"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 6 de 13

Nuestras autoridades de ocupación no han encontrado ni un ruso popular entre su gente, ni un político conocido que trabajara con nosotros. Los diputados y dirigentes del Partido están en la clandestinidad, en el ejército o encabezando los destacamentos guerrilleros. Los llamamos a nuestras filas, les prometemos tierras y haciendas, les prometemos poder y riquezas. Pero esta gente se ha educado en el desprecio por la propiedad: ¡sólo se les puede exter­minar!

Miro al futuro y sin querer me remito al pasado. Los ingleses en la India, los holandeses en Indonesia, los norteamericanos en Filipi­nas, a ninguno de ellos les ha ocurrido encontrarse con tales proble­mas como los que se tendrán que enfrentar mis compatriotas des­pués de acabada la guerra. ¿Comerciar con los rusos, colonizar a los rusos? Esto es una utopía. Sólo hay un camino: el exterminio. Que queden unas cuantas decenas de rusos en algún parque. Que suceda lo mismo que con los indios de Norteamérica. Es la mejor solución del problema”.

La carta era larga. En el periódico mural se publicaron tan sólo algunos extractos. Evidentemente, la redacción eliminó las delica­dezas familiares, los saludos y las digresiones líricas. Al final de la carta, el teniente escribía con alegre sarcasmo:

“Nuestro Otto y el marido de Marta murieron entre terribles sufrimientos en las nieves de los alrededores de Moscú. Ahora me encuentro cerca de otra vieja ciudad rusa: Chernígov. Justo después de las Navidades las tropas del general Fischer iniciaron una opera­ción de despiadada limpieza de los guerrilleros locales. Ya hace dos semanas que sus fuerzas principales junto con sus dirigentes bolche­viques están rodeados en los bosques. Durante este tiempo no ha habido ni un día en que el frío haya bajado de los treinta grados. El general me ha dicho que las hogueras sólo prolongan la agonía. Me convencía de que los guerrilleros de Chernígov no tendrán ni mil hombres sin las manos o los pies congelados. “Estoy muy contento —dijo el general— de que no se rindan. Tendría que gastar munición en ellos y después enterrar sus cuerpos. El suelo está demasiado duro, sería mucho trabajo para nuestros soldados. En el bosque ellos mismos entierran a sus hombres congelados”.

“¡Oh, cuánto daría por ver lo que hacen en las nieves estos condenados a la muerte!” —estas eran las últimas líneas de la carta del teniente.

    Y en realidad fue mucho lo que pretendió darnos. Este represen­tante de los círculos económicos nos propuso un rescate por su liberación. Nos intentó convencer de que su suegro se halla en unas relaciones muy estrechas —casi familiares— con los Krupp.

A la media hora de ser fusilado el teniente comerciante, regresó de una lejana operación de exploración un grupo de nuestros com­batientes. Cumplían una misión encargada por el frente del Sur­Oeste. Entonces casi a diario transmitíamos por radio datos sobre el movimiento de tropas enemigas, la construcción de aeródromos alemanes y otras informaciones.

Dirigía el grupo que había vuelto Semión Efímovich Gazinski. Este nos conté que en camino de regreso, escondiéndose de una persecución, penetraron en las profundidades del bosque, pero no pudieron encender ningún fuego por temor a llamar la atención.

— Yo llevaba unos simples zapatos —contaba Gazinski— y el frío era terrible. Nos pasamos la noche debajo de un pino. Yo me levanté y me puse a dar saltos sobre el mismo sitio. Les pedí a los muchachos: “Contad hasta mil, a lo mejor así recobro el calor”.

Después me acosté de nuevo. Empecé a dormirme. Recuerdo que se me repetía el mismo sueño. Me encontraba en una buena casa empapelada, en medio había una mesa de avellano, y mi mujer colocaba sobre ella un vaso de té bien cargado para mí. De pronto, oí cómo gritaba mi hijo menor y me decía que me estoy quedando helado. Era mi compañero Nurgueli Esentimírov que gritaba: “¡Camarada Gazinski, quítese los zapatos! “ Yo no entendía nada. Entonces él mismo me los quitó, se desabroché el capote, levantó la camisa y colocó mis piernas sobre su desnudo vientre. Así fue cómo me salvé.

Esentimírov, que era kazajo, estaba a nuestro lado y sonreía. Era un combatiente que no conocía el miedo y odiaba profunda­mente a los fascistas. Le explicamos el contenido de la carta y le preguntamos qué opinaba de ello. Después de un minuto de silen­cio, nos dijo:

— Nuestro pueblo recuerda a Timur el cojo, y de Gengis Kan también se acuerda. Nuestro pueblo guarda en su memoria mucha sangre y poca felicidad. Los ancianos dicen: “Si caminas de prisa, te romperás los pantalones”. Tú me preguntas, jefe, qué piensa Nurgueli del fascista. No tiene alma este hombre, lo que sí tiene son manos, que como el bai, dicen: ¡dame, dame! El fascista quiere arrancarnos la ley soviética, quiere ser mi bai, pues entonces ¡que coma tierra! ¿Para qué me hace falta un bai? ¿No es cierto, jefe?

Estuvimos de acuerdo con él. Porque, de verdad, era cierto lo que decía.

* * *

A principios de febrero recibimos un radiograma del Estado Mayor del Frente Sur-Oeste. Nos prometieron que nos enviarían un avión grande con hombres, armas, municiones y radiorreceptores. Un avión que tenía que aterrizar. Teníamos que construir urgente­mente una pista de aterrizaje. Nos comunicaron los signos Conven­cionales, el sistema de señales, los parámetros aproximados de la pista de aterrizaje. Evidentemente, no pudieron comunicarnos por radio y en clave el modo cómo se construye un aeródromo.

Hacía falta hacer una pista lisa, esto lo entendían todos. Tam­bién estaba claro que había que hacerla a escondidas del enemigo, es decir lo más alejado posible de los lugares poblados. Pero además de los aspectos evidentes, había otros que no lo eran. ¿No molesta­rán los árboles para la aproximación del avión? ¿Cómo colocar el signo de aterrizaje? ¿A qué distancia el uno del otro encender los fuegos? ¿Puede descender un avión sobre nieve blanda? En fin no eran pocas las condiciones especiales de las que no podíamos tener ni idea.

Entonces nos acordamos de que a cargo del practicante Emeliá­nov teníamos un piloto incluido en el grupo de exploradores que había sufrido una herida grave. Pável Volodin era todo un piloto de guerra, además comandante de nave. El con seguridad debía saber cómo recibir un avión. Pero, desgraciadamente, después del acci­dente que sufrió, Volodin no logró curarse en todos estos meses. Se le rompió la pierna derecha y se le unió mal: lograba moverse con gran dificultad ayudándose de un fusil a modo de cayado. Por si fuera poco, terna rotas también algunas costillas —tres o cuatro— y ello repercutió en el estómago, el diafragma, los pulmones... De todos modos llamamos a Volodin al Estado Mayor. No pueden imaginarse lo contento que se puso nuestro joven comandante: por fin podía ser útil en algo...

La historia del comandante del bombardero pesado Volodin y de los tres miembros del equipaje era auténticamente asombrosa. A pesar de que del avión no quedó nada, los cuatro sobrevivieron. Los guerrilleros llevaron a dos de ellos al otro lado del frente, los otros dos se quedaron al cuidado de nuestros médicos.

En todas las ediciones anteriores de mi libro había contado justamente en este capítulo, a propósito de la construcción de la pista, cómo el avión se precipitó sobre los árboles y qué sucedió de todo ello. Lo contaba brevemente y, tal como se aclaré más tarde, con no mucha exactitud. El avión cayó un mes antes de mi llegada al campamento, o sea que yo no fui testigo de la catástrofe y no conocía los detalles del hecho. Volodin estaba gravemente herido y no estaba para historias. Víktor Riábov —servidor de la ametralla­dora— en el tiempo a que me refiero no estaba del todo curado y además lo veía muy raras veces. Esta es la razón por la cual en las versiones anteriores fui en exceso lacónico, aunque esta historia se merece una mayor atención.

Sucedió que, a pesar de que Volodin dirigió las obras de cuatro aeródromos guerrilleros, sólo en el quinto —en noviembre de 1942— se posó un avión, en el cual Volodin y yo viajamos a Moscú. Volodin, para siempre; yo, para unos días. Y después de la guerra, aunque nos vimos, no hablamos de ello mucho rato. Sólo un cuarto de siglo más tarde he logrado de él que me relatara con detalle los hechos. Más tarde hablaré de ello.

Aquí es importante hacer mención de que Volodin, superando los intensos dolores, se montaba en un caballo y, manteniéndose con bastante gallardía, dirigía la construcción del aeródromo con maestría y eficiencia.

El primero de nuestros aeródromos lo construimos junto a una aldea quemada hasta las cenizas y abandonada, Mostkí. Arranca­mos unas dos decenas de árboles, igualamos los desniveles. Pusimos guardias a los que dimos unos banderines. Después decidimos que difícilmente los aviones llegarían de día y confeccionamos para los guardias unos farolillos. Volodin los consideró insuficientes y recomendó que preparáramos unas antorchas.

— La cosa es bien sencilla. Envolved unos palos con trapos, y mojadlos en petróleo o en mazut.

Después de haber dicho esto, él mismo se echó a reír. Palos, como es natural, teníamos cuantos nos hicieran falta; tampoco era difícil encontrar un trapo; pero petróleo o mazut... De todos modos conseguimos antorchas. Durante varios días, los combatien­tes se dedicaron a raspar de los pinos resma seca, en la cual, después de derretida, mojaban los patos envueltos en trapos. Por lo demás, creo que si Volodin nos hubiera dicho que era preciso conseguir un diamante de veinticinco quilates o extender alfombras por todo el aeródromo, pues en caso contrario los aviones no aterrizarían, también habríamos sabido ingeniárnoslas.

Colocamos montones de ramiza, a una distancia determinada, de acuerdo con la figura que se nos había indicado por radio. Como es natural, se trataba de una ramiza magnífica, ejemplar, digna de ser llevada a una exposición, y bajo ella yacía paja de la mejor calidad, dispuesta a encenderse con la más insignificante chispa. Además, al lado de cada montón, había un jarro con alcohol y a los de guardia se les había ordenado severamente que no se les ocurriese beber ni un solo trago. Con ese alcohol deberían rociar la ramiza, tan pronto como oyesen el zumbido de los motores y prender el fuego.

Esperamos mucho tiempo. Durante varias noches seguidas, el Comité Regional y el Estado Mayor en pleno salieron al aeró­dromo, situado a cinco kilómetros de nuestro campamento. La nieve cubría la paja preparada. Después el viento se llevaba los montones, luego el alcohol se nos vertía o se secaba, y mientras los aviones sin aparecer. Los más diferentes ruidos nos parecían el rugir de los motores. En eso a lo mejor exagero un poco. En invierno, en el bosque, y sobre todo de noche, es grande el silencio. Pero cuando la gente lleva esperando con gran tensión varias noches seguidas, hasta el viento que mece las copas de los árboles, o el cuchicheo de dos centinelas, o el tic-tac del reloj de bolsillo e incluso los latidos del propio corazón pueden parecer el zumbido de un aparato que se acerca.

Hasta el mismo Volodin solía confundirse. En cierta ocasión, por orden suya se vertió el alcohol y flamearon las hogueras... Tan sólo una no se encendió. El combatiente, que estaba de guardia al lado de aquel montón de ramiza, habíase quedado dormido. Y Volodin tomé por rugido de motor de aviación lo que no eran más que ronquidos del guerrillero de guardia.

Por radio nos comunicaron: “Llegarán mañana, esperad”. “Y por qué —preguntamos nosotros— no vinieron ayer? Como res­puesta, volvieron a comunicar: “Esperad, llegarán mañana”. Y comprendimos que las causas solían ser muchas y que no nos correspondía conocerlas todas.

En la noche del 11 de febrero oímos un zumbido uniforme y muy intenso. En el campamento, donde los guerrilleros que montaban voluntariamente guardia también lo habían oído, se produjo una alegre alarma. Los heridos, incluso los más graves, salieron del hospital para no perderse tan -anhelado instante.

Varias bengalas, dos verdes, una roja y tres blancas, se elevaron al cielo. Ello significaba: “El aeródromo, está en condiciones, podéis aterrizar”. Además, quería decir también que, si los aviones no aterrizaban, al día siguiente tendríamos que conseguir, en com­bate con los alemanes, nuevas bengalas y, además, de distintos colores. Las señales las cambiábamos todos los días.

Pero los aviones, no sé por qué, no aterrizaron. Descendieron, dieron un par de vueltas sobre el bosque y volvieron a marcharse. Eran tres. Vimos cómo se iban alejando de nosotros nueve estrellitas brillantes que titilaban en el cielo. El ruido de los aviones que se marchaban era cada vez menor... La desilusión había hecho ya blasfemar a alguien, cuando, de pronto, una voz gritó:

— ¡Paracaídas!

La noche era fría y sin viento. Derecho hacia la hoguera y con bastante rapidez, descendía un hombre que llevaba blancas botas de fieltro, traje guateado y un gran gorro de pieles. Gritaba algo y agitaba la mano.

Después vimos a otro más. Este tiraba de las cuerdas y hacía desesperados esfuerzos para no caer sobre la copa de un pino. Le gritábamos:

— ¡Tira a la derecha!

A pesar de todo, se enganchó de una rama y quedó suspendido a unos tres metros del suelo. También llevaba traje guateado y blan­cas botas de fieltro. Cuando nos acercamos a él, preguntó con voz ahogada:

— ¿Sois guerrilleros?

— ¡Guerrilleros, amigo, guerrilleros! —le respondimos.

Le oímos lanzar un suspiro de alivio. Después, con otro tono completamente distinto, gritó:

— ¡Pues bajadme, diablos! Dejad que me caliente al lado de la hoguera. Los aviones no llevan calefacción.

Después de ellos comenzaron a caer del cielo cajones, paquetes, sacos. Calan con buena puntería, en un radio no mayor de dos kilómetros. Aquella noche recogimos doce paquetes.

Los de los paracaídas resultaron ser radistas. Eran unos mucha­chos jóvenes y simpáticos; pero, ¡qué digo simpáticos!, eran unos ángeles con trajes guateados, eran sencillamente un milagro. Todos procuraban darles una palmada en la espalda o, al menos, tocarles para convencerse de que, en efecto, se trataba de hombres de carne y hueso. Sólo Kapránov conservé la serenidad. Inmediatamente dio orden de guardar los paracaídas, los conté y me parece que hasta los numeré. Cuando descubría agujeros en la seda, movía con dis­gusto la cabeza. Al mismo tiempo, Kapránov prohibió, a todos absolutamente, tocar los cajones y los sacos.

Sólo cuando los paquetes estuvieron reunidos y colocados en un mismo sitio, Kapránov permitió abrirlos.

Aquella misma noche nuestro viejo poeta Stepán Shuplik se recogió solitario por una hora y volvió en el apogeo de la fiesta con unos versos. No los leyó él mismo, para dar más énfasis al aconteci­miento se los pasó al actor dramático de Chernígov Vasili Jmuri. Este se subió al cajón más alto y, después de logrado el silencio, recité:

 

Volando sobre el pinar
vimos un avión.
Mos alegramos muchísimo
cuando viró.  

En los refugios, hasta los enfermos
se olvidaron de sus males.
Tantos deseos tenían
de ver el avión.  

Era uno de los nuestros, era soviético, 
encontró el camino, 
Trajo su cargamento 
al campamento guerrillero.  

Las luces ardían en la tierra, 
en el cielo las bengalas. 
Hicimos al avión 
las señales convenidas.  

Se acercó hasta nosotros,
dando vueltas en el aire

Y nos mandó presentes:
tabaco y salchichas.
 

Trajo medicinas
con qué curar los males. 
Ahora se podía mejor
luchar contra los alemanes.
 

Dos camaradas bajaron del cielo, 
los enviaban del frente.
Llegaron al campamento
y nos lo contaron todo.
 

Demos gracias a nuestro poder  
y al querido Stalin.
¡Seguiremos aplastando cerdos alemanes 
hasta que no quede ninguno!

 

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