"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: PRIMEROS EXITOS parte 3 de 16

Nos atrincheramos en el bosque. Casi todos los días —bien por un lado, bien por otro— éramos atacados por alemanes o húngaros. A veces, el enemigo lanzaba contra nosotros unidades policíacas, de reciente formación. A las diez u once de la mañana, en el campamento se daba la voz de ¡a las armas! , y dos o tres compañías salían al encuentro del enemigo.

A veces, atacábamos las guarniciones enemigas. No todos los golpes fueron tan afortunados como el de Pogoreltsi, pero todos resultaban bastante sensibles para el adversario. Al parecer, los invasores se habían resignado a aceptar nuestra existencia y durante cierto tiempo reconocieron el bosque como zona guerrillera.

Por cierto, bien pronto nos dimos cuenta de que en aquel período el mando alemán, con toda intención, no lanzaba contra nosotros fuerzas importantes. Los nazis eligieron la táctica de la provocación. Estaban seguros de que no sería difícil capturar y liquidar a los guerrilleros en cualquier momento. El mando alemán consideraba que su tarea principal era organizar el poder en los poblados y sojuzgar por completo a sus habitantes. "Inculcar el espanto en todos tos que queden con vida. El golpear de las botas alemanas debe hacer temblar el corazón de los rusos". Tal era la tarea planteada por Alfred Rosenberg, gauleiter de Ucrania, a los soldados del ejército de ocupación.

Pero, al igual que todo lo planeado por los insolentes y engreídos fascistas, ese programa de terror había fracasado.

En cierta ocasión, nuestros guerrilleros trajeron al Estado Mayor una "lengua": un suboficial de las tropas SS. Para interrogarle, llamamos a Karl Schveilik, el intérprete de la compañía de Balabái. Karl había nacido en Ucrania y era un auténtico hombre soviético.

Durante el interrogatorio, el SS preguntó a nuestro traductor:

— ¿Eres alemán?

— Sí —respondió Karl—, soy alemán, pero no de los idiotizados por Hitler.

El SS, que estaba atado, intentó dar una patada a Karl. E incluso cuando se le dio una bofetada, continuó escupiendo y vociferando.

— ¡Imbéciles! —chillaba—, dentro de un par de semanas os echarán el guante y os colgarán a todos.

— ¿Y por qué dentro de dos semanas? ¿Es que ahora os faltan arrestos?

— Ahora os necesita nuestro mando.

Al oírlo, nos echamos a reír. Pero en las palabras del SS había algo de verdad: las autoridades de ocupación confiaban en que conseguirían enfrentar a la población con los guerrilleros.

En algunos lugares, los mismos alemanes creaban destacamentos guerrilleros.

Entregaban armas a los delincuentes que habían puesto en libertad, a los bandidos declarados, y les permitían asesinar y saquear impunemente a la población. Pero esos bandidos debían ir gritando por todas partes que eran guerrilleros.

A pesar de su maldad, la provocación era estúpida. Tan sólo picaban en el anzuelo gentes muy ingenuas. La mayoría de los habitantes distinguía, sin equivocarse, a los verdaderos guerrilleros de los provocadores... La gente no pedía defensa contra esos bandidos a las autoridades de ocupación ni a la policía, sino a nosotros mismos.

Con ayuda de la población, nuestros exploradores averiguaron que una de esas bandas operaba en el caserío de Lukovitsi, del distrito de Koriukovka. A una sección mandada por el camarada Kózik y mi ayudante en el Comité Regional, camarada Balitski, se le encomendé el aniquilamiento de los provocadores que se decían guerrilleros.

Los capturaron cuando estaban desprevenidos; y, una vez desarmados, los sacaron a la calle. Todos los habitantes del caserío se reunieron para ver cómo se juzgaba a los bandidos. Balitski leyó al pueblo una octavilla del Comité Regional, titulada: "Quiénes son los guerrilleros". Todos los efectos que los bandidos habían quitado a la población y aún conservaban, fueron devueltos a sus dueños, y los provocadores, fusilados allí mismo, en presencia del vecindario.

Después de la operación de Pogoreltsi, las guarniciones alemanas de las aldeas y poblados del contorno fueron considerablemente reforzadas. Según datos facilitados por nuestro servicio de información, el enemigo había concentrado, alrededor del bosque de Reimentárovka, unos tres mil soldados. Pero éstos no tenían gran prisa en combatir contra los guerrilleros, prefiriendo un "trabajo" más fácil: habérselas con la población civil.

Empezaron a arder aldeas. Los alemanes decían en sus octavillas y pasquines que "liquidaban nidos guerrilleros". Los destacamentos punitivos irrumpían en las aldeas y arrojaban de sus casas a todos los vecinos. El que se detenía para coger las cosas más imprescindibles o se resistía, era fusilado en el acto. Después de recoger ropa de abrigo, bicicletas, gramófonos, relojes, dinero, alhajas y llevarse el ganado, los hitlerianos incendiaban casa tras casa.

En Jolm y Koriukovka, centros de distrito próximos a nosotros, hicieron su aparición los burgomaestres. Comenzaron a "funcionar" las comandancias rurales y administrativas. Llegaron los de la Gestapo e instaláronse en casas con sótanos profundos y espaciosos. En el balneario de Sósnitsa, donde confluyen el Desná y el Ubed, se instaló con su Estado Mayor pan Dobrovolski, jefe de poli9'ía del territorio ucraniano de la margen izquierda del Dniéper. En todos los poblados se creaban precipitadamente destacamentos de policías y se "elegían" stárostas.

La mayoría de los stárostas puestos por los alemanes eran acérrimos enemigos del pueblo. Los guerrilleros luchaban contra ellos, los desenmascaraban ante la población y exterminaban a los más viles y crueles. Sin embargo, solía ocurrir que los alemanes, al no encontrar en la aldea ningún traidor manifiesto se veían obligados a nombrar stárosta a un hombre que apenas conocían, con tal de que no fuera comunista o un partidario demasiado activo del Poder soviético. Por eso, antes de tomar alguna medida contra el stárosta de una u otra aldea, nos informábamos entre la población de qué clase de persona era. Y bastaba con que resultase ser un vacilante, para que enviáramos emisarios nuestros, a fin de intentar atraerlo a nuestro lado.

No siempre lográbamos convencer a los indecisos para que actuaran a nuestro favor. Pero muchos de ellos, bajo el temor a la venganza popular, se comedían en su fervor administrativo, se convertían en más "buenos" y más "justos".

Además, procurábamos promover a ese cargo a gente nuestra, probada. El lector ya tiene noticia de que Egor Bodkó fue dejado de antemano por el Comité de Distrito del Partido en Lísovie Soróchintsi con ese fin. Ahora seguíamos eligiendo nueva gente para dicho trabajo.

Una noche, de regreso a mi refugio después de la ronda de noche, oí la sonora risa de Nikolái Nikítich. Reía siempre de un modo muy alegre y contagioso. Al abrir la puerta, vi a Popudrenko sentado junto al quinqué con dos viejos desconocidos.

Popudrenko me miré y volvió a prorrumpir en estruendosas carcajadas.

— Oyelos, Alexéi Fiódorovich. ¡Esta sí que es una delegación!

Los viejos, al parecer, no compartían su alegría. Uno de ellos tenía un aire francamente sombrío. El otro, al yerme, se levantó y me dijo con tono ofendido:

— Si somos tontos, debéis de explicarnos lo. Hemos venido a pediros ayuda y consejo.

Popudrenko recobró en el acto la seriedad.

— Repite, padre —dijo—. Cuéntaselo a nuestro jefe. No te ofendas. El asunto tiene verdadera importancia y tomaremos alguna decisión. No me río de vosotros... Es que, sencillamente, me gusta lo que me contáis.

Los viejos se miraron. Me senté a la mesa, frente a ellos, y les ofrecí tabaco.

— Somos del caserío de Guta... —comenzó uno de ellos.

— No estaría de más, camarada jefe —le interrumpió el otro—, que diera usted disposiciones para que fuese más fácil llegar a verle. Nos han tenido dos horas en el puesto de vigilancia. Y la cosa urge.

— Somos del caserío de Guta —repitió el primer viejo—. Estuvo con nosotros un agitador, no sé si del Partido o de los guerrilleros. El agitador aquel nos leyó el parte de guerra, bien agradecidos que le estamos, nos conté cómo marchaban las cosas en el frente y cómo debíamos engañar y matar a los alemanes. Un joven moreno, buen mozo. No sabemos cómo se llama, pero habla bien, llega al corazón...

— Nos explicó cómo debíamos engañar a los alemanes para que no nos sacaran hasta el alma. El agitador aquel nos dijo que pronto llegarían al caserío los alemanes, para elegir un stárosta. Que harían algo así como una especie de elecciones. Y vuestro agitador nos aconsejó que eligiésemos a uno de confianza para ese puesto. Que ese hombre de confianza, nuestro, haría ante los alemanes como si fuese de ellos, pero para nosotros sería nuestro. ¿No es así, Stepán? —preguntó el que hablaba, volviéndose hacia su compañero y lanzando de paso una enojada mirada a Popudrenko, como diciendo: "No hay ningún motivo para reírse".

— Así es —respondió Stepán—. Y, además, nos dijo que nuestro elegido fuera en persona a ver al comandante y le hiciese creer que él era un kulak que simpatizaba con el orden alemán. ¿No es así, Iván?

— Así es.

— Nos reunimos unos siete hombres. Y comenzamos a convencernos mutuamente: ve tú, Stepán; no, ve tú, Iván; y si no, tú, Serguéi Vasílievich. Todos se negaban.

El viejo aspiré una bocanada de humo y calló, con aire muy significativo.

— Sí —dije yo con cautela—, el asunto es complicado. Difícil. Hay que hacer el papel de manera que los alemanes le crean a uno. De lo contrario, se acaba en seguida en la horca. ¡El asunto es peligroso! ¡Hace falta un hombre muy valiente y abnegado!

— ¿Cómo dice?

— Digo que hace falta un hombre muy abnegado. Uno que esté dispuesto a morir por el pueblo.

Y les conté brevemente la vida, el trabajo y la heroica muerte de Egor Evtujóvich Bodkó.

Los viejos, conmovidos, callaban. Después, Stepán dijo:

— Tiene razón. La muerte ya no camina con la guadaña al hombro, sino con el automático alemán. Es fácil perder la vida. Pero es difícil hacerlo con talento. Aquel camarada Bodkó, que aceptó el cargo de stárosta, tenía un motivo. Los alemanes comprobaron y vieron que, en efecto, estaba expulsado del Partido y que a un hombre así se le podía admitir en los asuntos alemanes. Por lo tanto, era valiente con talento. Pero el caso nuestro es diferente, camarada jefe...

— Me parece que usted cree —le interrumpió el otro viejo— que todos somos unos cobardes. No, no se trata de eso. Los alemanes no son tan tontos como para colocar en ese puesto a cualquiera. Primero olfatearán a la gente.Y nosotros también examinamos a los nuestros como si estuviésemos en el lugar de los alemanes. ¿Cuántos hombres nos han quedado en el caserío? A Ereméi, no lo vamos a contar: ha perdido la chaveta. A Vasili Kózhuj también le hemos excluido de la lista: para él lo más importante en el mundo es el aguardiente. Y sin ellos, sin esos dos chiflados, quedamos cuarenta y dos hombres...

— Todos ellos gente buena. Fiel al régimen soviético. Algunos son más fuertes, hay otros más flojillos. Nosotros les habríamos apoyado, pero el mal no está en eso, camarada jefe...

En aquel preciso instante Popudrenko volvió a sonreír: Los viejos callaron. Yo le miré y moví la cabeza con reproche. Popudrenko salió del refugio.

— ¿De qué se reirá? —dijo uno de los viejos—. Usted, según veo, lo toma en serio.

— Bueno, escuche lo que pasó luego... Nos reunimos, pues, unos cuantos con el antiguo presidente de nuestro arte/ y nos pusimos a examinar a la gente, para ver lo que era cada cual. Como si le llenáramos de memoria el cuestionario a cada uno: ¿Servía o no servía para criado de los alemanes? ¿Creerían éstos en su solidaridad o lo calarían y lo ahorcarían?

Al principio, quisimos elegir a Alexandr Petrenko.

— Un hombre sesudo y joven, no tendrá ni los cuarenta.

— Era el jefe de la comisión revisora del koljós. Y antes, hará unos quince añitos, fue uno de los principales en el Komsomol. No sé si miembro del Buró o...

Yo interrumpí a los viejos:

— A un hombre que se haya destacado mucho no se le puede elegir, camaradas. Sería un fracaso inmediato.

— Pues eso es lo que decimos nosotros. No se puede, es imposible. Probamos a otro, a Andréi Jizhniak. Antes era el jefe de la comisión de créditos y empréstitos del Estado. Y, además, habla participado activamente en la expropiación de los kulaks. Tuvimos que renunciar a su candidatura.

— Después pensamos en Dejterenko. Un hombre tranquilo, viejo y creyente. Y con buen caletre. "Yo —nos dijo— estoy dispuesto a defender al pueblo. No me niego. Pero hay un pero..." "¿Qué pero, Pável Spiridónovich? ", le preguntamos. "Pues el pero de que mi hijo mayor, Mikola, es coronel del Ejército Rojo, y mi hijo mediano, Grigori, ha trabajado en la ciudad de Vilnius, en el Comité de Distrito del Partido, y mi hija, Varvara Pávlovna, como todos sabéis, era la ayudante del jefe del Trust de Tranvías en Kiev... Y ahora, decidme vosotros si yo, su padre, sirvo para stárosta". Y, claro, decidimos que no servía.

— Sí, la situación es complicada —accedí yo.

Ahora ya me daba cuenta de qué se reía Popudrenko. También a mí me costaba trabajo reprimir una sonrisa.

— Pero ya verá, camarada Fiódorov. Fuimos en busca de Guerásim Kliúchnik. Es un hombre taciturno, de cejas como viseras. Con un físico para el cargo, que ni pintado. Iván y yo fuimos a su casa, pero no lo encontramos allí. Preguntamos a la mujer que dónde estaba, y nos respondió que no lo sabía. No habíamos hecho mas que salir de la casa, cuando le vimos atravesar el barranco y tirar hacia el bosque, con un hatillo a la espalda. Le llamamos: ¡Guerásim! " Se acercó. "¿Qué queréis?" — "Hazle un servicio al pueblo, Guerásim. Durante todos los años de Poder soviético nada dijiste, ni a favor ni en contra del régimen. Nadie mejor que tú para stárosta. Dirige a la chita callando. Con nosotros, a la chita callando; con los alemanes, a la chita callando. Y si hace falta, castiga a alguno, como si hubiese infringido el orden alemán. Lo principal es que el secreto del pueblo esté oculto para los alemanes. Si viene un guerrillero, o un hijo prisionero vuelve a la casa de su madre, que no se enteren los alemanes"... Guerásim quedóse pensativo, se rascó el cogote, y nos respondió: "No puedo" —"¿Por qué?" —"No puedo, y no hay más que hablar. ¿A qué insistís? Si pudiera, lo haría con gusto", y vuelta a callarse. "Pero dilo, Guerásim, somos gentes de confianza" —"Bueno, ya que os empeñais, ¡lo diré! ¿Conocéis a Sokolenko?" —"¿Qué Sokolenko? En el caserío no tenemos a ningún Sokolenko..." Iván y yo nos miramos: ¿Para qué habría sacado a relucir a Sokolenko? El tal Sokolenko, durante todos los años de Poder soviético, escribía en los periódicos sobre los asuntos de nuestro caserío. En el periódico del distrito, en el de Chernígov, y hasta en el de Kiev aparecían unos sueltos, firmados con ese nombre. Si alguien hacía un desfalco, o el presidente trabajaba mal, u ocurría algo feo por el estilo, siempre aparecía un articulito. Hasta versos escribía el tal Sokolenko. "Qué poca vista tenéis —nos dijo Guerásim—, ¡ese Sokolenko soy yo! Sokolenko es mi seudónimo. ¿Comprendido? ¿Cómo queréis que sea yo el stárosta? No me queda más que un camino: irme con los guerrilleros".

— Así pues, camarada jefe —continuó Stepán—, a todo el que le echamos el ojo, está comprometido en las cosas soviéticas. No falla: el uno es diputado del Soviet de Distrito o miembro del Soviet Rural, el otro stajanovista o jefe de brigada... Mírese por donde se mire, ninguno sirve...

El viejo calló, me miró con aire de reproche y ambos se levantaron. Pero yo logré contener la sonrisa y les invité a que tomasen asiento.

 

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