"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 1 de 13

Nuestro destacamento estuvo varias veces a punto de perecer. No me refiero a las secciones o a las compañías, sino precisamente a todo el destacamento. Y hubiéramos perecido porque no estába­mos dispuestos a rendirnos.

Cada vez que nos encontrábamos a un paso de la derrota total, no era ningún milagro lo que nos salvaba, ni tampoco, claro está, la actitud condescendiente del enemigo. Nos salvaba la unión, la inventiva popular, la maestría de los jefes, el heroísmo en masa, la disciplina consciente, todo eso que se puede definir en dos pala­bras: organización bolchevique.

Como ya sabe el lector, a fines de noviembre de 1941, los desta­camentos de Chernígov se encontraron por primera vez en una situación desesperada. La culpa de ello no la tenía tanto una amenaza efectiva de derrota militar, como nuestra debilidad, desde el punto de vista de organización, y la inseguridad en las propias fuerzas. En aquel entonces el Comité Regional unió a los pequeños grupos guerrilleros en un destacamento grande y lo llevó a la ofen­siva.

La segunda prueba —mucho más seria— comenzaba ahora y duró tres meses: febrero, marzo y abril.

Esta segunda prueba siguió casi inmediatamente a los días feli­ces. Nos habíamos instalado muy bien en las aldeas de Maibutnia, Lásochki, Zhuravliova Buda. Ultimamente, nuestro destacamento había realizado bastantes incursiones afortunadas contra las guarni­ciones policíacas de aquellos contornos. Habíamos conseguido esta­blecer enlace con la Tierra Grande, hacer el balance de nuestra actividad combativa y comunicárselo al Comité Central. Nos habían prometido enviar aviones con armamento complementario.

Era indudable que nos habíamos fortalecido. Nuestros comba­tientes estaban fogueados y habían pasado por un buen curso prác­tico de lucha guerrillera. Muchos se habían separado al fin de sus casas y sus familias y ello tenía también bastante importancia, ya que el soldado pelea siempre mucho mejor cuando está lejos de sus mujeres e hijos.

Los jefes ineptos, designados guiándose únicamente por el cargo que ocuparan antes de la guerra, abandonaron sus puestos y los que quedaron, luchaban muy bien.. Incluso para Bessarab no habían transcurrido en vano los cinco meses de lucha guerrillera.

Fue entonces cuando los alemanes comenzaron a presionamos. Bombardearon varias veces las aldeas donde habíamos acampado y nos batían con piezas de artillería pesada. -

Después de haber analizado serenamente la situación creada, el Estado Mayor decidió que el destacamento debía abandonar los poblados y replegarse al bosque. Por cierto, hubo bastantes contra­rios a esta decisión. En efecto, no era cosa fácil abandonar, con unas heladas de treinta grados bajo cero, las cálidas casas e irse a la nieve... Algunos compañeros, sin aludir directamente a ello, comen­zaron a afirmar que no teníamos derecho a entregar sin lucha las aldeas donde tanto tiempo habíamos estado, que debíamos defen­dernos y defender a la población. Que, al marchar, dejábamos abandonados a su propia suerte a los viejos, mujeres y niños.

Lo menos que se le podía achacar a esa “teoría” era su falta de seriedad. El enemigo tenía sobre nosotros tal supremacía en hom­bres y material de guerra, que fortificarse en aquellos instantes en aldeas abiertas por todos lados, significaba correr, nosotros mismos y los vecinos, el riesgo de una aniquilación total.

Montamos en los trineos y nos dirigimos a los bosques de E lino, al sector donde acampara, durante algún tiempo, el destacamento de Vorozhéiev, nuestro nuevo compañero. Según decía éste, allí había refugios. Si bien es verdad que nuestros exploradores nos habían informado ya de que allí no quedaba más que una trinchera larga y mal tapada. Pero incluso aquello era mejor que nada. Lo principal era que en el lugar se alzaba un espeso bosque con gran abundancia de abetos: a los alemanes les costaría trabajo descubrir­nos desde el aire y no les sería fácil desalojarnos de allí.

Con los caballos al trote, y a veces a galope, recorrimos a toda prisa unos veinte kilómetros. Los jefes llevaban capotes de piel o, cuando menos, zamarras cortas y botas de fieltro. También abriga­mos bien a los heridos. Sin embargo, no todos los combatientes rasos tenían ropa de abrigo. Algunos llevaban botas altas rotas o con vendas. Los que se hallaban en este caso saltaban de los trineos y, agarrándose a ellos, corrían por el camino. Teníamos que ir más despacio. Alguno había pedido ya que nos detuviésemos por una hora para encender una hoguera y entrar en calor. Pero, inesperada­mente, las cosas tomaron tal giro que nos calentamos sin necesidad de hogueras:

En la linde del bosque, los alemanes nos interceptaron el paso. Se habían camuflado bien y nuestro servicio de exploración falló. En aquella ocasión, los alemanes utilizaron nuestra propia táctica. Se ocultaron en el bosque y nos atacaron por sorpresa.

No obstante, ya porque esa táctica fuera nueva para ellos, o porque no se sintieran a gusto en el bosque ruso, el caso es que abrieron fuego dos o tres minutos antes de lo que correspondía hacerlo. Además, aquellos señores no habían tenido en cuenta otra cosa: el frío traía tan furiosos a nuestros muchachos, que, lejos de asustarse, incluso se alegraron de la posibilidad de pelear.

Aunque, claro está, no nos ayudó tanto el frío como Dmitri lvánovich Rvánov. Mientras estuvimos en las aldeas, él no había perdido el tiempo: exigía de los jefes de las compañías que se ocupasen sistemáticamente de la preparación combativa de sus hombres.

Yo mismo quedé sorprendido de la rapidez de nuestra respuesta. La sorpresa del ataque no aportó a los alemanes ventaja alguna. Ninguno de nosotros se desconcertó. Los jefes daban órdenes con­cisas y los combatientes se desplegaron rápidamente en orden de combate y echaron cuerpo a tierra. Dos minutos más tarde, respon­díamos con tal fuego de ametralladoras y automáticos, que los alemanes pusieron inmediatamente pies en polvorosa, y eso que eran nada menos que dos compañías.

El combate no duró más de diez minutos. Excitados, alegres y orgullosos de nuestro éxito, reanudamos la marcha. Al cabo de unas cuantas horas de viaje, dejamos por fin el camino y nos inter­namos en el bosque. Nos atascábamos en la profunda nieve, entre los árboles; los combatientes saltaban de los trineos para ayudar a los caballos, pero hombres y bestias se hundían hasta el cuello en la esponjosa nieve por nadie hollada.

Llegamos a nuestro nuevo destacamento a eso de las tres. Menos mal que la noche era de luna llena. Aunque la luz lunar tampoco nos ayudó mucho. En el lugar se alzaban abetos centenarios y sus grandes ramas cubiertas de nieve tapaban casi todo el cielo.

Encontramos el refugio abandonado del destacamento de Vorozhéiv. Su destacamento había estado allí hacía mes y pico. La entrada estaba obstruida. Luego de quitar la tierra que la cubría, penetramos en una trinchera cubierta, larga y sucia, donde no había mesas ni bancos. Antes de irse lo habían quemado todo. Y lo peor de todo era que el horno estaba destruido. Menos mal que teníamos fumistas entre nosotros. Una hora más tarde, Grisha Bulash encendía una estufa, montada rápidamente por él, y a los treinta minutos en el refugio hacia calor. Aunque, probablemente, ello era debido más a la cantidad de gente que a la estufa.

El refugio había sido construido para albergar a unas cincuenta personas; y nosotros, aparte del grueso de la fuerza, teníamos cuarenta y cinco heridos y enfermos que debían guardar cama. Algunos combatientes habían sufrido heladuras en el camino, y era preciso que, cuanto antes, entraran en calor. El refugio estaba tan abarrotado de jefes, personal médico-sanitario y de los más fervien­tes aficionados al calor, que tuvimos qué invitar a algunos a que saliesen...

Dicho sea de paso, el frío no es un aliado del guerrillero. Tal vez frenara entre los alemanes su afán de ofensiva, pero nosotros sufría­mos mucho más sus consecuencias. En aquellos días, el frío había emprendido una ofensiva tan grande contra nosotros, que era pre­ciso sujetar con mano firme las riendas del mando.

Al recordar ahora aquellos días y noches de lucha dura contra los elementos invernales, se me imaginan llenos de animación casi alegres. La memoria humana desecha de buen grado los episodios dramáticos y, en cambio, conserva durante mucho tiempo todo lo alegre y divertido.

Cuando los ex guerrilleros nos reunimos ahora y recordamos cómo nuestros hombres, helados, hambrientos, furiosos, se enterra­ban entonces en la nieve, nos sentimos invadidos, no sé por qué, de una alegría desbordante.

— ¿Recuerdas cómo vociferaba entonces Bessarab? En vez de bigotes tenía carámbanos, la barba llena de escarcha, de la boca le salían columnas de vaho, y él gritaba: “ ¡Yo, eso pues, no estoy de acuerdo! ¡Qué necesidad tengo yo de esto! ¡En Reimentárovka hemos dejado unos refugios magníficos!

— ¿Y os acordáis de cuando Arsenti Kovtún cayó en la nieve una guarida de oso, tapó la entrada y empezó a roncar a toda orquesta? Por la mañana la nieve había cubierto su vivienda y no sabíamos dónde estaba; sólo por los ronquidos dimos con él.

— ¿Y recordáis cuando Kapránov reunió a las enfermeras y les dijo: “Muchachas, la que se eche a llorar, no recibirá alcohol. ¡Aguantad, muchachas, demostrad que sois iguales a lcs hom­bres!

Y, en efecto, ninguna de nuestras muchachas lloró ni una sola vez. Sin embargo, el aguardiente no les interesaba, y repartían sus raciones entre los muchachos.

Sí, ahora no recordamos más que lo alegre. Pero nuestra situa­ción era a veces muy dura. Para todo el destacamento no teníamos más que siete palas, cinco hachas y una barra. Y la tierra estaba helada a más de un metro de profundidad. Los combatientes encen­dían hogueras; dos horas más tarde, apartaban las brasas y se ponían a cavar la recalentada tierra.. Cuando llegaban a una profun­didad de medio metro, volvían a tropezar con otra capa helada y encendían de nuevo la hoguera, y así hasta el infinito. Era aquel un buen entrenamiento para desarrollar la paciencia.

Nos faltaba mano de obra. Teníamos que enviar gente a los puestos de vigilancia, a explorar y a servicios de intendencia. A pesar de todo eso, en el transcurso de algo más de una semana, construimos dieciséis refugios dotados de camastros, hornos, bancos y mesas.

A fuer de honrado, debo decir que en esos refugios no se estaba muy bien. Eran estrechos y oscuros. Los iluminábamos con candi­les alimentados con sebo; encendíamos teas, o, simplemente, nos sentábamos al lado de la estufa. Por las tardes, hasta en los días de las más feroces heladas, nos reuníamos y charlábamos, como siempre, al amor de la lumbre de las hogueras.

En los bosques de Elino —que figuran en los anales de nuestra historia con el nombre de “Vtorói Lesograd” (“Segunda Ciudad de los Bosques”) —permanecimos hasta fines de marzo. Todos recor­darán que el invierno de aquel año fue muy crudo. Raro era el día que hacía menos de veinte grados bajo cero. Nos alegrábamos de esos días. Carecíamos de aparatos para medir la temperatura, pero en cambio, durante cierto tiempo, tuvimos un abuelo en cuestión jamás había visto en su vida un verdadero termómetro de calle y que tenía una idea muy aproximada de los grados. Pero si se le preguntaba qué temperatura hacía, contestaba sin titubeos:

— Veinticuatro grados.

— ¿Cómo lo sabes, viejo?

— Pues, por lo que me muerde la helada. Mis orejas son de veinte grados, la nariz se me hiela a los veintitrés, y cuando empieza a dolerme el dedo gordo del pie derecho, eso quiere decir que pasa de los treinta.

El invierno fue angustiosamente largo. En la región de Cherní­gov ha habido inviernos largos y de mucha nieve, pero no recuerdo ninguno como aquél. ¡Pero, si sólo fuera el frío y la nieve! De nuevo, quiérase o no, se le ocurre a uno comparar la situación del soldado y la del guerrillero. No discuto que durante aquel invierno los combatientes y jefes del Ejército Rojo también pasaron sus malos ratos, sufrieron lo suyo. Soportaron las heladas, en algunos casos pasaron hambre y, claro, se extenuaron en largas marchas.

Pero, en el caso de los guerrilleros, a todas estas privaciones se sumaba una pobreza humillante. Pues cualquier cosa que hiciéra­mos o pretendiéramos hacer nos costaba enormes esfuerzos. Sujetá­bamos las puertas con ayuda de tiras de cuero crudo.

También escaseaban los cubos. Casi todos los días, los jefes tenían que resolver las discusiones y decidir a qué sección le corres­pondía el cubo en litigio. Un jarro, una cuchara, un cazo, todo eso había que buscarlo en el fragor de los combates; el guerrillero tenía siempre presente que no sólo debía llevarse el arma, las botas y el capote del alemán muerto, sino que tampoco estaría de más lle­varse las cerillas, el cuchillo, la cuchara o la linterna de campaña.

Nos lavábamos con nieve y, casi siempre, sin jabón. Una de las operaciones más penosas era el lavado de ropa. El lector compren­derá que lavar al aire libre en pleno invierno era imposible. Tam­poco se podía hacerlo en el refugio, donde los hombres estaban hacinados, casi unos sobre otros, y apenas se podía respirar. Des­pués de construido el lavadero, que al mismo tiempo nos servía de baño, tardamos mucho en conseguir una caldera, artesas y barre­ños. En lugar de estos últimos, acabamos por emplear los cascos alemanes; de unos gruesos troncos hicimos unas artesas, y de un bidón de gasolina vacío nos fabricamos una caldera. Pero todo esto nos llevó enorme cantidad de tiempo y de trabajo.

Muy mal lo pasaban nuestras mujeres y muchachas. Hay que confesar que no toda nuestra gente comprendía ni quería compren­der la situación especial en que aquéllas se encontraban. De regreso de una operación los hombres-combatientes se iban a descansar, mientras que las muchachas se ponían a preparar la comida y a lavar la ropa. A los hombres se les había ordenado que se lavasen la ropa ellos mismos. Pero a las muchachas no les gustaba que los hombres lavaran con ellas en el lavadero. Se azoraban y a algunas les daba lástima de los hombres. Observaban sonrientes los torpes movimientos de los chicos junto a las artesas. Y acababan por echarles: “Nos arreglaremos solas”. Y los muchachos no esperaban más que eso...

En los bosques de Elino conocimos el hambre por vez primera. Bien es verdad que, más tarde, pasamos por situaciones aún peores, pero cuando estábamos en Elino no habíamos perdido todavía la costumbre de comer con abundancia y variedad, y por eso soportá­bamos difícilmente aquel período de penuria. Nuestras reservas se habían agotado en las bases guerrilleras ya no quedaba nada, ni siquiera sal.

Había quien sacaba a relucir las conversaciones, ya de todos conocidas, de que de no haber admitido gente nueva en el destaca­mento, habríamos resistido, sin duda, hasta la primavera. Pero como recibían una buena reprimenda del mando, se limitaban a compartir sus opiniones en voz baja. Sin embargo, incluso esto tuvo consecuencias muy desagradables: se dieron los primeros casos de deserción. Tuvimos que prevenir con una orden que, al igual que en el ejército, la deserción se castigaría con el fusilamiento.

 

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