"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: PRIMEROS EXITOS parte 4 de 16

— Vosotros mismos comprenderéis, camaradas —les dije—, que eso que me estáis contando es sencillamente magnífico...

— ¿Qué hay de magnífico en eso? Los alemanes nos pondrán de starosta a Piotr Goroj, o quizás a otro peor todavía, a Iván Solémenni. Un ladrón, un bandido, que no sólo rompe cristales de las casas ajenas, sino también de la suya... Ese querrá ir de stárosta. Le tiran los alemanes.

Popudrenko volvió.

— Y bien, Nikolái Nikítich, ¿qué les vamos a aconsejar a los camaradas?

Los viejos nos pidieron:

— Envíennos a alguien de alguna aldea lejana...

Pero se vieron obligados a aceptar que la distribución de los stárostas, de todos modos, no era asunto nuestro y también que difícilmente los alemanes aceptarían a un hombre llegado de otro lugar. Estuvimos pensándolo largo rato y, al fin y a la postre, llegamos a la conclusión de que mejor candidato que Sokolenko, o sea Kliúchnik, no lo encontraríamos seguramente. Máxime cuando, en efecto, Kliúchnik había llegado la víspera al bosque; lo habíamos incorporado a una de nuestras compañías.

El guerrillero de guardia llamó a Kliúchnik. Era un koljosiano que frisaría en los cincuenta y dos años, de pronunciadas facciones, aspecto grave, labios muy contraídos y mirada sombría bajo las pobladas cejas.

— Hizo usted mal, camarada Kliúchnik, en descubrir su seudónimo. Hemos llegado a la conclusión de que nadie mejor que usted puede desempeñar el cargo de stárosta.

Kliúchnik asintió con la cabeza.

— ¿No le harán traición los hombres a quienes ha descubierto su seudónimo? ¿Qué opina usted?

— ¡Pero si no éramos más que nosotros dos, camarada jefe!—exclamé uno de los viejos.

— Bueno, entonces, no le traicionarán —resumió Popudrenko. Kliúchnik volvió a asentir con la cabeza.

— ¿Está usted de acuerdo en que es una medida precisa y que, a excepción de usted, no se lo podemos encomendar a nadie?

— Ahora lo comprendo.

— Vaya, y trabaje... Lo más importante es que no le pesquen. ¡Buena suerte!

Así nos despedimos. Unos meses más tarde, cuando comenzó a salir el periódico de los guerrilleros, aparecían en él con frecuencia notas sobre la vida rural, firmadas por Sokolenko. Nadie supo jamás que el autor de esas notas era el stárosta del caserío de Guta, confirmado en su puesto por los alemanes.

* * *

Los campesinos que habían quedado con vida abandonaban las aldeas incendiadas y se dispersaban por toda la región. Llevaban a los niños y los bultos en carretillas y trineos. Centenares de familias iban por los caminos, buscando refugio en casa de sus parientes o conocidos o sencillamente en las de personas de buen corazón. Llegaba una de esas familias destruidas y la gente del lugar se reunía y rogaba que explicaran lo sucedido.

Los stárostas y comandantes no prohibían estas reuniones. Hasta los instigaban. "Que escuchen, se horroricen, esto los hará más sumisos". —así seguramente pensaban las autoridades de la ocupación. Después se dieron cuenta. Comprendieron que en cuan to se reunía gente soviética, hablaran de lo que hablaran, siempre acababan diciendo que había que vengarse y liquidar la escoria nazi.

Pero no todos, ni mucho menos, de los que habían quedado sin hogar iban a casa de sus parientes o conocidos. Muchos de ellos marchaban a los bosques. "En nuestros puestos de vigilancia —bromeaban los guerrilleros— hay tantas colas como en un despacho de salvoconductos". La gente llegaba especialmente por la noche, después de las luchas del día. Alguien del Estado Mayor hacía guardia e inscribía a los recién llegados. Los que venían a nosotros eran aquellos mismos hombres soviéticos, cuyos corazones, según cálculo de Rosenberg, debían temblar ante el golpear de las botas alemanas. Traían consigo pistolas, granadas, cartuchos. En aquellos tiempos, todo el que deseara podía encontrar armas en los campos donde se producían los combates. Y todo el que llegaba nos contaba al instante la historia de su rebelión. Primero la contaban en el puesto de guardia, después en el Estado Mayor y más tarde a sus nuevos compañeros en los refugios o junto al fuego.

De la aldea de Maibutnia llegó el viejo koljosiano Tovstonog. Entre nosotros había gente que le conocía ya de antes. Prestaba diversos servicios a los guerrilleros; ocultaba en su casa a nuestros exploradores y enlaces. Conocía el camino del destacamento. Y una buena mañana apareció en compañía de tres muchachas. Una de ellas traía una vaca.

Me llamaron al puesto de vigilancia. El viejo exigía que se presentase el jefe principal.

— ¿Conque tú eres Fiódorov? —me preguntó el viejo tendiéndome la mano—. He oído hablar de ti. La gente habla bien de tu destacamento. Tus muchachos han estado en mi casa. Nada hay qué decir, son buenos muchachos. Lástima que yo no tenga hijos; de haberlos tenido, les habría dado mi bendición para que se fueran contigo... Yo mismo iría, pero los años pesan, me siento fatigado.

Le escuchaba mirando involuntariamente a las muchachas. Todas ellas eran robustas y de mejillas sonrosadas. La mayor tendría unos veintidós años, la mediana, unos dieciocho, y la más joven —que apenas habría cumplido los dieciséis— sostenía en sus manos una soga atada al cuello de la vaca. El animal meneaba la cabeza.

— Roska —susurraba la mocita—, ¡quieta, Roska!

— Tu Roska está nerviosa —dije yo para hacer participar en la conversación a las jóvenes—. No está acostumbrada a vagar en invierno por los bosques.

La muchacha enrojeció hasta las orejas.

— No le pasará nada —murmuré, bajando la vista.

— ¿Son garridas mis mozas, eh, camarada jefe? Esta es Nastia, mi hija mayor; ha terminado nueve grados de la escuela. Esa es Pasha, la mediana; aunque no tiene más que dieciocho años, ya es jefe de cuadrilla en el koljós. Y esa otra, Shura, Alexandra Timoféievna, la predilecta de su madre, con su amiga Roska...

— Padre —protesté la muchacha—, no se ría...

— ¿Acaso hemos venido a llorar? Aquí la gente es alegre, Shúrochka. ¿Tenéis acordeonistas? Mis mocitas, camarada jefe, son las tres maestras en el cantar... Y bien, ¿te las llevas en lugar de hijos? Y de paso, quedaos también con la bestia. La vieja y yo ya nos arreglaremos.

Tardé en responder. El viejo se alarmé:

— No te fijes, camarada jefe, en que son calladas, mis mozas tienen fuerza.

Las tres muchachas fueron admitidas en el destacamento. Las mayores se acostumbraron pronto; iban de exploración y tomaban parte en los combates igual que los hombres. Cantaban magníficamente, y Shura era la que entonaba los solos. Pero no fue capaz de vencer su timidez. Era muy delicada. Cuando empezaban a referir delante de ella historias guerrilleras, algo subidas de color, se levantaba y se iba al bosque. Al principio, la nombramos sanitaria. La muchacha no se negó, pero era evidente que estaba disgustada. Sentía grandes deseos de participar en los combates. De- pequeña estatura y carita de manzana, andaba siempre con la bolsa sanitaria al hombro. La llevaba abarrotada.

— ¿Qué llevas en la bolsa, Shura? ¡Pesa demasiado!

La muchacha se ponía colorada y, apartando los ojos, respondía en voz queda:

— Cartuchitos.

Al fin y a la postre, Shura consiguió que le dieran un fusil. En el primer combate, cuando el jefe había dado ya orden de retirada —los alemanes eran unas cinco veces superiores en número y a los guerrilleros les amenazaba el cerco—, Shura no se movió de su sitio y continué disparando, detrás de un tocón.

— ¡Eh, tú, Shura, ven aquí! —gritó el jefe—. ¿Por qué te quedas rezagada?

La muchacha se reunió a los demás y, justificándose, dijo:

— Pero si a mí no me ha llamado nadie. El jefe ha dicho: ¡Muchachos, atrás! ", pero yo no soy ningún muchacho, yo soy una chica...

Mientras nuestro destacamento permaneció cerca de Maibutnia, el viejo Tovstonog visitaba con regularidad a sus hijas. Y siempre entraba a yerme, para entregarme algún regalo: algunos huevos o una petaca llena de tabaco. Casi puedo afirmar que el viejo se había convertido en mi proveedor de tabaco. Tovstonog me interrogaba detalladamente sobre cómo se portaban sus hijas y cómo les iba en el combate.

— Parece, padre, que las hubieras metido en una escuela, en vez de un destacamento guerrillero.

— Pues claro —me respondió sin alterarse—. ¡Que aprendan!

Por aquel mismo tiempo se incorporé al destacamento un viejo de sesenta y cinco años: Semión Arénovich Levin, maestro rural, sin partido. Había estado dos semanas caminando a la ventura por las aldeas y los bosques próximos, en busca de guerrilleros. Y cuando al fin consiguió encontrar el camino y llegar al destacamento, estaba tan hambriento y cansado, que, al parecer, no podría más que descansar y alimentarse. Era flacucho, encanecido, de aspecto nada gallardo. Pero al día siguiente, ante el asombro general, exigió ya que se le diese trabajo. Le enviaron a la cocina, para ayudar a la cocinera. Durante dos o tres días estuvo pelando patatas dócilmente; después, se presentó al jefe de la compañía:

— Lléveme a una operación de combate, déjeme luchar... Es verdad que soy viejo, pero no importa, póngame a prueba...

Y se salió con la suya. Tomé parte en varios combates. Recuerdo que cuando fuimos a la operación de Semiónovka y tuvimos que hacer un recorrido de treinta kilómetros y pico, el viejo los hizo a pie. La gente le proponía:

— Siéntese en el trineo, no es usted joven, nadie se lo va a echar en cara.

— Dejadme, no valgo menos que vosotros —respondía con irritación—. ¿Qué privilegios tengo yo? Si me habéis reconocido como combatiente, dejadme que sea igual a los demás. Solamente después de tener en su haber seis alemanes muertos, Levin accedió a pasar a la intendencia.

Entre los viejos, teníamos decenas de auxiliares. No todos ingresaban en el destacamento, ni nosotros nos esforzábamos por conseguirlo. En sus aldeas natales nos podían prestar una ayuda mucho mayor: con frecuencia establecíamos en sus casas nuestros centros de enlace.

En la aldea de Baliasi, del distrito de Jolm, vivía Ulián Sien, un viejo de lo más astuto. Tenía entonces setenta y seis años. En la actualidad vive aún y cuenta a sus biznietos sus aventuras guerrilleras. Tres veces cayó el viejo Ulián en manos de los alemanes y policías. Y todas ellas fue cruelmente apaleado.

— ¡Pero preguntadle a la gente! —vociferaba el viejo—. Y os convenceréis de que no hago nada. ¿Acaso son mis años y mis fuerzas como para andar de guerrillero? En mi vida he visto a esos bandidos del bosque.

Ulián injuriaba a los guerrilleros con tanta sinceridad que acababan por soltarle.

Y al día siguiente volvía de nuevo al bosque para enlazar con los guerrilleros. Recuerdo que un día llegó al Estado Mayor trémulo de coraje:

— ¡Pero qué orden es ese! ¡Eso es tomarle el pelo a un viejo! Si hay un acuerdo, hay que cumplirlo, para algo es uno militar...

Resulté que el blanco de su enfado era Balabái. Se habían puesto de acuerdo en que Ulián se presentaría en la linde del bosque a las dos de la tarde y haría sonar un caramillo de pastor.

— Ya no soy ningún zagal, soy un viejo. Me cuesta trabajo andar por la nieve con sacos a la espalda. Estuve sopla que te sopla, metido en nieve hasta el pecho, pero no vino nadie. Llevaba encima ocho kilos de cebollas y unos dos kilos de tabaco. Sudaba a mares. Y así no se tarda en pescar un catarro... Haz el favor, Alexéi Fiódorovich, de amonestarle por escrito...

— ¿Tal vez no se haya presentado por causa justificada?

— Entérate, para eso tienes el mando. Cuando Ulián supo que los hombres de Balabái habían estado ocupados en la construcción del refugio, y que el ruido de las hachas les impidió oír su caramillo, accedió a suavizar la pena.

— De todas formas, debía de haberse acordado. Y como castigo no le des ni pizca del tabaco que he traído...

 

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