"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: PRIMEROS EXITOS parte 8 de 10

Así me acostumbré a la cosa, por las noches iba escondiendo callandico las cosas. Así, pensé yo, iremos viviendo poco a poco. En eso llegaron dos policías y Andréi Siva, nuestro stárosta. El mayor no estaba en casa. Siva se metió en la cuadra para llevarse la vaca. Los otros dos agarraron el cerdo. Yo me puse a gritar con todas mis fuerzas y los chicos vinieron en mi ayuda. Siva me amenazó: "ile mataré! " Me puso la pistola en el pecho: " ¡A callar, canalla bolchevique! ". Pero usted conoce mi carácter, Alexéi Fiódorovich. Cuando la cosa llega hasta mis hijos y se quieren llevar sus últimas cosas, soy como fuego, no hay nada que me dé miedo. Me metí con ese Siva, agarré la cuerda que sujetaba a la vaca y estiré todo lo que pude. En ese momento se presentó el mayor. Andaba a lo militar: un, dos. Cogió el mayor a Siva por el cogote y con la otra mano le solté un tortazo en medio de los morros, en los morros de Siva. Al ver estas cosas, me lancé sobre los policías, agarré un balde y les empecé a sacudir con él. Así que se fueron corriendo...

En ese momento Druzhinin no pudo más e interrumpió a la mujer:

¿Resulta que en su pueblo todos los alemanes son buena gente, o es que lo es sólo ese mayor?

Así lo pensé yo, parecía bueno, dos semanas me lo pareció. Sólo que tenía una política para afuera, pero la política para sus adentros resulté ser ésta. Estaban sentados una tarde los dos, el mayor y su traductor, y se me ocurrió tantear la cosa: a ver si sabían que mi marido era comunista. Me puse a lloriquear en voz baja y les solté: "Pan mayor, mis chiquillos no pueden ni salir a la calle. Los policías les pegan. Y hasta a ml me amenazan que no me salvará ni el oficial". El traductor le dice mis palabras al mayor, pero mientras, se ríe. El mayor escuchaba con cara seria. Después menea la cabeza y dice "Nein". Pero el maldito traductor no sé qué le dice más. Oí: "Kommunistische". Estoy perdida, pensé. El mayor sacude de nuevo la cabeza y le explica largamente algo al intérprete. Y a mi’ me dijo: "Para nosotros, los alemanes (no hace más de una semana que se llama alemán y habla con un coraje que da pena), para nosotros, los alemanes, lo importante es el orden. Tenemos instrucciones que han de cumplirse por orden: primero tenemos que trabajar a los judíos y a los comunistas, después les siguen todos los que estén relacionados con los guerrilleros, los terceros son las familias de los comunistas, los cuartos las familias de los oficiales del Ejército Rojo. Usted está en la tercera lista. Los policías se han saltado el orden y por eso les ha caído la tunda".

Después de aquella conversación lo que tenía que haber hecho es marcharme al momento. Tenía que haber cogido a los críos, enganchar la vaca al trineo y largarme por la noche a casas de unos parientes de otra aldea. Pero me creí que el mayor bromeaba, que era bueno de verdad. Porque le había hecho la comida, le había lavado la ropa y le frotaba con la esponja de goma cada tarde. Pero cuando me llegó el turno, el mayor se convirtió en duro como el pedernal. No oía nada de mis llantos. Los policías sacaban los baúles, arrastraban la vaca y el cerdo. Siva me sacudió, les dio patadas a mis hijitos. No sé ni cómo no me mataron...

La mujer calló. Su mirada, con los ojos ya secos se perdía a lo lejos. Vislumbré con asombro signos de meditación en el rostro de aquella mujer. Sus labios se movían ligeramente, como si quisieran pronunciar algo inusual, expresar una idea nueva y no muy comprensible para ella. Pero después de un rato de silencio pronunció unas palabras que no le hacían falta ni a, ella ni a nosotros:

Vea, Alexéi Fiódorovich, lo que es la gratitud alemana, el honor nazi.

O sea —dije —ceso es todo? ¿O puede contarnos algo más? En general, hay que decir que, en comparación con muchos otros, ha tenido usted suerte. Está usted viva y sus hijos de momento están bien.

Pero, ¿puede llamarse vida a esto? Llegué a casa de unos parientes a Semiénovka, allí vive una tía mía, tenemos un carácter que ni el gato y el perro, no hay nada que hacer. Después me fui a Jolm, al distrito, a casa de la cuñada.

¿Tampoco congeniáis?

Tampoco —dijo y suspiré—. Lo que necesito es un marido, un padre para mis hijos. Devuélvanoslo, Alexéi Fiódorovich, apiádase de los huérfanos. No ve que no sirve para el ejército, que los médicos le han dado por inútil por el estómago. Y ahora se ha escapado de su mujer al bosque, le han entrado ganas de hacer guerra...

Ya no hablaba con la testarudez de antes y hasta dejó de llorar.

Pero entiéndalo —intenté explicarle—, su marido no está aquí. Se ha ido con una misión del Comité Regional. Y además, piense usted en lo que dice. Estamos viviendo una guerra horrible...

De pronto me interrumpió exaltada:

Alexéi Fiódorovich, ahora lo he comprendido todo, que los guerrilleros son buena gente y que no hay alemanes buenos, que son unos ladrones todos: ya me ha llegado la ciencia a la cabeza. Y el que ustedes luchen con los alemanes y los aniquilen es algo que yo saludo con todo el corazón y así se lo diría a cualquiera... ¿Pero qué hago yo? ¿Para qué me hace falta vivir? ¿De qué sirvo ya? Existió una María Petrovna que era una ama de su casa, tenía un marido y unos hijos. Tenía yo poder y fuerzas. ¿Y qué ha quedado de eso? La fuerza la llevo dentro, mírela —la mujer estiró las manos, apreté los puños con tanta fuerza que se le hincharon las venas— fuerza tengo, pero no soy ya mi dueña ni señora...

Druzhinin me guiñé el ojo y pregunté:

¿Y ama usted el Poder soviético?

¿Y cómo no lo voy a querer, cómo no voy a quererlo por mi casa, mi huerto y mi ganado? Todo eso antes lo teníamos. Como no querer el Poder soviético si mi Kuzmá es del Comité Ejecutivo y comíamos bien y nuestros hijos crecían sanos...

Resulta que lo único que valora del Poder soviético es que con él vivía usted mejor, porque tenía una casa, un huerto y una vaca, porque su marido ocupaba un buen cargo y además bien pagado. ¿Así tengo que entender lo que dice? —de nuevo preguntó Druzhinin.

La mujer Le lanzó una mirada de asombro y hasta, al parecer, de temor.

Druzhinin prosiguió:

O sea que si los alemanes le hubieran dejado todas sus cosas y los niños no pasaran hambre y el marido volviera a casa y le ayudara en sus quehaceres, entonces también se conformaría con los alemanes. ¿Es así?

Déjala, camarada Druzhinin —le dije—. Acabemos la charla. Hay otros asuntos que resolver. Todo parece estar claro, María Petrovna. ¿Dónde se ha instalado, en Jolm? (La mujer movió afirmativamente la cabeza). ¿Su marido sabe la dirección de esos familiares? Pues muy bien. Cuando regrese de SU misión, le contaremos todo. Y si las circunstancias lo permiten, pasará a verla aunque sea para un día.

No dijo nada. Las palabras de Druzhinin habían calado en ella.

Si no fuera por los niños —dijo lentamente—, me haría de la guerrilla...

Pero nosotros no la hubiéramos admitido —dijo Druzhinin.

Eso lo he dicho como ejemplo —prosiguió María Petrovna—, como respuesta a su pregunta sobre el poder de los alemanes. Primero adivinó bien usted mi carácter, no hay para mí felicidad mayor que ser dueña. Y ahora comprendo que con los alemanes, con esos canallas nadie es dueño: ni Siva, el stárosta de nuestra aldea, ni los policías; y si los alemanes quieren poner a un hetmán, como se dice entre la gente, pues tampoco al hetmán se le dejará mandar en Ucrania. Y mientras no vuelva el Poder soviético no habrá vida para nosotros. Esta verdad no la comprendí al momento, sino a través de la humillación, bueno, también usted antes de llegar a ser un jefe, seguro que se habrá dado más de un chichón, ¿no?

No pude reprimir la sonrisa. La mujer le contestaba a Druzhinin con ardor. No se podía negar una lógica en sus palabras. Al darse cuenta de mi sonrisa, María Petrovna se animé aún más, se inflé como un pavo y pasó al ataque:

Mire, usted dice: qué mujer más inconsciente tiene Kulkó. No ve más allá de su casa, sus hijos y su ganado, de política no entiende, sólo le gusta la casa y nada más. Pero ¿y Kulkó, un hombre de Partido, le ha enseñado mucho a su mujer? Porque en casa no él sino yo le enseñaba. En el Comité Ejecutivo, en una reunión, en el Comité de Distrito, allí todos son gente de Partido, pero, al llegar a casa: dame de comer, mujer, arréglame la camisa, ¿están bien comidos los niños?, ¿por qué el cerdo crece mal? Porque mi Kuzmá en todas partes se vanagloriaba: " ¡Miren, mi Marusia, esa si que es una ama de casa! " Y no ha visto que en estas labores, en quince años, me he consumido la vida... Así que ahora ya no tengo nada, tengo las manos libres y el alma se me ha encendido contra los alemanes. Bueno, pensé, iré a buscar a Kuzmá, que me enseñe cómo seguir viviendo. Por algo es hombre de Partido, por algo entiende mucho de política. Y ahora, ni me dejáis ver a Kuzmá, ni me admitís —y calló con un gesto de desconsuelo.

En esto acabó la conversación con María Petrovna. Di orden de que del almacén le dieran para los niños algo de harina y azúcar y mandé que la acompañaran hasta el puesto de guardia. Y sólo cuando me despedía de ella le pregunté si querría llevarse a Jolm unas doscientas octavillas.

Allí, a la izquierda de la serrería, hay una casa destruida por un bombardeo. Bajo la escalera hay un hoyo. Deje las octavillas ahí, ya las cogerá nuestra gente.

¿Me está probando? —adivinó la mujer—. Bueno, al menos gracias por eso... Deme las hojas. Y miré, a lo mejor la hija mayor les sirve de algo. Tiene ya catorce años, es pionera...

Después de marcharse María Petróvna estuvimos largo rato discutiendo sobre qué persona era, si se podía confiar en ella, si en efecto en una mujer tan avariciosa podían producirse cambios tan grandes en este tiempo. Y si, incluso, en el caso de que haya llegado a odiar a los alemanes bajo la impresión de sus sufrimientos, se la podía incorporar a la actividad clandestina y la lucha guerrillera.

Decidimos que, en cualquier caso, hacía falta utilizarla. Puede que fuera no del todo buena, políticamente una persona atrasada, pero de todos modos seguía siendo una persona soviética. Porque no fue poca la gente cuya conciencia política despertó bajo el efecto de la guerra y la ocupación. La gente que se nos unía era diferente. Pero marchaba con nosotros bajo nuestras banderas. Debíamos por tanto admitirla, armarla y lanzarla a la lucha.

A propósito, diré que María Petrovna Kulkó no ¡los defraudé. No se puede decir que trabajara de manera muy activa, pero, cuando hacía falta establecer un contacto con alguien a través de ella, enviar alguna carta o un paquete de octavillas, María Petrovna no se negaba. Lo cierto es que tampoco se le podía exigir una gran actividad. No vivía en su casa. Y con un carácter tan difícil como el suyo vivir por largo tiempo con unos parientes ya era una hazaña. Y vivía en Jolm sólo para sernos útil en alguna oportunidad. No podía hacer mucho para nosotros, además, porque no le era fácil conseguir el sustento para sus niños.

El Comité Regional clandestino y los comités de distrito tenían bastantes colaboradores de éstos, no muy activos, pero fieles.

* * *

Nuestros exploradores, los enlaces y los bisoños llegados del cerco nos informaban con todo detalle sobre el terror fascista, del que habían sido testigos. Pero si les preguntábamos cómo administraban los alemanes las tierras ocupadas, qué métodos de sojuzgamiento empleaban, nuestra gente nos respondía con las noticias más inconcretas, tomadas de periódicos y octavillas alemanes.

Aun conocíamos menos el estado de ánimo de los alemanes y de sus satélites, los húngaros. Para el guerrillero, el fascista era un ser sin alma. ¿Qué pensaba, con qué soñaba, cuáles eran sus convicciones? Nada de ello le interesa en absoluto. El aspecto exterior de los alemanes, su ropa, absolutamente todo, le producía repulsión.

Durante el combate de Sávenki cayó en nuestro poder una maleta perteneciente al oficial de Estado Mayor August Tulf.

Había en ella mapas, planos, diversas notas del servicio. En un gran álbum, con tapas de cuero azul, guardaba fotografías: una dama gruesa llena de encajes, hombres vestidos de frac, varias jóvenes delgadas, enjambres de niñas con vaporosos vestiditos blancos, el propio dueño del álbum desde la edad de un año hasta los trece. En una de las últimas fotografías se le veía con una sonrisa almibarada en los labios, abrazando por el talle a su novia. Había también un sinfín de fotografías hechas ya en el frente. En una, se veía a August Tulf colocando el dogal de la horca en el cuello de una campesina polaca; en otra, disparando en la nuca de un hombre que tenía las manos atadas; en la tercera, August Tulf, en medio de un grupo de oficiales, alzaba una copa ante la fotografía de Hitler... Y, por fin, una fotografía grande, que debía haber sido ampliada como recuerdo: Tulf divirtiéndose entre unos amigos. Entre unos quince amigos que figuraban en la fotografía, Tulf era el mayor. Los restantes pertenecían a la juventud hitleriana. Deducíase que eran oficiales, por la abundancia de bebida y diversidad de los manjares. Los propios "amigos" estaban completamente desnudos. Y todos ellos habían adoptado las posturas más antinaturales y repulsivas.

Desde hacía tiempo sabíamos que los oficiales alemanes eran aficionados a la pornografía. Pero aquello no era pornografía simplemente. Aquel documento fotográfico que he guardado hasta hoy día ponía al desnudo el alma de los oficiales fascistas, todo su fondo vil.

Entonces no sabíamos aún nada de Maidanek, de Oswiecim; tampoco teníamos noticia de que los alemanes habían inventado el "camión de la muerte". Pero habíamos visto las aldeas quemadas por los destacamentos de castigo, combatientes y habitantes pacíficos torturados, niños despedazados.

 

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