"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: PRIMEROS EXITOS parte 7 de 10

Pero no todos los que acudían a nuestro destacamento eran hombres de conciencia limpia. Por aquellos días se presentó un muchacho llamado Timoféi. No cito, a propósito, su apellido. ¿Para qué estropearle a un joven la vida con el recuerdo de ese episodio?

Timoféi era un mozo gallardo y fuerte, de diecisiete años. Cuando llegó, se eché a llorar:

— ¿Por qué lloras, tontaina?

— Me vais a pegar.

— ¿Te lo merecerás entonces? A ver, cuenta hermano, ¿por qué hay que pegarte?

— Llevadme a donde esté el jefe.

Lo condujeron a la sección especial, creada en aquel entonces para la lucha contra el espionaje. Esta sección estaba dirigida por Nóvikov. Mientras éste le hizo las preguntas corrientes —de dónde venía, cuántos años tenía, quiénes eran sus padres—, Timoféi contestó con bastante soltura.

— Y ahora —dijo por último Nóvikov—, cuéntame para qué has venido.

Timoféi se echó a llorar de nuevo.

— ¿Quieres que te llamemos a la nodriza?

— Déjenme aquí con ustedes. Con los guerrilleros. Yo ya no puedo seguir con los alemanes.

— No tienes la conciencia tranquila, hermano Timoja. Dinos la verdad. ¿Has ingresado en la policía?

La sagacidad de Nóvikov sorprendió a Timoféi.

Permaneció callado un instante, y después mascullé:

— Soy culpable. Pegadme. Yo he pegado, así que, pegadme.

— ¿Te ha enviado aquí el jefe?

— No, he venido solo.

El mozo juraba y perjuraba que le habían obligado por la fuerza a ingresar en la policía, que no había hecho daño a nadie, limitándose únicamente a la instrucción militar y a limpiar el fusil.

— Pero ayer me llamó el jefe y me envió al granero. Allí me encontré con cinco o seis alemanes y con Vasili Kotsura, atado a un banco con unas correas. Ese Vasili es un buen chaval, muy amigo mío... Trabajaba de herrero en la aldea. Le miré y vi que tenía la cara muy magullada y que le sangraba la nariz. ¡Qué pena me dio!

— ¿Conque eres un muchacho muy compasivo, eh?

— No puedo soportar las peleas, camarada jefe. Cuando los chicos de la aldea se peleaban, siempre los separaba. Y hasta las mujeres me pedían: "Timoja, allí se están peleando unos borrachos; ve a separarlos".

— Bueno, ¿y para qué te llamaron los alemanes?

— No había hecho más que entrar en aquel granero, cuando el jefe de los alemanes le ordené al stárosta: "Llama a la gente". Mientras se iba reuniendo la gente, no sé qué les decía en su idioma a los demás, señalándome a mí. Después me ordenó que me quitara la chaqueta, me arremangó un brazo y me puso un látigo en la mano del brazo arremangado: " ¡Pega! ".

— ¿Y tú, alma de perro, pegaste a tu amigo?

— Pero, escúcheme por favor —la voz de Timoféi volvió a temblar—. Yo le dije al alemán aquel: "Es amigo mío, no puedo pegarle..." Pero me metió la pistola en los hocicos.

— ¿Y le pegaste?

— Pues claro. Me había metido la pistola en los hocicos, pateaba y ladraba tanto, que se me nubló la vista. Le pegaba y al mismo tiempo lloraba de la pena que sentía por Vasili.

— ¿Por qué le pegaste? ¿Qué crimen había cometido?

— No sé. El stárosta lo explicó, pero yo estaba tan descompuesto que no lo entendí.

Névikov lo trajo a mi presencia.

— Decida, Alexéi Fiódorivich, ¿qué hacemos con este elemento?

Mas tarde, a los destacamentos guerrilleros acudieron no pocos policías arrepentidos. Pero aquél fue el primero. La emoción y las lágrimas, aunque ingenuas e infantiles, eran sinceras. Me repitió toda su historia.

— Entonces —le pregunté yo—, ¿dejaste allí a tu apaleado amigo?

— No, me lo he traído.

— ¿Dónde está, pues?

En el bosque. Está muy cansado. "Acuéstame, Timoja —me dijo—, descansaré un poco. Y tú ve solo hasta los guerrilleros" Lo he traído cargado a la espalda más de un kilómetro, pero me pedía a gritos que lo dejase, porque el dolor era muy fuerte.

— ¿Está herido?

— No. Es que lo pegué con fuerza.

Al observar que le mirábamos con reproche, se puso a explicarnos apresuradamente:

— El alemán me metía la pistola en los hocicos y exigía: ¡Pega fuerte! " Yo, al principio, le pegaba lo más suavemente que podía. Pero, mi mano es pesada...

Envié a unos sanitarios en busca de Kotsura. Y, en efecto, encontraron al mozo tras unos matorrales, lanzando lastimeros ayes. Nuestro practicante puso unas compresas en sus heridas. Después Kotsura nos conté cómo había sucedido todo. A pesar de la rigurosa prohibición existente, había estado tocando el acordeón después del anochecer, y el jefe de la policía había ordenado que se le azotase.

Le preguntamos la opinión que tenía sobre Timofei.

— Timoja es un chico inofensivo. De no haberme pegado, le habrían sacudido una buena tunda, o tal vez fusilado.

Un mes más tarde, aquel chico "inofensivo" tenía ya en su haber a tres alemanes muertos. Además, había traído dos "lenguas". La caza de "lenguas" se convirtió en su especialidad guerrillera. Timoféi y Vasili iban siempre de exploración y en busca de "lenguas".

Y lo que fue ya un encuentro completamente inesperado es la llegada de una vieja conocida nuestra.

Una vez, temprano por la mañana, detuvieron en el territorio del campamento a una mujer mayor. Cuando le preguntaron qué hacía en el bosque contestó que buscaba a su marido.

— ¿Quién es, cómo se llama?

— Mi marido es de los jefes —contestó—. Es amigo del mismo Orlov.

—¿De qué Orlov hablas? —preguntaron los muchachos del puesto de guardia—. No conocemos a ningún Orlov.

— Bueno, pues Orlenko.

Tantos conocimientos por parte de una mujer que nadie conocía, les pareció a los chicos algo sospechoso.

— Tampoco conocemos a ningún Orlenko. Dinos como es debido, por quién preguntas. ¿Cuál es el apellido de tu marido?

— ¿Por qué me queréis tirar de la lengua? —dijo—. Necesito a Fiódorov. El sí que sabe quién es mi marido. Porque es del Partido, una persona secreta. Su apodo de partido es "Seryi".

Después de discutirlo, los muchachos del puesto de guardia decidieron que no podían llevarla delante de mí en esas condicioñes. Decidieron registrarla antes. Le pidieron que se quitara el abrigo. Pero ella no quiso. Le gritaron, pero en eso tampoco ella se quedó corta, les contestó de tal modo que los muchachos se enfurecieron definitivamente y empezaron a quitarle a la fuerza el abrigo. Se puso a aullar por todo el bosque:

— ¡Salvadme, buena gente, que me quieren matar!

No sé cómo hubiera acabado toda la historia. Pero sucedió que me encontraba no lejos del puesto de guardia, oí los gritos y me acerqué. Se lanzó hacia mí una mujer alta y de rostro demacrado. Se alegré al yerme, como si hubiera encontrado a alguien de su familia.

— Alexéi Fiódorovich, ¿es usted, bendito mío? ¡Qué buen aspecto tiene, qué importante! ¿O sea que es cierto lo que la gente dice, que es usted el principal, que los guerrilleros tienen muchas fuerzas?

— Espere, tranquilícese. No me parece recordarla...

— Pero, si soy Kulkó, María Petrovna Kulkó. ¿Se acuerda en Levkí que pasó a vernos y se llevó consigo a mi marido?

Desde entonces había cambiado horriblemente. El rostro tenía un color terroso, las manos huesudas, sólo los ojos brillaban como antes con un destello malicioso. Llevaba un vestido roto y sucio, los pies calzados con unas enormes botas de hombre. Los muchachos le devolvieron el abrigo. Se lo puso apresuradamente y de nuevo se dirigió a mí:

— Tengo que hablar con usted, Alexéi Fiódorovich.

En mi refugio, recobrado el calor junto a la estufa y después de beberse de un trago medio vaso de alcohol, se dirigió a mí con una petición bastante curiosa:

— Devuélvame a mi marido, Alexéi Fiódorovich. Los chicos sin padre no pueden más, lloran. No tenemos nada para comer. Los policías, malditos cerdos, se lo han llevado todo. De Levkí me he marchado con mis chicos, bueno, es fácil decirlo, he escapado. Vamos por el mundo mendigando un trozo de pan... Tenga piedad de nosotros, que son cuatro los chicos que tengo.

Las palabras de la mujer me aturdieron. No me esperaba nada parecido. Quise decirle cuatro frescas y mandarla a paseo. Y más aún por el hecho de no haber olvidado los comentarios de su marido: " ¡Mala mujer! De ella se puede esperar cualquier cosa". Pero me picó la curiosidad. Quise saber cómo había llegado a esta situación. ¿A dónde fueron a parar las reservas que le dejara entonces su marido? "Esta no le hace ascos a nada —pensé—. Es capaz de servir al stárosta o a los alemanes con tal de conservar sus bienes y, si se tercia, multiplicarlos".

— ¿Qué quiere decir con eso de que se lo devuelva? —le dije en tono tranquilo—. No tiene usted nada de tonta y comprende por usted misma que su marido es un bolchevique y cumple con su deber. Nadie le ha traído a la fuerza. Trabaja con nosotros porque esas son sus convicciones, ese es su deber ante el Partido y la Patria.

— Ya sé que ha venido porque ha querido. Porque tiene muy pocos sesos, como un niño. Igual que antes de la guerra: le decían en el Comité del Distrito: "Vete a trabajar al servicio de asistencia social, y él se iba. Pero eso no es lo peor. Lo enredaban en el registro y allí iba él, un año estuvo allí de jefe. El sueldo era pequeño y lo único que sacaba eran invitaciones a bodas.

En el refugio entró Druzhinin. Este conocía a Kulkó, le había explicado sobre el encuentro en Levkí. María Petrovna no perdió el ánimo y le dio la mano para saludarlo.

Le ofrecí algo de comer. Aceptó la invitación con alegría. Al ver ante sí un plato de gachas con un trozo de carne encima, una rebanada de pan y un bote de sal, la mujer perdió el coraje y se puso a llorar.

— Ay, Alexéi Fiódorovich —dijo con voz temblorosa frotándose las lágrimas de la cara—, cuando vino usted no lo comprendí bien. Me equivoqué del todo.

— Coma, María Petrovna. —dijo Druzhinin— Coma con calma y luego nos explica con detalle su vida. Nos interesa mucho. La mujer acabó de comer y se puso a contar:

— Cuando usted desapareció aquella noche y con usted mi Kulkó, me lancé tras ustedes pensando que los alcanzaría. Pero todo estaba muy oscuro y no los encontré. No tiene importancia, pensé, ya volverá. Y así fue, volvió. Pero, ¿qué cree que hizo? Le metió usted tantas ideas en la cabeza, Alexéi Fiódorovich, que otra vez se escapé. Faltó un día, faltó dos. Y en eso llegaron los alemanes a Levki. En mi casa se metió un oficial.

¡Cómo me asusté, Alexéi Fiódorovich! Pensé: ¿como se entere de que mi marido es comunista? Mis cosas tampoco las guardé todas. Era justo cuando los alemanes abrieron la campaña: recogían todas las ropas calientes para su ejército. Nos exigían que les entregásemos todo lo que teníamos. Vio aquel oficial las pellizas y me señaló con la mano: ¿Qué es eso? Y yo también con las manos y palabras hice lo posible para explicarle que había recogido activamente un regalito para la victoriosa Alemania. Sonreía y me inclinaba. Y el tipo se reía: "Gut, gut".

Después le pusieron a un chico que sabía algo de alemán de traductor. También vivía en nuestra casa. Yo les hacía la comida. El oficial parecía tenerme respeto y era limpio. Pero el chico era un malvado, un granuja y rabioso como una víbora.

Primero no vivíamos del todo mal. El mayor con el chico en la alcoba y yo con los críos en la cocina. El mayor tomaba un baño a la tarde. Le llenaba el barreño de agua y le daba una esponja de goma, él quería que le fregara. Estaba desnudo el hombre. Pero ¿para qué tirarse atrás? Me aguantaba, lloraba, pero le frotaba. Era por los chiquillos1 camaradas guerrilleros. ¡Qué no aguantará una madre por sus hijos!

El mayor parecía buena persona. Les daba ron a los chiquillos; una vez les dio una taza de café con su buena cantidad de sacarina. Yo hice tres tazas de una y los chicos se las bebieron.

Otros alemanes a la primera te dan en los morros. En cambio nuestro mayor era cariñoso, me llamaba "Frau Marusia..."

Pero el traductor con su cara llena de granos no dejaba en paz a mis chiquillos. Usted conoce mi carácter, Alexéi Fiódorovich. Cuando aquel traductor empezó a pegarse a mi hija la mayor lo saqué a trompicones de la cocina. Y el mayor se reía y decía: "Gut, gut".

 

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