"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: PRIMEROS EXITOS parte 10 de 10

Todo estaba en silencio. Ante nosotros se extendía la blanca nieve. Pero no había hecho más que asomarme, cuando sonó un disparo. Me eché hacia atrás. Otro disparo. Entonces, claro está, nos metimos aún más. Y ellos, ¡el diablo sabe cuántos serían! , se acercaron corriendo. Se asomaron por el túnel o el tubo, como se llame... ¡Los muy víboras se iban metiendo! Exigían que nos rindiésemos. Y el túnel no hacía allí ningún recodo; si empezaban a disparar, era indudable que acabarían con nosotros. -

Debíamos meternos más adentro y doblar.

Iván me dijo: "Voy a tirar".

Y yo le dije: "Tira".

También yo saqué una granada del cinto. Pero no podíamos tomar impulso. Les quitamos las anillas y, por turno, enviamos rodando las granadas, y a cuatro patas echamos a correr. La onda explosiva nos golpeó con bastante fuerza, pero en el otro lado hubo también gritos y gemidos.

Les gritamos: " ¡Qué os habíais creído! ¡Probad a cogernos! ¡Los guerrilleros perecen, pero no se rinden!

Pero resulta que estaba allí el propio Baranovski, el burgomaestre. Antes de la guerra, había sido ingeniero de aquella fábrica.

Baranovski nos grité: "Salid de ahí, conozco todo eso; de todas las maneras os haré salir".

Le contestamos como es debido. Sin embargo, tanto él como los demás tenían miedo a meterse. Seguimos andando. No sé el tiempo que anduvimos a pie y a rastras. Nos pasamos unas cuantas horas vagando por tubos y túneles. Lo peor era que teníamos la ropa llena de cristales. Cuando explotaron las granadas, los frascos que llevábamos en los bolsillos estallaron casi todos. Por allí los tiramos.

Iván me dijo: "¿Cómo nos va a encontrar Bujánov?"

Y yo le contesté: "Volvamos al sitio donde nos dejó".

Dimos a rastras la vuelta, pero nos olvidamos de los cristales que habíamos tirado, y yo me corté las manos.

Un poco después sentimos olor a humo. Nos salieron las lágrimas y empezamos a toser.

Iván dijo: "Están quemando paja".

Y yo le respondí: "No, me parece que es estiércol".

Discutimos con calor. Seguíamos arrastrándonos y riñendo al mismo tiempo.

Iván me dijo: " ¡No entiendes nada de estiércol! El humo que despide es pesado y tira hacia abajo".

Yo le respondí: "Qué tiene que ver aquí abajo ni arriba, si el tubo es redondo".

Al día siguiente, Bujánov nos conté que Baranovski había traído varios carros de paja. La estuvieron quemando hasta la noche. Baranovski le dijo después a la policía que él, como especialista, estaba seguro de que nos habíamos asfixiado hacía ya mucho. ¡Vaya un ingeniero que ni siquiera sabe cuánta paja hay que quemar para llenar de humo todo el subterráneo de la fábrica!

Pero eso ocurrió más tarde. No nos asfixiamos, porque nos dimos cuenta de que si el humo no se quedaba en un mismo sitio era porque había tiro. Nos arrastramos en dirección al tiro y topamos con la sección de calderas.

Exteriormente, el local estaba obstruido por piedras voladas. No se podía entrar ni salir; los fogones también estaban destrozados. Pero la chimenea del tiro continuaba en pie. Lo habíamos visto cuando aún estábamos fuera. La chimenea de Koriukovka es famosa, mide más de cincuenta metros. Y tiene un tiro feroz. No lo vais a creer, pero a poco si se me lleva el gorro. Por eso pudimos permanecer allí tranquilamente; todo el humo se iba.

En la base, la chimenea estaba parcialmente destruida y el humo salía por una brecha.

En un rincón de ese local incluso echamos un sueñecillo; no por despreocupación, sino porque estábamos muy cansados. El humo también influyó. Después, nos despertó el frío. Ya no había humo.

Nos dolía la cabeza, como después de una borrachera, y hasta sentíamos náuseas.

Yo le dije: "Eso nos viene bien. Si no, sentiríamos más el hambre".

Iván me dijo: "De todas formas, me comería un par de calderetas de patatas".

Volvimos a discutir acaloradamente.

Yo le dije: "Cualquier doctor te dirá que, después de un atufamiento, hay que abstenerse de comer".

Iván me contestó: "Mi organismo puede admitir comida en cualquier momento, hasta en vísperas de mi ejecución".

Mas, a pesar de todo, era ya hora de poner fin, de algún modo, a aquella aventura, Bujánov no estaba. Tal vez le habrían echado el guante. Al marcharse, nos dijo que Baranovski tenía confianza en él. Pero le podían haber preguntado: "¿Qué hace usted aquí entre los escombros y por qué han huido los guerrilleros por su patio? ". Claro está que no sólo discutíamos; a veces, nos asaltaban ideas tristes.

Dicho sea de paso, la luz se filtraba en la sección de calderas por diversas rendijas. Y cuando mirábamos por la brecha de la chimenea, veíamos arriba una mancha blanca. El tiro continuaba siendo tan fuerte como antes.

Iván me dijo: "Sabes, Petró, tienes toda la cara negra. Te has debido cortar algo más que las manos. Puede venirte una infección. Sécate con una venda".

Sacó una venda de las que habíamos comprado en la farmacia, arrancó un trozo y, sin que yo le diera permiso, se puso a limpiarme la cara.

Yo le dije: "Muy agradecido. Pero me parece que la sangre es de las manos". Le arranqué la venda y la tiré. Y en el acto aquel trozo de venda fue arrastrado por el tiro hacia lo alto de la chimenea y desapareció inmediatamente. Voló al cielo.

Iván me dijo: "¡Qué bien si pudiéramos volar así, derechitos hacia el bosque!

Yo le dije: "Aguarda, aguarda", y comencé a desabrocharme.

Iván se reía, pensando que iba a hacer la prueba. Pero a mí se me había ocurrido una verdadera idea. Me desabrochaba para sacar las octavillas que llevaba metidas debajo de la camisa.

Tomé un paquete de octavillas y las tiré. Iván me miraba. ¿Y qué creéis? Las octavillas se arremolinaron y fueron arrastradas hacia arriba. Iván comprendió, y comenzó también a desabrocharse.

Las tirábamos a pequeños puñados. Unas treinta cada vez. Estaba claro que las octavillas volaban hacia arriba y, desde esa altura, se dispersaban por toda Koriukovka.

Nos alegramos y reímos tanto, que hasta la cabeza dejó de dolernos. Iván se olvidó de la comida.

Así nos encontró Bujánov. Estábamos tan entusiasmados, que ni siquiera le oímos llegar. Bien es verdad que venía con botas de fieltro.

Bujánov también se rió y nos dijo: "Ahí fuera están como locos. Dicen que la aviación guerrillera vuela sobre Koriukovka. Los policías se han escondido. Esperan un bombardeo. Habéis tenido una magnífica ocurrencia".

Después encendimos un cigarrillo. Bujánov, en vez de mechero, tenía yesca y pedernal. Cuando hace viento, no hay nada mejor.

Iván dijo: "Me siento completamente feliz, camaradas". Bujánov y yo nos reímos de él. ¡Vaya una felicidad! ¿Cómo salir de allí? Si caíamos en manos de los alemanes, nos harían trizas.

Bujánov se puso serio y nos dijo: "También yo debo salir ahora por otro lado. Desconfían de mí. Y, seguramente, me vigilan. Saldré con vosotros. Pero es una salida muy repulsiva y, además, tendremos que esperar a que sea de noche".

Cuando nos explicó por dónde pensaba llevarnos, a Iván y a mí se nos estropeé inmediatamente el humor.

Yo dije: "Eso es imposible. Los guerrilleros se van a burlar de nosotros".

Bujánov dijo: "No ocurrirá nada. Os lo aseguro. Allí todo está helado".

Iván dijo: "Vosotros podéis hacer lo que os parezca, pero yo prefiero abrirme paso a tiro limpio, antes que meterme en la mierda".

Bujánov dijo: "Eso es una tontería. Hace ya varios meses que la alcantarilla no funciona. Sois jóvenes, debéis vivir aún muchos años y acabar con muchos alemanes. Esos son prejuicios. ¿Y cuando los mecánicos tienen que entrar para alguna reparación? Dejad de hacer el tonto".

A pesar de todo, comprobamos las otras salidas, y nos convencimos de que los alemanes estaban en todas partes.

Bujánov dijo: "Los muy víboras me acechan a mí. Porque están convencidos de que vosotros os habéis asfixiado con el humo".

Iván cogió una granada y avanzó con decisión hacia la salida del túnel. Pero Bujánov lo agarró y tiró de él para atrás. Se puso tan furioso, que a poco le abofetea.

"Eres un mocoso —le dijo—. Debes obedecerme: soy un padre de familia y un hombre con experiencia. ¡Aquí yo soy el jefe!

Le puso verde, e Iván se sometió. También yo decidí entonces que más valía obedecer a Bujánov.

Aunque la cañería del alcantarillado estaba bastante seca, la cosa no tenía nada de agradable. Estuvimos arrastrándonos una hora por lo menos. Salimos a un pantano. Allí se estaba peor aún. A pesar del frío, el agua del pantano no se había helado del todo. Menos mal que llevábamos botas..

¡Menuda alegría sentimos al entrar en el bosque! Y no sólo por habernos salvado. No, principalmente por haber dejado a aquellas víboras con un palmo de narices.

Nos limpiamos con nieve y marchamos al destacamento. Bujánov se fue a casa, a Koriukovka".

Tal fue el relato de Petia Románov. Unos días después de esa aventura, volvió con octavillas a Koriukovka. Quería tirarlas de la misma manera y se disgusté mucho cuando supo que los alemanes habían obstruido todas las entradas a los túneles y cañerías de la fábrica.

* * *

Evséi Grigórievich Baskin era el encargado de comunicarnos las noticias transmitidas por radio. Todas las mañanas leía ante las filas el parte de guerra del Buró Soviético de Información. Después, nos daba a conocer las últimas noticias y el contenido de los artículos más importantes. Baskin gozaba entre nosotros de tanta popularidad como el famoso locutor Levitán.

Cuando captaba en el éter buenas noticias, corría primeramente al Estado Mayor. Y nosotros mismos recorríamos los refugios ¡Era muy agradable alegrar a los compañeros con una buena noticia!

Más tarde me contaron que en la retaguardia soviética, cuando la gente se enteraba de la liberación de alguna ciudad importante, sal la a la calle para explicarlo a los que por allí pasaban.

Por nuestros senderos no había viandantes. Pero también en el bosque todo el mundo quería compartir con los demás las buenas noticias. Se encontraba uno con algún compañero que entre los árboles estaba cortando un tronco y seguro que le gritaba:

— ¡Eh, compañero! ¿Ya sabes la noticia?

Recuerdo el 13 de diciembre. Hacía un gran temporal de nieve y un frío de veinte grados. Durante el día, habíamos tenido noticias de que un destacamento de castigo había destruido Reimentárovka y ocupado Sávenki. El estado de ánimo de la gente no era nada bueno.

A las dos de la madrugada entré corriendo Baskin.

— ¡Alexéi Fiódorovich, Nikolái Nikítich, camarada Yariómenko! ¡Ultima hora! En las cercanías de Moscú han sido aniquiladas varias divisiones del enemigo. Los fritzes huyen a todo gas.

¡ La que se armó! Claro está que despertamos a todos. La gente se abrazaba, tiraba en alto sus gorros, Kapránov nos dio una ración de alcohol extraordinaria sin rechistar siquiera.

Hasta que pasaron unas dos horas, no volvimos a acostarnos, pero nadie pudo ya conciliar el sueño. Hablaban, hacían planes. Era evidente que el Ejército Rojo había tomado la iniciativa y comenzaba una gran ofensiva. No recuerdo ya quién fue el primero en proponer que formásemos inmediatamente varios grupos de a quince y los enviáramos aquella misma noche a las aldeas inmediatas.

También yo marché a la cabeza de uno de los grupos. Irrumpimos a caballo en la aldea de Jorómnoie y comenzamos a llamar a las puertas y ventanas.

A los quince minutos, en torno a la hoguera que encendimos ante el edificio del antiguo Soviet Rural, se había congregado el pueblo. Resulté una especie de mitin. Yo hice la información. Después llovieron las preguntas. En la aldea no había alemanes, y los pocos policías reclutados recientemente se escondieron. Uno de ellos corrió al caserío próximo, donde se encontraba una compañía de magiares, pero cuando éstos llegaron ya habíamos desaparecido sin dejar rastro.

En el campamento se hallaban ya de regreso casi todos los grupos. La gente estaba entusiasmada. La incursión informativa había resultado de gran efecto. En todas partes los campesinos manifestaron su agradecimiento a los guerrilleros, les pidieron que volviesen por allí, y que, en caso de buenas nuevas, les despertaran a la hora que fuese.

Como es natural, la incursión no transcurrió sin incidentes. En la aldea de Churóvichi, a donde se dirigió el grupo mandado por Druzhinin, al principio todo iba bien. La gente se felicitaba mutuamente. Alguien empezó a tocar un acordeón y a cantar: "País mío, Moscú mío, eres el más amado". De pronto, sonó un tiro. Todos se pusieron en guardia. Los guerrilleros echaron cuerpo a tierra, dispuestos a entablar combate, y las mozas del lugar escaparon a los huertos. Tres minutos más tarde, en la dirección en que sonara el disparo, oyóse vociferar a una mujer. Los muchachos regresaron de allí riéndose a carcajadas:

El stárosta se ha pegado un tiro. —Al enterarse de que el Ejército Rojo ha pasado a la ofensiva, seguramente ha creído que en la aldea están ya sus fuerzas avanzadas y se ha levantado la tapa de los sesos. La que llora es su mujer.

Popudrenko fue el último en regresar. Su grupo había ido a Rádomka. Al entrar en la aldea, vieron luz en una casa grande y, como sabían que en el lugar no había alemanes ni magiares, se dirigieron tranquilamente a ella. Popudrenko ordenó a los demás que siguiesen y despertaran a la gente, y entró en la casa abriendo la puerta de un tirón. Dentro había unos ocho mozalbetes. Al ver a Popudrenko, se pusieron en pie de un salto, mirándole con ojos desorbitados y sin decirle nada.

— ¡Camaradas! —gritó Nikolái Nikítich—, ¡Ante el Ejército Rojo, los alemanes huyen a todo gas! En los accesos a Moscú han caído cinco divisiones enemigas y la ofensiva continúa. ¡Hurra, camaradas!

— Hurra... —barbotaron los muchachos con timidez.

— Bueno, no puedo entretenerme con vosotros —dijo Popudrenko y se dirigió a otras casas.

Cuando comenzó el mitin, Popudrenko observó que entre los reunidos faltaban los mozalbetes que repitieran su hurra. Preguntó a los koljosianos por ellos.

El mayor de todos llevaba bigote y gorro alto de piel.

— No es de aquí. Es el instructor de la dirección policíaca del distrito. Es el que recluta e instruye a los jóvenes policías. Estaban reunidos. Por temor a los guerrilleros, casi siempre celebran de noche las reuniones.

Popudrenko se enfureció terriblemente:

— ¡Es imposible! El de los bigotes era el que gritaba "hurra" con más fuerza.

— Pero, mírese: cinco granadas al cinto, el automático al hombro, en la mano la mauser... Al ver a un tío así, no digo ya "hurra", hasta "socorro" se puede gritar...

— Seguidme —ordenó Popudrenko a sus guerrilleros, corriendo en dirección a la casa—, ¡A granadas acabaremos con esos canallas!

Pero la casa ya estaba vacía y a oscuras.

Cuando Popudrenko terminó su relato, movió la cabeza y dijo con aire apesadumbrado:

— ¡Nos falta ser más vigilante, camaradas!

 

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