"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: PRIMEROS EXITOS parte 5 de 10

En la aldea de Pereliub, del distrito de Jolm, la koljosiana María Ilínichna Váschenko, de ochenta años, era la dueña de la casa donde teníamos nuestro centro de enlace, y al mismo tiempo, exploradora. Al bosque iba raras veces, pero en su casa recibía a decenas de hombres nuestros, les daba de comer y les lavaba la ropa. El sótano de su casa era el depósito de nuestras octavillas: allí iban a buscarlas hombres de las aldeas más lejanas.

Se me grabé una escena que se repitió también en otros lugares. Después de una operación de cómbate marchábamos en unos cuantos trineos por la aldea Tópolevka quemada por los alemanes. En aquella ocasión en nuestra alma reinaban paradójicos el sentimiento amargo y la alegría, la euforia y el estupor. De toda la aldea habían quedado enteras no más de cinco izbas. Y hasta éstas se hallaban cubiertas de hollín y algo chamuscadas, de todas partes se levantaban chimeneas, en las frías estufas yacían hechos un ovillo los gatos. De unos agujeros negros salieron unos niños y varias viejas y después, inesperadamente, unas chicas y mujeres jóvenes. Nos saludaban con las manos y sonreían. Mientras, nuestros muchachos hacían sonar sus armónicas y, aunque no muy bien, pero en voz alta, cantaban canciones. La nieve resplandecía por los reflejos del sol, los caballos corrían ligeros.

De una de las casas aún entera salió corriendo un muchacho de unos veinticinco años sólo con una cazadora. Tras él apareció una mujer.

— ¿A dónde vas? ¡Vuelve!

Pero el muchacho se agarró del soporte de mi trineo y corrió junto a los caballos.

— Déjeme... —dijo entrecortadamente—. Tengo un arma. ¡Pero, suéltame ya! —gritó airado a la mujer que estiraba de su cazadora.

Corriendo y en unas cuantas palabras nos contó su biografía de la guerra:

— Me movilizaron, camarada jefe, pero no tuvieron tiempo de enviarme a la unidad cuando de pronto se presentaron los alemanes... Permítame unirme a ustedes. Tengo un arma.

Yo hice un movimiento de aprobación con la cabeza. El chico salió corriendo hacia la casa y no tuvieron tiempo nuestros trineos de atravesar la aldea cuando apareció de nuevo con una chaqueta guateada bajo el brazo, el fusil en una mano y dos granadas en la otra. Salté sobre el trineo en marcha. La mujer corrió un rato tras nosotros. Amenazaba e imploraba, pero el marido le dio la espalda y se puso cantar con sus nuevos compañeros. Se llamaba Osmachko y más tarde fue uno de nuestros mejores lanzadores de minas. Después, casi en cada aldea por la que pasábamos alguien pedía ir con nosotros.

Una vez me informaron de que habían llegado al puesto de vigilancia cuatro chicos con botas altas, batas de camuflaje, cucharas y cuchillos metidos en las cañas de las botas. Pedí que los trajeran al Estado Mayor. En efecto, los chicos se habían puesto sábanas y pañales encima de las chaquetas. El mayor —de unos catorce años— se llevó la mano al gorro y dio el parte:

— Se presentan a su disposición, como huérfanos de padre y madre...

El más pequeño de los cuatro, un chiquillo delgaducho, se mantenía en posición de firme, imitando a los mayores, pero temblaba todo él, no se sabe sí a causa de) frío o del intenso deseo de echarse a llorar. Una larga gota le colgaba de la nariz. Al advertir mi mirada, el "jefe" del grupo se acercó de un salto al pequeño y, diligente, le secó la nariz con el borde del pañal; después, volviendo a ponerse en posición de firme, continué el parte:

— Como huérfanos de padre y madre, procedentes de la aldea de Ivánovka, distrito de Koriukovka: Grigori Guerásimovich Jlopianiuk, nacido en 1926; mi hermano, Nikolái Guerásimovich Jlopíaniuk, nacido en 1930; y éste, que es su amigo, Alexandr Miatenko, del mismo año, y Mijaíl Miatenko, de seis años...

Interrumpí al "jefe", me llevé a los cuatro al refugio, les hice sentar y ordené que trajeran té caliente.

El refugio se llenó de gente. Todos les hacían preguntas. Los chicos comían apresuradamente, movían las cabezas, pero no respondían a las preguntas y miraban al mayor. Este estaba desconcertado. Continuar dando el parte era imposible y para el relato no se había preparado de antemano. El "jefe" se echó a llorar antes que sus "soldados". Bien es verdad que le dio tiempo a salir corriendo al bosque, y, una vez allí, abrazándose a un pino, dio rienda suelta a sus lágrimas.

La historia de los muchachos era terrible. Praskovja Efímovna Jlopianiuk, esposa de un comunista, sargento del Ejército Rojo, había sido asesinada en su casa por Moroz, jefe de policía de Koriukovka, y otro policía Ifamado Zúbov. Estos se llevaron de la casa todos los objetos de valor. A los chiquillos no los tocaron, seguramente por no molestarse en darles alcance. Los chiquillos no regresaron a la casa hasta la mañana del siguiente día.

Ellos mismos cavaron en su huerto una pequeña zanja y, solos, sin ayuda de ninguna persona mayor, sin invitar a nadie al entierro, cubrieron con tierra helada y nieve el cuerpo de su madre. No tenían parientes por aquellos contornos. Los hermanos comenzaron a vivir solos. La pequeña reserva de harina y patatas se iba acabando. ¿Cómo vivir? ¿A dónde ir?

Una noche, irrumpió en la aldea un grupo de guerrilleros nuestros. Los chicos estuvieron observando el combate. Vieron la muerte de uno de los asesinos de su madre: el policía Zúbov. Vieron que los guerrilleros incendiaban la casa del stárosta. Y después, en compañía de los koljosianos adultos, corrieron al depósito de grano, forzado por los guerrilleros. Los chiquillos hicieron unos diez viajes, trayendo cubos de trigo a su casa, y se quedaron dormidos encima del trigo desparramado por el suelo.

A la mañana siguiente se enteraron de que los guerrilleros habían abandonado la aldea. Aquel mismo día, su vecina, Natalia Ivánovna Miatenko fue conducida a la comandancia de policía. La mujer no regresó más. Quedaron otros dos huérfanos: Shura y Misha. En eso, se enteraron de que en la vecina aldea de Sofíevka los policías no sólo mataban a los mayores, sino también a los niños.

Entonces Grisha reunió a sus más pequeños compañeros de infortunio y pronuncié ante ellos un breve discurso:

— Vamos a ir en busca de los guerrilleros. Si no, acabarán con nosotros.

Los chicos prepararon su marcha con gran espíritu práctico. Metieron en una alforja dos mudas de ropa, trigo y sal, lleváronse una sartén, cuchillos, agujas, hilo y una caja de cerillas.

Los dos muchachos medianos averiguaron por dónde se podía ir mejor. Por la noche, los cuatro se echaron encima unas sábanas y, a rastras, emprendieron la huída por los huertos, hacia el campo, y, de allí, al bosque.

Estuvieron vagando tres días por el bosque. Encendían hogueras y dormían al lado de ellas. Y, de creerles, no habían llorado ni una sola vez antes de ir a parar a mi refugio.

Pero en mi refugio tampoco les duró mucho el llanto. Se pusieron muy contentos cuando, especialmente para alegrarles, empezamos a tocar el gramófono... El primero en quedarse dormido fue el pequeño. Y Shura Miatenko, antes de hacer lo propio, manifesté con gran seriedad:

— ¡Si perecemos aquí, muchachos, no importa, porque será por nuestra Patria!

Dos de los chicos —Grisha y Kolia Jlopianiuk— se quedaron con nosotros, en el servicio de exploración. Y a los hermanos Miatenko tuvimos que dejarlos, en días difíciles, en una de las aldeas a cargo de buena gente.

Unas tres semanas después del combate en Pogoreltsi llegó arrastrándose hasta nuestro campamento una mujer prácticamente congelada. Daria Pánchenko era una koljosiana de unos cuarenta años, dueña de la casa donde se concertaban las citas clandestinas en Pogoreltsi. Alguno de los vecinos la denuncié y la mujer escapó al bosque. Salió deprisa y corriendo por la noche. Se vistió de cualquier manera, ni siquiera tuvo tiempo de taparse con un pañuelo caliente. No pudo llevar consigo ni un trozo de pan. Marchó por una nieve ya profunda. La caja de cerillas que se había guardado en las botas de fieltro se mojó y Daría no pudo encender ningún fuego.

Antes estaba conectada con el destacamento de Pereliub dirigido por Balabái. No sabía donde se encontraba el destacamento regional. Pero sabía que en un manantial, junto a las raíces de un árbol arrancado por una tormenta, en el agua, bajo una piedra debía haber una ampolla con una nota, en caso de que el destacamento se trasladara a otro lugar.

El destacamento efectivamente cambió de lugar, se había unificado a nosotros y para llegar hasta él hacía falta andar más de cincuenta kilómetros. Bajó la temperatura, a unos veinticinco grados bajo cero. El manantial se helé. Daría vio bajo el hielo transparente la ampolla reventada y una esquina de la nota. En los refugios de los guerrilleros no había nadie y hacía frío. No había nada que comer. La mujer no sabía a donde ir. Daría quiso marchar a Orlikovka, donde tenía unos conocidos, anduvo unos cinco kilómetros pero dio media vuelta: no podía dejar la nota bajo la capa transparente de hielo con las indicaciones sobre donde se encontraba el destacamento regional.

Daría decidió conseguirlo fuera como fuera. Primero golpeó el hielo con el pie. La bota de fieltro, como era blanda, ni siquiera dejó un rasguño en la superficie helada. Daria intentó encontrar alguna piedra bajo la nieve. Se le helaron las manos, del hambre la cabeza le daba vueltas. Por la tarde vio que sobre Orlíkovka se iluminé el cielo. Eso quería decir que también allí estaban los alemanes.

Pasó otra noche más sin comer en el refugio. Por la mañana, al salir de su escondite descubrió unas huellas de lobos. Todas se dirigían hacia un punto y se alejaban de él hacia todos los lados. Daría se pregunté a qué se debería aquello.

Al alzar la cabeza vio en una alta rama un cordero despellejado. Seguramente los guerrilleros se olvidaron de él, o a lo mejor lo dejaron adrede para personas como ella.

Los lobos no podían darle alcance. También Daría igual que los lobos se estuvo largo rato dando saltos sin saber cómo llegar hasta la carne. Era tanto el hambre que tenía que decidió quitarse las botas y subírse al árbol. Llegó hasta el cordero y estuvo royendo la carne cruda y dura sin sal. Después de saciar un poco su hambre, pero completamente helada, Daría inició sus búsquedas. Se internaba en el bosque unos cuantos kilómetros y por la noche volvía sobre sus pasos al refugio abandonado. La carne de cordero era su único alimento y lo que la podía salvar de morir de hambre, en cada ocasión la subía con esfuerzos sobrehumanos a la bifurcación del pino.

Intentó más de una vez romper el hielo del manantial con ramas de árbol. Pero nada logró. Así que decidió cubrirlo con nieve.

Alargando cada vez más su camino, Daría penetraba más y más en el bosque. Por fin dejó de volver a su base, se arrastraba marchando siempre hacia adelante. Los lobos la seguían en espera de su pronta muerte. Daria llegó al puesto de guardia sólo al treceavo día de que salió de Pogoreltsi.

Nuestro practicante Anatolí Emeliánov, para evitar la gangrena se vio obligado a amputarle los dedos de los pies y siete dedos de las manos.

Daría sobrevivió. Siguió con nosotros todo el camino guerrillero. Era una maravillosa eiploradora. Después se la nombré presidente de la tienda de Pogoreltsi.

En la gente que se nos unía abundaban los jóvenes. Evidentemente, no podíamos aceptar en el destacamento a todos los chicos en edad de ser pioneros que deseaban hacerse guerrilleros. Y éstos se contaban en centenares y hasta miles. A algunos les atraía el romanticismo de la lucha, la inocente aspiración de disparar con un "fusil de verdad". Pero la mayoría de los chicos koljosianos mayores de diez años comprendía muy bien que los alemanes eran un enemigo terrible. Habían visto la voracidad, el salvajismo y la crueldad del enemigo. Muchos, como los hermanos Jlopíaniuk y Miatenko unidos a nosotros, habían quedado huérfanos. En sus corazones anidé un deseo ardiente de vengarse de los verdugos.

¿A partir de qué edad un joven puede ser un combatiente de cuerpo entero? No es fácil dar respuesta a esta pregunta. A veces un chico fuerte y musculoso de unos quince años, excelente ayudante en una casa campesina, puede llegar al campamento y al tercer día deshacerse en lágrimas de tal modo que hay que quitárselo de encima lo antes posible. Y hasta él mismo puede pedir: "Déjenme en la aldea, no puedo más". A veces simplemente se escapa, pero trata de llevarse consigo el fusil y un par de granadas. ¿Acaso pueden aplicársele medidas disciplinarias, algo imprescindible en caso de todo guerrillero? Pues claro que no.

Sin embargo, no son pocos los casos en que un chiquillo escuálido de catorce años se ve arrebatado de un odio inagotable por el enemigo, de modo que se convierte, como dice el pueblo, en un hombre de hierro. Para un muchacho así no hay nada que pueda detenerlo. Duerme sobre tierra mojada y se levanta fresco como una manzana. Está de guardia varias horas seguidas y no se queja. En las marchas siempre está alegre y alegra a los demás con sus bromas. Así era en nuestro destacamento Vasia Korobkó, y Grisha Jlopianiuk no se le quedaba atrás.

De todos modos, nos vimos obligados a establecer en nuestro reglamento no ascrito que no se podía admitir a muchachos menores de dieciséis-diecisiete años. Pero, claro está, intentaban engañarnos y, para qué negarlo, a veces nos engañaban. No todos tenían documentos. Viene un hombre corpulento y dice que tiene diecinueve años. No tiene papeles, no es el caso de hacerle una prueba. Pero después, cuando ha cometido alguna falta, se echa a llorar y reconoce que sólo tiene quince rogando que se le perdone. Algunos destacamentos incluso se vieron obligados a hacer limpieza: excluir a grupos enteros de chicos demasiado jóvenes. Pero eso sólo ocurría en el período inicial. Más tarde, los chicos de las adeas sabían aproximadamente a quién podían admitir. Y aquellos que, de todos modos, llegaban a ser guerrilleros se adaptaban al nivel de los demás. Quien les ayudé mucho a autodisciplinarse y a templarse fue el Komsomol.

Los miembros del Komsomol que venían a nuestro destacamento, hasta los no muy sanos físicamente, se mostraron desde el principio como personas de mucha resistencia, disciplinadas y, lo más importante, como combatientes conscientes.

Comprendían mejor la esencia de clase de la guerra. Evidentemente, los komsomoles sabían por los libros y a través de los relatos de los mayores lo que era el capitalismo. La organización del Komsomol, ya antes de la guerra, les ayudó a comprender y a darse cuenta de que el enemigo sólo podía venir de los países capitalistas, que marcharía contra nosotros para arrancarnos las conquistas de la revolución e imponernos el régimen burgués. ¿Tenía todo esto importancia? ¡Pues claro, y mucha!

Un chico joven instruido políticamente comprendía que el ejército nazi alemán no sólo mataba, quemaba y destruía. El fascismo traía consigo un futuro horroroso, conducía a los hombres por el camino del capitalismo y quería hacernos esclavos. El joven con instrucción política sabía que la lucha se llevaba a cabo para conservar el primer Estado socialista del mundo. El joven política-mente instruido y consciente tiene muchos más estímulos y razones para marchar con valor al combate. No sólo es un vengador, no, es además un revolucionario, un defensor del socialismo y un constructor del comunismo.

 

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