígov, y era ahora miembro del Comité Regional clandestino, estaba encargado de preparar las bases guerrilleras.

El más impenetrable misterio rodeaba su actividad.

A sus depósitos iban a parar decenas de toneladas de harina, latas de conserva, toneles de aguardiente, etc. Se acercaban los camiones, los cargaban con pesados sacos, los contables extendían los recibos, pero solamente Kapránov sabía adónde iba destinado todo eso.

El camión se detenía en el campo, en la linde de un bosque, lo descargaban y el chófer daba la vuelta... Cuando el camión vacío se alejaba a una respetable distancia, del medio del bosque salían unos carros y unos hombres cargaban en ellos todo lo traído. Los caballejos seguían primero el sendero, pero después se adentraban en el bosque. Los hombres que acompañaban los carros disimulaban con ramas y hierbas las huellas de las ruedas. Pero lo más frecuente era que no hubiese carros, y entonces había que llevar a cuestas toda la carga.

Allí trabajaban los futuros guerrilleros. Recogían un cargamento de lo más variado: azúcar, galletas, cartuchos, ametralladoras, botas de fieltro, moldes de imprenta.

A todo esto había precedido un intenso trabajo de los hombres de Kapránov, que habían abierto profundas zanjas y apuntalado sus paredes.

Unicamente los miembros del Comité Regional clandestino -y ni siquiera todos- conocían el lugar donde se hallaban los depósitos de Kapránov. Más tarde, cuando los compañeros marcharon a sus lugares, a cada uno se le indicó la posición de la base próxima a ellos.

Varias veces acompañé a Kapránov a centenares de kilómetros de Chernígov, a la espesura de algún bosque, y él solía decirme:

— Mire, Alexéi Fiódorovich, yo creo que éste es un buen sitio. La aldea más próxima está a diez kilómetros, el ganado no acostumbra a pastar por aquí.

— ¿Qué tal persona es el guardabosque?

— Tenemos informes seguros, es persona de confianza y se queda con nosotros.

Los camaradas sondeaban la tierra para comprobar la profundidad de las aguas del subsuelo. Teníamos el tiempo justo. Si la zanja era abierta a ciegas, se corría el peligro de que luego se inundara y, entonces, habría que cavar otra en un nuevo sitio. Kapránov era una alhaja en este sentido: siempre obraba sobre seguro.

Las bases de aprovisionamiento, por lo general, consistían en una zanja de unos tres metros de profundidad, con una superficie de 30 a 40 metros cuadrados, entibada con gruesos troncos, según todas las reglas de los zapadores. La madera para las vigas, naturalmente, no se cortaba al lado de la base, sino a unos trescientos pasos por lo menos. El fondo de la zanja estaba apisonado y cubierto de ramas, para preservarlo de la humedad. La tierra extraída era esparcida lejos de allí o arrojada a los barrancos y ríos.

Estos fosos, que en realidad eran importantes depósitos subterráneos, tenían por techo unos troncos, recubiertos de tierra hasta el nivel del suelo. Luego tapábase todo con césped o musgo, donde se plantaban arbustos o pequeños arbolitos.

En más de una ocasión, Kapránov me llevó a los lugares de esas bases camufladas y jamás pude descubrir ninguna. Kapránov me indicaba unos tocones, diversas señales que yo debía recordar.

De ese modo los hombres de Kapránov construyeron nueve bases. Lo hicieron tan bien, que sólo una, y ésta, por casualidad, fue descubierta más tarde por los fascistas.

En total, los destacamentos de distrito construyeron unas doscientas bases en la región.

De no haberse realizado este trabajo, los destacamentos guerrilleros, sobre todo en el primer período de organización, lo hubiesen pasado mal. Las bases de aprovisionamiento decidieron el destino de muchas unidades guerrilleras. La población no siempre podía alimentarnos, y hasta que no empezamos a arrebatar armas al enemigo, no pudimos tampoco alimentarnos a su costa.

* * *

En una ocasión, en plena jornada de trabajo, al edificio del Comité Regional de Chernígov llegaron dos coches: una furgoneta cubierta y un coche de turismo. Los vi de refilón a través de la ventana que daba a la calle. Al cabo de un minuto me llamó el compañero de guardia y dijo con voz alarmada:

— Alguien quiere verlo, camarada Fiódorov, no sé qué coronel con dos soldados quiere verlo a toda costa... -Y prosiguió en voz baja-: Llevan una enorme maleta cada uno...

Al instante me acordé del reciente encuentro en la antesala del secretario del CC.

— No hace falta que siga -le dije al guardia- dígale al coronel que se ponga al teléfono... ¿Camarada Stárinov?

— Así es. ¡El jefe del centro operativo de instrucción del Frente Occidental, coronel Stárinov! ¿Se acuerda, nos vimos con Burmístrenko? ... Pues bien, ahora vengo a verle a usted. Con el mismo fin y las mismas maletas. Voy con el tiempo contado. Vamos de Gómel a Kiev...

Le di orden al guardia que dejara pasar al coronel con sus dos soldados sin dilación ni pase alguno y que llevaran su carga a mi despacho.

— Con las maletas? ¿Sin revisarlas?

— ¡Sí, sí! ¡Que suban inmediatamente!

Así que Stárinov vino a vernos. Mientras él subía al segundo piso, tuve tiempo de reunir a los miembros del Comité Regional clandestino: Popudrenko, Kapránov, Pétrik, Nóvikov y el encargado del departamento militar Démchenko. Les avisé que hablaran lo menos posible y escucharan con la mayor atención. El coronel que venía a vernos tiene una enorme experiencia en el arte de los minadores. Se trata de un veterano del Ejército Republicano español. Tenemos que recoger de lo que nos muestre la mayor cantidad de conocimientos posible.

Después de estrecharnos a todos la mano, Stárinov se excusé por tener ser breve.

— Me he enterado de que ustedes se preparan en serio para la lucha guerrillera y he decidido pasar a verles por propia iniciativa. Antes que nada, tengan este ejemplar multicopiado de un folleto. Hagan lo posible por sacar copias cuanto antes y distribuirlas entre los jefes de grupo que vayan a quedarse tras las filas del enemigo... Y ahora tengo que pedirles una cosa. Saquen de la mesa los papeles, los tinteros y el cenicero. Les voy a mostrar todo lo que he traído. A medida que lo enseñe les daré las explicaciones oportunas.

El coronel hablaba en tono tranquilo, algo seco. Dos dedos de su mano derecha se movían con dificultad. Al fijarme en ello, retiré al instante la vista. Pero nuestro invitado era observador y se dio cuenta de mi mirada. Alzó la mano y con una sonrisa se dirigió a todos nosotros:

— Un recuerdo de España y un buen aviso: el minador debe ser rápido, hábil, pero... nunca darse prisa. Es una verdad que hay que repetir como los musulmanes sus oraciones: cinco veces al día. Bueno, ahora dediquémonos al contenido de las maletas.

No sé cómo estaban los demás, pero a mí esto me atraía y me sentía emocionado. Una tras otra se iban colocando sobre mi espaciosa mesa de trabajo filas de minas de todos los modelos posibles: redondas, planas, abombadas; antitanque, antiinfantería; para dinamitar puentes o convoyes en movimiento. Minas con ácido, minas con sorpresa y con interruptores de antiextracción. Ante tanta variedad la cabeza se me puso a dar vueltas. A medida que nos las mostraba, Stárinov nos explicaba cómo estaban construidas, el modo de empleo, las maneras de esconderlas. Hacía funcionar y nos dejaba manejar todas las minas: las minas de presión, de tracción, de encendido eléctrico. Entre los círculos, globos y óvalos metálicos destacaban dos trozos de carbón. Uno, brillante como la antracita y otro, de color opaco, como un trozo de carbón ordinario que se usa para la calefacción de las casas o para las calderas de las fábricas. Ambos pedazos de carbón estaban cargados de un poderosísimo explosivo capaz de destrozar una locomotora, un barco, una fábrica o una mina. Para introducir un trozo de éstos en un depósito de carbón enemigo no se necesitaba ningún tipo de conocimiento especial, lo podía hacer hasta un niño.

Casi todos los modelos que trajo Stárinov tenían unos señalizadores eléctricos. Si estirábamos bien el cordón o apretábamos la mina se encendía una pequeña lámpara. Eso quería decir que se había producido la "explosión".

Me acuerdo de cómo se le encendieron los ojos de la emoción a Nikolái Nikítich Popudrenko.

— ¡Pero si esto es un tesoro para el guerrillero! - exclamó.

— ¿Pero de dónde las vamos a sacar? - preguntó con una sonrisa burlona Vasili Lógvinovich Kapránov. Semión Mijáilovich Nóvikov comenté en tono sombrío:

— Indudablemente, aprender a manejar estos inventos es algo muy útil. Pero hay en eso algo que no entiendo. Tan sólo en nuestra región, en plena época de cosecha, trescientas mil personas se ven obligadas a cavar fosas antitanque y gastar nuestro precioso cemento para hacer diversos pilares y otras barreras que, tal como se ha visto por el curso de la guerra, no sirven para gran cosa. En cambio, las minas que usted, camarada coronel, nos está mostrando pueden utilizarse no sólo en la retaguardia del enemigo, sino también como un arma poderosa capaz de contenerlo. Y si es cierto lo que digo, ¿dónde están? ¿Por qué no las hay?

— Todo eso es cierto —contestó Stárinov en tono de amargura—. La producción de minas es inadmisiblemente pequeña. Pero el Mando Supremo ha tenido en cuenta la lección del primer mes de guerra, y ahora ya hay fábricas que han puesto en marcha sus cadenas de montaje... La historia de este asunto es complicada...

— Y ahora no es el momento de discutir sobre eso —añadí yo—. Dígame, camarada Stárinov, ¿usted se marcha?

— No más tarde que dentro de media hora.

— ¿Quién instruirá entonces a nuestros futuros guerrilleros?

— En cuanto llegue a Kíev le enviaré enseguida tres instructores. En lo que se refiere al abastecimiento en minas para las unidades guerrilleras, de esto se encargarán el Comité Central del Partido y el Mando Supremo. Lo que ahora tienen que comprender es lo siguiente: en la retaguardia del enemigo, una mina —no sólo de producción industrial, sino también la casera— es el arma más adecuada y certera. Es mucho más precisa que una bomba de avión e incluso que un proyectil de artillería. Para eso hacen falta cuadros formados. Es necesario formar centenares de minadores que se aficionen a la cosa. Miren por ejemplo —Stárinov sacó de la maleta una bola niquelada del tamaño de un huevo de ganso—. No es una mina, sino tan sólo un proyectil incendiario. Fíjense bien, no es un modelo o un juguete, es un arma de verdad. Sin embargo, ¿verdad que parece un juguete inofensivo? Doce camaradas nuestros —comunistas, guerrilleros españoles— se internaron en la retaguardia del enemigo el 5 de julio de 1937 con estos mismos "juguetes inofensivos", los lanzaron en la dirección del viento sobre unos arbustos y un bosque de pinos que se encontraba próximo a un gran depósito de municiones de los sublevados. Al cabo de un cuarto de hora el fuego alcanzó al depósito; explotaban los cajones con los cartuchos, los proyectiles de artillería, mientras que nosotros nos íbamos tranquilamente del lugar. Atravesamos el río y despistamos a los sabuesos...

Tomé la bolita de las manos de Stárinov, la sopesé, estaba pulida por todos lados.

—¿Y dice usted que este "juguete" funciona? —pregunte a nuestro invitado—. El suelo del patio es de cemento. Vamos a probarlo...

Después de estas palabras me introduje la bola en el bolsillo.

— ¡Cuidado! —gritó asustado Stárinov.

Me giré con gesto patoso, golpeándome con un ángulo de la mesa y en ese instante salieron de mí un torrente de chispas... no metafóricas, sino de verdad, de las que encienden todo lo combustible. Tuve suerte de que la bola me quemara en un instante el tejido del bolsillo y cayera al suelo. Al principio ni siquiera noté dolor. Me acerqué corriendo al cajón lleno de arena del cual salía una pala de zapador, la tomé y lancé la bola ardiendo por la ventana. Recordaré que en todas las casas y oficinas había gran cantidad de cajones con arena y extintores para los casos en que un avión alemán lanzara bombas incendiarias.

Todos, claro, se azoraron. Pero al momento llegó la enfermera, me curé la herida que era bastante profunda, puso una venda y pudimos proseguir nuestra lección. Así es, una lección o, mejor dicho, la clase. La pierna me dolía muchísimo, no obstante lo soporté esforzándome por comprender y asimilar cuanto más mejor...

...Al rato despedimos al coronel Stárinov y volvimos a mi despacho para leer en voz alta el folleto.

Yo comencé a leer, los restantes miembros del Comité Regional clandestino escuchaban. El dolor de la pierna era casi inaguantable si estaba sentado, así que leí el folleto de pie. En él se explicaba el modo y de qué materiales se podían hacer explosivos, cómo convertir un trozo de tubería en granadas de mano, cómo los abonos del campo de nitrifosfatos pueden emplearse por personas sin una preparación especial, por unos simples guerrilleros, para hacer bombas, cómo extraer sin demasiados riesgos de los proyectiles y bombas de aviación del enemigo la trilita para volar los convoyes alemanes, cómo combiar el estopín...

No acabamos de leer el folleto, aunque era casi imposible dejarlo de hacer. Llamé al director de la tipografía regional y le di orden de que imprimiera en un plazo no mayor de dos días trescientos ejemplares de él.

— ¡Para qué tantos! —intentó protestar Pétrik—. Si no tenemos papel suficiente para los carteles y pasquines...

Pasó medio año y resulté que esos trescientos ejemplares fueron una gota en el mar. Volvimos a hacer más copias en la tipografía de campaña de los guerrilleros.

En lo que se refiere a mi accidente... la pierna me dolió mucho tiempo, la quemadura fue profunda, la cicatriz me la trae a la memoria hasta ahora. Nunca olvidaré nuestro encuentro con Stárinov en Chernígov; desde aquel mismo momento me convertí en ardiente partidario de instruir a los guerrilleros en el arte del empleo de las minas.


nota del autor, parte 01, 02, 03, 04, 05, capitulo dos parte 01