"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo primero: BOMBAS DOBRE CHERNIGOV parte 4 de 5

El 18 julio, el Comité Regional recibió una nueva instrucción: organizar, además de los destacamentos guerrilleros de distrito, un destacamento regional de unos 150 ó 200 hombres, con sus respectivas secciones de caballería, minadores e infantería.

Comenzamos a reclutar voluntarios. A los pocos días, 186 hombres seleccionados, de probada confianza, se reunieron en la sala del Soviet de la ciudad para recibir las últimas instrucciones.

Había allí las más diferentes personas: cuadros del Partido, ingenieros, empleados, obreros, koljosianos, actores, músicos, cocineros... Todos ellos vestían de distinto modo, con arreglo a su situación social y a su género de vida.

Así, pues, los hombres habían sido seleccionados y las bases preparadas. Al parecer, todo estaba dispuesto para recibir a los intrusos... ¿Habrían comprendido nuestros comunistas en la clandestinidad que lo fundamental era el apoyo del pueblo, que nuestra causa sagrada, cuando el enemigo campase por sus respetos en nuestra tierra, era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha? No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores solamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos.

En la mañana del 8 de agosto el primer grupo del destacamento guerrillero regional salió de Chernígov hacia el lugar de su dispositivo. El calor asfixiante presagiaba lluvia.

Setenta hombres, unos con chaquetas guateadas, otros con abrigos de invierno, algunos con abrigos de piel o de cuero marcharon al bosque.

Yo acompañé a los camaradas. Por ahora, iban únicamente de prácticas, para entrenarse. Así determinamos su misión. Nos guiaba el propósito de que los jefes y combatientes se imaginaran ser ya guerrilleros. Que aprendieran a esconderse, a disparar, a arrastrarse sin ser vistos hacia los "objetivos del enemigo".

El 10 de agosto, todo el destacamento regional llegó a su lugar de destino, a los bosques del distrito de Koriukovka, sector de Gúlino, al lado del río Snov. Habíamos elegido este sitio porque pensábamos que allí no se librarían grandes combates: así podrían esperar que el frente los rebasase y pasar desapercibidos.

El lugar nos atraía, además, por sus condiciones naturales. Entre los espesos zarzales que cubrían casi toda la orilla del río Snov, podía ocultarse todo un ejército. Y a unos doscientos o trescientos metros de la orilla, comenzaba el bosque.

Al día siguiente visité a los camaradas.

El jefe del grupo, capitán Kuznetsov, que anteriormente había trabajado en el Osoaviajim, y el comisario político, camarada Démchenko, encargado de la sección militar del Comité Regional, habían repartido ya entre los futuros guerrilleros las armas, y ahora se dedicaban regularmente a la instrucción militar: tiro al blanco, limpieza del fusil, reglamento militar, reglamento de campaña. Era un típico campamento de Osoaviajim. Comida a discreción y, hasta el momento, ningún peligro...; como si no hubiera guerra.

En Chernígov, se ordenó a los camaradas no tener trato con la población, no descubrirse, mas los guerrilleros estimaron, por lo visto, que eso era una medida circunstancial y comenzaron a ir por las aldeas en busca de leche y algunos de los jóvenes a pasear con las muchachas.

Por las tardes, en el campamento se cantaba y bailaba a los sones de un acordeón. El sitio era maravilloso, hacía calor, y a no ser por los fusiles en pirámide, hubiese podido creerse que aquello era una casa de descanso.

A las doce de la noche la gente, en grupos, se retira al cuartel, situado en la casa grande y bien acondicionada de la administración forestal. Los jefes se tumbaron en unas camas y los demás sobre montones de heno seco y fragante.

Pero en cuanto todos estuvieron acostados y alguien incluso empezó a roncar, se dio por orden mía la señal de "alarma". Obligué a la gente medio dormida a formar y abandonar en el acto el cuartel para jamás volver a él. Les dije que tenían que pasar la noche en chabolas hechas entre los zarzales y ocultarse de la población mientras no llegasen las tropas enemigas.

— Debéis aprender a vivir de modo que todos ignoren vuestra existencia.

Alguien se acercó a mí y trató de convencerme:

— Pero aquí hay pantanos, la gente puede enfermar.

Mas cuando en el cielo bramaron los aviones alemanes y empezaron a caer bengalas, todos callaron impresionados...

Los aviones alemanes iban a bombardear Chernígov.

* * *

Nunca estuve de tan mal humor en mi vida como aquellos días del 23 al 29 de agosto de 1941.

Volvía del Frente Central, después de una conversación con el Consejo Militar, cuando tropecé con una columna de coches de turismo: detuve al primero y pregunté a sus ocupantes quiénes eran y a dónde iban. Yo examiné su documentación y ellos revisaron la mía. Los viajeros eran los dirigentes de la región de Gómel y con ellos iba el camarada Edínov, secretario del Comité Central del Partido Comunista (bolchevique) de Bielorrusia.

— Los nuestros han dejado Gómel —me dijo el camarada Edínov—. Los alemanes avanzan sobre Chernígov.

Llegué al Comité Regional rendido de cansancio y hambriento. Me llevaron al despacho un plato de "borsch"; me senté al lado de la ventana y coloqué el plato sobre el alféizar.

Aulló la sirena. Ultimamente, todos los días teníamos unas veinte alarmas. Yo estaba acostumbrado ya y la mayoría de las veces ni siquiera bajaba al refugio. Los bombardeos, hasta entonces, no habían sido muy intensos.

Mientras comía, miré por la ventana. Desde allí veía una gran parte de la ciudad. Por encima de los tejados divisé a lo lejos varios aviones. De entre las nubes se desprendió otra negra bandada y un minuto después ya estaban los alemanes sobre la ciudad. Vi cómo caían las bombas y hasta pude precisar que el primer edificio volado había sido el teatro, después el local de las milicias, el edificio de Correos... Seguí comiendo maquinalmente. Los bombarderos pasaron por encima de la casa del Comité Regional. Las explosiones, el traqueteo de las ametralladoras y el estampido de los antiaéreos fundiéronse en un horrible estruendo... La gente corría alocada por las calles. Alguien gritaba desesperadamente, era imposible descifrar si era una voz de hombre o de mujer...

Salí del despacho y me encaminé al refugio. Iba como mareado. Acercábanseme los compañeros de trabajo; yo respondía maquinalmente a sus preguntas. Tenía la sensación de que un peso inmenso había caído sobre mis espaldas...

En el pasillo, casi en tinieblas, me detuvo un hombre a quien no conocía.

— Estoy aquí desde esta mañana, camarada Fiódorov. Vengo del distrito...

— Dígame.

— Me han expulsado del Partido y he recurrido ante el Comité Regional... Estamos en guerra, camarada Fiódorov, ¿cómo puedo vivir fuera del Partido? ...

— ¿No sabe usted que hay alarma aérea? Para resolver su asunto, tengo que llamar a los camaradas, examinar documentos. Y todos están en el refugio... Le ruego que venga usted mañana.

— Mañana será tarde. Los alemanes se acercan a nuestro distrito...

En aquel instante una bomba estalló tan, próxima que bajo nuestros pies tembló la tierra.

Esto no pareció impresionar a mi desconocido interlocutor. Yo aceleré el paso. El siguió andando a mi lado.

— Comprenda, camarada —proseguí yo—, que en esta situación es imposible.

— Sí, sí —accedió él tristemente, y me tendió la mano.

No me fijé en su rostro, pero su apretón de manos fue cordial. Lamenté sinceramente no haber podido hacer nada por él.

Por primera vez pasé toda la noche en el refugio. Los aviones alemanes volvieron doce veces. Estar sentado, esperando pasivamente, sin saber ni ver nada, es una ocupación humillante.

Por la mañana, aunque la alarma seguía, regresé al Comité Regional.

Negras madejas de humo colgaban sobre los tejados de las casas, lenguas de fuego subían hacia el cielo. Por todas partes crepitaban los incendios. Los bomberos trataban de apagar las llamas, pero qué podían hacer cuando a cada minuto surgían nuevos y mayores focos! La gente sentíase incapaz de luchar contra el fuego.

En Chernígov ya no quedaban más que unos centenares de personas: casi toda la población había evacuado.

El mando alemán no ignoraba, naturalmente, que en la ciudad no existían unidades ni objetivos militares. Sin embargo, los pilotos alemanes destruían cualquier casa que apareciese a sus ojos, perseguían a cada persona que lograban divisar. Los pilotos alemanes actuaban con arreglo al feroz programa del fascismo.

En una tregua, decidí recorrer la ciudad.

Marchamos por la calle de Shevchenko. Cada tres o cuatro casas, un incendio. A nuestro encuentro venía galopando un caballo cojo. El chófer tuvo que meterse en la acera, si no el animal, enloquecido, se hubiera precipitado sobre el coche.

Detrás de nosotros, a unos quince metros todo lo más, se desplomé un muro. Las vigas cayeron ardiendo sobre el caballo.

En la ancha acera vi a un hombre con sombrero y gafas que andaba a gatas. Le llamé. No me respondió. El chófer detuvo el coche y yo volví a gritar:

- !Camarada!

Entonces se levantó, me miró con unos ojos turbios y corrió hacia el portal de una casa. Hubiera sido absurdo seguirle.

Salimos a la plaza de Kúibishev. La mayor parte de las casas ardían, algunas habíanse desplomado ya; hasta en el centro de la plaza se percibía el calor de las llamas.

En medio de la plaza, con los brazos extendidos, estaba de pie un hombre alto y grueso, con el rostro negro por el hollín. Le llamé.

No nos veía. Volví a llamarle inútilmente. El chófer acercó el coche hasta casi rozarle. Así al hombre alto de una mano y él se metió dócilmente en el coche, pero tardó aún bastante en responder a mis preguntas.

Más tarde, cuando le conté cómo le habíamos encontrado, se encogió de hombros:

— No recuerdo nada.

Recorrimos varias calles más. Cuando llegamos al jardín, volvieron a aparecer los "Heinkel". Uno de ellos lanzó una ráfaga de ametralladora contra el coche.

Recogimos a otras dos personas. A uno lo tuvimos que atar: se había vuelto loco.

Tardamos casi una hora en el viaje. Durante este tiempo, la ciudad volvió a ser bombardeada por dos grupos de aviones de bombardeo. Regresamos al Comité Regional. Yo tenía miedo de no encontrar allí más que escombros. Pero el Comité Regional, por milagro, estaba casi intacto. En un radio de doscientos metros no había quedado casa sin averiar; sin embargo, en el edificio del Comité Regional habían volado tan sólo algunos cristales.

Aquella noche tomamos la decisión de evacuar. El Comité Regional del Partido, el Comité Regional del Komsomol y el Comité Ejecutivo Regional debían dirigirse al pueblo de Lukashovka, a quince kilómetros de Chernígov. Era insensato quedarse allí. Chernígov estaba completamente aislado. La central eléctrica había sido averiada y cortadas las comunicaciones telegráficas y telefónicas. En la ciudad apenas quedaban habitantes: las fábricas y empresas también habían sido evacuadas.

Abandonamos apesadumbrados la ciudad desierta y destruida.

Al pasar por delante de mi casa, descubrí con asombro que estaba intacta. Pensé en detener el coche y llevarme algunas cosas, una muda de ropa, por lo menos, unas botas... Pero no me decidí, cosa que no tardé en lamentar.

Yo llevaba un abrigo de cuero, guerrera, pantalones militares y botas de piel de becerro. Colgaba de una correa la cartera de campaña. Este era todo mi bagaje.


nota del autor, parte 01, 02, 03, 04, 05, capitulo dos parte 01