"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL EN EL BOSQUE parte 2 de 11

Al principio, la orden se cumplía mal. No porque fuese difícil, en nuestras condiciones, conseguir caballos y trineos, sino porque, sencillamente, muchos no comprendían para qué hacía falta cumplir dicha orden. No comprendían que ella formaba parte de un gran plan, y que cumplirla significaba comenzar nuestra ofensiva.

Sólo después de resolver las importantísimas tareas que tenía­mos planteadas, es decir, adquirir un mayor grado de maniobra, establecer contacto con el centro y mejorar considerablemente la asistencia sanitaria, podríamos permitir el futuro crecimiento numérico del destacamento.

Digo permitir, aunque en realidad queríamos crear una división guerrillera. En sus intervenciones ante los combatientes y en las charlas sobre nuestro futuro, los miembros del Comité Regional y los jefes decían con frecuencia:

—  ¡Cuando tengamos varios miles de guerrilleros!

Pero, de momento, no teníamos más que unos cientos, y algu­nos jefes empezaban a temer el ulterior aumento. En cambio, a nuestro alrededor había miles de alemanes. Después de la derrota en los accesos de Moscú, las autoridades de ocupación habían reci­bido la orden de acabar lo antes posible con los guerrilleros: el frente exigía nuevos refuerzos. Por eso habían sido concentrados contra nosotros artillería, tanques, aviones. La suposición de que acabaríamos por disgregamos no se había justificado, como tam­poco la de que conseguirían aislarnos de la población.

Los alemanes ya habían traído para sus soldados centenares de esquís; los magiares, con ayuda de los policías, aprendían a viajar en trineo; los alemanes reglaban el tiro de sus cañones, y algunos proyectiles caían en nuestro campamento. Los invasores sentíanse tan fuertes, que ni siquiera consideraban preciso ocultar ante noso­tros la preparación de su ofensiva. Nos tiraban octavillas proponién­donos: “Cesad la desesperada resistencia, salid del bosque y rendíos”.

Pero las amenazas del enemigo no amedrentaron a ninguno de nuestros compañeros. Las octavillas se emplearon como papel de fumar y para algunas otras necesidades.

Sin embargo, no podímos por menos de comprender que conti­nuar en el mismo sitio era cada día más peligroso.

En aquellos días, el Comité Regional clandestino del Partido celebró unas de las reuniones más importantes, en la que se deter­miné el camino de nuestro desarrollo.

  * * *

  ¿Qué era en realidad por aquel entonces el Comité Regional clandestino?

Cualquier persona ajena al destacamento habría afirmado que se trataba de un pequeño grupo de hombres en nada diferentes a los varios centenares de guerrilleros que le rodeaban. No todos los miembros del Comité Regional ocupaban puestos elevados. Y por su ropa, manera de comportarse y régimen de vida eran iguales a los demás guerrilleros.

Pero cuando el grupo aquel se reunía, cuantos le rodeaban sabían que estaban resolviendo importantes cuestiones de la vida de todo el destacamento, y, tal vez, no sólo del destacamento; cuestio­nes que podían no ser secretas, pero que eran invariablemente importantes y muy serias.

Cuando el Comité Regional recababa la presencia de algún guerrillero, éste, fuese o no del Partido, ponía en orden y concen­traba sus pensamientos, y echaba una ojeada a los apuntes de su libro de notas... Y si se sentía culpable de algo, podía pasar un susto bastante gr8nde...

Al recibir una convocatoria para una reunión del Comité Regional, no sólo los guerrilleros de filas, sino también los jefes —hombres de temple y aguerridos— dejaban en el acto todos sus asuntos y, a cualquier hora del día o de la noche, emprendían la marcha, por larga que ésta fuera.

El Comité Regional podía convocar incluso a gente de destaca­mentos que no se encontraban bajo nuestro mando, y hasta de las aldeas donde no existían guerrilleros, podía convocar a gente de Nezhin, y ¡qué digo Nezhin!, incluso del mismo Chernígov. Y si el convocado odiaba de verdad a los alemanes y amaba a su Patria, si quería luchar activamente contra el enemigo, abandonaba la familia y, a veces con riesgo de su vida, se dirigía al bosque donde en aquel tiempo se encontraba el Comité Regional.

¿Qué gente era pues, la que constituía el Comité Regional? ¿Quién le había otorgado aquel poder sobre los hombres?

El hecho de que los miembros del Comité Regional clandestino hubieran sido miembros del Comité Regional legal de Chernígov y de que muchos de ellos fuesen confirmados más tarde por el Comité Central del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS, en calidad de dirigentes de la lucha popular en la retaguardia ene­miga, tenía, naturalmente, no poca importancia; pero eso no explica más que en parte la razón de su gran autoridad y la fuerza de su influencia entre las masas.

Los hombres soviéticos que por una u otra causa quedaron en territorio ocupado comprendían, en su inmensa mayoría, que sólo existía una fuerza una organización capaz de movilizar a millones de hombres soviéticos para la lucha heroica contra los invasores: el Partido Comunista.

Los jefes de miles de destacamentos guerrilleros y grupos de resistencia eran comunistas. Los destacamentos encabezados por jefes sin partido se podían contar con los dedos. Y a la primera posibilidad estos mandos ingresaban en el Partido.

Hasta en destacamentos no organizados previamente, en grupos de soldados cercados o prisioneros huidos, entre los campesinos sublevados ante los crímenes del enemigo y huidos al bosque, si había comunistas capaces de dirigir, éstos se convertían en jefes.

En las condiciones de la ocupación, los rasgos del verdadero bol­chevique se revelaban con peculiar nitidez; se comprobaba la fir­meza de sus convicciones, su fidelidad a las ideas comunistas.

Eso lo comprendía perfectamente el pueblo, porque en los bol­cheviques siempre había apreciado la sinceridad, el valor, la aplica­ción consecuente de un programa trazado de antemano.

Venían a nuestro destacamento hombres salidos del cerco y prisioneros huidos, de quienes nada sabíamos.

El interrogar a los recién llegados no era de incumbencia del centinela del puesto de vigilancia; su deber se limitaba a llevarlos a presencia del comandante de guardia o avisar al jefe. Sin embargo, habitualmente, el centinela solía hacer muchas preguntas a cada recién llegado. Y lo primero que inquiría era:

—  ¿Eres miembro del Partido? ¿Del Komsomol?

Todos los guerrilleros, incluso los sin partido, se alegraban, entre otras cosas, porque en la persona del comunista veían a un cama­rada fuerte y abnegado, y porque percibían en esa respuesta valor y nobleza. Es fácil ocultar la pertenencia al Partido. Para ello basta con negarlo.

Mientras que el reconocerse comunista imponía obligaciones especiales. Todos sabían que al comunista se le encomendaban siempre las misiones más difíciles. Y que, en caso de fracaso, la primera bala alemana le correspondía a él precisamente.

Los guerrilleros-comunistas no gozaban de ningún privilegio en comparación con los demás. Ni siquiera teníamos carnet, ese indi­cio elemental de pertenencia al Partido. Por decisión del Comité Regional, todos los que venían al destacamento con carnet del Partido o del Komsomol se los entregaban al comisario. En una de las bases habíamos escondido una caja de caudales. Después de guardar en ella todos los documentos del Partido, se enterró(1). El secretario de la organización del Partido en el destacamento, cama­rada Kúrochka, tenía la lista de los miembros y candidatos a miembro del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS y el secretario de la organización de base de las Juventudes Comunistas de Ucrania, Marusia Skripka también había hecho una lista de komsomoles.

La inclusión en dichas listas significaba que al camarada acabado de llegar se le reconocía, de hecho, comunista o komsomol.

En toda la guerra no se dieron más que dos casos de que los recién ingresados en el destacamento ocultasen su pertenencia al Partido. Habitualmente, los miembros del Partido y los komsomo­les, tan pronto se les admitía en el destacamento, se dirigían al secretario de la organización de base pidiendo que se les diese de alta.

El procedimiento que seguíamos era bastante complicado. Por regla general, los nuevos carecían del carnet del Partido o del Kom­somol. No se les reprochaba por ello. Pero para demostrar su per­tenencia al Partido, el camarada tenía que encontrar tres testigos, miembros del Partido, que pudieran confirmar que, en efecto, había militado en tal o cual organización.

Una vez, cuatro combatientes de la primera sección se dirigieron a mí con una reclamación peregrina. Se presentaron todos juntos, y uno de ellos me dijo:

— Venimos a verle, camarada Fiódorov, para quejamos de Iván Markiánovich Kúrochka.

— ¡Pero si Kúrochka no es jefe vuestro! ¿Qué os ha hecho?

— Venimos a verle como secretario del Comité Regional...

Ninguno de ellos era miembro del Partido. Yo esperaba que me hablarían de algunos defectos en la vida del campamento, de alguna ofensa personal; pero resulté que habían venido a tratar de un asunto puramente de Partido, incluso de un asunto de vida interior del Partido.

— Alexéi Fiódorovich, ¿conoce usted a Vlásenko?

— Sí. ¿El encargado de la ametralladora?

— El mismo. Piotr Vlásenko, de Kárpovka.

— Somos paisanos —intervino en la conversación el segundo combatiente—. Pronto hará un mes que Vlásenko llegó al destaca­mento. Lo han incorporado a nuestra escuadra y vive en el mismo refugio que nosotros. Y nos hemos dado cuenta de que Vlásenko anda muy mohíno. Pasan los días y sigue igual. Incluso en el com­bate no es el de antes. Como paisanos y amigos suyos que somos, le preguntamos: “¿Qué te pasa? ¿No será por falta de un buen trago? ¿Es que no te alcanza la ración? ¿No será que sueñas con Marusia, la cocinera? “. Vlásenko se niega a respondernos y nos ruega que no le demos la tabarra. Sin embargo, ha acabado por decirnos de lo que se trata. “Recordaréis, muchachos, que en 1939 fui admitido en el Partido. ¿Lo sabéis, no es verdad?” Claro que lo recordamos. “Pues ahora, no me reconocen. Kúrochka se niega a darme de alta. Enterré mi carnet al salir del cerco. Iría a buscarlo, pero son trescientos kilómetros, por lo menos”.

El tercer combatiente apoyó con calor:

— Eso de Kúrochka es pura burocracia.

— Debería comprender, camarada Fiódorov, que a Vlásenko eso le duele. Nosotros confirmamos que es miembro del Partido. Ha sido un activista en la aldea: hacía agitación en las asambleas; en la brigada del cultivo de huerta explicaba las noticias de prensa; era atento con la gente. Yo, por ejemplo, antes de la guerra, vi perso­nalmente que estudiaba la Historia del Partido Comunista. Como testigos, se lo expusimos todo eso al secretario de la organización del Partido, a Kúrochka. Y fue peor.

— ¿No lo reconoció como militante?

— No. Nos dijo: “Vosotros no tenéis derecho a eso. Si Piotr Vlásenko fuera efectivamente del Partido, no se habría dirigido a vosotros, que sois sin partido, para un asunto de esta índole”.

— Pero vosotros ignoráis las circunstancias del caso —les dije yo—. Vlásenko estuvo en el ejército. Tal vez se haya portado mal y le hayan expulsado del Partido.

El cuarto combatiente, que había permanecido callado hasta entonces, creyó preciso intervenir.

— Yo he salido con él del cerco. Vlásenko y yo éramos de la misma sección. No he oído hablar de que lo hayan expulsado. Eso es una suposición errónea, camarada Fiódorov. Tampoco fue amo­nestado nunca.

Me interesé en saber por qué aquellos compañeros tomaban tan a pecho el asunto de Vlásenko.

— En primer lugar, el hombre padece, y nos da pena.

— Bueno, ¿y en segundo?

— En segundo lugar, y esto es lo principal, en nuestro pelotón no tenemos a ningún miembro del Partido. Usted qué cree, cama­rada Fiódorov, ¿tiene eso importancia para nosotros o no? Y en tercer lugar, debe vencer la justicia.

Les conté cuál era el procedimiento establecido para incluir a los combatientes en la lista de los comunistas.

— Desgraciadamente, camaradas, no puedo hacer nada. No tengo derecho a infringir el procedimiento establecido por el Comité Regional.

Creo que no les convencí. Se marcharon descontentos. Cinco minutos más tarde volvió a presentarse el combatiente que había salido con Vlásenko del cerco.

— Dígame, Alexéi Fiódorovich, si yo ingreso en el Partido, ¿podré hacer algo por Piotr?

— ¿Y quieres ingresar en el Partido sólo por eso?

Me miró sorprendido, y repuso con toda seriedad:

— Supongo que está usted bromeando, camarada Fiódorov. Hay que ser tonto para pedir el ingreso en el Partido sólo para ese asunto. Hice la solicitud cuando estaba aún en el regimiento, pero no me dio tiempo a presentarla. He conservado las recomendacio­nes.

— ¿En dónde estuviste cercado?

— Cerca de Kíev. Piotr y yo estuvimos andando más de tres meses, hasta encontrar a los guerrilleros.

— ¿Y durante todo ese tiempo llevaste encima las recomenda­ciones?

—    Sí.

—    ¿Entonces Vlásenko enterré su carnet del Partido y tú con­servaste las recomendaciones?

 — Sí.

Pero dándose cuenta de que con eso dejaba en mal lugar a su compañero, agregó presuroso:

— Pero la cosa es diferente, Alexéi Fiódorovich, Piotr tenía el carnet del Partido, y yo una petición para ser admitido como candi­dato.

—    A ver, enséñamela.  

(1) Además de todo tipo de documentos secretos, en la caja fuerte se guardaban marcos alemanes y alguna cosa de valor. Todo ello entregado al Estado Mayor Regional en los días de organización del movimiento guerri­llero. Se supuso que harían falta para la labor de exploración e información. Pero resultaron innecesarios, los exploradores se las arreglaban sin dinero.

 

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